INTRIGA DE MESSALINA Y DESVENTURA DE VALERIO
Si el deseo de los murmuradores era que Valerio Asiático se levantara contra el emperador Claudio, lo único que consiguieron con sus habladurías fue dar pretexto para la detención de aquél. El prefecto Rufrio Crispino lo capturó en Baias y lo trajo encadenado a Roma. Los agentes del Pretorio tuvieron buen cuidado de propalar la especie de que Valerio Asiático pretendía soliviantar a las legiones de Germania. Se valieron de los mismos rumores de la calle para justificar la detención.
Mas el preso no fue conducido al Castro Pretorio ni a la cárcel Tuliana. El prefecto lo llevó directamente al Palatino, pues el propio César iba a juzgarlo.
La intriga había sido tramada por Messalina. La Emperatriz, celosa de Popea Sabina, que gozaba de los amores del histrión Mnéster, quiso perder a aquélla y no al hermoso cómico, de quien estaba enamorada; y con tal objeto acusó a Popea de haber tenido amores adúlteros con Valerio Asiático. Y lo que había sido una estrecha amistad entre Popea y Asiático, quedó convertido, por las insidias de Messalina, en crimen infamante. Es posible que Asiático hubiera hecho en alguna ocasión un señalado desaire a Messalina; mas para esta mujer, que codiciaba los jardines del Lúculo, propiedad de Asiático, tan envidiado patrimonio fue motivo suficiente para animarla a urdir la intriga con que poder arrebatárselos.
La intriga era respaldada por unos cuantos cortesanos, poco escrupulosos e íntimos del César: Suilio presentó la acusación del pretendido adulterio; Sosibio, preceptor de Británico, el hijo de Claudio y Messalina, sustentándose en su celo por la seguridad del César, hizo la denuncia a escala imperial, diciendo a Claudio que las riquezas y prestigio de Valerio Asiático, principal autor de la muerte de Cayo César, eran los más peligrosos enemigos del Emperador; y que, aquél, alentado por la fama que se extendía por las provincias, se disponía a levantarse con el Imperio. Tras estos dos cortesanos estaban Lucio Vitelio, senecto y débil, obsecuente con Messalina, y Rufrio Crispino, que mantenía su cargo de prefecto gracias a su renovada malevolencia.
Claudio sentía por Valerio Asiático un singular respeto. No olvidaba que el patricio se había declarado ante el pueblo romano autor intelectual de la conjura que acabó con Calígula. El respeto de Claudio tenía mucho de temor. Y como los rumores sobre este miedo fueron aumentando con el tiempo, Claudio, en un gesto de superación, llevó consigo a Valerio a la conquista de Britania.
Al esparcirse por Roma la noticia de la captura de Valerio, acudieron a la Curia, sin cita previa, todos los senadores que se encontraban en la Urbe, seguros de que el inculpado comparecería ante ellos para responder de los delitos que se le imputaban. Mas el acusado no fue llevado a la Curia. El Palatino, arrogándose una vez más las facultades del Senado, juzgó particularmente a la víctima de la intriga de Messalina.
Claudio no hubiera querido estar presente, pero Messalina lo arrastró al tablinum de la domo tiberiana, donde el César acostumbraba a despachar los asuntos de Estado. Allí habían llevado a Valerio Asiático.
El Emperador, cobarde para encararse con el acusado, bajó la vista y, sin levantarla, recibió las salutaciones. Mirando siempre al suelo fue a sentarse ante la mesa. Sin dirigirse concretamente a persona, preguntó:
- ¿ Quién acusa?
