SIMÓN EL MAGO

- ¿ Sabes que tenemos un mago en el barrio? -le informó el niño mirándole con curiosidad. Porque el niño había oído hablar a su tío Servio de los prodigios que hacía el mago, para terminar comentando: «Va a poner en ridículo a Tino, porque este Simón sí cura de verdad».

Tino, el hijo de Celso Salomón, predicaba en todo el sumenio que iba desde la puerta Ratumena a la puerta Colina. Su iglesia se hallaba establecida en una vieja cochera del barrio de Sanqualis que había servido para guardar bombas y equipo contra incendios de la III cohorte de vigiles.

La misión de Tino era ardua, pues el barrio, de lo más miserable que podía encontrarse en el viejo casco urbano de Roma, presentaba al misionero problemas humanos tan dolorosos y complejos, que Tino apenas si tenía tiempo en el día para la labor de catequesis. El hambre y la peste eran el pan cotidiano con que se levantaban y acostaban los vecinos. Y los derrames de socorro, cubiertos por las iglesias de Suburra y del Sumenio, apenas si llegaban a aliviar las necesidades de aquella población. El apóstol Pedro sentía una debilidad por esta iglesia, la más pobre y al mismo tiempo la más ingrata de todas las de Roma. Sentía debilidad por ella, precisamente por paupérrima y por estar al frente de ella, en calidad de presbítero auxiliar, el hijo del millonario Salomón, que era hechura suya.

- ¿ No me oyes, literato? Tenemos un mago en el barrio -insistió el niño, mirándole con la cabeza en alto-. Ahora está en la taberna de Murcio.

El dinero, la ropa, los alimentos llegaban a la iglesia de Sanqualis diariamente. Pero las necesidades eran tan grandes que los socorros se perdían como el agua de una nube pasajera en las arenas del desierto. Cualquiera hubiera desesperado de una labor de apariencia tan inútil, mas el Apóstol se emocionaba con la actitud tesonera, infatigable de Tino. Y hacía toda clase de sacrificios para que a la iglesia no le faltaran los socorros.

Tino empezaba la jornada visitando a los enfermos, pr oveyéndoles de medicamentos, consuelos y consejos de higiene. Seguía con los desayunos de la población infantil; luego andaba por las calles recogiendo a los niños para llevárselos a la iglesia. Allí les daba lecciones de las primeras letras; pero entre las clases, debía atender la supuración de la fístula de un chiquillo, la herida provocada en una caída o en una pelea; la búsqueda de un utensilio perdido o robado; el llanto de un niño famélico… Y a la hora tercia lo único que conseguía era hacer rezar a coro el Padre Nuestro. La chiquillería lo recitaba sin fe y sin sentido, como un juego más. Durante la jornada escolar, los mayores, padres o madres de los alumnos, iban a la escuela a entonar la salmodia de las carencias. Eran pedigüeños con garrote, pues por el solo hecho de dejar a sus hijos recogidos bajo la vigilancia de Tino, se creían con derecho a recibir en pago servicios que Tino no siempre podía hacer.

- Dice mi tío que Simón tiene mucho dinero… Invita a todos los hombres que están en la taberna… -dijo el niño.

En las tardes, a la hora nona, cuando la iglesia se abría para la enseñanza del catecismo, eran pocos los niños que acudían. Correteaban por el barrio o por la explanada del Castro Pretorio para ver los ejercicios de los soldados. Si tenían noticias que esa tarde habría reparto de golosinas o cualquier otra chuchería, acudían a última hora disculpándose con una mentira de su falta de puntualidad. Y siempre la misma tarea: deshacer entuertos, suavizar malquerencias, pulir irritaciones, lenguaje procaz. A la hora de la cena, eran las hermanas mayores y las madres las que rondaban la iglesia. Miraban por la puerta de la vieja cochera las idas y vueltas de Tino. No pedían nada, porque era inútil; pero a veces, Tino se acercaba a la puerta y repartía entre aquellas mujeres algún paquete de alimentos o algunas monedas que le mandaban de Suburra. Y aunque esto no solía ocurrir diariamente, las mujeres no faltaban ningún día. No eran siempre las mismas, pero el grupo parecía el de costumbre. Tino, los días que se veía imposibilitado de asistir a esta demanda tácita, silenciosa, más penosa por gesticulada, pasaba un mal rato. Escribía en el encerado los temas a tratar con el grupo de catecúmenos que llegarían poco después. Y si bien esto era como la señal de la inopia de ese día, las mujeres aún se mantenían a la espera, pues a veces, el tan ansiado paquete llegaba ya al oscurecer.

