LIBRO III

HÉLADE

MILETO, BANQUERO SIN VOCACIÓN

Antes de llegar a Olimpia, en Apolonia, Benasur y Clío se encontraron con un poeta que les informó que el consejo de helanódices de Elis había pospuesto el Certamen Lírico para CC IX Olimpiada.

- Siempre los concursos de música se han anunciado de una olimpiada a otra. Seguramente ahora trataron de hacer un sondeo, y al ver la escasa concurrencia de liristas decidieron dejarlo para mejor ocasión.

Sin embargo, Benasur y Clío continuaron viaje a Olimpia. Y allí, en el Bouleuterión fueron informados de que, efectivamente, en la próxima Olimpiada no habría certamen lírico.

- Tú sabes -le dijeron a Clío- que un himno de más de trescientos versos con «solo» de lira, acompañamiento de aulos y canto coral para veinte voces no puede improvisarse; que requiere tiempo y trabajo… Por eso hemos estimado dejarlo para la Olimpiada siguiente…

Clío se inscribió. Le dijeron que como nativa de Mitilene, una vez que se hiciera la proclamación y convocatoria de la Olimpiada se presentara a la teoria de su ciudad con el fin de legalizar su situación como participante.

- Es que yo, aunque nací en Mitilene, soy de nacionalidad elamita.

Esto provocó un aspaviento del funcionario de la secretaría. La cosa se ponía difícil, porque el Elam nunca había sido entidad griega.

Intervino en la conversación Benasur para ilustrar al funcionario: cualquier ciudad del Oriente helenizada por Alejandro debía considerarse de jure como ciudad perteneciente al mundo cultural griego.

La aclaración produjo su efecto en el funcionario. Ahora que el mundo griego estaba fraccionado en provincias sometidas al gobierno o a la tutela de Roma, oír hablar del mundo cultural griego como de una unidad existente e indivisa, le hizo dudar. Y se excusó para plantear el asunto a un superior. Al cabo de un rato volvió con el superior, y apenas iniciaban la discusión cuando dos helanódices se sumaron a ellos.

- Nunca se había pensado en esta posibilidad -dijo uno-. Mas es indudable que hay un punto de razón en lo que aduces. En Susa estuvo y reinó Alejandro. Y si hoy Olimpia se honra con la participación de concursantes de Massilia, Emporio, Malaka y otras ciudades de extremo occidente, no hay razón para negar al Elam su concurrencia a nuestros agones. Mas, sin embargo…

El «sin embargo» fue que los helanódices dijeron que tratarían el asunto en consejo para, seguidamente, elevarlo al Bouleuterión. La cosa se resolvería en unos cuantos días. «Y si los señores…»

Los señores -Benasur y Clío- optaron por quedarse en Olimpia.

En invierno, Olimpia era algo menos que en verano y bastante inferior a la temporada de olimpiada. El Leonidaión estaba casi vacío. Apenas algunos olimpiónicos, principalmente de carreras, que anticipan sus entrenamientos, sus gestiones -no siempre limpias- cerca de los jurados. La ciudad ofrecía el aspecto eclesiástico propio de todos los santuarios que han perdido el favor de la devoción popular. Eran los juegos, sólo las competencias atléticas los que mantenían la fama y la prosperidad de Olimpia. Por tanto, los sacerdotes, los auxiliares del culto y los funcionarios públicos se pasaban los cuatro años de inactividad dedicados a ese ocio que sólo se cubre con los placeres o entretenimientos de la mesa, y las largas sobremesas en que se hace, con variadas anécdotas, historia presente y pasada. Se recordaban campeones, incidentes, personajes esclarecidos y aureolados ¡ay!, por esa lucecilla tan aduladora que pone el recuerdo en los tiempos pasados. Lo curioso era que después de comentar con nostalgia los antiguos tiempos de gloria olímpica, concluían por asegurar que la próxima Olimpiada sería tan fastuosa y nutrida de atletas sin igual, que borraría el recuerdo de todas las habidas. Era el mínimo estímulo que necesitaban los helanódices, buleutas, sacerdotes y funcionarios para seguir organizando los agones con el entusiasmo debido.

