BENASUR ENTRE CLÍO Y PABLO
La silueta del Parnaso, con su perfil nevado, había perseguido a Clío durante los dos años que siguieron al suicidio de Dídona. La había visto y rehuido desde distintas ciudades de Beocia, Ática, Acaya y Argolia. La acompañó durante los dos inviernos pasados en Corinto, teniéndola frente a la terraza de la zotheca. A partir del triunfo de Olimpia, la presencia de Dídona había desaparecido de sus sueños, mas últimamente el Parnaso volvía a recordársela con obsesiva insistencia.
Perdió el gusto por el trabajo. Una tarde le dijo a Divo Teócrito:
- Me siento muy fatigada. Debemos descansar unos días. Se nos echan encima los recitales de Corinto. Vete a Atenas como tenías pensado, y dentro de dos semanas nos reuniremos aquí para el ensayo.
Sí, estaba cansada. Y expresó su preocupación a Benasur. Éste le habló a Mileto y Mileto a Ester. La judía recomendó: «Para ese mal, sólo es bueno Kolles. Es el médico del templo de Asclepios. Estéfana, puede darles una recomendación… Aunque creo que lo que necesita Clío es casarse».
Fueron a ver a Kolles al pie del Acro, cerca del puerto. El físico los recibió en una cámara adyacente al templo. En realidad, era sacerdote de Asclepios, mas aparte de la inspiración que recibía del dios, sus años de observación clínica y muy sonados aciertos, le habían proporcionado una gran fama en toda la Hélade.
Clío le explicó en qué consistía su enfermedad, que no era una dolencia propiamente física. Otro médico que no fuera Kolles, le hubiera dicho que tomara descanso. Mas Clío le había hablado con cierta extensión del suicidio de Dídona y de cómo su presencia, su recuerdo le alteraba el sueño y le debilitaba el ánimo. Como Kolles observaba a los seres con facultades mánticas, a los poseídos, a los atacados del morbus sacer quiso descubrir en Clío el «mal del santuario», un misticismo incipiente perturbado por espíritus que no hallan reposo en el Hades. Kolles no dio su diagnóstico. Sacó de una alacena un pomo conteniendo unas hojas y le dijo:
- Durante siete días tomarás una infusión de estas hojas. El último día ven a verme para que te haga una fumigación. Tráete un jitón de lana sin tacha para que después de la fumigación, a la hora del canto, que es la tercia, te presente al divino Asclepios… Los diezmos del templo son quince dracmas.
Benasur, cejijunto, molesto, no despegó los labios y pagó los honorarios. Cuando salieron, estalló:
- Reconocerás, Clío, que hasta ahora he sido pacientemente obsequioso contigo. Pablo está desde hace dos meses en Corinto. Vino a poner orden en la iglesia. Mañana iremos a verle. Hemos estado en Efeso, donde pudimos visitarlo, en dos ocasiones. Tú lo sabías y no pronunciaste su nombre. Yo he respetado tu silencio. Pero ya no hay excusa ni pretexto. He contraído con mi Señor Jesús Resurrecto la inexcusable obligación de llevarte con Pablo para que te bautice. Te bautizarás, Clío. Y tira ese pomo. No permitiré que vuelvas con ese médico que cura en fornicación con los ídolos. ¡Es abominación! Y en verdad te digo que la náusea que me provocan tus caprichos y ambiciones, tus gustos gentiles llegan al vómito. Te rescaté de la indigencia, de la esclavitud y te hice una mujer libre. Dignifiqué tu libertad con mi amor. Te enseñé y te instruí para que tuvieras la revelación del Señor Yavé, Dios único, y así te aparté de tus idolatrías. Pero tú has vuelto a caer en el error. Te permití que asistieras a la procesión de la fuente Castalia, origen de la muerte de Dídona, origen de esta desabridez de ánimo que tú llamas enfermedad. ¡Ay Clío, te