Suilio se adelantó más con un ademán que con movimiento de piernas. Y dijo:
- Has de saber ¡oh César! que hace tiempo Decio Valerio Asiático, honrado con el título de cónsul por dos veces, menoscaba la gratitud y forja la deslealtad. Es de dominio público que, a ciencia y paciencia de tu prudencia, Valerio menosprecia la dignidad imperial con burlas y sarcasmos, con acerbas críticas; y que últimamente, encontrando lisonja a estos desplantes, ha ido a más audaces e indignos pasos conmoviendo los ánimos de la gente de guerra, ganándolas con dinero y deshonestidades, granjeándose las más torpes simpatías para un movimiento subversivo. Tan probadas están las acusaciones que caen en el delito penado por la ley de majestad, que me remito al testimonio del propio acusado, por si el del pueblo de Roma fuera insuficiente…
Claudio permaneció en silencio. Muy amigo de las fórmulas forenses, pensaba que una acusación que así se presentaba quizá pudiera canalizarse hacia el Senado. Pero Messalina, que estaba impaciente, conminó a Claudio más con la encendida mirada que con la palabra:
- ¿ Has escuchado, César?
El Emperador asintió con la cabeza. En seguida miró a Valerio Asiático:
- ¿ Qué dices?
- Resulta peregrino ¡oh César! que una intención tan malvada para ti como lo sería peligrosa para mí, la hubiese propalado tan insensatamente. Y que si mis pasos fueran dirigidos hacia tu persona y la dignidad imperial que ostentas, no se me hubiese ocurrido darlos más en secreto. Si el pueblo de Roma propala que yo soy aspirante al Imperio, investiga si ello responde a una aspiración mía o a un anhelo de él. Tan absurda es la acusación que ninguno de mis pasos y movimientos han estado jamás ocultos. Sabes muy bien ¡oh César! cuál es el ánimo con que normo mí conducta. Y si tuve valor cívico para confesarme autor de la conjura contra tu sobrino Cayo César en el mismo día que tú promulgabas el decreto penando a los conjurados, no han cambiado en nada ni el viejo afecto que nos une ni la estimación que me tengo, para aceptar la responsabilidad y el castigo a que ahora me hubiera hecho acreedor. Que mis enemigos busquen otros cargos que hacerme, pues este de la traición a tu persona y a la dignidad del imperium no me atañe. Y tú ¡oh César! que eres versado en jurisprudencia, sabes que una tal acusación debe hacérseme ante el Senado.
Asiático conmovió a Claudio con el tono templado de sus palabras y con el ademán digno con que las acompañaba. El Emperador miró a Suilio y éste a Messalina, que aparentaba una serenidad que contradecía la rigidez de sus facciones. Pero no pudo dominar un gesto de instigación al acusador. Y Suilio dijo:
- Es cierto, como dice Valerio Asiático, que tú ¡oh César! puedes mandar la denuncia al Senado para que la asamblea sentencie y castigue tan grave crimen de majestad. Pero el acusado debe ser más prudente, ya que el crimen de majestad es como un mantel que al tirar de él en lo mejor del festín arroja platos y copas, derrama el vino de la pasión, revelando así secretos y pecados, vicios deformes que son vergüenza pública. Y si aquí se trata tan en privado el caso de Valerio Asiático, es por evitarle la vergüenza de otros crímenes, que no pueden disfrazarse, como el de majestad, de una pretendida gallardía cívica. Y por librar al acusado de esta ignominia, lo acuso aquí y no en la Curia, de adulterio cometido con Popea Sabina, y de la repugnante deshonestidad de hacer con su cuerpo oficio de mujer.
Como Asiático callase, Claudio le inquirió:
- ¿ Es cierto, Valerio?
Asiático permaneció unos momentos en silencio. Después, con el desprecio en los labios, pero sin alzar el tono de voz, contestó no al César, sino a Suilio, su acusador, diciéndole del modo más cáustico:
- Pregúntaselo a tus hijos, Suilio, que no me podrán negar que soy varón.
La respuesta provocó una palidez mortal en Suilio, pues la terrible y mordaz ambigüedad de las palabras acusaba a sus hijos de haber hecho con su cuerpo el femenino oficio que imputaba a Asiático, o, en el mejor de los casos, haber sido testigos o compañeros de sus aventuras eróticas.
