ENCUENTRO CON LINO

Los primeros días el Apóstol se dedicó a conocer Roma, en aquellos aspectos que a él le interesaban. Pasaba la vista sin recreo ni admiración, casi con indiferencia por los edificios, basílicas, templos, arcos, pórticos que constituían el orgullo de la Urbe. Ni las fuentes ni las estatuas llamaban su atención. Su canon, por lo que se refería a belleza, orden, función era el Templo de Jerusalén, y en Roma no encontraba una edificación que pudiera comparársele en grandeza, en monumental. Sin embargo, muy interesado en el hombre y sus problemas, en su destino religioso y su mejoramiento social, le atraía el pulular en las calles, en las plazas, en los foros. Se pasaba largos ratos oyendo hablar y discutir a la gente; enterándose de aquello que significaba el interés cotidiano de los romanos: los repartos de la Anona, los espectáculos, las apuestas del circo. Le causaba perplejidad y al mismo tiempo pena comprobar cómo el sentimiento religioso de la población se diluía en infinidad de creencias, que iban desde la devoción a Júpiter, considerado como divinidad Omnipotente a un sinfín de dioses, propios y extraños, que lejos de fijar la fe la desvanecían en la confusión. «Los romanos -pensaba Pedro-, que tienen tantos dioses, debían inventar uno que cuidara de su lengua.» Pues el lenguaje popular, el sermo plebeius, enrojecía al Apóstol cuando éste era capaz de entenderlo. No sólo obscenidad en lo externo de los vocablos, sino impiedad en la intención. Y como las palabras y dichos iban siempre acompañados del ademán y de la mímica, Pedro sentía hallarse en un estercolero. Las escenas callejeras, animadas de la más descarnada impudicia, que, por acostumbradas, a nadie sorprendían, acongojaban al Apóstol.

Mucho le habían hablado de la impopularidad de los judíos en Roma. Siempre supuso que sería una variante de la antipatía y menosprecio que suscitaban en todas las ciudades extranjeras. Mas en seguida se dio cuenta de que el romano en lo de odiar y humillar a los judíos ganaba incluso a los sirios y babilonios. Quizá porque la aversión del romano estaba estimulada o excitada por su poder, por su mentalidad de dominador del mundo.

Mas este estercolero, donde toda infamia se hallaba en continua fermentación, podía y debía ser un campo propicio, bien abonado para la siembra. E igual que de la tierra alimentada con detritos surge y crece la espiga limpia, de sano y rico grano, de esta Roma, yacija de toda inmundicia moral, brotaría una espléndida cosecha de frutos espirituales.

Recorrió la ciudad de un rumbo a otro, teniendo por meta diaria una de las dieciséis sinagogas o comunidades judías diseminadas por la Urbe. Así, metódica y sistemáticamente fue conociendo a los archisinagogos, a los lectores, a los gerusiarcas. Los calaba planteándoles discretamente la cuestión nazarena. Por su reacción se daba cuenta del grado de resistencia o de irritabilidad que la doctrina cristiana les provocaba. Sólo en las sinagogas de Suburra y en la llamada Vernácula, del Argileto, los archisinagogos mostraron alguna comprensión con los nazarenos. En la primera, los oficios se celebraban en griego, como en la mayoría de las sinagogas romanas, y en la Vernácula, cuyos fieles eran principalmente romanos conversos, se leían los textos sagrados en griego y se traducían al latín. En estas dos sinagogas, una por popular y proletaria y la otra por el origen pagano de los conversos, se respiraba un aire más independiente, y la doctrina revolucionaria era acogida sin hostilidad, con cierta simpatía. Además se enteró de que la de Suburra la frecuentaban algunos hermanos convertidos a la fe de Cristo. Por el contrario, en la sinagoga llamada Hebrea, situada a espalda del foro Cuppedinis, encontró a los judíos más apegados al espíritu y fórmulas del fariseísmo jerosolimitano. Los textos eran leídos en hebreo y traducidos al arameo. El archisinagogo de esta comunidad miraba con malos ojos al de Suburra, expresándose de él severamente. Con Pedro se mostró seco y cortante, y suspiró: «Mi preocupación es que tres miembros de la comunidad son varones de la festividad de Pentecostés». Pedro logró sonsacarle el número de judíos que integraban la comunidad, como lo había obtenido en las otras sinagogas. Le interesaba levantar un censo de población judía avecindada en Roma Y después de un rato de charla, en que abundaron más las inquisiciones del archisinagogo que los informes que le interesaban a Pedro, interrogó a éste:

