LAS TENTACIONES DE RUBÉN

La iglesia Vaticana era un continuo tránsito de penitentes. Menudeaban los que sólo iban por un día a orar y mortificarse; más escasos los que pasaban una temporada. Pero este flujo y reflujo de espíritus contritos no perturbaban la paz de Rubén, que había encontrado la fórmula de aislarse del mundo y sus miserias. Permanecía en la iglesia ajeno a las entradas y salidas de los penitentes.

Un día se presentaron sus padres, y el muchacho que reconoció la voz de Claudia, presa de una extraña agitación bajó a la cripta y se escondió en el fondo de una de las galerías. A uno de los penitentes que trabajaban en los nichos, le dijo rompiendo el régimen de silencio: -Por favor, dile al venerable Efraín que no quiero ver a mis padres; que me dejen tranquilo, que no rompan mi retiro.

Se quedó todo tembloroso, pálido, asustado. Y hasta una hora después que Efraín bajó a buscarle, no salió de la cripta.

- Mi santo Rubén, te conviertes en una hortaliza de invernadero… Bueno está despreciar el mundo, pero no al extremo de olvidar que vivimos en él. Al fin y al cabo tu madre te llevó en su seno, te parió con dolor, te crió con aflicciones para que de modo tan arisco huyas de su presencia… ¡Partía el alma verla como se fue!

- Nada tengo que ver con ellos… Ya no soy su hijo, soy hijo de Dios, y sólo a Dios me debo.

- ¡ No digas sandeces, santo Rubén! Se puede ser hijo de Dios sin tener por ello que repudiar a una madre tan digna y honesta como es la tuya…

Lo de santo, nombre que se daban entre sí los cristianos, especialmente los de la Pentecostés, lo decía Efraín con un tonillo especial.

El no desconocía las crisis místicas, pues también las había pasado con tortura y con gozo, pero las de Rubén le sacaban de quicio. Con el mundo tan revuelto de sangre y porquería, con tantos desheredados de fe, tantos parias del espíritu, tantos carentes del consuelo de la Verdad, él, Rubén, tragándose egoístamente los goces celestiales, con una voracidad avara, como si no quisiera dejar ni una miga a los demás.

El resto del día, Rubén lo pasó desasosegado. Y queriendo hacer penitencia de aquello que le motejaba Efraín, se plantó en el huerto hincado de rodillas con la cara al sol y los brazos en cruz. Tenía tal anhelo de mortificación, que giraba de vez en cuando para no perder ocasión de que los rayos del sol lo martirizasen en pleno rostro. Efraín cuando salía al huerto, le amonestaba:

- Rubén, que eso no es penitencia, que eso es hacer el tonto; y yo no te absuelvo del pecado de tontería…

Pero Rubén no hacía caso y continuaba achicharrándose. -Rubén, que vas a coger una insolación y Dios no te lo va a agradecer, pues luego Dios tendrá que preocuparse de curártela. Como si Efraín hablase en el desierto.

- Pecador de mi alma, que te ha dado mucho el sol y ahora hace relente. Mira que vas a coger al mismo tiempo una insolación y una pulmonía. Vente a acostar…

Nada. Rubén miraba el lucero que brillaba esplendente en el cielo. Y en efecto, ya pasada la hora de la cena, Efraín encontró a Rubén en la misma actitud, con los ojos puestos en el planeta, los brazos en cruz y todo él sacudido por escalofríos. Efraín protestó fastidiado:

- ¡ Vaya si eres majadero, santo Rubén! Ahora serán para mí todos los apuros, pues no creo que Dios me ayude. Que una cosa es amar a Dios sobre todas las cosas y otra fastidiarle con inconveniencias.

Esa noche Rubén despertó a la iglesia con gritos aterradores. El penitente del cubículo vecino se despertó y levantó para ver lo que sucedía. Y vio al adolescente dar grandes saltos en la cama, con una especial agilidad, pero, y esto era lo lamentable, con posturas y movimientos obscenos. El penitente, que era un romano poco versado en misticismo y éxtasis aunque sí muy cumplidor de la doctrina de Jesús, se fue alarmado a despertar al venerable Efraín.