Valerio continuó su defensa:
- Comprendo ¡oh César! que si has accedido a que se me acusara ante tu presencia en este lugar privado, es por tu noble intención de velar por mi buen nombre. La Casa imperial sólo tiene un motivo para acusarme, pero éste ha caducado ya por la benevolencia que me has dispensado. Si yo promoví la muerte de Cayo César, si yo mismo le herí con mi propio hierro, es porque creía hacer un servicio a los intereses superiores de la patria. Y no puedo arrepentirme ¡oh César! de un acto así, cuando, gracias a él, Roma ha podido congratularse de tu ascensión al trono del Imperio. Bien me conocéis todos para saber que mis palabras no guardan la menor intención aduladora. Y si digo que Roma tiene un Emperador justo es porque así lo siento. No son mis palabras sino tus obras y tus hechos los primeros que lo atestiguan. ¿Por qué, entonces ¡oh César! iba a abrigar la insania de ambicionar sustituirte? Es muy pesada la carga de césar para que yo, que me sabéis blando, pretendiera echármela sobre los hombros; máxime que sé lo fácil que es criticar al emperador cuando uno se halla en la molicie de un festín, o en el esparcimiento de un corrillo de amigos; mas sólo un insensato sería capaz de sostener tan peregrino criterio sin hacer justo examen de sus propias facultades para llevar a cabo la ardua labor que critica. Nunca he aspirado a sustituirte ¡oh César! porque aparte de la amistad, del sincero afecto que te profeso, no encontraría en el poder sino cavilaciones, que no busco. Mis riquezas me alejan de toda mezquina e innoble sospecha; y mi amor a los placeres lícitos me hace poco apetecibles las ásperas responsabilidades del Poder. Y permíteme ¡oh César! que recuerde mis servicios a Roma y a la Casa imperial, la lealtad y obediencia con que serví al bien amado Tiberio, que me hizo Cónsul por primera vez; al mismo Cayo César antes de que cayera en los errores que le hicieron impopular; a todos y a cada uno de los miembros de la Familia imperial. Recuerda que me concediste el honor de que te siguiera en la campaña de Britania. Bien sabes lo que entonces decía la maledicencia popular: que me llevabas allí no para ganar gloria sino para encontrar la ruin muerte que tu secreta venganza me tenía destinada. Mas a pesar de estas murmuraciones, que no eran las más propicias para elevar mi ánimo, estuve siempre a tu lado servicial y obediente como amigo, leal y discreto como consejero, abnegado y esforzado como soldado; que más que a la gloria personal atendía a los móviles que te impelían a esta campaña para mayor gloria de la empresa civilizadora de Roma. Y viste ¡oh César! ya de regreso a Roma, cómo eludí los aplausos y honores, que sólo a ti pertenecían, y cómo otros, con menos títulos que yo para cosecharlos, se mostraban tan codiciosos de ellos que parecían disputártelos… Me retiré, sencillo y sobrio, a mi vida privada, a mis honestos placeres entre los que sobresale mi dedicación a aliviar las penurias de los humildes y mis aficiones a la floricultura. Mal nacidos los que propalaron que yo trataba de superar al César en virtudes, ya que no podía hacerlo en poder. Pues fueron los celosos de tu gloria, los que se presentaban diariamente en el Foro y en la Curia para hacer ostentación de sus laureles, los mismos que criticaban que me quedase encerrado en mi casa, sintiéndose más ofendidos con mi modestia que agraviados con mis triunfos. Son esos mismos que no han dejado de atacarme (los envidiosos de la deferencia de tu trato, de la benevolencia y respeto con que me distingues) los que ahora han urdido esta intriga. Y no contentos con tenderme la trampa de un, delito de majestad, me acusan de haber tenido amores adúlteros con Popea Sabina. Bien saben los dioses que sólo me ha unido a ella una fraternal amistad, pues nuestros padres y nuestros abuelos, servidores leales de la Casa imperial, fueron entrañables amigos. Y mucho más te diría en mi descargo, si no me pareciese obvio aducir nuevas razones que por abundantes hicieran nacer la sospecha de que dudaba de la rectitud insobornable de tu juicio.
