EL DESAFINADO MUNDO MUSICAL
En cuanto el Aquilonia llegó al puerto de Lequeo, Benasur y Clío abandonaron Corinto. Pensaban hacer un detenido recorrido, gustoso y sin prisas, por las ciudades más importantes del mundo griego, principalmente tocando aquellos lugares favorecidos por el prestigio de un odeón o un santuario. Si bien el prestigio de los oráculos oficiales había decaído, los santuarios continuaban siendo cita periódica de grandes corrientes de viajeros, que acudían a presenciar las justas o juegos en honor de los dioses. Lo cierto era que las personas adineradas buscaban cualquier pretexto para salir de su país y recorrer el mundo. El exterminio de la piratería animaba a los viajes por mar, que eran preferidos a los terrestres, pues la vigilancia de los caminos, sobre todo en zonas despobladas y montañosas, no era tan eficaz como para librar a los viajeros de los excesos y violencias del bandidaje.
Las compañías navieras explotaban inteligentemente esta seguridad de los mares. Cada día las naves eran más cómodas, grandes y veloces. Cada día se botaban barcos de alto bordo dedicados exclusivamente al transporte de pasajeros. Una gran ciudad como Alejandría y el señuelo de un viaje a Menfis, a Karnak ofrecía constante atracción; la visita a Grecia se consideraba como indispensable remate a una formación cultural, a unos estudios o simplemente a una educación distinguida; los juegos que se celebraban en Olimpia, Delfos, Corinto, Atenas, Delos y otras ciudades despertaban el entusiasmo de los aficionados a los deportes, a los fanáticos admiradores de determinados equipos o atletas. A tal extremo, que Roma, que hasta hacía pocos años era tributaria de las fiestas, atracciones o recreos que brindaban las provincias, comenzó a interesarse por esta fuente de riqueza, y con toda la fuerza de su poder político, de su condición de capital del mundo, empezaba a organizar también juegos periódicos. Y si de la Urbe salían todos los años millares de romanos movidos por la curiosidad que les despertaba las tierras extrañas, también Roma empezaba a recibir en sus fiestas muchos millares de provincianos, que utilizaban transportes, consumían hospedaje y servicios y adquirían además de los «recuerdos» propios de la ciudad, artículos de todo género, beneficiando así al comercio romano.
Los grandes santuarios griegos, como depositarios de la religión habían corrido la suerte adversa de los lugares en que se habían asentado. Difícil le resultaría a un griego explicarse si la decadencia de los santuarios iba estrechamente ligada a la de la religión o a la de la nacionalidad. Mas aparte de estas posibles contingencias, a nadie se le escapaba que el pueblo se venía aficionando desde hacía tiempo a la profecía de las pitonisas particulares en perjuicio de los oráculos de los dioses. Como si los dioses hubiesen abandonado a sacerdotes y portavoces oficiales para dar el secreto de sus revelaciones a gente anónima, de servicio a domicilio y a tarifa módica.
También se decía que los juegos que se celebraban en honor de Apolo en Delfos y en Delos; de Atenea, en Atenas; de Poseidón, en Corinto; de Artemis, en Efeso; de Zeus, en Olimpia, etcétera, habían despertado el gusto por el recreo en detrimento del sentimiento religioso. Mas como quiera que fuera los santuarios vivían ya más de los juegos y la diversión, de la afición al viaje por el viaje, que de la credulidad o la fe.
El Aquilonia surcó el Mar Interior en todos sus rumbos de Oriente. Clío había preparado un itinerario de acuerdo con los festivales líricos que se celebraban en Cirene, Alejandría, Antioquía, Rodas, Paros, Mileto y otros lugares. En ellos tuvo ocasión de ver y escuchar a los más famosos liristas y citaredas: a Artemido, Filemón, Kremón; a Silio Domo y Divo Teócrito, sus rivales en los Juegos Seculares; a Tales Timoteo, Dalo de Milo, Dionisa, Pelóponto, Febe; en fin, a los mejores solistas que se disputaban los premios de los certámenes y la admiración de los públicos. En Alejandría escuchó a Kremón, un lirista tesalonicense que Clío estimó excepcional. En Leptis Magna, donde permanecieron una larga semana retenidos por el negocio de Benasur, vio a Divo Teócrito. Fue una sorpresa para Clío, porque no tenía noticia de su actuación ni lo llevaba apuntado en su lista de programas. Después del recital pasó a saludarle al camarín del teatro. El lirista la reconoció en seguida y estuvo más que cortés, cariñoso con ella:
- En Roma me dijeron que tú no eras profesional, y por eso no me extrañó no oír tu nombre de nuevo, pero me he acordado mucho de ti, pues tu actuación en los Juegos Seculares fue excepcional. Silio Domo me confesó después que él no creía ganar el premio. Además, le habían dicho que el Emperador estaba empeñado en que se te concediera la corona de Apolo…
- La que estaba empeñada en que no se me diera era Messalina.
