TINO, HIJO PRÓDIGO

- Es el apóstol Pedro que pide ser recibido por Salomón junior.

La noticia corre de boca en boca por toda la casa.

En el tercer patio de la domo del Pincio desde hace días se observa un creciente malestar. La servidumbre está dividida. La mayoría de los esclavos se han hecho nazarenos persuadidos por los razonamientos de Celso Salomón. Han abrazado la fe de Cristo, y hasta entonces la Verdad revelada y la gracia del bautismo los ha inmerso en una vida de íntimas complacencias. Celso Salomón, con benignidad, con desprendimiento suaviza asperezas y mitiga penas. La vida material está regulada, sabiamente encauzada por su autoridad y consejo. Y en la domo del Pincio han ocurrido cosas que no se habían visto antes en ninguna casa de Roma: los esclavos han obtenido la libertad, han podido casarse de acuerdo con sus sentimientos, han recibido ayuda para salir de la casa, si así lo han querido, y montar un negocio, una artesanía, una industria.

Pero un día llega el apóstol Pedro a Roma. La servidumbre ha oído de labios del patrono alabanzas, respetuosas alusiones al Primero de los Doce. Celso Salomón les ha enseñado a amarlo como el representante de Cristo en la tierra. En el tercer patio la noticia de la llegada del Apóstol enciende aún más la fe. Pero, de pronto, en unos cuantos días…

Los libertos no comprenden lo que pasa. Protágoras, el pedagogo no converso, el escéptico, pronuncia unas palabras que provocan la discordia: «Si sois nazarenos de verdad, si creéis en Cristo debéis estar con Pedro; si lo sois de conveniencia, quedaos con Salomón. Él os paga el salario de la manumisión». La servidumbre se divide. Los adictos a Pedro están en minoría. Y Protágoras, que no es cristiano, atiza el fuego de la querella tergiversando: «El antagonismo entre Pedro y Celso tiene por causa el oro de Celso. Cristo no pacta con los ricos».

En las últimas reuniones de confraternidad, la servidumbre se ha mantenido callada. Salomón se ha conducido con aspereza. Piensa en la ingratitud. Aquellos libertos, todavía no acostumbrados al ejercicio de la libertad, se solidarizan secretamente con el Apóstol. Sólo los viejos, los que han abrazado la doctrina nazarena por una suerte de inercia, le permanecen más que fieles, obedientes. Son dóciles al amo.

La noticia de la visita de Pedro llega antes al tercer patio que a la biblioteca donde se encuentra e l financiero.

- ¿ Dices que quiere ser recibido por Tino? ¿Qué negocio tiene mi hijo con el Apóstol? -replica el nomenclator.

Celso sale de la biblioteca en busca de su hijo. Tino está en el peristilo tumbado en una litera. Se ha hecho hombre tumbado en esa litera, desde que comenzaron las contrariedades amorosas, desde que Crispa Salustio le ha dicho: «Mi familia exige que rompa contigo». Es una vieja historia de amores desdichados que se multiplica y repite en Roma siempre que una pareja de distinto credo se ama. Y esto ha sucedido sin que Tino se atreviera a decirle a Crispa que para casarse debía ella adoptar la religión hebrea.

En siete años, la adolescencia de Crispa ha madurado en impaciencias. Y la del joven Tino en destemplanzas. Tiene a los treinta y dos años las mismas indecisiones, las mismas fantasías de un adolescente. Tino no ha madurado. Tino lleva el camino de no salir jamás de la adolescencia.

- El venerable Pedro pregunta por ti… ¿Qué asunto o negocio tienes con él?

El joven se incorpora. Luego, con una voz perezosa, con un pensamiento lento, como recién salido de la sombra del sueño, dice:

- ¿ Es extraño, padre, que un judío tenga negocio con el Apóstol? Yo no lo he llamado. Él viene a mí. Lo recibiré.

Tino se levanta y se arregla la túnica. Después se pasa las manos alisándose el cabello y sale hacia el atrio. Besa la mano de Pedro.

- Señor: ¿te encuentras a gusto en mi casa o prefieres que salgamos? Podemos, si te agrada, pasear por el campo…

Y los criados y el mismo Celso ven salir al Apóstol y al joven.

Fueron cinco largas horas de impaciencia, que Celso Salomón consumió paseándose, nervioso, por toda la casa, echando, a veces, vistazos a la puerta. Sara, su esposa, cada vez que se cruzaba con él decía:

- Cálmate, Celso; Tino no tardará.

A la hora de la cena, cuando se reclinaron con Ruth en el triclinio familiar, Sara repitió:

- No tardará. Tino no falta a la cena.

A Salomón todo le parecía absurdo. Cada uno de ellos estaba reclinado en una litera triclinaria. Habitualmente ocupaban dos: una el matrimonio, otra los dos hijos.

- No debes preocuparte.

Ruth no hablaba esa tarde. Ruth tenía una sensibilidad especial para percibir el ánimo de su hermano. Ruth, que fue una niña alegre se había convertido en una joven triste. Ruth no se casaba. Había tenido uno, dos, tres novios. Todos judíos de la diáspora. Todos pobres. Terminaban huyendo del oro de Celso Salomón. Estas huidas habían dado la seguridad a Ruth de que aquellos tres jóvenes la amaban. Un exceso de timidez y pudor les obligaba a renunciar a la rica heredera. El primero había sido un nazareno «pobre, pero muy trabajador y bueno», según la identificación de Sara; el segundo, un judío de Siracusa, comerciante en «orientales». Terminó casándose con una paisana del Quirinal; el tercero, fariseo e hijo de fariseo, discutió un sábado a la salida de la Sinagoga con Celso Salomón. El millonario le increpó, y Sabas se calló no porque le faltaran razones que exponer, sino porque era sábado y había dicho ya todas las palabras de precepto.

