DOS IGLESIAS SECRETAS
La emancipación y huida de Tino traía consternado a su padre. Trató de explicarse por qué su hijo había caído bajo la influencia del Apóstol, y al no encontrar una justificación a tan manso y súbito sentimiento, se irritó aún más contra la causa de Pedro. Con el amor propio exacerbado dejó de estimar la cuestión nazarena como una discrepancia de fórmulas, para considerarla y sentirla como una querella personal: en Roma, Pedro o él.
Las filas de la oposición, debilitándose con continuas bajas, se hicieron, sin embargo, más compactas. Isaac el ceramista dio el escándalo: renegó públicamente de la doctrina nazarena para volver al viejo fariseísmo. Dijo que entre unos y otros, entre los cristianos de Pedro y los nazarenos de Salomón, habían puesto en evidencia lo que de superchería tenía la secta de Jesús. Celso, su protector, pretendió traerlo al redil amenazándolo con poner en subasta sus créditos. Isaac recogió el reto y le dijo que le esperaba en el Valle de Josafat. Salomón puso los créditos en ejecución. Mas Joel Jonatán, el archisinagogo, movió influencia entre los suyos e hizo que el Consejo de ancianos del barrio Cuppedinis comprara los créditos. Isaac volvió al seno de la religión hebrea.
Salomón trató de llenar los huecos que dejaron las deserciones. Y procuró contener éstas. Puso en acción no ya su influencia, sino su dinero. Compró una industria de peletería en el Transtíber y atrajo hacia ella a muchos cristianos de las otras sinagogas con el señuelo de una jugosa participación. La industria funcionaba bajo un régimen comunal. Mileto le había hablado muchas veces de sus experiencias de colectivización en Ónoba. Salomón hizo lo mismo. La industria de peletería no tenía propietarios. Los dueños eran los propios trabajadores. Para alcanzar tan codiciada prosperidad debían ingresar en la iglesia de la sinagoga del Transtíber y retirar su obediencia a Pedro.
El Apóstol habló con Mileto y con Elias Romano, uno de los principales importadores de papiro. Se había hecho cristiano en Alejandría y bautizar en Pompeya, por César Tomás. Posteriormente convirtió al cristianismo a su hijo Clemente, un joven de diecisiete años de una inteligencia poco común. Clemente Romano ayudaba a Estaquis en sus actividades de escriba del Apóstol.
- Contraataca -le aconsejó Mileto-. Puedes disponer de veinte mil sestercios que te daré a cuenta de la deuda que tengo con la Virgen María.
- Dispón, si es necesario, de mi patrimonio -le dijo Elias Romano.
Elias Romano había entrado en la iglesia de Suburra comprometiéndose de buen grado a aportar una mesada de mil sestercios. Pero su patrimonio, el negocio del papel, estaba valuado en más de quinientos mil.
Pedro pensó en las dos ofertas. Y después les dijo:
- Especularé con vuestras palabras. Creo que no necesitaré, por ahora, el dinero.
- Sí lo necesitarás, venerable Pedro. Vete mañana a la Banca Abramos a recogerlo. En Suburra hay muchos artesanos con herramientas escasas o deterioradas; hay asalariados que reciben de su iglesia un parco subsidio…
- Quiero cristianos de corazón, no de interés.
- Tienes que defenderte con las mismas armas de tu enemigo.
- Por favor, Mileto, no llames enemigo a Celso Salomón.
- No permitas que cunda la indisciplina.
- Quiero obediencias de corazón. Los que se han ido eran poco fervientes.
- No. Eran estómagos insatisfechos.
Pedro terminó por aceptar cinco mil sestercios de Mileto.