he dado todo lo que he podido para hacer de ti una criatura honesta que alegrara mi vida…! Yo peco mucho porque no siempre mis pasos van por el camino recto del Señor. Pero ninguno de mis pecados tan grave como este de dejarte en la fornicación del mundo. Tú, a quien yo he señalado un camino conducente al bien, te has extraviado por senderos de malicia, de halago, de mundana gloria que llevan a la perdición de tu alma. Porque estoy seguro, Clío, que hace mucho tiempo que no invocas a Yavé, que no rezas el Padre Nuestro, que no piensas en los mártires de Palestina. En Roma, a pesar de saber que allí estaba el santo Pedro, perdiste tu tiempo en insulseces de juegos de dados y otras frivolidades. Respeté tu melancolía y tu desánimo, y a fin de que los ahuyentases, te alenté en los recreos de la música; te alenté, contra mi deseo, contra mi conciencia, a que pusieras tu ambición en esa deshonestidad colosal que es un premio olímpico. Ya lo tienes y ahora la soberbia y la vanidad comienzan a pudrir tu espíritu. ¡Basta, Clío! ¡La voz del Señor clama por mi criminal negligencia! Injurias y blasfemas ante mi corazón. ¡No puedo escucharte más esa abominación que tú tan ligeramente llamas música sacra. Estás sujeta a la Ley de Moisés, a la religión del Señor Yavé y no permito que hagas violencia, burla y escarnio de ella. Y no creas que te pongo en el dilema de escoger, porque sé que escogerías el mal. Por tanto, se acabaron las idolatrías. Y mañana mismo vamos a ver al apóstol Pablo.
Clío no dijo ni media palabra. Escuchó con los labios cerrados, que según hablaba su padrino, se contraían en una crispadura, sin dejar escapar ni una sílaba. Subió con él al coche y en silencio regresaron a Corinto. También, tras el recorrido, se apearon sin decir palabra y entraron en el peristilo. Allí se miraron. Los dos tenían los ojos húmedos. Los de Benasur expresaban verdadera aflicción; los de Clío… Benasur no quiso creer que los ojos de Clío brillaban de rabia.
No se vieron a la hora del almuerzo. Clío se discu lpó diciendo que se encontraba indispuesta. Benasur no cedió. No estaba dispuesto a ceder. En la dolorosa y pesada ascensión hacia Cristo, él podía flaquear y perderse, pero no dejaría que se perdiera Clío. Era su hechura. Era, en cierta forma, su obra. Su obra espiritual. La había rescatado de la obcecación y la había ofrecido a su Señor Jesús Resurrecto. Y la haría cristiana aunque le costara lágrimas de sangre. No podía dejar que su conquista se la arrebatase el mundo gentil.
Después de la siesta se fue a ver a Pablo para ponerle en antecedentes. Pablo escuchó con atención y respeto la información del navarca. Cuando concluyó, exclamó suavemente:
- Así que aquella muchacha de los mantos tan escandalosos… o tan bonitos, según ella, es esta Clío, la lirista de la que habla todo el mundo… La última vez que vi a Cefas al hablarme de ti me dijo: «Qué extraño. Benasur no me nombró para nada a su ahijada». - ¿Has vuelto por Roma? -No. Pienso salir en cuanto Clío se bautice…
- Allí, en las iglesias romanas, hay gentes magníficas. Dime ¿conoces a Lino?
- Sí, bastante.
- Cefas me habló muy bien de él. Yo he recibido dos cartas suyas que me han conmovido. Lino en lo metó dico, en lo organizador se parece a Cefas; pero tiene una segunda naturaleza que lo asemeja a mí. Está orgulloso de él… Cefas…
El nombre quedó en el aire. Pablo miraba a través de la ventana a unos efebos que jugaban a los gallos. Pero no parecía que fijara su atención en ellos. Murmuró para sí mismo: «¡Qué santo es Cefas; qué grande e iluminada su obra!»