Messalina consideró la partida perdida, y viendo a Claudio conmovido con las palabras de Asiático, se fingió afligida; con tan astuta simulación, que hizo asomar a sus ojos las lágrimas, aunque ellas fueran de rabia por la torpeza de Suilio. Y salió del tablinum pretextando enjugárselas, llevando consigo al cauto Lucio Vitelio, que había presenciado la escena sin decir palabra. Cuando se hallaron tras la puerta, le dijo:
- Claudio acabará por absolverle, pero tú cuidarás que no se escape de la muerte.
- La acusación ha sido demasiado torpe y vulgar… No veo cómo torcer el ánimo del César.
- Por si lo hubiera olvidado mi esposo, Valerio no ha tenido recato en recordarle por dos veces que él había matado a Cayo César…
En ese momento salieron del tablinum el César y Suilio dejando al acusado vigilado por Crispino.
- Bueno -dijo Claudio-. No veo culpa en este hombre…
- ¿ Tan pronto te olvidas que ha derramado tu sangre? -le replicó Messalina-. ¿Acaso los méritos que ha enumerado, y que yo reconozco, sirven a borrar el crimen cometido con Cayo César? Su vida, César, es un continuo desafío a la Familia imperial. Mientras Valerio Asiático viva, en la mente del más resentido romano bullirá la idea de emularlo. No se trata de castigar la muerte de Cayo César, que tú ya has perdonado, sino de defender tu vida o la de tu hijo… Y si toda Roma sabe, porque ésos son los rumores, que iba a levantarse contra ti, al verlo libre y sin castigo ¿no pensarán que es fácil conspirar contra el César; que el Emperador tiene miedo de enfrentarse con un hombre como Asiático…?
- Existe una fórmula que concilia necesidades tan dispares, sentimientos tan discordes -intervino Vitelio.
Claudio le miró con cierta ansiedad. Los argumentos de Messalina habían despertado en él su viejo miedo a Asiático.
- Habla, Vitelio…
Y Vitelio, emocionado, más por viejo que por hipócrita, también con lágrimas en los ojos, hizo una historia de la vieja amistad que le unía a Asiático, de cómo los dos habían servido a Antonia, madre del César; repitió casi las mismas palabras que el acusado al referirse a la campaña de Britania, para concluir arteramente:
- Por todo esto ¡oh César! yo, tu servidor, yo, su amigo, pido una vez más tu benevolencia. Y puesto que Valerio Asiático debe morir, porque así lo pide la seguridad de la Familia imperial, porque así lo pide tu propia dignidad, porque, en definitiva, si no su intención, es el pueblo de Roma, torciéndola a su modo, quien lo pierde; digo ¡oh César! que, puesto que nuestro amigo debe morir, lo libres del oprobio de un proceso, de la vergüenza de las Gemonias. Concédele, indulgente, magnánimo, la opción de darse muerte…
Y el Emperador, que al pedírsele en cierta ocasión el voto para una sentencia, declaró ser de la misma opinión de aquellos que tenían la razón, dando por inevitable que Valerio Asiático debía morir, accedió a la «clemencia» solicitada aviesamente por Vitelio.
Y aunque a Messalina no le pidieron opinión, comentó:
- Así el pueblo quedará satisfecho, pues verá que los rumores de la calle eran ciertos: que Asiático iba a rebelarse. Que tú eres magnánimo con quien había traicionado a la Familia imperial por dos veces. Y para que no quede ninguna duda, tú, César, le confiscarás, entre otros bienes, los jardines del Lúculo.