La estancia en Olimpia significó para Clío una curiosa experiencia sentimental, pues al pasear por los mismos lugares que recorriera de adolescente, conoció la dimensión espiritual del recuerdo, midiendo tiempo y vida en sí misma, al comparar en sus evocaciones la Clío de hacía años, sorprendida y atónita con el espectáculo de Olimpia, y la Clío de ahora, desilusionada de muchas cosas y, sin embargo, afanada en la conquista de una gloria que se le ofrecía incierta, vaga y remota. Había renunciado a la idolatría y se encontraba comprometida en una ambición artística que sólo tenía base y marco, estímulo y justificación dentro de la idolatría. Por eso Olimpia se le antojaba en esta su segunda visita una suntuosa armazón, una esplendorosa estructura cuyos sentido y función sentía caducos, muertos. Entonces creía que el mundo era «un terrible absurdo, con zonas agradables y divertidas», y en el presente, no pudiendo conciliar la mentira de Olimpia y su ambición de triunfo, se veía dentro de aquel «terrible absurdo» que descubriera en su adolescencia.

Recorrió el Altis como lo recorriera de niña. Entró en el templo del padre Zeus Olímpico. Sufrió una decepción al sentirse tan ajena a la deidad que tanta devoción suscitara en su infancia. Recordó que cuando estuvo por primera vez en Roma oró ante Júpiter Capi tolino como si fuera el mismo Yavé, emocionándose como si el propio Señor Yavé hubiese recibido su plegaria. Mas ahora no veía en Zeus Olímpico más que una estatua, una rica, suntuosa e inánime estatua. (No adorarás ídolos de leño, piedra, metal u otra materia.) Estaba tan racionalmente judaizada, que el padre Zeus no la conmovió ni artísticamente. La mentira que sostenía al ídolo le anulaba la sensibilidad para cualquier otra estimación. Pensó si tendría la sinceridad necesaria para hacer un himno a Zeus; si su propósito de escribir pensando no en Zeus sino en Yavé, sería argucia válida para engañarse a sí misma y sacar de su espíritu la inspiración y aliento que requería la obra.

Había escrito ya las primeras estrofas y hecho un cuadro sinóptico del himno, distribuyendo el total de las estrofas entre los distintos temas que trataría y los recitados y cantos del coro. Se sentía capaz de hacer el himno pero dudaba de si podría alcanzar la sublimidad que el tema exigía.

A veces consultaba sus dudas con Benasur. Éste disimulaba la repugnancia que el asunto le producía sólo con el ánimo de ver a Clío encauzarse por un derrotero de normalidad, liberada de la enfermiza pasión del juego. Siempre Clío terminaba la conversación con la misma exigencia:

- ¡ Necesito el laurel de Olimpia!

En realidad, con la obtención de la corona olímpica buscaba resarcirse de los resquemores que había padecido después de su participación en los Juegos Seculares. Aquella desbandada de amigos que sucedió a la declaratoria del triunfador, no se le olvidaba. Su afán o ansia de triunfar en Olimpia era vengarse de la bofetada recibida en Roma, del desaire que le hicieron desde el Emperador al último de sus conocidos, pasando, claro está, por aquella impertinente e indiscreta Emilia Tría, por el desdichado Cneo Pompeyo, por el pusilánime Petronio, por el absurdo matrimonio Porcio. ¡Y tantos! Sólo Mileto había estado a su lado. Sólo Mileto había sido capaz de razonarle por qué ella «había sido la mejor»: ¿Qué entendían los romanos de música, si apenas habían soltado el arado para empuñar la lira?