- ¡ Caro presbítero, que el santo Rubén ha enloquecido! - ¡No me digas! Sólo faltaba eso: que Satanás lo enloqueciera y Dios no se lo llevase… ¡Cuántas fatigas me da este santo! Bien sabía el venerable Pedro lo que se hacía cuando se lo quitó de encima. Se cubrió con un manto y se fue al cubículo de Rubén. Estaba ejercitándose en aquella suerte de misticismo acrobático que más parecía regocijo de Satanás. Y se dijo para sí: «No me extraña. Este crío ha aburrido a Nuestro Señor y el Demonio ha hecho presa en él». Y al romano:

- Tráeme una cubeta de agua…

Lucio Portuense no estaba seguro de si la terapéutica del agua sería la más adecuada para curar al joven, pero obedeció a Efraín y le trajo la cubeta llena. Efraín muy gravemente le advirtió a Rubén:

- Estáte quieto, santo Rubén, o te baño…

Rubén no escuchaba ni oía nada. Como un poseso continuaba saltando sobre la litera con tan grande aliento que no lo haría mejor un acróbata. Y él, de suyo tan púdico, mostraba sus vergüenzas sin ningún recato. Como las llamadas de atención no fueron atendidas, Efraín que había pedido el agua se vio en el trance de arrojársela. Hizo su efecto. Poco a poco disminuyeron la altura y agilidad de los saltos y Rubén terminó por sentarse en la litera con la cabeza baja, murmurando como en una salmodia: «Yo soy el girasol, yo soy el girasol, ¡ay, ay, ayyy!, que ama al caracol, al caracol». Efraín se tapó los oídos para no escuchar la gorda obscenidad de los versos siguientes, pero el Portuense sí la escuchó:

- Rematadamente loco…

- ¡ Insolado, carísimo Lucio, insolado! Si toda la tarde estuvo haciendo de girasol el muy mentecato… -Y al paciente, con voz imperiosa, le amenazó-: ¡O recobras el juicio o te pongo de patitas en la calle!

Pero el pobre de Rubén seguía con el girasol y exhibiendo sus partes pudendas. Y como no se calmara ni diera indicio de dormirse, Efraín cerró la puerta y dijo a Lucio Portuense:

- No hay que hacerle caso. Mañana le administraré la eucaristía y se sosegará…

Mas al amanecer, Rubén no atendió el toque de címbalo. Efraín fue a verle. Se agitaba en la cama como un endemoniado y no hacía más que decir: «No, no; apártate, dulce Satán, apártate». Efraín le puso la mano en la frente. Estaba febril, sudaba. Comentó entre dientes: «Lo que me temía. Está insolado. A quién se le ocurre…»

Al mediodía, Rubén parecía ya completamente sosegado. Permanecía inmóvil en la litera con los ojos fijos en un punto muerto. Efraín le observó un momento y sintió la aprensión de si se habría muerto. Le tomó el pulso. No. Vivía. Le habló sin resultado, mas cuando se iba, Rubén sin parpadear, le dijo:

- Busca a Simón el Mago, que se ha metido en la iglesia…

- ¿ Qué es lo que dices?

Rubén no despegó ya los labios.

Simón de Samaría era demasiado famoso para que Efraín no supiera que se hallaba en Roma. Como estaba condenado a seguir la sombra de Pedro, suponía que habría ido tras él a Volterra, adónde se trasladara hacía pocos días el Apóstol para auxiliar a la madre de Lino, gravemente enferma. Lino le había recomendado que algún presbítero la bautizara, pues de corazón era adepta a la fe cristiana. Y Pedro prefirió ir a auxiliarla en persona, pues pensaba que si la enfermedad era grave, él tenía potestad para bautizarla, recibirla en la Iglesia y ayudarla en el tránsito en un mismo acto.

Efraín esperó a la hora de la cena. Cuando todos los penitentes estuvieron ante la mesa, no tuvo duda de quién sería Simón el Mago. Cogió el cuenco de la sopa y se dirigió musitando una oración al viejo encapuchado.

- ¿ Cómo me dijiste que te llamabas?

- Simón de Betania…

- ¡ Conque Simón de Betania…!

Le arrancó la capucha y en cuanto lo reconoció le estrelló el cuenco en la cabeza.

- ¡ Fuera de aquí, condenado!