- ¿ Por qué tanta pregunta sobre nuestra sinagoga? Me han dicho que anda por aquí Simón Cefas, el santón de los nazarenos… No me salgas ahora diciendo que eres tú… -dijo mirándole con intención escrutadora, con un gesto de suficiencia en la boca prognata.

Pedro, sin bajar la vista, mas con una expresión dulce que contrastaba con la firmeza del acento, repuso:

- Tú lo has dicho.

El archisinagogo no se sorprendió. Por las señas que le habían dado supuso que aquel hombre era Simón Cefas.

- Pues no quiero que te llames a engaño. Si pretendes predicar en Roma te denunciaré a las autoridades por instigador.

- Podrás hacer que me pongan grilletes en los pies, pero no sujetarás la Verdad que brota de mis labios.

- Pues cuida de no transgredir nuestro estatuto, Simón Cefas…

- Me llamo Pedro…

- ¡Petrus…! -dijo el otro con tono y gestos conmiserativos que rayaban en el desprecio-. ¿Sabes lo que hago yo cuando me encuentro con una piedra en mi camino…?

Pedro movió la cabeza asintiendo:

- Me lo figuro y te aconsejo que cuides tu pie.

El archisinagogo le dio la espalda entre fastidiado y orgulloso. Cuando ya iba a entrar, Pedro murmuró:

- Hermano… yo te he dado mi nombre, ¿por qué no me dices el tuyo?

- ¡ Joel Jonatán! -gritó con potente acento, tal si poseyera la voz del propio Yavé.

- Que el Señor te ilumine, venerable… -le deseó Pedro.

Mas la respuesta fue un portazo que retumbó como trueno del Sinaí. Fue tal el golpe, que el marco conteniendo las palabras rituales de shalom'al Ysrael (Paz a Israel) se desprendió de la puerta y cayó al suelo.

Hecha la visita a las sinagogas y obtenidos los datos que le interesaban, el Apóstol hacía un recorrido por el barrio. Después de tomarle el pulso a los judíos, ponía su interés y curiosidad en el vecindario, en el proletariado romano.

La sinagoga Herodiana se hallaba situada cerca del Emporio. La visita le dio la oportunidad de conocer los horrea o almacenes de la Anona. Habló con empleados de estos depósitos que le instruyeron en el movimiento de suministros. Y esa misma tarde, acompañado de Jacobo, se fue a la Statio Annonae al sur del foro Boario, donde estaban las oficinas. Jacobo se aburrió de tantas preguntas como hizo el Apóstol sobre el funcionamiento de la institución de asistencia ciudadana, y le preguntó:

- ¿ También pretendes echarte sobre la Anona? -Mas como Pedro no entendiera, agregó-: Sí, hombre; te pregunto si también pretendes comunizar la Anona…?

Jacobo, según del humor que estaba (y su humor guardaba una estrecha relación con los derrames que Pedro le hacía en la bolsa) unas veces le trataba de santo y venerable y otras de hermano y hombre. El Apóstol le repuso:

- La Anona, Jacobo, sería perfecta si su auxilio fuera más completo y se extendiera a todos los menesterosos, fueran ciudadanos o no. Pero si yo me intereso por la Anona no es para saber el hambre que satisface sino los estómagos que deja vacíos. Pues yo he venido a predicar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo…

Jacobo se apresuró a rectificar:

- No digas nuestro, pues no quiero que me comprometas con tu Maestro; que bien despachado voy con su Apóstol. Y no hagas cuentas alegres con mis dineros, que ni son tantos como algún día se me ocurrió decirte por estúpida vanidad, ni tan libres que estén al alcance de mi mano. Y temo que el día que Marta se entere del despilfarro a que me induce tu piedad…

- Caridad, Jacobo, caridad…

- Pues tu caridad, como quieras… no voy a tener un cobre para el bálsamo que necesitarán mis heridas.