Lo verdaderamente importante ocurrió dos horas después, minutos antes del mediodía. Llegaron a ver al Apóstol dos nazarenos que pertenecían a la servidumbre de Celso Salomón. Se llamaban Celsiano y Marcia. El hombre se mostraba más cauto o temeroso; mas la mujer, después de que ambos besaron la mano de Pedro, explicó sin titubeos:
- Has de saber ¡oh venerable Apóstol nuestro! que nosotros fuimos movidos al amor de Jesús por cuidado y diligencia de nuestro patrón Celso Salomón. Que él nos manumitió en lo material y nos enseñó el camino de nuestra manumisión espiritual que es, como tú dices, la entrega amorosa a Dios. Que nosotros, venerado Obispo, quedamos agradecidos a Celso Salomón por sus caridades; y que este paso que damos no es movido por la insensata codicia de pretender entrar a mano limpia en sus cuantiosas riquezas. Que nosotros (y hablo, señor Apóstol, por mí y por otros once cristianos de la casa) en conocimiento y ventura de la fe que nos ha sido revelada, no queremos entorpecer nuestra virtud. Pues ¿de qué nos aprovecharía que estando tan próximo el retorno del Señor Cristo Jesús nos sorprendiera en rencillas y desavenencias, en desacato a tu suprema autoridad como poseedor del privilegio de atar y desatar, que Él te concedió en vida y por propia palabra, y de las llaves del Reino de los Cielos? Por esto dicho, venerada Potestad de Nuestro Señor, vengo a decirte que yo y Celsiano, aquí presente, y por los esclavos del Señor Jesús dichos Lupérculo, los hermanos Reo, Philon, Velia, Temisto, Juan Lato, Liciana, Amora, Macario y Livia, desertamos de la sinagoga del Transtíber, y te comunicamos que nos hemos constituido en iglesia secreta, amando a las Tres Divinas Personas sobre todas las cosas y sometiéndonos en dulce obediencia al yugo de tu autoridad de Pontífice máximo. Por todo lo cual, señor Apóstol, te rogamos que aceptes nuestro incondicional sometimiento, y que en razón a que nuestra iglesia funcione como las demás que tú tan sabiamente has organizado, nos elijas presbítero que la regente en tu nombre, y diácono que nos administre, y gestor que nos represente ante tu autoridad. Y que si bien nuestros corazones rebosan anhelo por tener de presbítero a un santo de la Pentecostés, en gracia a las circunstancias en que nos hallamos, nombres presbítero a uno de los nuestros así como para los demás cargos. Es todo, magnífica Persona Apostólica, lo que tenemos que decirte y suplicarte.
Marcia se arrodilló a los pies del Apóstol. Con la cabeza baja y las manos recogidas en el pecho, esperó. Celsiano, tras un ligero titubeo, imitó a su compañera y murmuró:
- Es verdad, Apóstol magnífico, todo lo que te ha dicho Marcia.
Pedro los invitó a levantarse.
- ¿ De dónde eres, Marcia? ¿Acaso de Alejandría?
- ¿ Se me conoce por lo redicha, venerado Pontífice? Nací en Alejandría y me trajeron a Roma cuando tenía ocho años. No conozco otro mundo que el de la domo del Pincio.
Sí, Marcia, era bastante retórica. Sobre todo para colocar cognomentos, títulos. El Apóstol la estuvo observando con señalada simpatía. En seguida le preguntó:
- ¿ A quién proponéis vosotros para presbítero?
- Todos tus siervos, santo Pedro, somos jóvenes, y no tenemos nombres de ancianos que ofrecer. Pero si tú reconoces a nuestra humilde iglesia, te diré que Philon, alejandrino, es prudente como un viejo, y que Macario, nativo, es cuerdo como un jurisconsulto. Ambos son virtuosos y ejemplares y muy instruidos en la doctrina.
- ¿ Y para diácono?
- Nos agradaría que fuera Temisto.
- ¿ Y por qué tú fuiste encargada junto con Celsiano de esta misión?
- Porque entre nosotros tengo fama de lengua expedita.
- Tú, Marcia, serás diaconisa de la iglesia del Pincio… -dijo Pedro. Y poniéndose en pie, con las manos al pecho, agregó gravemente-:… que yo, Pedro, en uso de la potestad que me ha sido conferida, instituyo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- Amén -asintieron Marcia y Celsiano postrándose de nuevo ante el Apóstol.