Simón se retiró de la mesa conturbado. Con una expresión de tristeza que conmovía. Al extremo de que súbitamente Efraín temió haberse equivocado…

- Tú eres Simón de Samaría…

- Sí, lo soy, ¿y qué? ¿Acaso no soy cristiano?

- Un renegado, un defraudador… ¿Y esperabas participar en el rito de la fracción del pan…?

Simón murmuró:

- Sois crueles. Me habéis dado la gracia y no satisfacéis el hambre que esa gracia me despierta…

Salió del comedor. No le entenderían. Efraín corrió a abrirle la puerta.

- Haz acto de contrición… Reza… - ¡Rezar…! Vosotros debíais humillaros ante mí… Efraín lo vio perderse en la oscuridad. Luego le pareció que iba cantando Yo soy el girasol…

Terminada la cena, el presbítero se fue a ver a Rubén. El muchacho le preguntó:

- ¿ Ya se ha ido? -Ya.

- He estado tres días perturbado por él…

- ¿ Lo has visto?

- No, no le he visto… Sólo lo sentía. Hasta hoy en la mañana que su nombre se me vino a la mente. Mi tío Tino me había hablado de él… Yo estaba seguro de que se hallaba aquí…

- Tino está herido… Simón amotinó el barrio de Sanqualis contra la iglesia…

- ¿ Qué pretende ese desdichado?

Efraín no supo contestar. Realmente no sabía qué podía pretender Simón.

- Acuéstate y reposa… Y no te mortifiques más por unos días…

Tienes muy mal semblante…

Simón de Samaría estaba sentado en lo alto de la muralla. Desde allí dirigía el espectáculo. Había quitado la voluntad a dos hombres que, rodeados de ociosos y chiquillos, festejaban con grandes risas todos los gestos, movimientos y pantomimas que hacían.

- Ahora tú, Obeso, estira el brazo… Y tú, Flaco, clávale la aguja.

Flaco tenía una enorme aguja en la mano. Pero Obeso, dócil a la voz del mago, extendió el brazo. Sonreía, contrastando lo risueño de su expresión con la gravedad del rostro de Flaco. Éste le clavó la aguja y le atravesó el brazo.

- ¿ Te duele?

- Me hace cosquilla, carísimo mago Simón… -repuso Obeso.

- ¿ Cómo que te produce cosquillas? Flaco te ha clavado una aguja y eso debe producirte enormes dolores.

Obeso comenzó a lanzar agudos chillidos de dolor. Saltaba, corría, se revolcaba en el barro provocando el espanto de unos y la risa de otros. Tras un rato, Simón le dijo:

- No mientas. Obeso. La aguja te produce mucha risa…, ¿verdad?

Obeso rompió en ruidosas carcajadas. Parecía el hombre más feliz del mundo. Su risa contagió a la canalla, que le coreó.

- Ahora tú, Flaco, sácale la aguja… y clávatela a ti mismo…

En estas diversiones estaba cuando entró en la calle Sabi. Y detrás de Sabi venía una pareja de tabellarii de casa patricia.

Sabi se dirigió a Simón:

- ¿ Eres tú Simón el Mago?

- Sí, ¿qué tripa se te ha descosido?

- A mí ninguna, pero te traigo un recado de parte de Tino, de la iglesia de Sanqualis…

- ¡ Ah, de Tino! ¿Ya le remendaron la cabeza?

- Ya… Ahora voy a romperte la tuya…

- A tus órdenes. Pero antes, ayúdame a bajar… Ofréceme tu mano.

Sabino se dirigió a Simón con la intención de tirar de él, pero según se iba acercando al mago la dureza de su rostro se fue dulcificando y, en seguida, sin que nadie le dijera nada, bajo el efecto de la mirada punzante de Simón, comenzó a bailar y a dar saltos hasta que se cayó. La canalla volvió a reír. Simón le dijo:

- Duerme hasta la consunción de los siglos.

Uno de los tabellarii le preguntó:

- ¿ Conque tú eres el mago Simón?

- El mismo. ¿Para qué soy bueno?

- Acompáñame. Mi señor, el poderoso Aulo Vitelio te invita a su casa…

Simón dio uno de sus enormes saltos, lleno de gozo.

- ¿ Lo habéis oído? ¡Aulo Vitelio reclama mis servicios! -Y después, para consigo mismo-: Hacía tiempo que esperaba este momento. Este es el primer paso para llegar al Emperador.