- El que da recibirá con creces…

- ¿ El que da? -se revolvió el pignorator-. El otro día me dijiste que el que pidiese… ¿En qué quedamos?

- Eres cabeza dura, Jacobo. El que pide con fe recibirá con creces; y el que da con caridad será enriquecido en el Reino de los Cielos.

- Pero es que yo no doy con caridad. Tú eres el que das con caridad, pero mi dinero. ¿Y para qué te aprovecha, Pedro de mi alma, si tú como pontifex maximus del Señor Jesús tienes la gloria y todo lo demás asegurado?… ¡Vaya negocio en que estoy metido! Pues antes vivía feliz sabiendo que a la hora de mi muerte tendría un sitio en el seno de Abraham; pero ahora tú dices que el seno de Abraham ha sido cerrado por Jesús, que ha abierto el Reino de los Cielos…

- No te preocupes, que yo tengo las llaves de ese Reino.

- ¡ Pero si yo no soy devoto de Cristo!

- No desatines, que Cristo cree en ti.

- ¡ Quién soy yo para que tu Señor crea en mí! Máxime sabiendo como sabes, que mis manos están manchadas con la usura…

- No te desasosiegues, Jacobo. Yo te amputaré esas manos.

- ¡ Sólo faltaría eso; que me cortases estas manos pecadoras con las que me gano el sustento!

- Cada vez que sacas del arca unas monedas para obras pías, te las purificas.

- ¡ Por Yavé bendito, amado Pedro! Déjamelas impuras; que más tranquilo de conciencia y ánimo estaría sin esta filantropía o caridad a que me fuerza tu gesto bondadoso, tu palabra persuasiva. Qué razón tenía mi padre cuando clamaba: «¡Cuídame de los galileos, poderoso Yavé; que de los samaritanos yo me cuido!» ¡Menuda la estáis armando!

- ¡ Cuándo acabarás de rezongar, Jacobo! Tú eres mi hermano más amado.

- ¡ No faltaba más! Mayor mérito es el mío, pues además de darte dinero, te amo. ¿Quieres que te diga una cosa? Antes de coger el reda en Puteoli vi tres cerdos. Y me dije: «Hoy no como, porque es seguro que me hará daño la comida». Y no comí. Pero los tres cerdos…

- Sí; te anunciaban que me ibas a encontrar a mí, la mayor calamidad de tu vida.

- No tanto, pero…

- Cierra tu boca, Jacobo. Y ve pensando en los tres bautismos del lunes.

- ¡ Por la marca de Caín!

- No blasfemes. Al fin, uno de los neófitos es un niño…

- Si al menos accedieras a que se vistiesen con manto remendado; pero no. Tiene que ser nuevecito y recién salido de la fullonica… -Y con una resignación no carente de ironía, concluyó-: «El hombre nuevo deberá vestir ropa nueva». ¿Qué hubieras hecho si no me hubieras conocido?

- Te habría conocido igual. ¿Por qué insistes, Jacobo? Eres tan ciego que crees que me he arrimado a ti por tus dineros, y sólo me mueve el afán de salvarte…

- ¡ Job paciente, asísteme!

