¿QUÉ ES LA CARIDAD?
No eran cosas nuevas los problemas alfabéticos, que databan desde que el hombre se valiera de signos para fijar sus ideas. Claudio, en su manía provisora, lanzó edicto creando tres letras, de las que según él, andaba necesitado el alfabeto latino: el digamma invertido para el sonido de la v consonante; el antisigma para el sonido aspirado de la compuesta ps, y la dracma para una vocal que andaba loca en todos los labios romanos y que nadie podía definir si era u, sin serlo, e, pareciéndosele mucho, o i cerrada. Vano intento. Porque los lapidarios continuaban haciendo el alfabeto según su saber y entender, y los poetas suprimían letras finales cuando les convenía al ritmo de las estrofas. Pero lo curioso era que el edicto dando cuenta de las nuevas letras inventadas por el Emperador, estaba redactado sin ellas, a pesar de que ciertas palabras con que se argumentaba su conveniencia, podía haberlas llevado.
El edicto provocó admiración entre los populares, cuya mayoría era analfabeta, y risas y picantes comentarios entre los letrados. Y nadie se explicaba la relación que podía encontrarse entre las letras añadidas al alfabeto y los cuernos que la adúltera Messalina agregaba a la cabeza Cesárea, aunque Petronio hiciera circular un epigrama anónimo en el que descubría el dual florecimiento en el testuz de Claudio.
Las deshonestidades de Messalina continuaron siendo la salsa fuerte, el garum de todas las comidillas cortesanas. Mas la Emperatriz se mostraba tan desenfrenada en sus lujurias que amenazaba con indigestar a los romanos, ya de por sí bien dotados de tragaderas.
Su más reciente amor, Cayo Silio, hermoso y gallardo mozo, despertó tan intensa afición a gozárselo a solas, que le obligó a repudiar a su mujer Junia Silana, nobilísima matrona. El escándalo llegó al Conventus matronarum. Los cimientos de la austera institución del feminismo romano se conmovieron. La acusación la llevaron dos amigas íntimas de Junia. Y al final de la asamblea se acordó, tras acaloradas discusiones, que las matronas romanas abandonaran salón, lugar o recinto donde apareciera la Emperatriz. Protestó contra tal medida, Vitelia la Menor, hermana de Lucio Vitelio, cónsul ese año en ejercicio con el Emperador.
El hermoso Cayo Silio fue defendido por Aula Calpurnia:
- Era un marido ejemplar… (Se le atribuían nada más que cuatro o cinco adulterios de menor monta.) Todas sabemos la dedicación que prestaba a nuestra amiga Junia. La felicidad conyugal señoreaba en el hogar de los Silios. Mas ¿cómo defenderse de los apetitos desatados de la Emperatriz? Yo he hablado estos días con Cayo Silio. Teníais que verlo. Todas las preocupaciones, todas las penas asoman a su rostro. La Emperatriz lo ha llevado a la casa de Valerio Asiático, rodeándole de toda clase de atenciones y halagos, y es cosa de vergüenza ver en la domo de Lúculo el aparato imperial de criados, músicos y guardias que acechan y espían, más que sirven, al pobre Cayo Silio. Los más exquisitos manjares se sirven a su mesa, de los cuales no prueba bocado, pues esta situación de amante de la Emperatriz le ha sumido en la inapetencia. Ni sus oídos perciben las armoniosas músicas ni su olfato los aromas y perfumes que se esparcen por la casa. ¡Cuánta desdicha para joven tan apuesto y hermoso!
Aula Calpurnia continuó describiendo el infortunio del joven, mas pintando al mozo con tan encendidos encomios, que sus correligionarias empezaron a sospechar que ella estaba también enamorada de Silio, y que los celos movían su influencia contra Messalina.
Era tal la afluencia de cartas y anónimos al Palatino denunciando las procacidades de la Emperatriz que el César creó una secretaría especial para atenderlas. Porque Claudio muy dado al orden, le desasosegaba pensar que la riada epistolar no tuviera la debida y sistemática canalización. Mas una vez que la secretaría comenzó a funcionar se quedó tranquilo. Se llevaba un album con la nómina de los amantes fijos y ocasionales de Messalina, así el César estaba al tanto de los individuos que su mujer mantenía en activo o que licenciaba. Desde luego, tres o cinco constituían el equipo base. Y en aquellos días que Cayo Silio era el preferido, el actor Mnéster continuaba gozando de su calidad de decano.