- Y cura mejor que tú, maestro -agregó el niño-. Duerme a los enfermos y les alivia todos los dolores. Carintia parió un niño y como estaba allí el mago Simón, lo parió sin dolor… Y mi madre dijo: « ¡Los dolores con que yo parí a Tano!» Porque a mí en casa me dicen Tano… A mí me gusta más Tino, como tú; pero me dicen Tano.

Al fin llegaban los catecúmenos, de ambos sexos y de todas las edades. La mayoría iba a la iglesia por aburrimiento; no faltaban los que no querían perder noticia de limosnas ni repartos. Y aunque en menor número, los díscolos, los que pretendían burlarse de aquella sufrida e inútil tarea de Tino. Nadie se explicaba por qué el buen hombre, hundía y sacrificaba su plenitud y prestancia en quehaceres tan poco viriles, de incomprensible mansedumbre.

- El mago Simón tiene más fuerza que diez hombres juntos. Mi padre dice que si lo amarraran a un carro, él solo ganaba todas las carreras del circo… -dijo el niño.

Y lo que resultaba más peregrino: el barrio vivía en querella. Desde que Tino apareciera por él y principalmente a partir del día que tomó posesión de la cochera para establecer la escuela -pues no entendían lo de la iglesia- el barrio se dividió en dos bandos. El contrario lo integraron aquellos vecinos que se consideraron preteridos o no preferidos en los socorros que impartía el joven judío.

Mas a pesar de estas dificultades Tino había logrado convertir a una veintena de vecinos. Que su conversión les hubiera proporcionado trabajo, no era, precisamente, el más eficaz estímulo para mover la conciencia de aquellos parias. Y en el catecumenado tenía alrededor de quince. Posiblemente era toda la cosecha que podía esperar la iglesia de Sanqualis, los únicos seres del barrio que conservaban en su espíritu, aunque adormecido, un fermento de regeneración.

- Dice mi padre que todos acabarán yéndose de tu lado. Que aburres mucho con tus sermones; que te metes en lo que no te importa… «Cada quien vive como quiere o puede» dice mi padre. ¿Sabes que te llaman verpus?

Poco a poco este panorama, ya de por sí poco grato, comenzó a empeorar. En las casas donde había enfermos dejaron de recibir a Tino con un mínimo de cortesía. Los niños fueron desertando de la escuela, y los catecúmenos, si bien continuaron concurriendo al catecismo no prestaban a las explicaciones de Tino la acostumbrada atención. Lo único que no sufrió cambio fue el grupo de mujeres que a la caída de la tarde se apostaban a la puerta de la cochera.

- Tú no eres mago, ¿verdad?

Por fin, Tino acarició la cabeza de Tano, y le preguntó:

- ¿ Cómo dices que se llama ese mago?

- Simón… Y es de la misma tierra de Cristo.

- No, Tano; no es de la misma tierra. Simón es de Samaría.