La tarea que el Apóstol emprendió después de visitar las sinagogas fue la de investigar las actividades y conducta de los nazarenos de la festividad de Pentecostés; de los judíos de la diáspora que, hallándose en aquella transcendental jornada, vieron el prodigio, escucharon a Pedro y se sintieron inflamados por la fe. Estos adeptos a la doctrina y fieles del nombre de Cristo, fueron bautizados por los apóstoles, y al volver a sus tierras de origen dieron varias muestras de estar inundados por la Gracia. De ellos se hacían lenguas las gentes que los trataban, ya que, conocidos anteriormente como observantes estrictos de los mandamientos de la Ley de Dios, como judíos honestos en sus respectivas comunidades, fueron, a partir de entonces, ejemplo piadoso de santidad. Muchos abandonaron sus negocios; otros, distribuían en obras de caridad y asistencia sus bienes o ganancias. Los hubo que tocados tan vivamente por la Gracia se dedicaron a la vida recoleta y contemplativa. Su palabra y ejemplo fueron tan persuasivos, que, a su requerimiento, muchos hermanos amaron en la fe el nombre de Cristo. Los que estaban casados y tenían prole convirtieron al cristianismo a su familia. Y no faltaron aquellos matrimonios que para mantener más ligero y puro el espíritu hicieron convenios de gustosa castidad.

Los apóstoles al recibir tales noticias comenzaron a distinguirlos con una predilección especial Sin duda, los de la Pentecostés (así empezaron a llamarlos) eran los varones escogidos por inspiración del Espíritu Santo. Y los apóstoles se dirigían a ellos cuando teman que resolver algún asunto en sus tierras de residencia. Durante las hambres y las campañas de recolección de limosnas, probaron su santidad con desprendimiento y abnegación singulares.

Por esto el Apóstol quería observar a los de la Pentecostés de la diáspora de Roma. No es que desconfiara de ellos, sino que como estaba en su ánimo seleccionar a los que serían presbíteros de las primeras iglesias romanas, deseaba percatarse de quiénes eran más idóneos para cumplir dicha misión.

Así conoció a los veintitrés piadosos cristianos de la Pentecostés. En principio eran más de sesenta, pero a los diecisiete años transcurridos los más habían muerto y otros abandonado Roma, llamados por hijos o parientes aposentados en otras ciudades o países. De los veintitrés que permanecían en Roma, dos habían sido bautizados por Pedro en Jerusalén: Efraín, de la comunidad de Suburra, y Asíncrito, de la Vernácula; trece, por Yago el Menor, y los ocho restantes recibieron el bautismo de manos de Tomás Dídimo.

El apóstol Pedro pensaba que estos varones serían la levadura de las iglesias de Roma.

Una vez que concluyó la investigación de cada uno de estos devotos, levantó un cuadro o nómina eclesiástica, y aquellos que consideró más indicados a la acción y al proselitismo los destinó in mente a los cargos de presbíteros, dejando a los contemplativos para auxiliares administrativos de la comunidad, pues Pedro estaba dispuesto a crear iglesias que superasen la función de las comunidades judías. Los estatutos de algunas de éstas las regían al modo de las collegia gremiales romanas, en régimen mutualista de asistencia; otras, vivían organizadas al modo de las comunidades de la diáspora. El Apóstol iba a desechar estas dos formas de gobierno, implantando la comunidad de bienes como norma de un principio de caridad colectiva y absoluta.

Pedro había examinado escrupulosamente el terreno que pisaba antes de dar el primer paso.

Un día, hallándose en charla con un gerusiarca de la sinagoga Campense, situada en el Campo de Marte, tuvo ocasión de conocer a un joven llamado Lino Tusco, que acababa de hacer los estudios de retórica y oratoria con el maestro Virginio Flavo. Lino, que parecía no sentir afición al cursus honorum, entretenía su ocio estudiando «supersticiones» orientales, especialmente la persa y la hebrea, que pronosticaban la venida de un Mesías. Había llegado a esta afición por sus estudios de la religión de sus mayores, y pretendía demostrar que el famoso Hércules romano, de tantas denominaciones en las otras religiones, era de origen etrusco. Estos peregrinos estudios le indujeron a trabar amistad con el archisinagogo del Campo de Marte, quien lo recomendó, para quitárselo de encima, al anciano Jassalón, individuo que de tanto rumiar las Escrituras sin digerirlas había perdido el seso. Jassalón se sabía todos los libros de memoria y los recitaba en el fragmento o trozo que le pidiesen. Lino Tusco sacaba de aquel repetidor datos sobre el Mesías hebreo.