Claudio se presentó un día en la domo Porcia. Se había hecho anunciar una hora antes sin decir el motivo de la visita. El matrimonio apenas si tuvo tiempo de preparar la casa para la recepción. Y cuando el César pasó al atrio, acompañado de Geta, prefecto del Pretorio, dijo sin ningún rodeo:
- He venido a ver a Clío Calistida.
La britana se asomó a la puerta de la exedra, y al ver al Emperador corrió hacia él para reverenciarle. Luego, a deseo expreso de Claudio, entraron los dos solos en la exedra.
- He sentido mucho que no ganaras la corona de Apolo… -dijo hipócritamente-. No hice uso de mi influencia a fin de garantizar la imparcialidad del Jurado y no dañar el Certamen… y también ¿por qué no decírtelo? A última hora dudé si el triunfo te convendría… Es muy peligroso para una joven como tú convertirse en lirista profesional.
- El fracaso no me ha hecho mella ¡oh César!, y si alguna vez esperé que tú influyeras pensé que lo harías para neutralizar la intervención de la augusta Messalina.
Claudio no pareció entender. Se mantuvo unos instantes silencioso, como si reflexionara y de pronto exclamó:
- ¡ Vaya con Silio Domo! No creí que también él fuera favorito de mi mujer… -Mas recordando el aspecto físico del lirista, rechazó incrédulo-: ¡Imposible, Clío! Ese hombre no es su tipo…
- No es que Domo… Temo que tú ¡oh César! hayas mencionado mi nombre ante la augusta Messalina más de las veces que fuera prudente…
- ¿ Quién te ha dado el informe?
- Quinto Velio…
- ¿ Quinto Velio? ¿Quién es Quinto Velio?
- Lucio Porcio…
- ¡ Ah! -El César rió-. Ese informe no es válido. Lucio Porcio está adscrito a la Policía secreta del Pretorio. Y fuera de los asuntos de delación, no sabe nada.
Después de una pausa:
- ¿ Sabes a qué he venido? Vibio Marso, procónsul de Siria, está en negociaciones con Gotarces. Entre otras recomendaciones le he interesado en que consiga de la Corona de Partia una pensión para ti; una pensión vitalicia y libre de toda contingencia dinástica, de seis mil artabanes oro.
Clío le agradeció la gestión. Y esperó. Porque sospechaba que otro era el asunto objeto de su visita.
- El príncipe Agripa me ha preguntado por ti… Me acompañó a la mesa el otro día… -Claudio comenzaba a insinuar el motivo de su visita-. ¿Hace mucho que no has visto a Berenice?
- Desde que se casó, majestad.
- ¿ Y qué es de tu padrino Benasur?
- Está en Leptis Magna.
- ¿ Es cierto que pertenece a una secta que le ha enfrentado al Sanedrín?
- Sí, se ha hecho nazareno.
- Los judíos de Roma andan revueltos. ¿Tú los frecuentas?
- A ninguno, majestad.
- Andan revueltos por un tal Cresto que se apoda Pedro… ¿Lo conoces?
Clío sonrió:
- ¿ Me aceptas una copa de vino, majestad?
Claudio aceptó de buen grado. Y mientras la britana le servía estuvo pasando la mirada por la exedra. Después que bebió un sorbo, insistió:
- ¿ Qué me dices de ese judío?
- No conozco a ningún Cresto. Ese Cresto es Cristo, el Mesías anunciado por los profetas hebreos…
- Ya. Conozco el caso. Se lo he oído relatar al augusto Tiberio. Poncio Pilatos, entonces gobernador de Judea, lo hizo crucificar… Pero ¿y ese Pedro? ¿Acaso es un impostor?
- No; Simón Cefas, por otro nombre Pedro, es el primero de los Apóstoles de Jesús.
- Y ese Jesús…
- Ese Jesús es el Mesías, el Crucificado.
- ¡ Vaya lío! ¿Tú sabes, Clío, que Pedro ha comparecido ante un tribunal romano?
- No.
- Sí. Fue detenido por desorden público. Y declaró ante el pretor ser Cresto o Cristo. Con lo cual ha cometido usurpación de personalidad y perjurio.