Paseó por la vía de los Triunfadores con sus comercios cerrados. Tan sólo dos o tres tiendas de recuerdos estaban abiertas, a la espera de los ocasionales, raros peregrinos. Se detuvo ante el bazar de instrumentos musicales de Arquígemes. También estaba cerrado. En la puerta se veía su nombre con la singular leyenda: Proveedor de los citaredas Clamis y Artemido; del aulétrida Hermes de Tesalia; de los liristas Filemón y Crecis; todos olimpiónicos. Asegura tu triunfo comprando a Arquígemes.

Clío sonrió. Se acordó de la modesta lira de aficionado, casi de juguete, de tres dracmas, que había comprado en la tienda.

Pero a pesar de lo vivido del recuerdo o precisamente por ello, Olimpia le parecía una ciudad muerta. Los templos se le antojaban vacíos, y los sacerdotes que se paseaban por las avenidas y pórticos del Altis, fantasmas empecinados en vivir una sombra de vida. Tuvo la sensación de que Olimpia era como una extensa y suntuosa necrópolis de reyes, de mausoleos. Las mismas estatuas con sus inscripciones, sin el bullicio de la gente que las animara con el reflejo de su vitalidad, contagiaban su frío funerario. Ni el estruendo del populacho enardecido ni el clamor de las ovaciones. Los árboles, tristones, sin hojas, cenicientos bajo un cielo azul frío, demasiado cristalino.

Fue al teatro del Cronión con Benasur. Éste subió a la última grada y ella, en la escena, recitó un poema a media voz. Benasur la aplaudió. Le dijo que no había perdido una sola sílaba.

Se paseó por la escena. Se vio recitando en la conistra, cerca del tímele, con el coro detrás y los tañedores de aulo en la escena. En su anterior estancia en Olimpia nada le había hecho pensar en que pudiera verse un día inquieta por tanta ambición. Y ahora no sólo la encontraba plenamente justificada; se anticipaba a soñar con el triunfo, como algo que nada ni nadie osaría negárselo.

Volvió al templo de Zeus varias veces. Compró una serie de pinturas que lo reproducían, así como una copia muy fidedigna en sus propios materiales de oro y marfil, de ébano y electro. Cuando se la enseñó a. Benasur, le dijo:

- Que el Señor me perdone, pero n ecesito este ídolo como información. Es probable que tenga que describir a Zeus Olímpico en alguno de los pasajes del himno.

El ídolo era una joya. El mismo Fidias se hubiera complacido de tenerla. Benasur lo contempló en silencio y comentó:

- ¿ Qué será de toda esta vana representación cuando la verdad de mi Señor Jesús Resurrecto impere en el mundo?

- ¿ Tú crees, padrino, que Fidias no se vio asistido por Dios cuando creaba esta obra?

- No olvides que Satanás también tiene sus potencias.

Toda la sensibilidad griega salió a los labios de Clío:

- ¡ Por favor, padrino! Yo creo que el Señor Yavé ha dejado libre un pequeño lugar en el seno de Abraham para Fidias y otros como él.

- No blasfemes, Clío.

- ¡ No lo hagas tú, tasando la misericordia de Dios!

Los ojos de Clío brillaban. Hacía tiempo que Benasur no sorprendía en ellos aquel fulgorcillo. La otra vez había sido allí mismo, en Olimpia, en el Leonidaión, cuando Clío defendía la superioridad de Zeus Olímpico sobre el entrometido Yavé.

- Fidias está en el infierno por los siglos de los siglos. Y pronto, cuando impere mi Señor Jesús Resurrecto, quedará en el olvido -dijo Benasur.

- Fidias, padrino, mientras haya mundo, vivirá enaltecido por la memoria de los hombres. Y si como tú dices, Jesús bajó a los infiernos para rescatar a los justos, Fidias está en el seno de Abraham.

- Mejor no discutamos… -Y ásperamente, agregó-: Bien se ve que nos separa un abismo. Unos días en Olimpia, en este antro de idolatría, han sido suficientes para obcecarte.