Era el Antipedro. Era, desgraciadamente, un cristiano. Su fama había decaído mucho. Pero al principio, antes de que Jesús comenzara a predicar, Simón había levantado a muchas gentes de Palestina. Los reprobos e indecisos, los que murmuraban de la Ley de Moisés, los que no habían sido cristianos ni educados en el seno de una familia farisea, se habían dejado alucinar por Simón que se proclamaba: Ego sum Sermo Dei, ego sum Speciosus, ego Paraclitus, Ego Omnipotens, ego onmia Dei. Se hallaba en posesión de fuerzas sobrenaturales y tenía la virtud de dominar la voluntad de los hombres. Era árbitro del sueño y reinaba en el mundo de las sombras. En la criatura que clavaba su mirada punzante desaparecía la voluntad y Simón la conducía a los parajes más extraños, donde dejaba sus aflicciones, sus dolores.

Pero este hombre que hacía vida recoleta y mística, cayó en el vicio de la carne. Se hizo frecuentador de prostíbulos y de tabernas. Y conforme disipaba la virtud y fuerza de su continencia, las fuerzas sobrenaturales, las virtudes mágicas le abandonaron.

Era de Samaría y en Samaría se hallaba cuando primero Felipe y después Pedro y Juan llegaron a dicha región, cumplida la Pentecostés. Viendo Simón las buenas obras de alivios y socorros que hacían los apóstoles de Cristo en nombre del Espíritu Santo, se conturbó y dudó de su pretendida divinidad. Y le dijo a su concubina: «Hay unos hombres que tienen los poderes de Dios». Y Helena dijo: «Arrebátales ese poder».

Simón, asombrado por los milagros de los apóstoles, pidió entrar en la religión de Cristo. Y fue bautizado. Pero en seguida de recibir la gracia, comprobó que no le asistía la virtud carismática de los apóstoles. Y un día, impaciente, le dijo a Felipe con quien andaba de continuo, ofreciéndoles oro: «Dadme también a mí esta potestad, a fin de que aquel a quien yo impusiera las manos reciba Espíritu Santo». Mas Pedro, que le oyó, le dijo: «Tu dinero sea contigo en perdición, puesto que has querido adquirir el don de Dios mediante riquezas. Tú no tienes parte ni suerte en esta cosa; porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete de esta tu maldad, y ruega al Señor que te perdone la mala intención de tu corazón, porque en hiel de amargura y en vínculo de injusticia veo que estás». Y Simón, comprendiendo la magnitud del agravio, le repuso a Pedro: «Rogad vosotros por mí al Señor pidiéndole que ninguna cosa de éstas que habéis dicho caiga sobre mí».

Pareció arrepentido, más Helena, su concubina, le excitó la soberbia: «Tú, que eres igual a Dios, ¿así andas humillado y servil ante esos desarrapados nazarenos?»

A partir de entonces, la querella entre Pedro y Simón quedó abierta. El apóstata, sirviéndose de su arte y su ciencia volvió a proclamar su doctrina y su soberbia. Instigado por quién sabe qué mal espíritu se movía para aparecerse en el lugar más insospechado a Pedro, a fin de vivificar el antagonismo. Siguió al Apóstol a Siria y al Asia, y hacía pocas semanas había llegado a Roma. Solía decir que sus poderes le habían abierto las puertas de todos los tesoros del mundo. Y quien le escuchaba y seguía observaba que, en efecto, su bolsa estaba siempre repleta de monedas de oro de todas las denominaciones y efigies. Ésto no evitaba que viviera como un paria. Mientras su concubina vivió pudo lucir ropa limpia, mas cuando Simón se quedó solo, con el seso sorbido por sus magias y mitomanías, se abandonó de tal modo que andaba sucio y desaseado.

Prodigaba sus virtudes. Y entre los pobres, se hacía popular pues nunca les cobraba un cobre. Pero si era el rico el que le consultaba alguna dolencia o problema de adivinación, le sacaba el oro.

A pesar de todo -solía reír a grandes, descomunales carcajadas- inspiraba lástima. Caminaba por el mundo sin misión ni objeto, sólo siguiendo la sombra de Pedro. Y como era cristiano y había recibido la gracia, a Simón le entristecía esta tiranía del espíritu. Pues ninguna amargura tan acerba como la de ir contra el sentido recto y justo. Simón sabía cuál era el camino del bien, mas cedía al acicate interior que lo empujaba a la eterna querella con Pedro.