- En Antioquía, hace unos años, aún se comentaba vuestra disputa.
- ¿ Disputa? Cefas y yo teníamos el mismo pensamiento respecto a la cuestión gentil… A veces, soy un poco violento; lo reconozco. Yo estaba indignado no contra Cefas, sino contra los nazarenos de Jerusalén que venían a sembrar la cizaña… Pero, dime ¿hace mucho tiempo que no has estado en Jerusalén?
- Va a hacer doce años…
- Tú sabes que todos consideramos la iglesia de Jerusalén como la iglesia Madre. Yago el Menor es su obispo y la rige con santidad y celo. Es un respetuoso observante de la Ley de Moisés, y nadie se lo moteja. Pero alrededor de la iglesia de Jerusalén y de Yago hay un número bastante crecido de falsos cristianos que quieren subordinar la fe y la doctrina de Cristo a la Ley de Moisés. Quieren enterrar a Cristo en el Sinaí. Para lograrlo trabajan e intrigan, tergiversan y siembran la confusión a fin de obtener que la iglesia de Jerusalén sea proclamada, reconocida y respetada como Iglesia Universal. En su insensatez tratan de burlar a Jesús que dio, como sabemos y el mismo Yago acepta, toda potestad eclesiástica a Cefas. Pues lo que esos falsos cristianos persiguen es que la iglesia de Cristo permanezca a la sombra de la sinagoga, al pie del Sinaí, supeditada a la Ley. Por tanto, amparándose en Yago, menoscaban la autoridad de Cefas; e invocando la obediencia a la Ley, atan y aprisionan a Cristo. Créeme, Benasur, que si fatiga y dolores me cuesta llevar a Cristo vivo a los gentiles, dolores y fatigas sin cuento paso rescatando a Cristo de la prisión a que quieren someterlo los malos hermanos de Jerusalén. Es curioso que el blanco de esos cristianos seamos, principalmente, Cefas y yo. Porque nada arguyen de Yago Zebedeo, de Tomás Dídimo ni de Juan ni de otros apóstoles que tuvieron ya ocasión de predicar el Evangelio entre gentiles sin someterlos, en muchos casos, a la Ley de Moisés. Van contra Cefas porque quieren minar y desconocer su autoridad eclesiástica; van contra mí porque proclamo que mi evangelio es de la incircuncisión, evangelio que Cefas y el mismo Yago el Menor aprobaron y autorizaron… Por eso fui severo con Cefas. Pero mi propio rigor era una afirmación de su jerarquía como cabeza apostólica. Así vieron esos cristianos que Cefas no estaba solo, que yo estaba con él, y que por estarlo, por defender un principio que nos era caro a los dos, le reprendía… ¿Quieres creerme, Benasur, que hoy todavía esos falsos cristianos, esos menoscabadores de Cristo, insisten en sus pretensiones? Por dondequiera que voy me encuentro la cizaña y el desconcierto. Hablo a los gentiles, los rescato de su obcecación, reciben el bautismo, los dejo en Cristo, y luego esos insensatos vienen a perturbarlos diciéndoles que no se salvarán si no se circuncidan, si no se supeditan a la Ley de Moisés. Le he escrito a Cefas a Bitinia, rogándole que vea la conveniencia de volver a Roma a asumir el Episcopado universal. Pues hasta que esos cristianos no se den cuenta que todas las iglesias deben obediencia a la de Roma, continuarán predicando el falso evangelio, el de Cristo enterrado en el Sinaí… En