- ¿ Es que abandonaste tu afición?
- No, Divo. Ahora la tengo más grande que nunca. Pienso presentarme en la próxima Olimpiada.
- ¿ Con el himno a Zeus? Es posible que yo también me presente. Kremón me ha dicho que asistirá… Kremón es un mal poeta, pero el himno se lo escribirá Filipo Pérgamo y la música se la compondrá Narciso Cretas…
- ¿ Pero eso está permitido?
- ¡ Qué quieres! No está permitido. Todo el mundo sabe que las composiciones de Kremón no son suyas, pero ningún organizador se decide a vetarlo, porque no se atreven a prescindir de la participación de un lirista como él.
Divo Teócrito conocía cómo «se teñía la púrpura» en el mundillo musical. Clío le invitó a cenar en el Aquilonia. Quería charlar largo con su colega para que la pusiera al tanto del mundo en que deseaba entrar. Divo aceptó, pero antes pasaron por un mesón del Decumano Regio. Se sentaron bajo los toldos de la calle, frente al monumento del popular Bubú. Tomaron jugo de dátil fermentado.
- No lo sirven mejor en ninguna otra parte ni en la misma Chipre. Y es que no lo rebajan con agua sino con jugo de dátil dulce.
Durante el rato que estuvieron en la terraza del mesón fue Divo el que mantuvo el interrogatorio dirigido hacia la situación personal de Clío. La britana le contestó con sencillez y sin reservas a todo lo que era discreto responderle. Divo Teócrito pareció comprender muchas cosas entonces. La conducta de Clío durante el concierto de Roma había sido impecable, casi impropia de una lirista.
- Creo que no hay peor bicho que el lírico, sobre todo si es hembra; ¿tú conoces a Dionisa? -preguntó Divo.
- Sí, la oí en Alejandría antes de escuchar a Kremón.
- Pero no la has tratado…
- No…
- Es insoportable. Y mala compañera. Hace cinco años que he optado por huirle. Temo tropezar en un teatro con ella. En este negocio de los recitales tú sabes que la suerte es varia. Uno nunca está del mismo ánimo; y frecuentemente al público le gustan otras cosas distintas a las que llevas en programa. Pues ella no te perdona que un día la superes. Si lo haces, aunque sea involuntariamente, te persigue con saña; intriga con los empresarios, con los buleutas o ediles de la ciudad, con los organizadores de los espectáculos. Y se niega a actuar en tu compañía. Ella es buena lirista y tiene una magnífica figura, pues no le basta… Y como a los empresarios siempre les gusta incluir en el programa a una mujer hermosa…
- ¿ Es que la belleza facilita el buen éxito?
- Una lirista bella, como tú lo eres, como lo es Dionisa, es siempre una peligrosa rival para un hombre. Sobre todo sabiendo tañer la lira como vosotras lo hacéis… ¿Qué puede hacer un hombre viejo y gordo como Silio Domo o un flaco desgarbado como yo? Sólo las liristas feas son pospuestas a nosotros, que quedan en cuarto lugar.
- ¿ Y quién ocupa el segundo?
- Vosotras las hermosas. Mira, Clío, si actúas en Occidente, las jóvenes como tú se llevan las ovaciones, pero en Oriente la atracción principal son los efebos. Claro que es difícil que sin experiencia, sin años de trabajo, un lirista esté hecho. Pero en la música se dan casos de precocidad. ¡Qué Apolo nos libre de un efebo tañedor de lira o cítara! La «cavea purpúrea» está de su parte… ¿De qué te sirve que en las gradas altas se desgañiten vitoreándote si los ediles y los que organizan y pagan el espectáculo se sientan en las curules bajas?
Al cabo de un rato se fueron al puerto. Divo Teócrito juró muy seriamente que nunca había visto un barco como el Aquilonia y que no sospechaba que en el mar hubiera semejantes naves. Mas si el aspecto externo le admiró, quedó asombrado en cuanto pasó al interior del barco.