De todo esto y de otras cosas más que se atribuían a Simón el Mago, tenía noticia Tino Salomón, pues cuando el joven estuvo por Palestina sobraron cristianos, discípulos de Jesús y sus apóstoles, que le informaron cumplidamente de la vida y actividades de Simón, antes y después de ser bautizado, antes y después de la condenación de Pedro, antes y después de la apostasía de Cristo.

- ¿ Por qué te has quedado tan serio, literato? ¿Es que no te gusta saber lo del mago Simón?

- Así que Simón en mi iglesia…

Tino no esperó más. Se fue directamente a la taberna de Murcio, que estaba a la vuelta de la calle de Losario. Notó en el establecimiento mayor animación que la habitual. Los hombres reían alrededor de Simón que les entretenía con suertes de manos. Jugaba ante sus ojos con unos dedos que hacía aparecer y desaparecer y en cada una de estas suertes las piezas de hueso cambiaban de color. Era un tipo curioso, de los que sólo es dado ver en Palestina: grandes barbas de profeta, un desaseo general de cargador de mercado y unos ojos punzantes, inquisitivos capaces de perforar con la mirada toda resistencia anímica.

Tino pidió una medida de vino. Mientras tanto, alguien susurró unas palabras al oído de Simón. Y éste, sin dejar el juego de prestidigitador, dio un agilísimo salto tal como si fuera ingrávido y se colocó en lo alto de un tonel. Señalando a Tino con el índice, puncionándolo con la mirada, exclamó:

- Así que tú eres Tino, el discípulo de Simón Cefas -y rompió a reír en desaforadas carcajadas-: Este cristiano es el que se atreve a retar a la pobreza y a la inteligencia… ¿Qué persigues, sirviendo a Simón Cefas?

De otro salto el mago se colocó sobre una pila de cajas. Su cabeza casi tocaba el techo. Y desde allí, con tono imperioso, conminó a Tino:

- Te conjuro, cristiano, a que abandones Sanqualis. Donde está Simón el Mago no puede estar Simón Cefas. ¿Ignoras que yo estoy bautizado y que conozco toda vuestra farsa?

- Soy yo quien en nombre de nuestro Señor Jesucristo te exijo que abandones este barrio.

Simón rió como energúmeno. Los demás hombres le corearon. ¿Quién era el mago Tino para oponerse a un hombre de las fuerzas y poderes de Simón? Porque a pesar de que el mago andaba ya por los sesenta aún conservaba la complexión atlética de los años mozos.

- ¡ Anda, Tino, arrójame de aquí!

Simón dio otro salto tan inverosímil como los anteriores, para colocarse en el mostrador, cerca de la tinaja de vino caliente, al lado de Tino.

El presbítero no se atrevió a mirarle. Evidentemente, Simón de Samaría poseía fuerzas demoníacas. No sólo por sus saltos, que podía darlos un acróbata bien ejercitado, sino por la sensación de extraño malestar que expandía a su alrededor. Tino sintió el influjo de aquel hombre: todos los miembros dominados por una irresistible debilidad. Elevó su pensamiento: «Señor mío Jesucristo, no prevalecerá Satanás sobre tu Iglesia. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos de los siglos».

Tino oyó un grito. Simón había resbalado. Sus secuaces corrieron a ayudarle a sacar la pierna de la tinaja de vino caliente. Tino dejó una moneda en el mostrador y se fue. No le interesaba saber lo que le ocurría al mago.