todas las iglesias que he fundado, me encuentro, cuando las visito, con la misma confusión y desánimo, pues los gentiles dudan de la autenticidad de mi evangelio… Hace seis meses escribí desde Macedonia una epístola a los gálatas. Hube de explicarles la validez de mi evangelio; porque en Galacia, uno de esos cristianos tergiversadores andaba diciendo que la disputa de Antioquía había sido concertada entre Cefas y Pablo. Yo no hubiera querido referirme a este incidente que fue tan limitado y ocasional. Pero como comprendí que los de la cizaña recurrían a todos los medios para lograr sus sucios propósitos, salí a su paso evocando el incidente. Es preferible que la Iglesia se escandalice por las sinceridades y no por las hipocresías. Las sinceridades son dolorosas, pero, como el cauterio, ponen remedio y atacan el mal; mientras que las hipocresías son anodinas y dejan que la parte enferma se corrompa y se extienda el mal. Celas es muy bondadoso y estaba cediendo, junto con Bernabé, al engaño y la amenaza que les hacían los cristianos de la cizaña. Por eso yo metí el cauterio, porque quemando a Cefas sabía que le cortaba el morbo que le contagiaban los que venían de Jerusalén y que se decían «cristianos de Yago». ¿Cómo asombrarse de que estos corintios se digan cristianos de Cefas, de Apolo o de Pablo, si esos de Jerusalén, que debieran dar ejemplo, se titulan de Yago? ¿Es que Cristo va a tener una cara para el capricho, la conveniencia o veleidad de cada falso cristiano? ¿No se crucificó por nosotros siendo uno solo? Y ahora, nosotros, ¡vamos a dividirlo, para quedarnos con la parte que demande nuestra insensatez! Ya se consumó el expolio, en el que todos metimos mano, pues el que no se repartió las vestiduras, lo negó o le dio la espalda, lo menoscabó con el falso testimonio y lo persiguió con la blasfemia y la espada, como yo hice. El tiempo de la rapiña se acabó. Si Cristo entero y grande les pesa, que lo dejen, que vuelva cada quien al redil de su Ley o al cubil de su idolatría, pero que no intenten partir a Cristo en porciones cómodas a la medida de su conveniencia. Pues si ellos son inapetentes, muchos insatisfechos esperan a Cristo íntegro para darse en comunión, íntegramente a él… -Y acercándose más a la ventana, concluyó-: ¿Ahora comprendes por qué he hecho mención en mi epístola a los gálatas de la diferencia con Cefas?
Pablo se quedó mirando con interés la pelea de gallos que sostenían los dos muchachos. De pronto, interesado en la pantomima, rió.
- Acércate, Benasur… De muchacho yo también jugué a los gallos… ¿Por cuál apostarías tú?
Benasur observó a los contendientes un momento. Después:
- Parece que el pluma roja es más ligero…
- Pero el pluma negra es más hábil. Estoy seguro de que él ganará. Además, es cristiano, hijo de Armidoro, un artesano del barrio…
Clío tampoco se presentó en el triclinio a la hora de la cena. Benasur preguntó a uno de los criados y éste le dijo que se le había servido la cena en la zotheca.
- ¿ Qué le sucede a Clío? -preguntó Cayo.
- Anda delicada; trabaja mucho. La preparación de los recitales la ha dejado extenuada.