Benasur ya había cenado. En el triclinio, Divo Teócrito continuó charlando de la profesión. Todas las dudas que se le ofrecían a la joven, las aclaraba con precisión, ilustrando a su interlocutora con anécdotas y ejemplos. A Clío le simpatizó mucho pues a pesar de sus treinta años se comportaba todavía con la espontaneidad y entusiasmo de un muchacho. Supo que había empezado como lirista de orquesta a los trece años. A los diecisiete dio su primer recital como solista; después de tres temporadas volvió al conjunto. Se preparó seriamente para participar en los juegos ístmicos de Corinto, donde ganó la corona. Desde entonces no había abandonado la lira. Tenía palmas, coronas y trofeos ganados en Delos, Alejandría, Pérgamo, Siracusa, Neápoles. Se había casado a los veinte años, y su mujer a los dos de casados, y con un hijo, le repudió porque le gustaba la vida sedentaria.
- Tuve que escoger entre el am or y el arte. Y aunque yo me inclinaba hacia el amor, te lo confieso sinceramente, mi mujer hizo que me decidiera por el arte. Nos divorciamos. Al principio, siempre que pasaba por Siracusa veía a mi hijo. Hace ya siete años murió de la peste. No sé que ha pasado con Elia.
- ¿ Te sientes solo… o vives feliz?
- ¿ Feliz? ¡Bah…! Ya sabes lo que es nuestro trabajo. Quince días ensayando para una hora de concierto. Y vuelta a empezar. Tienes los dedos ágiles, justos para pulsar, los tienes blandos para tensar. Si logras tensar bien, la pulsación te falla, resulta demasiado fuerte y seca. Es nuestra tragedia, Clío. La lucha con los dedos. El día que se inventen cuerdas que sólo pulsándolas te den los sonidos de las cuerdas tensadas, se habrá facilitado la mitad de nuestro trabajo.
- Sin esa dificultad ¿tendría mérito tañer la lira?
Luego hablaron de los emolumentos, de las ganancias de los liristas. Divo le informó:
- Hay tres liristas que ganan alrededor de quinientos mil sestercios al año: Kremón, Dionisa y Tales Timoteo. Para mí el más completo es Tales, porque es poeta de verdad. Silio Domo me dijo hace unos meses que desde que ganó la corona de Apolo tenía contratos por valor de doscientos cincuenta mil sestercios. Pelóponto, Febe, Crecis y yo andamos muy cerca de esa cantidad… Luego tenemos las audiciones particulares. Donde mejor las pagan es en Roma, pero aquello está lleno de liristas mediocres… ¿Tú conoces a Cayo Calpurnio Pisón?
- Sí, es muy amigo mío.
- Di dos recitales en su casa. Me los pagó muy bien. Él es un tañedor diestro.
Las cifras que le daba Teócrito no eran muy impresionantes para Clío. Cantidades semejantes las había dejado en las mesas del septimanus en una semana. Sin embargo, reconocía hallarse muy lejos de los tiempos del citareda Heracleotes, solista del gimnasio de Filadelfia, que ganaba un equivalente a ciento setenta sestercios anuales.
No todas las noticias y datos que le daba Teócrito satisfacían a Clío. Las rencillas, las envidias, los celos profesionales, todas esas menudas y enconadas pasiones que martirizan y nutren al mismo tiempo a las gentes tocadas del afán de emulación, las consideraba explicables y las justificaba. Lo que le decepcionaba era que la intriga saltara del plano personal y profesional, del plano humano para invadir, viciándolos, deformándolos, los dominios propios del arte, y que Clío estimaba debían estar regidos por la más absoluta equidad; que la sensualidad y el estrago del público pudieran intervenir como factores decisivos para provocar la ovación.
Pensó que muchas de las molestias nacidas de la rivalidad profesional y del capricho del público, ella podría superarlas. Y hasta era posible que no teniendo que trabajar para ganarse el pan, sus ganancias fueran tan substanciosas como las que se proporcionaban los divos, los olimpiónicos de la lírica. Mas la noticia que la desazonó, que la deprimió fue la referente a Cayo Calpurnio Pisón, su amigo. Cayo la había oído varias veces y hasta en una ocasión tocó en su casa. Mas Pisón, a pesar de los encomios que le había dedicado, a pesar de haber quedado ella en el segundo puesto de certamen en Roma, había invitado a su casa a Divo Teócrito. Y posiblemente a esos dos recitales privados asistirían Petronio, Pompeyo y otros amigos. Que a ella no le hubiese ofrecido ningún recital era comprensible. Pisón se habría abstenido de hacerlo por delicadeza, ya que ella no era una lirista profesional, pero ¿por qué no la había invitado como otras veces? ¿O es que Pisón, a pesar de las muestras de admiración, no creía en ella?
- ¿ Tú crees que Calpurnio Pisón es buen tañedor? -preguntó Clío.