Lucio Vitelio fue el encargado de comunicar a Valerio la decisión Cesárea. Lucio Vitelio, con los ojos húmedos por haber resuelto con fortuna tan peliagudo problema, le dijo:
- Enhorabuena, caro amigo: el César, en un rasgo de magnanimidad, ha accedido a mi petición: te deja en libertad de escoger la muerte… Puedes ya regresar a tu casa.
Y Asiático lo hizo en coche cerrado y custodiado por pretorianos.
Al día siguiente toda Roma sabía que Valerio Asiático «se había confesado reo del delito de majestad». Para protegerlo de la «indignación popular», la fuerza pretoriana cercó la casa de la Colina Hortorum, sin que dejara aproximarse a ningún ciudadano de la muchedumbre que se apostó frente a los muros de los jardines del Lúculo, para aclamarlo y solidarizarse con él.
Los amigos de Valerio Asiático, con el ánimo de salvarlo, se reunieron y cambiaron impresiones. Según se conocían detalles del juicio creían que una influencia cerca de Claudio haría a éste anular o por lo menos atenuar la condena. Petronio fue a ver a Clío para plantearle:
- Una de las pocas personas a las que el Emperador haría caso eres tú. Debes ir a abogar por nuestro amigo.
Clío, que sabía todos los detalles del juicio, torció el gesto. Petronio insistió.
- Sólo Mnéster, podría salvar a Valerio -dijo Clío-. Si Mnéster se lo pidiera a Messalina sería eficaz. Si yo se lo pido a Claudio será inútil. Presiento que será inútil.
- No hay que pensar ni en ese histrión ni en esa ramera. Si Valerio Asiático salvara la vida por la mediación de uno de ellos, se suicidaría de vergüenza.
- Por mí no quedará. Iré al Palatino.
Clío pidió audiencia. El Emperador le contestó con una carta muy deferente concediéndosela para el día siguiente. Pero aquel mismo día, la intriga de Messalina obtuvo otro éxito: hizo que una amiga de la familia de Popea la visitara para decirle que estaba condenada a una larga y humillante prisión. El castigo, por la afrenta que representaba, era peor que la muerte misma. Popea, en cuanto se quedó sola, puso fin a su vida. Con el suicidio sancionó su pretendida culpabilidad.
Clío esperó cerca de una hora. Durante este tiempo se le antojó más inútil su intercesión a favor de Valerio Asiático. Mientras estuvo ausente de Roma apenas si había cambiado tres o cuatro cartas con el Emperador. A sus largas epístolas, Claudio contestó con cartas muy formularias. La última con cierta sequedad y expresando su esperanza de que influyera cerca del rey Bardanes para poner fin a la agitación que reinaba en las dos Armenias, vieja causa de discordia entre Partia y Roma.
Claudio había dado un golpe mortal a la hegemonía de los navieros judíos al restringir y en algunos casos prohibir sus actividades. Las flotas semitas, que antes señoreaban en el Mar Interior, fueron pasando, bajo la acción del decreto, a compañías y consorcios latinos. Así el monopolio de los transportes marítimos quedó en manos romanas.
A la ascensión de Claudio se había dicho que el nuevo emperador iniciaría una política de protección naval. Ningún naviero judío pensó que tal protección sería pro Roma. Y mientras se publicaba con gran difusión el decreto aboliendo el culto al Emperador, que satisfacía las exigencias de los judíos en materia religiosa, en las basílicas náuticas del mundo se recibía el decreto navalis res. De este modo el Mare Internum, común a todas las naciones, quedó convertido en Mare Nostrum, mar privativo de Roma.