- Son cosas de vuestro mundo. En Caledonia los nativos no se complican de ese modo la vida, hasta el extremo de hacer de los recreos motivo de trabajo y desazón. Allí sólo tienen dos instrumentos: una especie de flauta y una tambora hecha con piel de foca. Con esos dos instrumentos amenizan los banquetes nupciales, las danzas hiperbóreas y las ceremonias fúnebres. Como la música se considera cosa de poca monta, sólo los viejos, ineptos para la caza y la pesca, tocan los instrumentos. Esta es una medida muy sabia, pues las artes cuando son manejadas por los jóvenes nunca se están quietas, y en ellas todo es innovación y mudanza y, en definitiva, estrago. Siempre que regreso a Gades me encuentro que la hipólita se baila a otro ritmo más desacompasado que la vez anterior. Y lo que era válido hace dos años, lo dan por caduco. Entonces uno hace el ridículo, pues en dos años se queda completamente viejo ante las doncellas. Si quieres ponerte al día, tienes que perder muchas horas para aprender los nuevos giros de la danza. Antes la hipólita se bailaba al ritmo trino y el salto se daba a pies juntos, pues ahora… es decir, la última vez que estuve en Gades, se bailaba el trino, pero agregándole la cuarta de la coral y en seguida el salto, mas separando la pierna derecha y flexionándola de la rodilla. Y si le preguntas a tus amigos: « ¿Y por qué esta ridícula innovación?» te contestarán con suficiencia: «Es alejandrina». Y si por casualidad vas a Alejandría y les dices «Este es vuestro ritmo», como yo les dije, se reirán de tu ignorancia: «¡Es el tetra cipriota!». Y en Chipre te mandarán a las Galias. Y yo sospecho que todas esas modas las inventan los romanos que están estragados de ocio; pero nadie acredita a los romanos la menor inventiva.
Benasur estaba preocupado por Clío, y apenas si escuchaba a su hijo. Reconocía haber estado duro con ella, pero únicamente así podría hacer que las cosas volviesen al cauce natural del que nunca debieron salir.
- Las danzas hiperbóreas se bailan sólo en el verano y se hacen en honor de la Ballena Hiperbórea. Para bailarlas, los nativos se cubren de pieles hasta las narices. Ni en invierno se abrigan tanto. Pero no creas que es una simpleza de esas que se hacen entre nosotros. Porque aquí las mujeres se visten más por el capricho de agradar y de llamar la atención que por la necesidad de cubrirse de las inclemencias del verano y del invierno. Yo me preguntaba al principio por qué se cubrirían de pieles en verano. Pues sencillamente porque en el verano tienen que sudar la mucha grasa que acumulan en el rigor del invierno, en que comen mucho y hacen vida sedentaria. Y no pasa como en vuestro mundo, pues allí el interior de las casas sólo huele mal en invierno, ya que los nativos no salen de ellas, y aquí hieden todo el año. En vuestro mundo el sol es tan intenso que lo pudre todo y pone pestilencia en toda cosa, esté viva o muerta. Ayer estuve en el templo de Afrodita en el Acrocorinto. Mira tú si se quemará allí romero, incienso y mirra; mira si hay allí flores; mira si están perfumadas las sacerdotisas que se turnan en los oficios religiosos… ¡Pues una verdadera fetidez! Hasta el perfume olía allí a podredumbre… Por cierto que me ocurrió un caso curioso. Tú sabes que donde hay templo de Astarté o de Afrodita marinera, quienquiera que llegue al templo y jure ser viajero, puede pedir los servicios de una sacerdotisa y pasar un rato con ella. La sacerdotisa te despide deseándote buena andadura. Pero estos corintios son comerciantes hasta con lo sagrado. ¿Sabes lo que me dijeron? «Eso de que eres marino tendrías que demostrarlo». Les enseñé mi papel de Basílica Náutica de Gades. «¡Ah, de Gades! Nosotros no tenemos convenio de reciprocidad con el templo de Astarté de Gades. Vete a la prefectura del puerto a que te pongan el sello. Te cobrarán una dracma. Ahora si quieres evitarte la molestia de bajar al puerto y volver a subir, paga aquí la dracma y te damos el servicio.» No creas que las sacerdotisas son más limpias y refinadas que las mujeres del puerto… En Caledonia y la Isla Verde no existe la prostitución. Ni la profana ni la sagrada. Allí ninguna mujer hace oficio de su cuerpo.
Allí…
- Perdóname, Cayo. Voy a ver a Clío.
Cuando entró en la zotheca, Clío le miró con temor, no con rabia. Benasur, al ver la bolsa de viaje, comprendió.
- ¿ Qué haces?
- He meditado toda la noche… No tengo fuerzas para abandonar mi carrera. Por esta única vez me niego a obedecerte.