- No. Como aficionado es diestro. Los romanos tienen muy duro el oído. Es curioso: muchos romanos, tú lo sabes, aprenden el griego como su lengua nativa. En Roma me he encontrado individuos que pronuncian el griego con la pureza ática de un ateniense. Tuve ocasión de escuchar al emperador Claudio, a Petronio, al propio Pisón. Hab lan el griego impecablemente. Y sin embargo, son duros. Duros para la poesía, duros para la música… tan rígidos como lo es su lengua. Y yo pensando en esto he llegado a la conclusión de que el griego que conocemos nosotros, no es el griego académico que aprenden los extranjeros; es mucho más amplio y jugoso… Toma una comedia de Aristófanes. Cada personaje se caracteriza ciudadano o rústico, jonio o dorio, siervo o señor, hombre o mujer, niño o anciano por el griego que habla. Compara el griego de esos personajes con el de los comediógrafos alejandrinos, y verás que el de éstos es un griego llano, común a todos los personajes, cualquiera que sea su condición o índole. El espíritu de ese griego alejandrino es el mismo del griego de los romanos. Es como una lengua uniforme e impersonal. Pues los romanos, que piensan en griego y escriben en latín, que oyen la música con oídos latinos, son rígidos; pierden flexibilidad y con ella capacidad de matización.
- No creo, sin embargo -opuso Clío-, que sea el idioma el que haga al hombre, el que lo dote de mayor o menor capacidad de expresión y de sensibilidad. Creo que la raza dotada de esas cualidades crea el idioma necesario o propio para manifestarlas. Y la prueba está que Homero es resumen arcaico de una manifesta ción lírica antiquisima de los poetas que le precedieron. Las esencias de Homero estaban ya en los homéridas. Por tanto, a mi parecer, es otro problema el de los romanos. Nosotros hemos tenido una graduación lírica que ha ido de lo primitivo urbano a lo culto universal, mientras que la poesía y música latinas, nacidas en lo rústico, apenas si han pasado de lo rural a lo aldeano. Nosotros siempre hemos sido ciudad aún en los tiempos más remotos, y ciudadana, urbana, son nuestra mentalidad y sensibilidad, al par que los romanos, que hoy tienen la urbe más grande del mundo, no han podido liberarse del amor a la aldea. No tienes más que comparar las diferencias que se notan entre el concepto romano del agro y el griego. Para nosotros, el agro es una organización urbana del campo, para ellos es una ruralización constante. Y saltan, artificiosamente, de lo rural a lo urbano, sin poder evitar que lo urbano quede entintado o manchado de ruralismo.
Teócrito, aceptando en su mayor parte la argumentación de Clío, volvió a insistir sobre la influencia del idioma. E hizo apreciaciones muy sutiles de las ventajas del griego sobre el latín: su mayor flexibilidad constructiva, que tanto favorecía a la eufonía sin mengua de la claridad y fuerza de la expresión; la riqueza de las formas verbales, de los participios, de las partículas; su facilidad para crear el neologismo, la palabra necesaria, sin que el neologismo tenga, como en el latín, ese tufillo de recién llegado o de intruso:
- Hay que leer y estudiar a Aristófanes, que es un maestro de nuestra lengua. Sus obras están plagadas de intencionados, graciosos neologismos. Quien los escucha cree haberlos oído toda su vida de labios de sus progenitores o pedagogos. En definitiva, es una lengua hecha para crear con ella, para vivir con ella. Es más que un instrumento y un vehículo de relación: es el pensamiento y el sentimiento vivos, la psiquis… Un idioma de un pueblo que vive justa y gustosamente el presente, sin morosidades hacia el pasado, sin precipitaciones al porvenir…
Divo Teócrito se estaba luciendo como gramático. Clío había pensado muy someramente en aquellas cuestiones. Seguramente lo que le sobraba al lirista de gramática, de conocimiento idiomático, le faltaba de inspiración.
Y llegado el momento de las libaciones, Clío pidió al camarero la lira. Entre dos músicos que se reclinan ante la misma mesa, el trance lírico era insoslayable, y la britana no queriendo torturarse en rodeos y en corteses inhibiciones fue directamente al asunto, con el deseo de salir cuanto antes de la competencia, pues la competencia, sin juez ni público, surgía inevitable entre dos músicos que se reúnen a cenar y a hablar de cosas propias de su arte.
Divo pulsó la lira sonriente, apretó clavijas, afinó y se soltó con un proemio de un banquete báquico. Una música ligera, movida, de un candor propio de Dionisos niño antes de su primera embriaguez. Clío continuó con una invitación a la choral báquica, que venía perfectamente como continuación de la pieza de Teócrito.
