LINO. ELECTO OBISPO SUPLENTE
Los sermones que dijo Pedro en aquella Pascua fueron una magnífica siembra que habrían de dar, pasado el tiempo, una cosecha abundante y espléndida en la calidad. A los dos primeros asistieron los cristianos de Suburra. Se hicieron tantos encomios de su palabra que los días siguientes la iglesia, la domo que cediera Mileto, se vio abarrotada de judíos no cristianos y algunos gentiles. Por primera vez la controversia judeo- cristiana quedó en suspenso y el Apóstol fue tema principal de comentarios y discusiones. Los cristianos que habían tenido ocasión de conocer y tratar a otros apóstoles abonaban sobre las dotes de Pedro, sobre el Espíritu que Jesucristo había dado a su legado en la tierra.
Claridad y concisión en la exposición de la doctrina, solidez y persuasión al describir las ventajas de la religión verdadera, inspiración y extraordinaria agudeza para revelar los misterios de la redención y salvación del hombre.
Las gentes de diverso credo o doctrina que le escucharon concluyeron por establecer que Pedro era un hombre excepcional y que antes no se había conocido en Roma otro hombre como él. Era más que un filósofo; más que un apóstol; más que un orador; más que un señor. Y los mismos judíos hubieron de reconocer que Pedro era bastante más que un rabino o doctor de la Ley. Y la pregunta ¿qué es este hombre; de qué gracia, espíritu o genio se halla asistido? sólo encontraba justa respuesta en la aseveración de los cristianos: el legado de Dios en la tierra.
Para los gentiles el pensamiento de Pedro era una ordenación de categorías espirituales. Y su doctri na invitaba a un nuevo orden social y humano: la jerarquización por el espíritu. Los pocos cristianos que habían tenido ocasión de escuchar a Saulo de Tarso, establecían una gran diferencia entre Pedro y Saulo. Diferencia que no implicaba divorcio o disparidad, sino conjunto o complemento. Como sí los dos apóstoles fueran complementarios. Para Saulo lo importante era abrir el corazón a una sola jerarquía: la de cristiano; estableciendo con ello la superioridad del hombre de Cristo sobre el hombre de Zeus. Las categorías en Saulo eran sobre el propio hombre, operando en superación sobre el mismo cristiano. Mas Pedro, partiendo del individuo cristianizado, dejando a un lado su gradación en el camino del perfeccionamiento, operaba sobre la pluralidad, ordenándolos jerárquicamente en el cuerpo místico de la Iglesia. Como si Pedro les dijera a Saulo y a los otros apóstoles: «Vosotros haced cristianos y dádmelos, que yo los ordenaré; dadme miembros, que yo haré el cuerpo; dadme creyentes que yo haré la Iglesia».
Por eso la geometría de Pedro seducía a las mentes especulativas. La seguridad con que partía de un hombre superior para ordenarlo en relación a los demás hombres, para jerarquizarlo sin detrimento de las categorías inferiores seducía a los romanos. «Honra y sirve con humildad el último puesto que te ha tocado, porque los últimos serán los primeros» venía a jerarquizar en una sabiduría nunca antes conocida al hombre más humilde. Era la doctrina del servicio, del sacrificio por los demás, a cambio de bienaventuranzas superiores, establecidas con el acto redentor de Jesucristo.
En una civilización en que la esclavitud, la explotación del hombre en sus extremos más rigurosos e injustos era su base social, su única posibilidad económica, las proposiciones de Pedro constituían inquietantes y osados postulados.