Ahora el fulgor de los ojos de Clío se debía a la humedad de unas lágrimas prontas a brotar. Benasur se dio cuenta de que había estado duro, pero se calló. No sacó el pañuelo para que Clío se enjugase las lágrimas. Se sentía molesto consigo mismo. De alguna manera tenía que censurarse la indulgencia con que dejaba a Clío ceder a la idolatría.

Pocos días después los llamaron del senado de la ciudad. Los buleutas habían aprobado el proyecto de edicto que les presentara la junta de helanódices. Susa quedaba admitida en la confraternidad de las ciudades helenas por lo que respectaba a su derecho de participar en las olimpiadas.

Benasur le dijo a su ahijada:

- Ahora te vas a ver y desear para conseguir la autorización oficial de Susa. ¡Pues no anda poco revuelta Partia!

Se fueron a Corinto. Mileto estaba con los preparativos de la boda, pero, al decir de Ester, los preparativos se alargaban demasiado, dando a entender que Mileto no se decidía al matrimonio. Probablemente los dos tenían razón. Ni Mileto sentía muchas prisas por casarse ni Ester quería demorar más el matrimonio. La razón era que Aristo Abramos se hallaba enfermo de cuidado. Se le había presentado el asma, y al decir de los físicos que le habían visto el mal iría a más, no a menos. Era una sentencia de muerte. Y Mileto argüía que no debían dejarse ganar por el pesimismo, que era mejor esperar una mejoría para casarse. A lo que Ester se oponía aduciendo que lo aconsejable era casarse lo antes posible, en vida de su padre.

Mileto hospedó en su casa de la nueva zona residencial Acro Romano a Benasur y Clío. Era una magnífica casa, al modo griego, pero con la amplitud de las domos señoriales de Roma. En esta construcción donde abundaba el mármol de Paros y la obsidiana de Hispania, ideada y dirigida por Dam, no se veía el dinero del vulgar opulento gracias al gusto y el sentido estético de Mileto. Su casa parecía más bien un estudio, una academia sin que se pudiera decir si los grandes atrios y peristilos servían para dar lecciones de filosofía, de música o simplemente para recibir gente frivola y alegre. Los dormitorios o cubículos así como los baños estaban en el piso superior. A Clío le destinó una habitación con terraza al peristilo corintio.

Clío se dedicó con verdadera pasión a la composición de su himno, alternando la creación poética con la musical. Mileto le sirvió de asesor literario. En esos días los dos se compenetraron en su sentimiento racial como no lo habían estado hasta entonces. Se hicieron, al cabo del tiempo, verdaderos amigos.

Benasur envió carta en el primer correo marítimo que salió para Gades. Le decía a Akarkos que trajera el Aquilonia a Corinto.

Por aquellos días se resolvió la indecisión de Mileto. Recibieron noticia de la muerte de Alán Kashemir, noticia que produjo perplejidad y extrañeza a Benasur, pues el viejo le había dejado heredero de sesenta millones de sestercios. ¿Cuál era la causa de aquella postrera generosidad? Seguramente un error de la reblandecida cabeza del sirio-judío, pues la manda decía: «A Benasur de Judea, hombre honesto y de leal condición, a quien tantos y viejos favores debo, se le darán de mi particular tesoro sesenta millones de sestercios, limpios de todo gravamen o merma». Los favores se los debía Benasur; pero Alán, ya con cerca de ciento noventa años, con un ciego rencor por su nieto David, y desprecio por su hijo Gam; con sus desconfianzas hacia la enorme parentela, nada extraño tenía que distribuyera su fabulosa fortuna en mandas caprichosas.

A Aristo Abramos, al enterarse de la muerte de Alán, le carcomió la aprensión. Y sin que pudiera hacerse ningún parangón entre los dos hombres por lo que a edad se refería, comenzó a decir que sus días estaban contados y que no quería irse al seno de Abraham sin dejar a su hija casada con Mileto, al que siempre había visto como a un hijo bienamado.