Y así, escucharon a Pedro:
- Esta del Pincio es la primera iglesia secreta de Roma. Nace débil y humilde entre los arrebatos de la pasión. Mas la enemistad que la rodea servirá a hacerla más que cauta, abnegada; más que próspera, mártir; más que expansiva, intensa. Ceñ íos bien el cíngulo de vuestras virtudes y acrecentad la llama de vuestra fe. Mostraos vigilante de vuestro propio celo, y que la fatiga y la penuria de hoy sean descanso y riqueza de mañana. Trabajaréis en secreto para no suscitar la ira del amo que os da el pan. Y seréis, en el amor de Cristo, una sola alma, la de vuestra iglesia. Socorreos en la soledad y en el desaliento y rezad siempre por que el Señor circuncide el corazón de vuestro amo. Acatad mi autoridad lealmente y sin recelo; que yo seré el más rendido servidor de vuestra iglesia. Y ahora rezad el Padre Nuestro porque voy a bendecir en vosotros a la iglesia del Pincio.
Los dos cristianos rezaron el Padre Nuestro. Celsiano en arameo y Marcia en griego. Cuando concluyeron, el Apóstol les bendijo según la fórmula del libro Números, con la variante adoptada por los apóstoles, según consejo de Juan Zebedeo:
- Que Dios os bendiga y os guarde. Que haga resplandecer su faz sobre vosotros y os otorgue su gracia. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz. Que todo ello sea y se cumpla en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- Amén.
En seguida Pedro les instruyó:
- Volved al Pincio. Las dos personas que me ofrecéis para presbíteros, son gratas a mi corazón. Mas yo no puedo decidir. Convocad a vuestros hermanos y contadles cuanto habéis presenciado y oído. Decidles que echen a suertes los dos nombres y que aquel que fuere señalado por la Providencia, sea el presbítero. Deberá venir a verme para que le imponga las manos y le instruya en sus obligaciones. Le obedeceréis como a mí mismo.
Después les dijo que, dadas las circunstancias de la naciente iglesia que constituían, no era aconsejable nombrar un gestor fijo, sino de turno, de acuerdo con las facilidades que cada uno de ellos tuviera para salir de la domo de Salomón.
Mientras el Apóstol se dirigía al Aventino, daba gracias a Jesús. Veía su intercesión en todo lo ocurrido en el Pincio. «Los soberbios serán humillados.»
En la calle del Ciprés le esperaba una sorpresa. La calle estaba acordonada por pretorianos palatinos. Supo que se trataba de una cohorte al servicio de la Emperatriz.
Ningún soldado le interceptó el paso. El tránsito continuaba haciéndose libremente por la calle. La chiquillería miraba expectante y curiosa a los soldados.
Vitelina lo recibió excitada. Era tal su emoción, su ansiedad por hablar que apenas le saludó con unas palabras nerviosas. Pedro entró en su cuarto seguido por la patrona. En el balcón estaba asomado Ti Numerio.
- Perdón, señor… Es que desde aquí se ve todo…
Se refería a los balcones de enfrente, a aquellos balcones a los que el Apóstol alguna vez, distraídamente, dirigía su mirada.
- ¿ Qué sucede? -preguntó Pedro-. He visto pretorianos.
Ti Numerio hizo una seña a Vitelina para que se fuera. No sabía cómo empezar a explicarle al huésped lo que estaba ocurriendo.
- ¿ Sabes…? -Ti movió la cabeza negativamente-. No, tú no sabes. Y creo que no debes saberlo.
Intrigado, Pedro insistió:
- ¿ Por qué no debo saberlo? Veo en tus ojos la impaciencia por decírmelo. ¿Qué sucede con Messalina?
Ti Numerio cogió de un brazo a Pedro y le acercó a la ventana.
- ¿ Lo ves?
- No puedo evitar verlo algunas veces. ¿Crees que me dan asco o vergüenza esas mujeres? Me inspiran lástima. Y hay una que me mira, me mira como si esperase de mí una palabra de consuelo…
- Sí, sé quién es… Se llama Lina… El otro día me la encontré. Somos vecinos y nos llevamos bien. Me preguntó quién eras tú. Le dije lo que se me ocurrió: «Un judío… muy piadoso». ¿Y sabes lo que me respondió: «Ya lo conozco. Conozco a los judíos. Adoran a un Dios sin forma e invisible. Repugnan las voluptuosidades…» Pero Lina… no se cómo explicártelo. Lina no ama a los hombres, ¿comprendes?