Cuando Lino supo que el Apóstol se decía representante del Mesías, no lo soltó en todo el día. Hasta le invitó a comer. Los informes que le proporcionó Pedro resultaron interesantes. En realidad, no dio el menor crédito al Apóstol, al que creía presa de otra chifladura, si bien más espectacular y amena que la del anciano Jassalón.

Lino era un joven apuesto, bien proporcionado de miembros, de sonrisa irónica y de mirada penetrante, inteligente. A veces, cuando se sentía capaz de solidarizarse con sus semejantes, tenía una expresión de serenidad que contagiaba paz. Tremendo regionalista, férvido admirador y mantenedor de las tradiciones etruscas, despreciaba profundamente a los romanos. Le dijo a Pedro:

- De una religión como la nuestra, estos bárbaros del Lacio han hecho una fábula llena de obscenidades, condimentada con todos los mitos extranjeros; de un juego agónico grave y solemne, rito funeral como eran nuestras luchas gladiatorias, han hecho esa mascarada sangrienta del anfiteatro. Todo lo que tocan o hacen suyo lo corrompen o lo pervierten. Nunca han tenido señores, pues han sido siempre unos rústicos agricultores, pero en su idioma tienen más palabras que en ninguno otro para decir señor. Su derecho, del que se sienten tan orgullosos, es consecuencia de una sociedad carente de honor, de honestidad y de respeto a la palabra empeñada. Sólo aquí se da el caso frecuente de que el hijo delate al padre, la. esposa al marido, la hermana al hermano. El matrimonio tiene un vínculo de unión, pero le sobran triquiñuelas para la desunión: el divorcio, el repudio, el concubinato, el contubernio, el incesto legal están a la orden del día. A sus vicios propios agregan los importados. En todo cambio de régimen o gobierno están presentes el asesinato o la traición. Y no acabaría en todo el día de enumerarte sus inmoralidades, sus dobleces, sus incompetencias… Pero ellos dominan el mundo; ellos han aplastado una civilización tan brillante, justa y austera como la nuestra. Han tenido un instinto especial, que todavía conservan, para saber quién es el peor en cada país y asociarse con él. Con estas complicidades en la violencia y el expolio, se han apoderado del mundo.

Lino Tusco insistió demasiado sobre su desprecio a los romanos, sobre sus máculas e infamias. Pedro no conocía en qué había consistido la civilización ancestral del joven, mas por lo que oía a Lino no se devanaba los sesos para concluir que también aquellos señores etruscos eran unos granujas vestidos de púrpura. El Apóstol pensaba que la humanidad era terriblemente monótona en sus manifestaciones impías. Todas las ciudades imitaban a Babilonia. Y Babilonia, con todo lo que de perverso, fornicador e infame tenía para un judío, parecía haber sido modelo de las demás ciudades, llamáranse Roma o Arretium.

Cuando Lino no se veía arrebatado por su regionalismo, que, sin duda, era su monomanía u obsesión, escuchaba paciente e interesado las palabras de Pedro. El Apóstol le informaba de todo aquello relacionado con el Mesías y, al mismo tiempo, iba vertiendo en los oídos del joven, su prédica. Lino se interesaba por la originalidad de la superstición de Pedro.