- ¿ Te vas?
- Sí, creo que de no ir con Pablo es el único camino que me queda.
- ¿ Así que me has estado engañando durante veinte años?
Clío negó con la cabeza. Después:
- Bien sabe Dios que no.
- ¡ No invoques al Señor! ¡No blasfemes!
Clío se encogió de hombros.
- Es inútil. No me comprendes.
- ¡ Eres ingrata!
- Tú sabes que no. Por ti lo daría y haría todo.
- ¡ No es cierto! Te niegas a ir con Pablo, te niegas a hacerte cristiana. En realidad, es que te estorbo…
- No comprendes.
- ¡ No comprendo! ¡Qué fácil es achacar a incomprensión de los demás nuestra propia obcecación! Todo lo arrojas, todo lo desmientes; te niegas a ti misma por esa insulsa frivolidad de tu arte…
- ¡ Qué poco valen para ti los desvelos de toda mi vida!
- ¿ Y dónde dejas los que yo te he dedicado?
- Los únicos que has tenido conmigo han sido para empujarme más a esta carrera que ahora te irrita. Lo demás no han sido desvelos, padrino, sino generosidades. Unas generosidades que no quisiera creer que te fueron demasiado fáciles, cómodas. Pero dejémoslo. Yo no puedo ni quiero discutir contigo. En esto no quiero hacerme daño. Eres para mí el hombre más admirable que he conocido. A tu lado, la vida ha sido como un sueño maravilloso. Sólo ha habido dos momentos horribles. Aquel que decidiste casarme con Bardanes y el de ayer. La primera vez te equivocaste, y sufrí mucho. No quiero que te equivoques por segunda vez. Por eso me voy. Te amo demasiado para poner en litigio mi corazón.
- ¿ Y nada te importa la querella del mío?
- ¡ Tú no me quieres! De eso me di cuenta en Ctesifón. Tú no amas a nadie.
Benasur salió de la zotheca. CIío comenzó a decir cosas que le molestaba oír. En el peristilo dudó, desconcertado, adónde dirigirse. Entró en el triclinio. Tan inoportunamente que vio a Cayo acariciar a una muchacha del servicio. Era joven y agraciada. Al verse sorprendidos por Benasur, la sirvienta se deslizó del triclinio y se compuso la veste. Cayo rió infantil, irresponsable. La muchacha iba a escabullirse de la presencia del judío, pero éste la retuvo.
- ¿ Eres del servicio?
- Sí, señor; sirvienta de la señora Clío.
- ¿ Esclava o libre?
- Esclava, señor.
- Si fueras libre te daría tu viático y te pondría de patitas en la calle…
- Padre… -dijo ambiguamente Cayo.
- No te recrimino. Tú estás en tu derecho, pero ella ha faltado a su deber. -Y a la muchacha-: Como eres esclava le diré a Criso que mañana tramite tu manumisión. ¡Y a volar por el anchuroso mundo!
Volvió a salir al peristilo. Dudó entre si ir a la exedra o a la zotheca. Volvió con Clío.
- ¿ Sabes que tu sirvienta es una impúdica?
- ¿ Cuál de ellas?
- Supongo que todas.
- Es Cayo quien ha venido a trastornarlas.
- ¡ Él está en su derecho! ¿No es joven, no es hermoso, no es rico? La mujer debe saber resistir las tentaciones.
- ¿ Es todo eso lo que se te ocurre?
Benasur no respondió. Volvió hacia el triclinio en el momento en que salía Cayo.
- Ágatha no ha tenido la culpa… En vuestro mundo… -En nuestro mundo, Cayo, que es el tuyo, debemos procurar vivir con honestidad.
- Te pareces a madre.
- ¡ No me digas que me parezco a tu madre!
- Si eso te calma la irritación, no hay más que hablar: no te pareces.
Se presentó Clío con Ágatha, toda compungida.