Pero en este coro de admiraciones y alabanzas no faltaron los publícanos de la cuenta, del más y del menos, del telonio mezquino. Y eran judíos, principalmente de la comunidad y sinagoga más cerrada y exclusivista, la hebrea del barrio de Cuppedinis, que se decían: «Y de dónde le vienen tales ideas a ese pescador galileo? ¿En qué libro, escuela o fuente ha bebido para hablar así de la Iglesia del Nazareno?» Porque ellos que negaban al Mesías, no podían aceptar que Pedro, su brazo derecho en la tierra, pudiera expresarse de aquel modo sin haber hecho estudios en la Escuela rabínica de Jerusalén o en Alejandría. Todavía Saulo había estudiado en Jerusalén, nada menos que con Gamaliel, y era de Tarso. Pero ese Simón hijo de Juan, pescador de Betsaida…
Los nazarenos del Transtíber contraatacaron. Anunciaron en las sinagogas la palabra de Manassé, un cristiano recién llegado de Jerusalén. Manassé, sin desconocer a Pedro, habló sobre la Iglesia de Jerusalén, iglesia Madre del cristianismo, que era la cabeza del apostolado, espíritu y rito de los cristianos, «férreamente vinculada a la Ley». Los sermones de Manassé decepcionaron a sus oyentes. A los judíos, porque a ellos poco les importaba que la cabeza estuviese en Roma o Jerusalén, que fuese Pedro o Yago; a los gentiles -los pocos que acudieron a escucharle llevados por el interés que les había despertado Pedro-, porque no les interesaba la cuestión de la competencia, puramente jurisdiccional y formularia, sin doctrina, sin espíritu; y a los cristianos, porque la comparación entre Manassé y Pedro dejaba al primero en ridículo.
Fue un golpe desafortunado de los rebeldes que sirvió a aumentar su desprestigio.
El problema verdaderamente grave que produjeron los sermones de Pedro fue el de la interpretación social que hicieron de ellos los cristianos de la Virgen Nomentana. Por tratarse de fieles gentiles, y algunos de condición servil, plantearon la necesidad de que la Iglesia decretara la abolición de la esclavitud. Que todos los cristianos que tuvieran esclavos los manumitieran totalmente, igual que hacían cesión a la comunidad del total o parte de sus riquezas. Mas si respecto a las riquezas se había dejado la puerta indulgentemente abierta para que cada quien respondiera en la renuncia de los bienes de acuerdo con su conciencia, en la cuestión de la esclavitud la abolición debía ser total y sin reservas. Tan ineludible como la circuncisión, la abolición. Si los judíos tenían en su Ley la circuncisión, los cristianos debían tener la abolición.
Ya el Apóstol algún tiempo atrás había tenido que amonestar a Mileto. Su frecuentación como simpatizante de los cristianos de la iglesia de Suburra, había provocado una agitación subterránea antiesclavista. Durante algunos días los fieles anduvieron excitados con el problema social. Pedro hubo de explicarle una vez más que la Iglesia no debía ver el aspecto temporal, social y económico de una situación que sólo podía resolverse de acuerdo con la ética de la doctrina de Cristo, y en la que iba implícita la fe. Cristo al declarar a todos los hombres hermanos, al declarar como principio máximo la caridad, abolía de hecho la esclavitud. El problema, pues, así como su solución, era cuestión de fe y conciencia cristianas.
Mileto hubo de pedir excusas a Pedro. Y le prometió formalmente retirar su influencia personal de la iglesia de Suburra, y mantener, sin embargo, sus ayudas. Y no hubo ocasión de nuevo disgusto. Mileto cumplió lo dicho, y poco después se fue a Corinto.
Lino intervino en el problema de Virgen Nomentana. Y les dijo: «Bien conocéis la doctrina de Jesús a este respecto. Nuestro amado Apóstol y Obispo no se niega a la abolición que decretéis en la iglesia. Mas vuestra ley particular no debéis imponerla a las demás iglesias. Cada una es libre de aplicarla conforme a la doctrina. Por tanto, nadie os impide a vosotros, señores, que liberéis a vuestros esclavos. Dadles hoy mismo libelo de manumisión».
Mas los gentiles arguyeron que de poco aprovecharía que ellos aplicaran la abolición si no lo hacían los señores de otras iglesias. Lino les amonestó:
- No hagáis polémica de este asunto, pues, en definitiva, como creyentes, ni sois amos ni esclavos, todos somos siervos del Señor. Obre cada cual con su conciencia, que ésta es cosa que pertenece a la intimidad de cada cristiano cara a Dios.