- ¿ Qué mujer de su oficio puede amar a los hombres? -comentó el Apóstol.
- No, no es eso… No es que no ame a los hombres por su oficio de ella. Los aborrece porque… Sí, eso es, porque ama a… ¿cómo decírtelo? Quiere a una amiga…
- ¡ Oh, cuánto rodeo, Ti! Quieres decir que Lina es una extraviada… Ti abrió los ojos asombrado.
- Eso es… ¿Sabes? Lina fue cortesana. Un día, enamorada de una adolescente, se fugó. Su patrón Liberio Escanio, que explota más de un centenar de cortesanas y una veintena de lenocinios, la hizo capturar en Rodas, adónde había ido a parar. Traída a Italia se fugó antes de llegar a Roma… Vivió cinco años sin que nadie supiera su paradero. Mas alguien la descubrió en Capua y vino con el soplo a Liberio Escanio. Después de azotarla, la trajo de pupila a este lenocinio. Lleva grilletes a los pies. Esto resulta una novedad para los clientes… ¿Tú comprendes? Una mujer inerme… Sólo un día al mes la dejan salir a dar una vuelta hasta la calle Publicio… vigilada de cerca por una sirvienta de la casa.
- Esa desdichada conocerá a los judíos pero no a mí. -Ni a los judíos; porque eso de que vosotros adoráis a un Dios invisible es un cuento, ¿verdad? Vosotros…, ¿cómo lo diré?… Vosotros sois ateos.
- No discutamos sobre este tema. Dime, entonces ¿es que Lina ha intentado escaparse de nuevo?
- No, no. La presencia de los pretorianos se debe a otra causa. Yo creo que es vergonzosa, pero, en medio de todo, se trata de la Emperatriz, cosa que debe enorgullecernos a los vecinos del barrio. - ¿Y a qué ha venido aquí la Emperatriz?
Ti Numerio explicó la causa a su modo. Liberio Escanio era uno de los proxenetas más ricos e influyentes de Roma. Messalina, movida por el vicio, había caído en tal estrago de deshonestidades que últimamente se dedicaba a recorrer las casas de Escanio para entregarse a los excesos de los ocasionales visitantes. Claro que ninguno se enteraba que era la Emperatriz por más que ella en el arrebato de su incontinencia lo dijera a gritos.
El Apóstol no quiso escuchar más. Lo que le contaba Ti le resultaba demasiado ajeno por infame. En sus manifestaciones licenciosas los romanos eran tan groseramente animales que estaban más en el estercolero que en el infierno. Lo que Ti le contaba de Messalina era increíble antes de ser abominable.
Numerio salió de la habitación. Pedro corrió las cortinas de piel. Se olvidó de Messalina y sus pretorianos. Se puso a escribir un borrador de una «Epístola a las iglesias romanas»:
Pedro, apóstol de Jesucristo, a todos los que están con él en la nueva fe cristiana por el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con el deseo de que la gracia y la paz os sean plenas.
Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu Santo, por cuya misericordiosa asistencia puedo anunciaros hoy la instauración de la primera iglesia secreta en Roma, por la que debéis rezar y pedir a Nuestro Señor Jesucristo la libere de la sombra en que se ve obligada a trabajar. Que con ella son seis las iglesias de Roma. Y vengo a deciros a vosotros, los de las cinco iglesias, que todos formáis una sola, que es la Ecuménica Romana. Y que al igual que el alma cristiana la integran siete virtudes, siendo cada una de éstas distintas forman una sola alma. Así las iglesias. Y serán infinitas como las arenas del desierto. Pues muchas más iglesias saldrán de estas que formáis vosotros que sois levadura de la Iglesia universal…
Cuando el Apóstol terminó la epístola, llamó a Ti Numerio para decirle:
- Mi caro patrón: siento abandonaros. He encontrado un alojamiento en una domo de Suburra, donde trabajo. Créeme que os agradezco todas las atenciones que habéis tenido conmigo…
- Entonces… ¿ya no volveremos a vernos?