El banquero insistió tanto en el matrimonio, que Mileto ya no tuvo pretexto para posponer la boda. Ésta se celebró en la sinagoga Aristóbala de la ciudad. La fiesta tuvo lugar en la casa de Mileto, pues la del suegro no pasaba de tener las dimensiones propias para una familia judía reducida, donde todo lo que no fueran dormitorios, servía para oficinas, tienda o almacén. Dadas las premuras con que se efectuó la boda, ningún amigo de provincias pudo asistir a ella.

Casada su hija, Aristo Abramos tomó como cosa de honor el morirse. Y llevó con tanta escrupulosidad su cumplimiento que a los cinco días justos de la boda cerró los ojos como un santo y con veintidós millones oro en las arcas. Mileto sintió una verdadera náusea al leer el testamento. Durante el entierro y los lutos se le vio desabrido y taciturno. Le ponía de mal humor pensar en las atenciones que tendría que prestar a tanto dinero.

Cuando a los pocos días vio a Ester apuntar meticulosamente el gasto del día, saltó:

- ¡ No me saques de quicio, Ester!

La mujer se quedó perpleja. Desde niña le habían enseñado a llevar estrecha cuenta de los cobres. Siempre había oído quejarse en la intimidad hogareña a su padre: «No van bien los negocios. Vivimos tiempos calamitosos». Y ella sabía que su padre tenía razón, aunque el oro continuara año tras año acumulándose en las arcas. Año tras año los tiempos eran peores. Y todo el mundo se quejaba de hambres y de penurias. Eso era lo cierto, porque era la voz de todos, y no había que fiarse del oro que con pertinacia se acumulaba en las arcas. No tenía más que ver la cuenta que le había pasado Praxistes, de Antioquía, por su ajuar de novia. Los peplos dóricos en lino de Menfis que antes costaban doscientos sestercios ahora valían cuatrocientos cincuenta, porque cada vez Roma metía más las narices en las exportaciones textiles de Egipto. Y el joyero Demetrio, de Éfeso, cobraba el triple por una joya, sólo por ponerle la marca de su delta inicial.

Mileto creó tres gimnasios para niños pobres en Corinto e instituyó diez primas anuales de manumisión de esclavos del campo. Era un gesto inútil. Él mismo lo reconocía. Las autoridades que tuvieron que autorizarle su gesto de filantropía le impusieron un límite a su acción benefactora, que podía motejarse de disolvente.

- ¿ Y con qué dinero? -le preguntó Ester.

- Con el de tu padre.

Ester hubo de confesar:

- No creí que el dinero sirviera para eso.

- El dinero, Ester, para lo único que sirve es para aliviar miserias, para nutrir estómagos. Para lo que no sirve es para lo que ha hecho tu padre toda la vida: guardarlo.

Aquello fue como una revelación para Ester. Ella sabía que el dinero era el único signo que diferenciaba al rico del pobre, pero en el mundo judío, en la población judía de la diáspora, el judío rico se miraba muy bien de vivir como tal, cuidando de vivir en imitación y ejemplo del pobre, cosa que complacía a Yavé.

- ¿ Y tus vestidos y las cuentas que pagas a Praxistes?

- ¡ Bah! Eso era por mi madre. Mi madre pertenecía a la tribu de Zabulón y no a la de Judá como mi padre.

- ¡ Santo Dios! -hubo de exclamar Mileto-. Ahora resulta que además del cúmulo de las prescripciones levíticas, buenas para indigestar al más paciente, meticuloso y ortodoxo observante de la Ley mosaica, hay las prescripciones, rigores y licencias propias a cada tribu de Israel.