En días posteriores, el Apóstol y el joven volvieron a verse en la sinagoga Campense. Y después que el etrusco conoció el domicilio de Pedro fue directamente a buscarlo a casa de Jacobo. Pedro no se sorprendió del cambio que se operaba en la mente del joven, pues conscientemente conducía la charla hacia el objeto deseado. Lo cierto es que Lino Tusco comenzó a hacerle preguntas sobre el misterio del Mesías, sobre el Pecado Original y la Redención. Lo del Pecado Original le trajo muy intrigado, porque si bien en muchas supersticiones estaba presente la falta del hombre, en la religión mosaica esa falta aparecía con una originalidad que le perturbaba al mismo tiempo de aclararle muchas incógnitas. Un día abandonó la palabra superstición, que tanto molestaba a Pedro, y dijo religión hebrea. Y poco después expresó algo que conmovió a Pedro: «Es mucho más interesante la nueva religión, la de Cristo, que la vieja de los judíos». Lino, sin la carga mosaica encima, tenía claridad para ver la diferencia que había entre las leyes de Moisés y las prédicas de Cristo, entre los mandatos de la vieja religión y las prédicas y misterios redentores de la nueva.

Poco a poco, Lino fue interesándose también por la conducta de Pedro, una conducta que respondía a su doctrina. Y fue motivo, tanto de asombro como de admiración entrar con el judío en el sumenio de la puerta Capena, donde aquel buen hombre había hecho conocimiento, amistad con gente desvalida, desheredada; parias a los que socorría con palabras de consuelo, con donaciones de ropa y dinero.

- ¿ Por qué haces esto?

- Porque son pobres y lo necesitan.

- ¡ Pero si no te lo agradecen!

- Se lo agradecen a Dios.

- ¡ Si no conocen a tu Dios!

- Dios los conoce a ellos.

- ¿ No sabes que te desprecian por judío?

- Yo los amo por paganos.

- ¡ Tú me has dicho que pecamos de idolatría!

- Ellos no cometen ese pecado porque no les ha sido revelada la verdad de Dios.

- ¿ Y yo sí? -preguntó Lino poniendo toda la intención en las palabras.

- No seré yo quien te diga pecador, Lino. Mas si quieres que yo te ayude, respóndeme: Tú me has oído hablar de Cristo. ¿Crees que Cristo Dios es una mentira o una verdad?

Lino no replicó; bajó la cabeza y permaneció pensativo.

- No me contestes -le dijo Pedro-. No es necesario. Lo urgente es que te respondas a ti mismo.

El joven murmuró, no muy seguro de sus palabras:

- No sé si es verdad o mentira. Creo que Cristo es una realidad. Tú lo has visto vivir, morir y resucitar. Eso dices. Pero una realidad ¿tiene que ser necesariamente una verdad absoluta?

El Apóstol le echó la mano al hombro. Bajaron en silencio por la vía Appia. Al llegar a la esquina con la calle de Piscina Pública, Lino se despidió de Pedro.

- ¿ Podemos vernos mañana?

- Sí…; pero deseo que todavía me acompañes.

- Perdóname. Me espera en casa un muchacho paisano mío, que estudia con el que fue mi maestro.

- ¿ Cómo se llama?

- ¿ Te importa mucho su nombre? Se llama Aulo Persio Flaco. Va a cumplir catorce años. Será poeta, pues no le faltan dotes. Su madre me ha recomendado que lo cuide y lo vigile; es muchacho enfermizo. Su padre, que murió cuando Aulo tenía sólo seis años, era un simple équite.

Un simple équite. Con estas palabras Lino Tusco daba a entender que él era bastante más que un équite. Un aristócrata provinciano y por añadidura etrusco.

Pedro miró atentamente a Lino. El joven se encogió de hombros.

- En fin, como quieras. Faltaré a la cita…

- ¿ Es muy importante?

- No. Solemos vernos todas las tardes antes de la cena. Tratamos de reconstruir un léxico del idioma etrusco, que se está perdiendo. En algunos lugares de Etruria lo hablan los campesinos.

Lino continuó charlando de la importancia de este trabajo. Concluido el léxico harían una recopilación de poesías y canciones tuscas; después, una gramática.

Pedro puso algún reparo:

- ¿ Crees que eso te aproveche? ¿Y a quién le será útil? Resucitar una lengua muerta es invocar con el corazón a los muertos. Déjalos en su sombra, Lino. El hombre no pertenece a sus abuelos, sino a sus nietos. Trabaja y esfuérzate por tus contemporáneos, porque ellos habrán de dejar el patrimonio a los que les sigan. Mitiga la pena de tu prójimo porque su nieto mitigará las aflicciones del tuyo. ¿Sabes lo que dijo Jesús? «Deja que los muertos entierren a sus muertos.»