El Apóstol veía cada día más apremiante la necesidad de un concilio donde se fijara de una vez la conducta a seguir con los conversos gentiles. Pues indudablemente eran hombres de una mentalidad y sensibilidad distintas a las de los judíos. Siempre se les venía el Derecho a los labios. E igual que los judíos se perdían en las prescripciones levíticas, los gentiles se enmarañaban en la tupida red de sus leyes. Y no se le escapaba que la Iglesia al hacerse universal tendría que adoptar leyes auxiliares, reglamentación administrativa y ritual común a todos, y en cuyo acatamiento, judíos y gentiles hicieran renuncia a muchas de sus ideas. Se imponía una ley privativa de la comunidad, de la conciencia y de fe cristianas.
Los días que precedieron a la marcha del Apóstol a Jerusalén, Pedro, Lino, Estaquis y los presbíteros de las seis iglesias públicas conversaron y discutieron sobre estos problemas. Pedro tuvo un anticipo de lo que sería el espíritu del concilio Apóstólico en Jerusalén, pues en el seno de la Iglesia de Roma el criterio no se unificaba: unos se pronunciaban por el acatamiento absoluto, sin reservas, de la Lev mosaica. Pedro mismo hubo de recordar las palabras del Maestro: «No he venido a derogar la Ley sino a hacerla más manifiesta»; otros, pedían una conciliación entre las prescripciones levíticas -ésas sí, denunciadas por Jesús- y los escrúpulos o resistencias gentiles. Sólo Lino mantuvo una actitud extremista: aludió a la necesidad de pensar en la conveniencia de separarse de la religión hebrea. Esto escandalizó a todos, incluso al Apóstol, que era quien más viva y aflictivamente experimentaba el antagonismo entre el mundo gentil y el mundo judío. Lino aclaró que él sólo había dicho «pensar en la conveniencia», y dijo:
- Desde luego que yo me produzco de acuerdo con mi mentalidad gentil. Mas bien sabéis todos que acepté la religión hebrea y que me convertí a ella de buen grado. No quiero hacerme sospechoso de inconsecuente. Pero observo que la doctrina cristiana no contradice sino que mantiene y vigoriza la vigencia de los diez mandamientos. Esos diez mandamientos, revalidos por Jesús, son ordenanzas cristianas. Ahora bien, en todo lo demás o en casi todo, la contradicción entre la Ley hebrea y la doctrina es evidente. Incluso en los ritos. Nuestros sacramentos constituyen una ley religiosa que no encuentra respaldo en la Ley mosaica. Del más potente y sagrado de nuestros ritos, pues él nos consubstancia con Dios, los judíos, no sólo lo someten a juicio y lo ponen en entredicho, sino que hacen mofa. ¡Sería hipocresía o cobardía ocultarlo! ¡Hacen mofa de nuestra Eucaristía!
Y un cristiano que comulga, que recibe a Dios, no puede supeditarse respetuosa y devotamente a ritos de menor valía espiritual y que en cierta forma constituyen la fuerza moral oponente de aquellos que niegan a Cristo y que zahieren y persiguen a sus enamorados.
Las palabras de Lino hicieron guardar un profundo silencio a todos. El mismo Apóstol se mantuvo cabizbajo para ocultar la pena que asomaba a sus facciones. Pensaba que Lino, pronunciándose de aquel modo no era reprensible. Lino exaltaba a Jesucristo sobre toda cosa, concepto o persona. Mas Lino parecía olvidar que Jesús había acatado dócilmente la Ley de Moisés. ¿En dónde, en qué momento se había efectuado aquella cisura, aquel rompimiento, aquella contradicción que estaba patente en el razonamiento de Lino? Y la perplejidad de Pedro era aceptar que él intuía, adivinaba la querella, como si el rompimiento estuviera ya germinado en su corazón. ¿Cuándo el Maestro, en qué tierra, bajo qué estrellas, a orillas de qué fuente, río o camino, en qué jornada le había hablado de esta posibilidad? ¿O acaso se la había revelado claramente? ¡Oh! Sentía la angustia de haber sido distraído, olvidadizo o poco comprensivo. A Jesús, viviendo en su eternidad, no podía habérsele escapado esta situación. Las prédicas, los dichos, las parábolas, todos los mensajes de Jesús venían a la mente de Pedro en alborotada confusión. Y allí estaba Lino esperando una respuesta. Lino que hablaba con Jesús en su corazón. Lino que invocaba certera e irrecusablemente la partición del pan, la Eucaristía.