Clío negó con la cabeza.
- Debes entenderlo, majestad. Pedro es el representante espiritual y religioso de Cristo. Por tanto, en d eterminadas ocasiones o circunstancias puede atribuirse de un modo simbólico la personalidad de Cristo.
- El derecho romano, Clío, no opera con símbolos sino con realidades. Y jurídicamente hablando, hay un judío que se llama Simón Cefas, alias Pedro, que ha dicho a un pretor romano constituido en tribunal, que es Cristo, un delincuente que ha sido crucificado. Por tanto, Pedro, en derecho, es un usurpador de la persona de un difunto.
- Cristo no es un difunto, majestad -aclaró risueña Clío-. Es Dios… para los que creen en Él.
- Para Roma, Clío, es un difunto, ajusticiado por algún delito. Ahora bien, Pedro, en cualquier momento, puede ser expulsado de Roma por falsario: ha entrado como Simón Cefas y ha testificado ser Cristo.
- Lo entiendo perfectamente.
- Ahora dime qué juega Celso Salomón en esta cuestión.
- No lo sé con certeza. Sé que Pedro y Salomón no se entienden sobre jurisdicciones. Parece, y tú has de saberlo, que pertenecen a dos grupos antagónicos.
- ¿ Tu padrino ya no tiene negocios con Salomón?
- No.
- ¿ Acaso tu padrino pertenece a la secta de Cristo?
- Sí.
Claudio se quedó mirando fijamente a la joven:
- ¿ Y tú?
- No todavía…
- ¿ Por qué aún no?
- No me he bautizado…
- ¡ Qué curioso! -Y tras breve pausa-: No creas que tengo aversión a Pedro y los suyos. Pero ese Celso Salomón no me gusta nada. Sospecho que hace causa con los judíos que hostilizan financieramente a Roma. ¿Sabes que los banqueros, los industriales y grandes empresarios judíos mantienen una guerra secreta contra mí? Obstaculizan y entorpecen, encarecen y secuestran los suministros que vienen a Roma. Es una raza funesta y la tenemos incrustada en el corazón del Imperio. Hay unos judíos que mueven a lástima; pero escondidos tras esos parias, están los Salomones, los Levíes, los Abramos, los Samueles, los Josefos que no se resignan a ver perdido el dominio del mar… Estos judíos, Clío, son enemigos del Imperio.
- A ésos no pertenece Pedro, majestad.
- Pedro ¿es mejor o peor que ellos? Predica la abolición de la esclavitud, la distribución comunal de las riquezas, la subversión de las jerarquías. «El último será el primero.» Ésas son ideas nocivas, criminales…
- No, majestad… Eso es caridad. - ¿Caridad? ¿Cuál caridad?
- ¿ Puede entender un emperador romano lo que es la caridad? Clío bebió un sorbo. Después:
- Supongo que conoces bien a mis patronos. ¿Sabes que Marcia Porcia va a ser encerrada?
Clío contó a Claudio el caso del matrimonio Porcio. Ahora que conocía la actividad de Marco podía explicarse la insania con que se conducía con su mujer. Fue elocuente al describir la depresión moral, la debilidad mental de Marcia. Y al final propuso:
- Si tú, majestad, intervinieras para separarlos creo que harías una buena obra, pues estoy segura de que con la separación los dos recuperarían la salud mental.
- Me pintas un cuadro dramático con puros indicios. Es la primera noticia que tengo de que los Porcios estén desequilibrados. ¿Con qué pretexto voy a remover a Marco de su puesto en el Pretorio?
- Las órdenes del César son inobjetables. No creo que necesites esforzarte en inventar un pretexto. Mándalo a provincias, de modo que su mujer se quede sola.
- Pero si es el amor a su marido lo que la tiene enajenada ¿no empeorará con la ausencia?
- Quizá al principio; mas a la larga volverá a aquietarse. De cualquier modo, creo que lo urgente es evitar que Marco Porcio la encierre.
- ¿ Es que Marco Porcio te es antipático?
- No. No siento aversión por ninguno de ellos. Y si después de varios meses de convivencia no les tengo más afecto es porque su conducta siempre ha sido poco cordial, demasiado reservada y extraña.
- Entonces ¿por qué te interesas tanto por su caso?
- Sencillamente por caridad, majestad.
- ¿ Y por qué vives con ellos?