El vino no estaba tan caliente como para que Simón diera aquellos gritos. Y con los gritos parecían escapársele sus fuerzas mágicas. Los hombres le vieron tan sufriente que le pusieron en el suelo. Simón se revolvía en convulsiones espasmódicas como atacado por el morbus sacer, la enfermedad sagrada. Los hombres se miraban entre sí, suspensos y acobardados, afligidos de que hombre tan generoso sufriera de aquel modo. Pero excepto la caída y los primeros espasmos del arrebato de la ira, todo era fingido. Cuando se levantó y, sentado, permanecía presa de simulados escalofríos, comenzó a musitar:

- ¿ Qué he hecho yo? Decidme, ¿qué he hecho yo? Ayudar a vuestras mujeres a parir sin dolor. He ahuyentado la fiebre de vuestros enfermos; he dado sueño al insomne, tranquilidad al inquieto, alivio al afligido. Os he hecho soñar con placeres y maravillas sin igual. Mi bolsa ha estado pronta a satisfacer vuestra sed… Y viene ese sujeto… ¡Oh poderosos dioses, cuán grande es la ingratitud de los hombres! Al amanecer del día siguiente, el mago no apareció por ninguna parte. Lo habían velado dos vecinos. No sabían dar cuenta de cuándo y cómo Simón abandonó el dormitorio. Mas como el mago no estaba en situación de caminar, dado el estado de postración en que se encontraba, pensaron que se había cumplido el pronóstico insinuado el día anterior por él mismo: «Esos cristianos, que son enemigos de la humanidad, acabarán por secuestrarme, por matarme de mala manera». La voz se corrió. No había vecino que no se lamentase de la suerte de Simón de Samaría. Y cuando al limpiar su litera se descubrió una soga de verdugo, se pensó que el buen hombre había sido estrangulado. ¿Por quién?

Simón había dejado palabras, frases sueltas. Los hombres comenzaron a agruparse y a cerrar los puños. Siempre estuvieron irritados con la escuela-iglesia de Tino. Ellos no sabían leer, ¿por qué habrían de aprender sus hijos? ¿Qué privilegio tenían sus hijos para aprender lo que a ellos nunca se les había enseñado? La buena conducta. Estaban hartos de las prédicas de Tino; de que se inmiscuyera en sus vidas privadas. ¿No había tenido Curcio que separarse de su hermanastra porque Tino se escandalizaba de aquella unión? Y las hermanas Cinia mayor, Cinia Segunda, Cinia menor, que ejercían la prostitución, ¿no se vieron obligadas a abandonar el sumenio ante el insistente repudio de Tino? ¿No eran las mujeres de la iglesia las que escandalizaban? El sumenio tenía su ley. Tino había venido a violarla invocando la ley de los otros, de los hipócritas que se regían por las leyes del Foro.

Nunca en el sumenio habían sido mal vistos la prostitución, ni el robo, ni la reyerta viril, ni la vagancia. Tino decía que eso era malvivencia. Pero desde siempre ésas eran las industrias y las leyes del sumenio. ¡Qué importaban las limosnas de la iglesia si no llegaban a llenar el estómago! Y a cambio, les obligaba a renunciar a los expedientes de uso en el sumenio para matar el hambre y el ocio.

Había que acabar con la iglesia. Simón de Samaría, sí era el apóstol, el benefactor del sumenio. Sin una censura en los labios, antes, por el contrario, con una frase ingeniosa de encomio para el robo bien logrado; con un espíritu fraternal para las mujeres que hacían el oficio de los hombres; con humana comprensión para los vicios y las debilidades, repartía sus bienes sin exigir acatamientos o difíciles fórmulas. Y por ello había sido muerto, secuestrado.

La masa de hombres se dirigió a la cochera. Y el primer grito, airado y conminatorio, resumió la protesta y la exigencia de todos: - ¡¡Tino, devuélvenos a Simón!! Tino apareció en la puerta con la mansa sonrisa. -Yo no guardo a Simón ni lo he vuelto a ver… - ¡Tú has matado a Simón! -vociferó uno, agitando la soga. Tino bajó la cabeza y oró. ¿No era aquélla la confesión tácita de su crimen? ¿No había adoptado semejante actitud cuando el día anterior estaba en la taberna? ¿Quién era aquel Cristo que invocaba Tino y que había sido capaz de provocar la desgracia del benemérito Simón? - ¡¡Por última vez, Tino, entréganos a Simón!! - ¡Aunque sea su cadáver! -dijo otro.