Por fin, le dijo:
- Hermano Lino: nada hay tan valioso y tan bello como la caridad.
Y ningún premio mejor al hombre que la Eucaristía instituida por Nuestro Señor Jesucristo. El premio nos lo ha dado Dios por su infinita misericordia, por su infinita caridad. Tienes razón en lo que has dicho. Pero sé caritativo con nosotros, contigo mismo y aguarda. Vivimos en agonía. Estamos en un momento de tránsito, no de duda; en un momento crucial en que se juntan y confunden varios caminos. Hemos de ver cuál es el seguro y verdadero. El Espíritu Santo, que nos asiste, nos ayudará para continuar la jornada. Ten seguro que en mi corazón llevaré tus palabras a Jerusalén.
Después el Apóstol habló de la conveniencia de dejar un legado episcopal que durante su ausencia se pusiera a la cabeza de la Iglesia.
- Estamos aquí todos los que debemos decidir y todos vosotros sois gratos a mi corazón para reemplazarme. Por tanto, para evitar dilaciones, para que vuestra modestia no os obligue a renunciar, os suplico que en una cédula anotéis el hombre que os sea grato para ocupar mi lugar en Roma, temporalmente… -Y tras una pausa, agregó-: oremos e invoquemos la asistencia del Espíritu Santo.
Rezaron el Padre Nuestro y después permanecieron unos minutos en meditación. Seguidamente:
- Ya podéis escribir el nombre del elegido -les dijo Pedro.
Cuando terminaron de votar, Estaquis hizo el escrutinio. De las nueve cédulas siete aparecieron con el nombre de Lino; una con el de Efraín, y otra con el de Pedro.
- El Espíritu Santo te ha elegido, Lino. Tú votaste por Efraín, como era debido a tu humildad. Y sólo uno ha votado por mí, sabiendo que yo soy el que dejo la silla. ¿Quién ha sido?
Todos se miraron entre sí no sin cierta perplejidad. El Apóstol les dijo:
- No os preocupéis más. Yo he votado por Pedro, por mi mismo. Porque habéis de saber que a mí no me es permitido renunciar a la potestad que Él me ha conferido. Ahora, vosotros, amad y obedeced a Lino como a mí mismo. Asistidle en sus aflicciones. Y orad por él. Que esta primera oración nuestra por Lino, sea ejemplo y precedente de las oraciones que los cristianos de toda raza o lengua deberán a su Obispo Universal. Ven, amado Lino, ven a mí e híncate.
Lino abandonó la mesa y se prosternó ante Pedro. Y el Apóstol le impuso las manos:
- A ti, Lino, a quien lavé los pies, te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Los demás, también de pie, con la cabeza humillada musitaron una oración. El conclave o cuarto cerrado en que se hallaban, se iluminó.
Y la puerta se abrió forzando la cerradura para que todos los que esperaban en el atrio fueran testigos de la gloria de Dios.
Pedro partió para Jerusalén llevándose a Estaquis.
Aquel año Claudio casó con su sobrina Agripina la Menor, hija de Germánico. El Senado dio muchas vueltas a la jurisprudencia para poder autorizar un matrimonio que, según las leyes romanas, era considerado incestuoso. En cuanto Agripina se aposentó en el Palatino procuró neutralizar las influencias de los libertos cerca de Claudio para crear su propia corte. El poderoso Palante se sumó a ella.
Una de las primeras providencias de la Emperatriz fue aconsejar a Claudio que levantara el destierro a Séneca. Para nadie era un secreto que Agripina preparaba el camino a su hijo Nerón hacia el solio imperial. Y para mover la adhesión de todas las clases sociales a favor de esta aspiración, pensaba, cosa que hizo, nombrar a Séneca preceptor de su hijo. Un candidato al trono imperial educado por un filósofo estoico era la más firme garantía de un reinado austero y justo.