- Sí. Yo os visitaré… y vosotros podéis verme en la domo.
- Si -dijo Numerio con extraña entonación-, en tu iglesia…
- Sí, en mi iglesia. ¿Cómo lo sabes?
Ti Numerio no contestó. Se había quedado con la vista fija en la pared, en una de aquellas inscripciones que dedicaba a los césares. El Apóstol sorprendió en su rostro una expresión de melancolía.
- ¿ Qué te sucede, Ti?
Alzó la cabeza.
- Te echaremos de menos… Mucho de menos. Tarde me doy cuenta de que hasta ahora nunca había oído a nadie decir las cosas que tú dices y en el tono con que las dices… ¿Sabes? Esta mañana me encontré a Jacobo. Estuvimos hablando un gran rato. Nos quitábamos la palabra para encomiar tus bondades, tu sabiduría… Jacobo te ama como a un padre ejemplar. En fin, te echaré de menos…
- Ve a verme a Suburra cuando sientas ganas de charlar conmigo…
- ¿ A la iglesia de Suburra?
- Sí…
- ¿ No me prohibirán la entrada?
- ¿ Por qué? La iglesia está abierta para todos los que llegan a ella con el corazón abierto.
- ¿ Podría ir mañana?
- ¿ Te mueve sólo la curiosidad?
- Me mueve la admiración que te tengo, señor.
- En verdad te digo, Ti Numerio, que yo descalzaré tus sandalias y te lavaré los pies.
- ¿ Por qué has de hacer eso conmigo?
- Porque apenas con mi amor podré pagar tu admiración. No es a mí a quien debes admirar y amar, Ti Numerio, sino al Dios de los cielos, Señor de nuestras vidas y de cuanto hay creado.
Pedro se puso a recoger sus cosas, ayudado por Ti. Cuando concluyó, el patrón le dijo:
- No me atreví a decírtelo antes… ¿Sabes? Lina me ha dicho que quería hablar contigo. Dentro de cuatro días le toca asueto… Si eres tan bondadoso en acceder podíais entrevistaros aquí, en mi casa.
El Apóstol le dijo que sí.
Una graciosa fuerza dimanaba de Pedro. Rendía la voluntad de los más dóciles de espíritu. Sólo con su presencia conquistaba las almas de las gentes sencillas, las cuales creían ver en su conducta la causa de la admiración que les provocaba. En realidad era tan dramático el contraste entre el comportamiento del ciudadano romano y el de Pedro que aquel que, sintiendo gusto por la honestidad y respeto por sus semejantes, observase con una mínima atención la conducta del Apóstol, experimentaba en seguida el impaciente anhelo de incorporarse o adherirse a sus fórmulas de vida.
Esta atracción dio a las primeras ig lesias cierta afluencia de posibles adeptos. Los gentiles acudían a ellas curiosos y expectantes, mas en cuanto recibían la primera información sobre los principios de la comunidad, se desinteresaban de la doctrina. Les repugnaba supeditarse a las leyes judías, comprometerse en la convivencia con los hebreos. La condición sine qua non de convertirse a la religión mosaica antes de participar en la doctrina de Cristo, que era lo que realmente les agradaba y atraía, les hacía renunciar.
No había posibilidad de convencimiento. Ni la persuasión de Pedro y sus presbíteros, ni el ejemplo de los conversos de origen gentil servía a hacerles ceder en la repugnancia. La circuncisión se alzaba como un muro insorteable. La cat equesis quedaba rota y confundida en una serie de preguntas, incomprensiones, dudas. No se asustaban tanto de la distribución de las riquezas cuanto de la incorporación al mundo judío.
Pedro veía consternado esta pródiga cosecha que se agostaba y perdía en seguida. El problema era arduo y motivo de inquietantes perplejidades. Las últimas cartas recibidas de Jerusalén, principalmente de Yago el Menor, contenían quemantes alusiones al problema. Yago y Simón el Cananeo eran los más cerrados sostenedores de la herencia religiosa. En Antioquía, tímida y respetuosamente se alzaba un anhelo de emancipación, probablemente alentado por ciertas palabras de Saulo.