- Hasta hace poco tiempo han sido discretos y corteses. Mas ya tengo decidido abandonar la casa.
- ¡ Caridad! ¿Qué es la caridad?
- ¿ Aún no lo has comprendido? Ser indulgentes con nuestro prójimo; comprenderle, acudir en su socorro; evitarle el mal y procurarle el bien; pensar en él antes que en nosotros mismos; dignificarle; sentir en nuestros ojos el ardor de sus lágrimas; revelarle la verdad; no calumniarle ni menoscabarle, antes bien ensalzarlo…
- Todos esos absurdos ¿a qué precio?
- La caridad no espera otra recompensa que el goce de su ejercicio.
- Dime, Clío, cuando Silio Domo fue proclamado triunfador ¿qué sentiste?
- Majestad; yo soy una torpe aprendiza en el oficio de la caridad.
- ¿ Y Pedro, entonces?
- Pedro, a quien conocí en Jerusalén, es la caridad viva. Es un ser excepcional. Debías conocerle…
- No tengo tiempo, Clío… En fin, eso de la caridad es una versión judaica de la filantropía.
El Emperador se levantó. Todavía tomó otro sorbo de vino. Clío no se explicó el motivo de la visita. No parecía muy interesado por la cuestión de los nazarenos, puesto que no había insistido en pedirle informes sobre ellos. Claro que Clío no estaba muy enterada de las desavenencias surgidas entre el Apóstol y el magnate.
Salieron al atrio. Los Porcios se acercaron al César. Claudio, campechanamente, poniendo su diestra sobre el hombro de Marco, le dijo:
- Tienes mal color, Marco Porcio. He pensado en un nuevo cargo para ti. Viajarás, te moverás al aire libre… Quiero que inspecciones los mercados de las provincias, principalmente del Asia Menor, Siria y Egipto. Los víveres escasean y los suministros no nos llegan con regularidad. Turranio, el prefecto de la Anona, te citará uno de estos días… -Y a Marcia-: Tú te quedarás en Roma… He pensado que durante la ausencia de tu marido podrás ayudarnos en la educación de las princesas orientales. Las mujeres de aquellas tierras son remisas a la romanización. Hay que imbuirles las costumbres romanas… ¿Te gusta la tarea?
- Sí, majestad…
Entraron en el atrio seis pajes con grandes bandejas de plata conteniendo pastelillos, almendras, aceitunas y vino. Claudio tomó un trago de una de las copas. Después se disculpó:
- Tengo que hacer todavía otra visita… -Y a Clío-: ¿Me acompañas? Emilia Tría persiste en no ir al Palatino.
- Estamos enfadadas, majestad.
- Debes ceder. Regina nunca dará su brazo a torcer. Hace días que anda bastante mal de los humores del frío. Apenas si puede moverse. Se alegrará de verte.
- ¿ Es una orden, majestad?
- Si no tienes humor, quédate.
Clío de buena gana hubiera ido, pero el temor la hizo ser prudente. No quiso exponerse a ser recordada otra vez por Messalina.
Se dejó de hablar de las tres letras de Claudio para comentar la última obra de Séneca, De constantia sapientis. Los lectores leían entre líneas acerbas alusiones al Emperador. Séneca, confinado en la isla de Corsica, ganaba prestigio y fama con el destierro. En Roma ya nadie se oponía a reconocerle como la cabeza mejor organizada del Imperio. Probablemente en esta exaltación del relegado había mucho de pasión política. Sin embargo, Séneca respondía al creciente prestigio con obras muy diversas y enjundiosas. Cuando no una de sus famosas epístolas, que se copiaban y circulaban profusamente, se leía una tragedia en algún salón particular o un editor lanzaba a la venta un volumen de contenido filosófico. El destierro era doblemente fecundo, tanto por la obra que Séneca realizaba en su retiro forzoso, cuanto por la resonancia que obtenía en la Urbe.
Petronio, que le condicionaba el respeto y le negaba la admiración, comentó un día con Mileto:
- Séneca se está haciendo muy pesado. No se puede llevar toga limpia y ser filósofo.