Luego pasaron a los caprichos, a las piezas menores, a esas obras exquisitas de escasa resonancia, pero que son delicia y pedantería de los eruditos iniciados en el arte musical. Interpretaron arcaicos ditirambos de Arión de Lesbos, trozos de la Pánida de Anacreonte, los Melódicos de Terpendro, Las estrofas líricas, de Simónides, el Treno del pseudo Aquiles; en fin, una serie de composiciones de las que sólo tenían noticia y conocimiento los grandes tañedores de cuerda. Clío se lució dando a conocer muchas de las melodías que había rescatado del olvido en sus años de investigación poética y musical.
Así pasaron la jornada hasta medianoche. Los elogios que se cambiaron fueron los precisos, los justos. Más que competencia el recital íntimo se resolvió en una exhibición no tanto de habilidades sino de conocimientos: las palabras claves que son propias al oficio, la noticia erudita, el tecnicismo. Cuando Clío terminó la parte lírica del Himno a Artemis, canto ritual del santuario de Éfeso, Divo Teócrito exclamó alborozado:
- ¡ En siete cuerdas, cuando ya es un prodigio tocar el estribillo con nueve! Te aconsejo que no seas tan económica y honesta. El público ni lo aprecia ni lo agradece. ¿Sabes el cuento del músico y el discípulo? La madre del pequeño pregunta al maestro: «¿Cuáles son tus méritos?» «Toco la Poseidonia en lira pentacorda.» Y la madre, con gran decepción: «¡Ah, lo siento, maestro! Mi hijo toca ya la lira de once cuerdas y lo que necesita es alguien que le enseñe a pulsar el arpa de veintiuna».
Clío rió. Divo agregó:
- Al público, cara Clío, cuantas más cuerdas le toquen mejor. ¡Pero si ya hay liristas que tienen la desfachatez de tocar con plectro!
Clío conocía el cuento. Pero Divo lo contaba con gracia. La Poseidonia compuesta pata siete cuerdas, sólo Orfeo la había tocado con cinco, pero eso porque Orfeo era Orfeo y quién sabe de qué artes mágicas se habría valido para sacar los otros dos sonidos. La leyenda decía que Apolo había hecho una lira de siete cuerdas para cantar la Poseidonia, pero que dos eran tan sutiles y estaban tan bien escondidas tras las dos cuerdas délficas, que logró engañar al mismo Poseidón.
Cuando Divo abandonó el Aquilonia, le dijo a Clío:
- He pasado una velada deliciosa, Clío. Esto, créeme, no es frecuente en nuestro medio. Es triste que el músico no pueda tener intimidad artística con sus colegas. Vivimos en una soledad forzada. Hacía tiempo que yo no pulsaba la lira con tanto agrado y tanta despreocupación… ¡Ah, si pudiéramos repetir esta velada en otra oportunidad! Ya conoces mi itinerario de viaje. Si en alguna ciudad coincides conmigo. ve a verme… Además, estoy muy interesado en saber cómo sigue tu obra.
- ¿ Ningún consejo?
- No, Clío. Te diré con sinceridad que esta noche, escuchándote, he aprendido algunas cosas…
- ¿ Como cuáles?
- Permíteme que me las reserve. Pudiera suceder que sabiendo tus virtudes trataras aún de perfeccionarlas y le quitaras la fuerza y frescura que ahora tienen…
- ¿ Y defectos?
- ¡ Por Apolo, si sólo he descubierto aciertos, méritos! Estás bien preparada para la Olimpiada. Y aún te quedan años para estudiar y ensayar.
- También yo he aprendido mucho de ti. Y créeme que me seduce tu voz. Qué profundidad tienes para una Lamentación de Gea.
En realidad poco había aprendido Clío de su colega. Se había enterado de cosas de la profesión. Musicalmente, poco. Divo tenía cierto estilo para guardar el pulgar. Una minucia.
Le acompañó hasta cubierta. Divo alzó la vista y contempló el cielo.
- ¡ Qué maravilla! -y aclaró-: No el cielo, precisamente, sino esta nave; poder vivir en un barco como éste. ¿Sólo para ti?
- Para mí y mi padrino… Me encantaría que en alguna ocasión que estuvieras libre de tus compromisos, fueras nuestro huésped en el Aquilonia.
- ¿ Quién es tu padrino?
- Benasur de Judea…
- Sí, me suena… Es naviero, ¿verdad?
- Lo fue.
- ¡ Ah! Cambíate el nombre… Eso de Mitiliana suena muy romano, muy social. Para el arte es mejor Clío de Mitilene o Clío a secas.
- Mi nombre es Kalístides…
- Mejor, entonces. Clío; aunque Kalístides no está mal tampoco.