Pedro buscaba una solución conciliatoria. No se le escapaba que el problema rozaba el otro, puramente formal, de las jurisdicciones. Y este de las jurisdicciones implicaba otra más grave aún: el de la jerarquía. El gran prestigio de Yago el Menor así como su calidad de obispo de la iglesia de Jerusalén, lo hacían pasar tácitamente como obispo de la Iglesia. Los cristianos jerosolimitanos, muy apegados a las viejas Escrituras, muy adictos a la Ley de Moisés, obedientes al Templo, tenían empeño en que la Iglesia Madre permaneciera en Jerusalén. Bien era cierto que Yago el Menor no participaba de este sentimiento, pues rendía de palabra hablada o escrita, obediencia a Pedro, el primero de los Apóstoles; mas por miedo a provocar una escisión, por temor a introducir el escándalo en la Iglesia de Cristo, no se decidía a cortar estos sentimientos de los cristianos de Jerusalén.
Saulo se hallaba con Bernabé en viaje de predicación. Saulo, elegido por Jesús para la propagación del Evangelio entre los gentiles, enriquecido con dotes y cualidades que otros apóstoles no tenían, se hacía digno del reconocimiento más amplio, pues Saulo, según el sentir de Pedro, era el apóstol hecho y ungido por Jesús. Y Saulo no pertenecía al Colegio Apóstólico. Tarde o temprano se presentaría el problema de derogar la vigencia del Colegio de los Doce o de admitir en su seno a los nuevos apóstoles. Tarde o temprano él se vería obligado a decir: «La Iglesia no es jerosolimitana ni peregrina; la Iglesia es ecuménica y su sede estará donde yo, Petras, tome asiento. Y donde yo, Petras, sea sentado, allí estará la Iglesia a la cual todas las iglesias deberán amorosa obediencia».
Muchos días anduvo con este bullir de ideas en la cabeza. En Antioquía había recibido la voz del Señor: «Ve a Roma, capital del Imperio, a fundar mi Iglesia». Pedro había percibido en el sentido de aquellas palabras una clara indicación a la Iglesia Madre, a la Iglesia Capital. Mas los rumores que periódicamente le llegaban de Jerusalén y Antioquía le hicieron dudar de la justa interpretación de las palabras del Señor. Porque los antioquenos pedían para su Iglesia la capitalidad, aduciendo que había sido fundada por Pedro y que él era el Primero de los Doce.
Las continuas reflexiones sobre estos problemas así como las oraciones pidiendo la asistencia del Espíritu Santo, le hicieron ver con mayor claridad las cuestiones planteadas. El caso Cornelio, no era una particular deferencia hacia un pagano; era el primero en iniciar la pluralidad de casos que estaba ofreciendo el mundo gentil.
El Apóstol tomó una resolución; no catequizar a los gentiles, pero dar a los gentiles catequizados por su presencia, por su ejemplo, una iglesia. Y así, con discreción y recato a fin de no escandalizar a los cristianos judíos, organizó la primera Iglesia Peregrina Gentílica, en casa de Marco Licio Hórtalo, en la vía Nomentana. La iglesia la constituyeron sólo tres miembros. Marco Licio fue su presbítero. El Apóstol les autorizó la práctica de todos los ritos y sacramentos instituidos. Les dispensó de la circuncisión, pero no así de la lectura y de las oraciones de la religión hebrea. Fue una iglesia sin colegium, sin comunidad, nacida independiente de la sinagoga del barrio. Era puramente cristiana.
La fundó con amor; con una ternura no exenta de temblores; pues si el apóstol Pedro estaba seguro de su obra, el galileo Simón Cefas desconfiaba de la licitud de tan arriesgada franquicia.
La Iglesia Peregrina Gentílica, que en seguida comenzó a ser llamada por afición de sus adeptos, Virgen Nomentana, fue amor y dolor de Pedro, angustioso y gustoso secreto guardado en lo más íntimo de su corazón.