Mileto anduvo varias semanas enfebrecido con el oro, con la enorme responsabilidad que le provocaba la administración de aquella montaña de dracmas, ptolomeos, áureos, etcétera. No disfrutaba las delicias que a todo recién casado le depara su nuevo estado. Paraba poco en casa y mostrábase desasosegado. Iba a la Banca y permanecía silencioso y taciturno, temeroso de que alguno de los empleados se le acercara para consultarle algún caso de dinero. Vagaba por las calles sin rumbo, sin gusto. No veía más que hambre y harapos a un lado y la montaña de oro a otro, y él de mediador, guardando el dinero ajeno.

Una tarde dijo algo que provocó la risa de Benasur.

- Te convencerás que la única manera de que el oro nos deje tranquilos es guardándolo bajo llave.

Mileto le arrojó un «¡hipócrita!» trepidante y salió en busca de Clío. Benasur volvió a reír y se sintió desagraviado al pasar su vista por aquella riqueza de mármoles, enlosados, estatuas, obsidianas. Y se dijo: «Parábola del pobre entre sus riquezas». Mileto volvió:

- ¿ Crees que no adivino lo que piensas? Te lo noto en el gesto… -Mi gesto no refleja sino la suntuosidad de tu casa. Pero no te irrites y dime a cuánto asciende tu fortuna.

- ¿ Mi fortuna? No digas tonterías, Benasur. Yo no tengo mas fortuna que mi sueldo.

- ¿ Y tus negocios con Siro Josef? ¿En qué has invertido tus ganancias?

- En obras filantrópicas de manifiesta modestia. He manumitido esclavos en Ónoba. Los he agrupado en comunidades, les he comprado equipos, herramientas e instrumentos de trabajo; les he dotado de tierras, casas, talleres… ¿Te imaginas? ¡No, no te lo imaginas! -Todo eso… pobremente ¿verdad?

- Sí, modesta, pobremente. No he tenido millones como tú, como Abramos, como Siro Josef…

- El dinero, Mileto, exige fidelidad, amor. El dinero huye, se escapa de las manos de quien no es capaz de amarlo. Las obras fiilantrópicas no gustan al dinero, por eso son tan escasas.

- Lo que abundan, Benasur, son los corazones endurecidos por el dinero.

- No aprendes. Nunca aprenderás. Eres un excelente empleado, un subalterno o subordinado ideal, pero respecto al dinero no tienes iniciativas, ideas válidas.

Realmente Mileto no sabía si lo que le indignaba era haberse convertido en coheredero de la fortuna de Abramos o que el sucio de Alán Kashemir le hubiera dejado sesenta millones a Benasur. Se consideraba condenado a vivir entre hombres de fortunas fabulosas y a tener una vista y un olfato muy agudos para descubrir el hambre, la miseria, la carencia del prójimo.

Esta actitud de Mileto sirvió para que Ester le tomara aún más amor y le dispensara mayor admiración. La mujer multiplicó el monto de las obras benéficas que le permitían hacer a Mileto en las ciudades susceptibles de recibirlas, y llegó a la conclusión de que el dispendio en nada afectaba a la herencia. Y un día le animó:

- A mí me gustaría que sembraras de escuelas el Egeo. Con las ganancias que nos da anualmente la Banca puedes hacerlo y te sobrará dinero para pagar las cuentas de Praxistes… - ¿Y si repartiéramos todo el dinero? Ester negó:

- Ni lo pienses. Eso te traería muy ocupado, más que la Banca. Te perdería como esposo.

Mileto pensó si su mujer tendría una idea más exacta que él de lo que eran veintidós millones de áureos.

Benasur tuvo que tranquilizar a Ester:

- No le hagas caso. Hay personas que sufren fiebres malignas cada primavera. A Mileto le da la basca del oro cada tres años. Lo tengo bien observado. Fuera de esa manía filantrópica, tú lo sabes bien, es persona honesta, y creo que será buen marido. ¿O tienes queja?

- Hasta ahora ninguna.

- Si al menos se hiciera cristiano.

Ester se exaltó:

- Respeto tus sentimientos, Benasur; pero no me menciones a los cristianos. ¿Sabes que en Antioquía han hecho la distribución de bienes?