- A mí me parece que Séneca es filósofo antes que nada. Su teatro no me convence. Al principio creí que liberaría a la tragedia de los viejos mitos y fábulas. Una vez hablamos sobre la necesidad de introducir el mundo en la escena, de poner a dialogar a los hombres sobre sus problemas. Volver a los mitos para insistir sobre las tesis estoicas es arrebatar el teatro a los dioses para entregárselo a los filósofos. Él podría ser un Terencio superior. El teatro saldrá de la decadencia en que se encuentra cuando haya un trágico que ponga coturnos a los hombres que nos encontramos en el foro, en la calle.
- Bueno, eso de que es filósofo tendría que discutirse… Y que lo digas tú, un griego…
- Entiéndeme, Petronio. No es un Aristóteles, pero tampoco lo era Sócrates. Séneca es un hombre de pensamiento, de claro y recio pensamiento. Desde luego, una conducta, una actitud ante la vida si son ejemplares y se reflejan, por la vía de pensamiento, en una obra, bien valen lo que el mejor tratado filosófico. Soy griego, cierto. Pero también uno se cansa del mito del conocimiento. A fin de cuentas el conocimiento del mundo externo nada o poco tiene que ver con el conocimiento de uno mismo, del ser humano. Una cosa es probar con silogismos y teoremas y otra experimentar con lágrimas. Lo que quiere decir que el sentimiento también tiene su conocimiento. Hay dos filosofías. Una parece querer darnos la felicidad y la solución a todos los problemas por la práctica y el amor a la sabiduría. Otra, a la que está afiliado Séneca, mira al hombre sufriente, a la Humanidad bajo un hado injusto. Consolación, piedad… Son los remedios filosóficos mientras no haya katharsis más enérgica que opere en el cuerpo enfermo de la sociedad…
- Ya vas a lo mismo, Mileto. Siempre queriendo especular sobre un mundo ideal que no existe, sobre una sociedad que no es adivinable. -Es adivinable en cuanto pienses en los errores actuales que deben corregirse; una sociedad sin las lacras que estamos padeciendo… -Desde hace miles de años… - ¿No es tiempo de cambiar? - ¿Para qué?
- ¿ No es injusto este estado de cosas? -Para los que estamos arriba, no del todo. - ¿Y los que están abajo? Tu sonrisa cuesta miles de lágrimas. -No las veo, Mileto. Y si las viera, volvería la cabeza. No hay expresión más estúpida en el ser humano que la del llanto. Si yo fuera emperador aboliría el llanto con un decreto. Sólo el que ríe tiene derecho a vivir.
- ¿ Cómo es posible que seas poeta? -Eso pregúntaselo a las musas. -No eres sincero.
- En los años que nos conocemos, nunca fui hipócrita contigo. Y he sido lo bastante paciente para soportar tus monsergas filantrópicas. ¿Quieres que te diga una cosa? El entregamos a los demás -tú sólo lo haces en teoría- nos despersonaliza. Tú eres ahora mucho menos Mileto que cuando te conocí. Entonces eras pobre y tus palabras tenían un tono convincente que hoy no poseen porque eres rico. Yo sigo siendo pobre y cada día me despierto siendo más Petronio. Todas esas ideas las ponen en práctica, según tú me has contado, los cristianos, que se reparten su miseria. ¿Por qué no te asocias a ellos y les das tu dinero? Eso compromete mucho ¿verdad? Sin embargo, tú puedes hablar todo lo que se te antoja sobre esta inmunda sociedad, pero vistes bien, te perfumas, te acicalas y vives feliz entre las lacras sociales. Te permites el lujo de hablar bien de los judíos, sin serlo, y les haces el honor de creer en su Dios, de haberte sometido al repugnante rito de la circuncisión. Nos censuras a nosotros los romanos, pero te amparas bien con nuestra ciudadanía. Reniegas de la decadencia de tu raza, mas tienes a orgullo ser griego. ¿Qué eres tú, un apátrida por rebeldía o un renegado por resentimiento? Andas indigesto de ética, pero que nadie te tome cuenta de tus inmoralidades. Mira, Mileto, la mejor oración del predicador es la de su ejemplo. Atente sólo a teorizar sobre aquello de que puedas dar ejemplo con tu conducta o dotes. Razona, que lo haces bien, pero no prediques. -Y tras una breve pausa, sonriendo, agregó-: Con esta réplica espero no haber despertado tu enojo.