La primera piedra cruzó el aire. Rozó la mejilla de Tino. El joven levantó los brazos para hablar a los hombres; pero la violencia se había desencadenado y hubo de bajarlos para defender el rostro con las manos. Se encogió y dio la espalda. Mas las piedras cayeron con tal fuerza y en tal cantidad que Tino no tuvo tiempo de refugiarse. Dio dos pasos y se le doblaron las piernas. Cayó con la cabeza ensangrentada a la entrada de la iglesia. Y si la canalla no le apaleó hasta dejarle sin vida, fue porque de pronto se escucharon estentóreas carcajadas. Simón el Mago estaba sobre el tejado de los Aurelios. Se reía de tal modo que su rostro de barba hirsuta parecía una descomunal y agresiva máscara. - ¡Simón, Simón!

Simón de un salto colosal se colocó sobre el tejado de los Ripios, más cerca de la iglesia y continuó azuzando: - ¡Acabad con él! El odio ponía tal insidia en su acento que algunos de sus secuaces se decepcionaron de oírle hablar. ¿Por qué se había escapado de la casa donde lo velaban, simulando haber sido estrangulado? Los que pudieron hacerse esta reflexión, dieron media vuelta y silenciosos, apenados de haberse conducido como unos cobardes, se alejaron del lugar.

- ¿ Por qué os detenéis? ¡Acabad con él!

También Simón se fue vociferante, dando saltos por los tejados. Parecía un diosecillo grotesco de los que se veían en las pantomimas del teatro Balbo.

Todos huyeron con la sensación de haber sido injustos y burlados. Porque suele ocurrir que los que viven al margen de la ley, en continua ilegalidad, tengan un sentido muy vivo de la justicia.

En seguida las primeras mujeres que llegaron con sus niños a la escuela descubrieron a Tino caído de bruces y ensangrentado. La noticia corrió por el sumenio Sanqualis, y los tibios, los que hacía días andaban dudando si sumarse a la ciencia de Simón y repudiar la fe de Cristo, reaccionaron. Tomaron el cuerpo de Tino y lo condujeron al cuartelillo de la III Cohorte.

- ¿ Qué ha sucedido?

- No sabemos. Lo encontramos malherido.

El centurión de vigilancia no se molestó en más averiguaciones. Las cosas del sumenio había que aceptarlas tal como se presentaban. El centurión se concretó a ordenar que hicieran la primera cura al herido y que si la cosa era grave lo enviaran al cercano templo de la diosa Salud para que lo atendieran sus sacerdotes.

De todas las heridas recibidas, la grave era la de la nuca, abierta por una de las piedras. Todos sabían quién había arrojado esa piedra, pero nadie denunciaba el nombre.

Diez días estuvo Tino entre la vida y la muerte. Los sacerdotes del templo de la Salud hicieron todo lo que pudieron por salvarle. Y cuando Clemente Romano se presentó con Sabino para rogarles que les permitieran llevarse al herido, los sacerdotes se encogieron de hombros.

- Lo verá Atheneo de Atalia… -dijo Clemente.

El nombre del físico era una garantía para los sacerdotes.

- Lleváoslo. La diosa Salud le ha salvado de la muerte. Que Atheneo lo conduzca con paso rápido a su total restablecimiento.

Se lo llevaron en una litera a la iglesia de Suburra. Y allí lo vio el famoso físico. Torció el gesto.

Mientras Tino quedó bajo la asistencia de Atheneo, Sabino comenzó a frecuentar el barrio de Sanqualis. Había nacido y crecido en el sumenio de Lavernal y conocía su mundo. Tino era su auxiliar bienamado. Era, como él, un cristiano de Pedro, y como él predicaba y catequizaba en el sumenio.