- Sí, es cosa vieja.

- Entonces, sabes lo que ha pasado.

- Supongo…

- Pues que antes, entre ellos había ricos y pobres, y por tanto los pobres siempre tenían a quien recurrir; y ahora, con el reparto, no hay más que pobres sin un solo rico que los ayude. ¿A que tú no has repartido tus dineros?

- No.

- ¡ Eso es ser sensato, Benasur!

El navarca sonrió con una expresión de tristeza:

- ¿ Sensato?

Ester apuró:

- ¿ No fue tu Nazareno quien dijo que había que dar al César lo que era del César?

Benasur se acordó de Claudio, que también conocía la sentencia de Jesús. La frase había hecho fortuna y corría por el mundo en labios de las gentes más insospechadas. Mileto, que bajaba del piso alto y que acertó a oír a su esposa, contestó por Benasur:

- ¡ Vaya! De Jesús nadie sabe nada, pero en los labios de todos los picaros está lo de «Al César, lo que es del César» ¡Pues si tanto os acomoda la frase del Nazareno ¿por qué no cumplís con ella y le entregáis al César todo el dinero que atesoráis, todas las monedas que están grabadas con su nombre?

- ¡ Bastantes tributos se llevan los publícanos! -replicó Ester. Y en seguida-: ¿Pero qué te pasa? Siempre que se habla de dinero te soliviantas. Seguramente la Banca ha hecho hoy un buen negocio… -Y a Benasur-: Porque lleva unos días que los buenos negocios le exasperan.

- ¿ Pero es que alguna vez los negocios han sido buenos; es decir, de buena condición? Detrás de cada buen negocio hay un expolio, un engaño, una pignoración… Pero me estoy dando por vencido. Creo que no hay remedio. ¿Sabes, Ester, que hace tres días propuse a todos los empleados un aumento de sueldo?

- Supongo que no habrán aceptado.

- Supones mal. Todos aceptaron, menos el cajero. El cajero me llamó al orden. Me dijo muy seriamente que si persistía en tal insensatez se vería obligado a denunciar el hecho al gremio de banqueros y cambistas, que repudiarían a la Banca Abramos por imponer una medida tan desmoralizadora. Tuve que pedirles disculpas a los empleados, decirles que lo del aumento quedaba para ocasión más propicia. De treinta y siete empleados, sólo nueve son hombre libres. El cajero lo es. Pero el cajero como todo el que maneja dinero ajeno es avaro de lo que no es suyo. No podía soportar la idea de que la lista de sueldos aumentase noventa dracmas al mes. Me dijo que en el negocio de la Banca había empleados sesenta y dos ciudadanos libres, que mi propósito de aumentar los sueldos sería un motivo de agitación, ya que repercutiría en la situación financiera del Egeo. Toda esa catástrofe podían provocar las noventa dracmas al mes, o sea la quinta parte del precio de uno de tus peplos. ¿Sabes cuánto cuesta un peplo para la mujer de un empleado? Doce dracmas si lo compra en el comercio. Claro que no es un peplo dórico ni hecho con lino de Menfis, sino con lana de Sardes.

- ¿ Pero la mujer de un empleado se atreve a comprar un peplo en comercio?

- ¡ Ni mucho menos! Se lo teje y confecciona en la casa, porque el tiempo más depreciado es el de la mujer. Como no sirve para nada… a hilar, a tejer, a pegar remiendos. Un peplo de manufactura doméstica cuesta trescientas cincuenta horas de rueca y telar, además del valor de la lana utilizada. ¿Qué vale la hora de trabajo de una mujer? No hay posibilidad de tener una referencia, fuera de aquella que nos dan las prostitutas del puerto, que cobran seis cobres. Si hacen diez servicios diarios ganan sesenta cobres, que divididos entre doce horas de trabajo dan cinco cobres por hora. Entonces un peplo de manufactura doméstica cuesta teóricamente mil setecientos cincuenta cobres o sea algo más de veintinueve dracmas. ¿Cómo entonces, os preguntaréis, un peplo de manufactura industrial, con su margen de utilidad mercantil, cuesta casi la mitad de la prenda que se hace en casa? Porque el comercio vende peplos que hacen esclavas, a las que se les paga el salario del látigo. Como veis, equiparo en salario el tiempo doméstico de una mujer libre al de una prostituta de baja estofa; porque en el mundo, excepto Roma, no hay una sola mujer que gane salario sino en el oficio de los hombres.