- No. Lo que resulta curioso es que el recuerdo de nuestro amigo Séneca te haya movido a tan acres censuras. En realidad no era a mí a quien te dirigías, sino a Séneca. La lectura de «La constancia del sabio» ha movido tu resentimiento. Sin duda, es una obra importante, y te duele pensar que tú nunca escribirás una obra de esa enjundia.
- Me dirigía a ti, Mileto. ¿Qué tiene que ver Séneca con los judíos, a los que, como todo romano, desprecia?
- No acepto que te dirigieras a mi. Y si lo hacías hablabas sin conocimiento de causa. Tú puedes conocer a Séneca, pues sois individuos de la misma casta; pero no a mí. ¿Qué sabes tú de mí, fuera de las conversaciones superficiales que hemos tenido? Nunca has sido capaz de escucharme; jamás tuviste comprensión para enterarte de mis asuntos, de mis peripecias. Ni sabes qué ha sido mi vida en Corinto ni en Bética ni en Roma. Desconoces cómo he hecho fortuna. Y no soy un apátrida, sino un desplazado. Y es justo que si me siento incómodo en este mundo, no busque mi comodidad explotando o incomodando a los demás, sino buscando un remedio a las incomodidades. ¡Predicar con el ejemplo! Eso, en tus labios, es una frase manida. ¡Qué sabes tú de mi ejemplo si eres insensible a lo moral! No eres tú la persona indicada para acreditar mi conducta. Conoces de mí sólo las palabras, y ésas tergiversadas según la parcial interpretación que les da tu mentalidad, pero desconoces mis actos y mis obras, porque yo, Petronio, aunque no escribo para la posteridad, como tú lo pretendes, trabajo por el mejoramiento de mi prójimo. Mas no quiero insistir en mi defensa, pues evidenciar las virtudes propias es un paso para menoscabarlas y perderlas. Así que antes que tema tan grave te haga arrugas en el entrecejo, dejémosle en su punto neutro; que tanto montan tus censuras como las mías, y que Séneca si no predica con el ejemplo, deja, al menos, una obra aleccionadora para lo futuro.
- ¿ Por qué insistes sobre Séneca, a quien considero uno de los mejores espíritus de Roma?
- ¡ Qué generoso eres en otorgarle tu reconocimiento! Y eso porque está en el destierro. En realidad, nunca has hecho buenas migas con Séneca, porque tú eres en el fondo un frívolo, exquisito, lo acepto, pero frívolo. Y a ti te gusta de Séneca lo que a ti te falta, su gravedad; y si a mí me distingues con tu amistad es porque mi inteligencia, mi comprensión y hasta una cierta admiración que siento por ti, te sirven de espejo en que mirarte y recrearte. Te sientes adulado con mi adhesión. Sólo sientes generosidad contigo mismo. Para todo y todos los demás eres terriblemente egoísta. Y ese egoísmo está haciendo de ti un monstruo. No miras a los demás, te miras en los demás.
Y tu ansiedad y preocupación es que despreciando a los hombres necesitas el halago de ellos. No has hecho nada importante ni como hombre ni como artista ni como ciudadano, pero necesitas que todos los días el más modesto romano pronuncie tu nombre, pues intentas tener una fama y nombradía sin méritos ni esfuerzos para tenerla. Esto te obliga a torturar diariamente tu ingenio. Los tres hombres más importantes del Imperio- Claudio, Séneca y Corbulón-, te abruman.
Y tú quieres ser tan conocido como ellos sin tener su poder, su genio y su arrojo.
Mileto se detuvo porque Petronio le había vuelto la espalda para escanciar en unas copas. Ofreciéndole la suya, dijo:
- Lo cierto, caro Mileto, es que tanto tú como yo somos demasiado agudos para conocernos. Y demasiado amigos para maltratarnos.
Y aunque queremos zaherirnos no lo conseguimos, pues de nuestros labios salen una serie de conceptos puramente literarios que nada o poco tienen que ver con nuestros caracteres y condición humana. Hagamos paces y bebamos una copa. ¿Sabe nuestra dilecta Clío que Emilia Tría se está quedando paralítica? Sólo de las piernas. La lengua todavía la mueve con la agilidad de los años mozos, pero con la hiel de un hígado viejo y enfermo. Regina…
Mileto, después de tomar un trago, le cortó:
- También tú quisieras emular en chismorreo a Emilia Tria.