Pedro poco después licenció a Lino:

- Ahora sí, joven amigo, puedes irte.

Cuando Lino llegó a la calle de los Lampadarios observó una aglomeración de gente. Los vigiles diurnos mantenían un cordón para contener a los curiosos. Se había derrumbado una ínsula, precisamente la que él habitaba. Los demoledores procedían al rescate de los supervivientes, y ya habían retirado, de entre los escombros, once muertos y diecisiete heridos.

- ¿ A qué hora ocurrió? -preguntó Lino.

- Escasamente hará media hora.

Se abrió paso entre la gente. Dijo a los guardias ser inquilino de la ínsula y pidió permiso para ver a las víctimas. Su amigo Aulo no estaba entre los muertos ni los heridos.

- ¿ Tardarán mucho en sacar a todos?

- Si bien nos va, tendremos trabajo hasta medianoche.

Se había salvado. Gracias a Pedro, que lo retuvo, se habla salvado. Mas ¿para qué y por qué Pedro insistió en que lo acompañase?

Salió entre la gente y se fue al Mesón de Asinio, donde se hospedaba su amigo. Tenía la vaga esperanza de que Aulo se hubiera quedado en casa por cualquier motivo. Y afortunadamente Aulo no había salido en toda la tarde. Lino se echó en sus brazos y presa de una incontenible congoja le besó como si fuera su hijo.

- ¡ Hoy has nacido, carísimo Aulo! La ínsula Graciana se ha desplomado… ¡Loado Tinia salvador!

Lino temblaba como si la muerte le saliera por los poros. Aulo Persio estaba perplejo e impresionado de ver la conmoción de su amigo.

- Pero ¿por gracia de quién no has acudido a la cita que teníamos?

- Eso te pregunto yo a ti.

- Yo…

A Lino le costaba trabajo reconstruir las minucias que habían concurrido a impedirle el regreso a casa a la hora convenida. Pedro le había retenido.

- Iba a arreglarme para ir a verte -explicó Aulo-; pero de repente me sentí perezoso, como si me fuera a entrar esa fiebre perniciosa que me da desde el invierno pasado. Decidí quedarme… Sí, porque algo en mi interior, sensación o idea, se articulaba para decirme: «Quédate». Pedí una infusión de yerba aromática y me tumbé en la litera. Luego, no se por qué, tuve la seguridad de que tú me visitarías… ¿No ves en todo esto la mano de los dioses buenos?

Lino siguió temblando. Al anochecer se dirigió al Octaviano a dormir. Pero no durmió. Pasó la noche en vigilia con la mente activada por febriles insistencias: El hombre no pertenece a sus abuelos, sino a sus nietos. Y veía cien rostros distintos que movían los labios para decir: Deja que los muertos entierren a sus muertos. Entre tantas caras creía reconocer a veces el rostro de Pedro. El hombre no pertenece a sus abuelos, sino a sus nietos. Había una que persistía en concretarse a través de la niebla de la fiebre. Deja que los muertos entierren a sus muertos. Y ya en la madrugada poco antes de que amaneciese, el mismo rostro le pareció que le decía: Levántate, ve y purifícate.

Escribió dos cartas. La dirigida a Pedro decía:

Un hecho insólito, que sospecho que tú adivinas, me obliga a abandonar Roma. Me voy a Volterra, mi ciudad. Quiero poner mi mente y mi espíritu en orden. Me parece que he vivido un siglo. Espero regresar pronto para decirte lo que te anticipo ahora: Tú, Pedro, ¡bendito seas!

Y a Aulo:

Me voy a Volterra a pasar unos días. Tengo necesidad de retirarme. Quizá me vaya a mi casa de campo. Cuídate. Si estoy de humor, te escribiré.