Benasur se echó a reír:

- Más que banquero, Mileto, pareces proxeneta haciendo cálculos con el salario de una mujer pública. Todo lo tergiversas a tu antojo, a tu capricho. La tomas con el dinero como si el dinero fuera la causa de todo mal, cuando no es más que un signo que nos sirve para medir el valor de las cosas, del esfuerzo, del ingenio propio y ajeno. Deja el dinero tranquilo que, por lo que yo sé, a nadie molesta ni disgusta, tal la afición a tenerlo. No es el dinero en sí lo que vale, sino los bienes y servicios que pueden adquirirse con él.

- ¡ Admirable, Benasur! -exclamó con sarcasmo Mileto- ¡Ahora me doy cuenta de que el oro que atesoras sólo tiene para ti un valor puramente numismático, representativo! No le saques vueltas al dinero, que tan poco vale pero que retienes con codicia. Si no es necesario, ponte a vivir cambiando esfuerzo por esfuerzo, ingenio por ingenio, servicio por servicio y dime dentro de un año si todavía conservas el Aquilonia.

No siguieron discutiendo sobre un tema en el que que nunca se ponían de acuerdo, porque bajó Clío, y la conversación derivó a intereses más generosos y gratos. Clío estaba contenta porque había logrado escribir esa tarde seis estrofas. Mileto comentó:

- Hará tiempo que en las olimpiadas no se presentará un himno como el tuyo. Estoy seguro. Lo único lastimoso es que ya nadie hace caso de los triunfos líricos en estos concursos.

- ¡ Vaya! -comentó Benasur-. Ahora te toca a ti, Clío. Nada en este mundo tiene valor para Mileto. Habrá que destruirlo y hacer otro nuevo.

- Ni que lo digas. Se está destruyendo el viejo y construyendo otro nuevo.

- Te refieres al cristianismo. No es un mundo sino un hombre el que nace, Mileto.

- Tú siempre tan sutil para que prevalezca el mundo con su dinero y sus banqueros, con sus negocios. Tu aventura y tu esperanza es la del hombre nuevo. El hombre en el amor de Jesucristo. Perfecto. ¿Qué va a hacer ese hombre nuevo rodeado de banqueros, de navieros, de industriales pendientes de sus negocios? No, Benasur. Cambia primero al mundo, que un mundo nuevo hará nuevos a los hombres.

- ¡ Pero si el mundo, cándido Mileto, es una creación del hombre!

- ¡ No, Benasur! Es el mundo el que deforma y envilece al hombre.

- No nos entendemos. Eres un sofista.

- Y tu un acomodaticio. Todo: Dios, mundo, vida, virtud, amor, todo lo quieres acomodar en una tan cínica como imposible conciliación con el dinero. Todo es sagrado, todo digno de respeto siempre que sea respetado tu dinero. ¡El hombre nuevo! Muy bien. Empieza a serlo tirando por la borda los sesenta millones que ese viejo imbécil te ha dejado… ¡Pues no hay pocas miserias en Antioquía!

- Por favor -intervino Clío- dejad la cuestión -Y a Mileto-: Quizás tengas razón. Un triunfo no vale para nada, pero yo lo necesito. Y te digo más, Mileto: los agones olímpicos tienen todavía más prestigio, bastante más que los Juegos Seculares romanos.

- Bastante más; de acuerdo -aceptó Mileto.