Frecuentó las tabernas, interrogó a los niños, habló con las mujeres: el nombre del agresor estaba en todas las cabezas, pero no salía de ninguna boca. Sabino conocía la fuerza de la ley del sumenio.

Convidó e hizo correr el vino. Se mostró como en sus mejores días de Sabi el Tuerto. Habló con los peores dicterios de Simón de Samaría. No era la cobardía sino el remordimiento de haber sido injustos lo que les obligaba a mantenerse prudentes. Mas una noche, Galo, que se mostraba hostil a la iglesia, protestó:

- El que le hirió fue uno de los suyos… Eso es lo único que logró Tino: extender la hipocresía.

Sabi con el primer movimiento del togazo, le dio tal golpe en la mandíbula que Galo cayó en los brazos de Morfeo. Sabi le dijo:

- También los cristianos tienen estas sinceridades.

Miró a los demás. Porque fueron los demás quienes le oyeron. Galo parecía dormido por el mismo Simón.

Abrió la escuela. Y continuó la labor de Tino. Al tercer día, un niño se le acercó.

- ¿ Es cierto, literato, que tú has venido a buscar a mi tío?

Sabino ya tenía una pista.

- No. Yo he venido a enseñaros mientras Tino se cura…

- ¿ Fue muy grande la herida que le hizo Servio?

Ya tenía el nombre.

Y en la tarde, después del catecismo, siguió al niño. Le vio entrar en un chamizo del vericueto llamado vicus de la Palma.

Sabino anduvo dando vueltas por el barrio. Y después que pasó la hora de la cena, se presentó en el chamizo.

- Quiero hablar con Servio.

El niño dormía en un rincón. Una mujer lavaba y la otra jugaba con un hombre a los dados. Se miraron entre sí. Callaron.

- Digo que quiero hablar con Servio…

El hombre se levantó y miró a la que lavaba. Después:

- Se lo dices tú o se lo digo yo… ¡Hay que dar la cara, Damia! Este hombre lo busca desde hace una semana… Ha dado con él, pues justo es que le hable. O se rompan la cara…

- Tú cállate, que contigo no va la cosa…

El hombre se volvió a Sabino.

- Lo encontrarás…

- ¡ Te digo que te calles!

- ¡ No me da la gana! Lo encontrarás en la calle de los Pédites, cerca de la escuela… Sólo te advierto una cosa: que es cristiano…

- ¿ Y tú no lo eres?

- Yo no pierdo el tiempo en sandeces…

Sabino se fue a la calle de los Pédites. Preguntó en la taberna por Servio. Le dijeron dónde vivía.

- ¿ Eres tú Servio? -le preguntó al mozo que le abrió la puerta. -Sí.

- Ven conmigo a la escuela.

El mozo no se negó. Quizá estaba deseando que Sabi le moliera las costillas. Bien merecido lo tenía. Entraron en la cochera. Sabi vio el resplandor de un candil en el fondo, iluminando la pequeña mesa que hacía de altar. Se adelantó curioso. Y le salió al paso Clemente Romano.

- Este es Servio, el que hirió a Tino.

- Sí, y sé que es cristiano…

- También yo lo sé.

- Pues déjame con él y vete a tu iglesia… Simón el Mago está conturbando a tus feligreses…

- No antes de ajustarle las cuentas a Servio.

- Servio va a ajustar sus cuentas conmigo. Tú vete « la puerta Capena. Obedéceme, Sabino.

- Como tú ordenes -cedió sumiso. Pero miró de tal modo a Servio que éste comprendió el significado de la expresión: «De buena te has librado». Apenas llegaba Sabino a la puerta, cuando oyó a Servio que rompía a sollozar. No quiso mirar para atrás… Sólo murmuró con la misma ira que tenia encendida en su corazón:

- ¡ Conque Simón en mi terreno…! Pues va a cobrar lo suyo y lo de Servio.