- ¿ Te molestaría que me la llevase conmigo…? -le consultó Clío.
- En realidad la muchacha no ha hecho cosa grave para que la manumitas. Dar la libertad a una muchacha tan joven, me parece poco piadoso -comentó Cayo.
- Puedes llevártela… -concedió Benasur.
- No te vayas, Clío -dijo Cayo a la vez que guiñaba el ojo a Ágatha-. ¿Cómo es el estribillo del Septimanus?
- ¡ Buena estoy para músicas, Cayo! Llevo un día que no me salen más que cacos.
- ¿ Por qué no vienes conmigo a La Erótica Friné? Hay música. Te divertirás…
- No, Cayo. Me sé ya de memoria todas las fábulas hiperbóreas…
- Y a Ágatha-: Tú, a acostarte.
- Pero todavía no te he contado la de la Foca y los siete pretendientes… Verás: En una isla del Mar Deucaledonio, había una foca muy sabia llamada…
Benasur no oyó más. Se encerró en su cubículo.
Cuando despertó ya había amanecido. Esperó un largo rato antes de llamar al criado. Le extrañaba no oír voces ni pasos de la servidumbre. Se echó de la litera y se asomó al corredor. Llamó a Criso.
- ¿ Ya se ha desayunado Clío?
- Y ya se ha ido. Yo la acompañé al coche de Atenas.
- ¿ No ha dejado ningún recado?
- Que fuéramos cuidadosos y diligentes contigo, señor.
- ¿ Y mi hijo Cayo?
- Salió anoche y no h a vuelto todavía.
- Tráeme la ropa. No desayunaré. Sólo tomaré un vaso de agua.
Poco después llegó Cayo.
- Vengo de Cencres. Ya está listo el Turdetania. Mañana me hago a la mar.
Faltan quince días para la apertura de la navegación.
- No importa, me voy mañana.
- ¿ Sin cargamento?
- Sin cargamento.
- Eres poco práctico, Cayo.
- Lo es madre por mí. Yo hice este viaje sólo por verte. Y me place tenerte por padre…
- Menos mal…
- Dime dónde y cuándo nos vemos para el asunto de Garama.
- Debo ir antes a Roma y preparar la operación.
- ¿ Por qué no vienes conmigo?
- Tengo que resolver antes lo de Clío.
- ¿ Se ha ido por fin?
- Sí, a Atenas.
- Regresará pronto. Dentro de poco empiezan aquí los conciertos… Me gustaría verla actuar, pero no soporto los recitales. Me aburren… ¿Qué decides?
Benasur reflexionaba.
- Quizá me vaya contigo. No mañana, sino pasado mañana. -De acuerdo.
Cayo se retiraba hacia su cuarto. Benasur le preguntó:
- Un momento. ¿Has oído hablar de los cristianos?
- Ya me lo has preguntado otras veces. Y te contesto lo mismo: no me interesa la política.
- Pues me vas a oír hablar de ellos durante todo el viaje.
- Espero que sea una conversación amena. ¿Sabes lo que le he comprado a madre?
- No me imagino.
- Una rueca. De niño ambicionaba vestirme con una prenda que hubiese tejido madre, como se vestían los demás niños. Quiero que se entere que la rueca, y no el remo, es instrumento femenino.
- Dame tu opinión. ¿Crees que Clío volverá a mi lado?
Cayo se encogió de hombros.
- No te preocupes. Las mujeres son siempre un estorbo. Has perdido una ahijada, pero recuperas un hijo que nunca te costará tan caro como Clío y que te evitará la monserga de atufarte con recitales. En vuestro mundo…
- Basta, Cayo.
- Tú mandas, padre.
Cayo se fue tan contento. Benasur sonrió satisfecho. Salió de casa con propósito de ver a Orna y contarle lo sucedido. No era prudente esperar más tiempo. Le diría el plan a ejecutar, que no era el pensado con anterioridad.