La Urbe necesitaba un puerto. El mar del mundo era el mar de Roma, y Roma no tenía más acceso a ese mar que la flaca corriente del Tíber, no todo el año lo suficientemente caudalosa que exigían las naves de alto bordo. Claudio proyectó en la desembocadura del Tíber, en Ostia, un puerto digno de la Urbe. Y en seguida trató de que se pusieran manos a la obra. Llamó a ingenieros, a arquitectos; llamó a peritos navales. Todos torcieron el gesto. Las empresas y negocios marítimos continuaban provocando la repugnancia de los romanos. Nadie creyó que el César, que en algunos asuntos personales y de Estado daba muestras de debilidad e inconstancia, más aficionado a las cosas de recreo espiritual que a las utilitarias, tuviera ánimo y voluntad para emprender y rematar tamaña obra. Y con el fin de complacerle y no perder el tiempo, los técnicos calcularon un presupuesto tan costoso que la obra quedaba fuera de toda posibilidad de realización. Los técnicos creyeron que Claudio desistiría, pero el Emperador ordenó: «Hágase».
Y el puerto de Ostia comenzó a construirse bajo la mirada vigilante de Claudio. No con la tranquilidad que el César hubiera querido. La plutocracia judía expulsada del mar, irritada contra el Emperador, mantuvo su hegemonía en los principales mercados de abastecimiento. Asociada con los especuladores romanos, sostenía una guerra secreta contra Claudio, acaparando los víveres, encareciéndolos y desviándolos de las rutas que conducían a la Urbe. El prefecto de la Anona y sus consejeros no acertaban a atajar el mal. Las gramíneas, las legumbres y el aceite escaseaban en Roma. El tesoro, comprometido en los gastos de las obras públicas, no estaba tan desahogado como para hacer frente a los altos precios de los granos. Y esta escasez, que a veces se agravaba hasta provocar el hambre, hizo impopular a Claudio.
En la antesala se presentó un paje para conducir a Clío al tablinum del Emperador. Lo acompañaba uno de sus asesores más influyentes, el liberto Palante. Claudio tuvo el gesto de olvidarse de su investidura y acudir al encuentro de la britana. Le extendió las manos con ademán cordial y expresión risueña. Y en seguida, tras los saludos, le dijo con gravedad:
- He lamentado la muerte de tu esposo. Posiblemente habría podido evitarse si el Rey hubiese atendido tus consejos y las continuas exhortaciones que le hizo el procónsul Vibio Marso. -Y continuó, tras sentarse-: Te agradezco esta visita que me haces, pues supongo que vienes a informarme pormenorizadamente de la situación que impera en Partia.
Y Clío se vio obligada a hablar de su esposo, de sus amigos, del cruel Gotarces, de las tropelías y ambiciones de éste, de la situación anárquica que reinaba en Partia. Durante una hora Claudio no hizo más que escucharla, interviniendo solamente para hacerle alguna pregunta aclaratoria. Palante no despegó los labios. Se concretaba a escuchar y de vez en cuando a tomar estenográficamente alguna nota. A Clío, el liberto le pareció un sujeto extraño. Impresionaba su mimetismo, su carencia de expresión propia. Sin mirar al César reflejaba en su rostro los mismos gestos de Claudio, fueran de satisfacción, de duda o de contrariedad. Y hasta la mirada participaba de iguales cambios que la del César.
Cuando terminaron de hablar del asunto de Partia, Claudio hizo una seña a Palante para que los dejara solos, y el consejero se retiró tras hacer una reverencia.
- Ahora, Clío, espero que me hables de tu situación personal, de tus proyectos, pues supongo que si has venido a Roma es porque piensas radicarte en la Urbe… -Y en seguida de un gesto, que Clío no supo interpretar si de impotencia o de fastidio, agregó-: Quien no está en el trono de un imperio o de un reino, cree que todo el poder está, en manos del privilegiado que se sienta en él. Tú tienes la experiencia para saber que no es así. Yo he tenido que sentarme en él para saber las limitaciones, las coacciones e inhibiciones que el imperium trae consigo. Se ve uno aumentado en la dignidad imperial, y disminuido, casi anulado en lo personal y propio. El gran descubrimiento que hice al poco de ascender al trono fue que tenía que actuar la mayoría de las veces contra mis sentimientos, contra aquello que yo había creído hasta entonces como lo más saludable y fidedigno, pues el Poder tiene exigencias muy peculiares… Te arrastra hasta extremos a los que tú nunca hubieras querido llegar. Por tanto, una extraña personalidad, la personalidad del imperium, va adueñándose, hasta anularla, de la tuya propia. Y muchas noches, cuando el emperador se retira a descansar, se da cuenta hasta qué grado ha prestado sus huesos y su carne, su voz, su pensamiento, su sangre y sus nervios a eso que se llama el César. Y tan importante es el César, que uno se considera en deuda con el ladrón de su persona, porque ésta no parece ser todo lo eficaz, todo lo potente, todo lo útil que requiere el César… ¿Que a cuento de qué viene este discurso, mi cara Clío? Quizá me anticipe a disculparme contigo de lo poco que queda de aquel Claudio que tú conociste. Pero, en fin, es posible que el César pueda serte más útil que tu amigo Claudio. Por eso te pregunto cuál es tu situación. ¿Vela por ti tu padrino? ¿Has conseguido sacar de Ctesifón el tesoro de tu marido o el tuyo particular?
- Supongo que mi padrino correrá a ayudarme económicamente en cuanto sepa mi situación. No he logrado salvar más que mi pequeño tesoro personal, unas cuantas alhajas y mis ahorros, pues la condición de esposa de rey no es la de una reina… ni siquiera la de una esposa al modo romano. Pero esto no me importa mucho, majestad, porque creo que podré vivir con decoro, sin necesidad de aceptar el auxilio de mi padrino… Mas, aparte del vivo interés que tenía en saludarte, no es mi situación personal la que me ha traído al Palatino, sino la de un amigo común: me refiero a Valerio Asiático… No pretendo discutir ¡oh César! su causa por ti clausurada. Pero honrándome con tu amistad y con la de Valerio, considero un deber venir a verte para pedir tu clemencia, pues de no hacerlo me consideraría indigna de tu amistad. Y la ayuda que me ofreces te suplico que la concedas aplicándosela a Valerio, a fin de que sirva a mitigar su dolor y a atenuar mi pena.
Claudio no pensó la respuesta:
- Me complace, amiga, que hayas llegado tarde en tu petición, puesto que el César se anticipó a los buenos deseos y oficios de todos los amigos de Valerio Asiático, concediéndole el perdón de sus delitos. Asiático está asistido de todos los derechos de ciudadano patricio para darse muerte por propia voluntad.
- Entonces…
- La suerte de Valerio no depende del César ni mucho menos de ti. Puedes estar tranquila. Valerio obrará de acuerdo con su conciencia, con su dignidad de señor. Todo lo que yo podía hacer lo he hecho: le he absuelto de sus delitos, ahorrándole así el escándalo del proceso y de la ignominia del verdugo. Que Valerio se dé muerte del modo que mejor le plazca, para mantener limpio su buen nombre y su honor, no es cosa que podamos evitar.
- Pero… matándose…
Claudio la atajó:
- Cierto. No hay que esperar que el Senado, por indicación del César, le decrete exequias públicas… Mas será enterrado con todas las honras que puede permitirse un honorable señor particular.
Claudio pasó, sin transición, a otro tema. Continuó hablando a Clío con la misma cordialidad que al principio. Se interesó por sus actividades de lirista. Luego le dijo que, al fin, iba a incorporar de un modo oficial tres letras al alfabeto latino: «Atendiendo la sugestión de varios amigos, entre ellos Petronio». Clío le dijo haber leído con mucho interés el libro que, sobre el tema, le había mandado a Ctesifón.
La entrevista terminó con la entrada de Palante, que llevaba un voluminoso codex.