Mas Sabas no dejó, por esto, a Ruth. Continuaron viéndose. Celso Salomón se molestó. No le agradaba para yerno un joven desheredado que mostraba demasiada independencia de criterio. Y valiéndose de la servidumbre, Salomón logró alejarlo definitivamente, con lo de «ese desgraciado está enamorado de mi dinero, no de Ruth».

Al principio Sabas dejó de ir a la sinagoga del Transtíber; mas pasados dos años, volvió a ella y volvió a ver a Ruth a la salida de los oficios. Mientras el opulento Salomón recibía a la corte de sus protegidos, Ruth y Sabas cambiaban silenciosas, intencionadas miradas.

El fracaso sentimental de Ruth tenía algo semejante a la desesperación amorosa de Tino. Pero Tino, egoístamente encerrado en sus sentimientos de adolescente, no se solidarizaba con las aflicciones de Ruth. En cambio, la joven volcaba en él toda la ternura de su vocación de madre.

- ¿ Dónde se habrán ido? No me fío nada de Pedro, ¡nada!

- ¡ Por favor, Celso, no blasfemes!

Apenas si cenó. Volvió al atrio para recorrerlo a grandes pasos. Y así hasta la mitad de la primera vigilia. A esa hora sonaron los goznes y la linterna del portero alumbró el rostro de Tino.

- ¡ Vale, Siro!

- ¡ Vale, señor!

Celso Salomón se precipitó hacia él. Con violencia, con una bofetada en la mano y un insulto en los labios. Pero se contuvo. Su hijo era ya un hombre.

- Estaba intranquilo, hijo mío…

Su violencia se convirtió súbitamente en ternura. Se le humedecieron los ojos Y las lágrimas corrieron por sus mejillas cuando su hijo le echó la mano sobre el hombro. Por primera vez Celso Salomón se sintió protegido. Por su hijo. Por Tino, que era ya un hombre.

- He dado un paseo…

- Muy largo…

- Sí, muy largo y muy provechoso, padre.

- ¿ Provechoso… con Pedro?

- ¿ Con quién si no? Ha sido magnífico…

- ¿ El paseo?

- Sí, el paseo… Me hubiera gustado que nos hubieses acompañado… ¡Qué preciosas anécdotas me ha contado de Jesús, Nuestro Señor!

- ¿ Sólo habéis hablado de Jesús?

- De Jesús y otras cosas… Dime, padre, ¿ya has cenado?

- Ya. Los tres hemos cenado solos…

- ¿ Solos… los tres? Seré yo el que tenga que cenar solo… si es que tú no me acompañas.

Tino miró con simpatía, con jovialidad a su padre. Por primera vez lo veía con aquel ánimo, como si su padre fuera un viejo amigo… menor que él. También su padre había sentido una sensación semejante: la de que Tino era ya un hombre. ¡Y qué hombre!

Entraron en el triclinio. Salomón insistió:

- De qué más habéis hablado…

- No de vuestra querella. De esto, ni media palabra. Hemos hablado de cosas mías, de lo de Crispa… También del sumenio.

- Te habrá disuadido de cometer tamaña locura…

Tino se reclinó en la litera. El camarero comenzó a servirle.

- ¿ No vas a tomar nada, padre? Por lo menos acompáñame con un vaso de vino. Me gustaría cenar hoy con vino de las vides de Salomón.

- ¿ Por qué no hablas claro, hijo mío?

- Vino de Engadí, padre…

Celso ordenó al triclinario que trajera el vino que pedía su hijo. Con recelo y al mismo tiempo con curiosidad por saber hasta dónde podía llegar Tino, le ofreció:

- ¿ Qué otra cosa quieres?

- Podías ordenar que encendieran las columnas luminarias. Y también que quemaran mirra en los pebeteros…

- ¡ Vaya capricho! -Pero Salomón gritó-: ¡Encended las lámparas y los pebeteros! -Y a su hijo-: ¿Estás satisfecho?

- ¿ Puedo hacerte una pregunta?

- ¿ Tú crees que pueda contestártela?

- No lo sé. Tú veras… Mi pregunta es la siguiente: ¿Has llorado alguna vez por mí?

- ¡ Oh! ¡Vaya ocurrencia! Tantas veces, cuando has estado enfermo de gravedad…

- ¿ Por mí… o por la parte tuya que yo soy?

- Déjate de sutilezas… Se llora por los hijos porque sí, porque son hijos. -Y en un descuido, al oído del lampadarius-: Pon la mejor mirra de Arabia que hay en la casa… -Y a Tino-: Decías, hijo…

- Hoy Pedro ha llorado por mí…

Tino fijó su mirada en los ojos de su padre. Una mirada terriblemente escrutadora, al extremo de que Celso se los restregó.

- ¿ Dices que ha llorado por ti? Me parece, Tino, que Pedro llora por cualquier cosa…

- Comprendo que yo soy cualquier cosa, pero lo que yo le dije era importante. Lloró por algo que yo iba a hacer y por lo que tú, sabiéndolo, no lloraste. No brotaron las lágrimas de tus ojos, sino los denuestos. Lloró como si él fuera el más entrañable de los padres y yo el más desvalido de los hijos… ¡Es curioso! Si Jesús vino a superar la ley de Moisés, Pedro está superando las lágrimas de Jeremías. Cuando vi las lágrimas del venerable Pedro pensé que lo jeremíaco no pasaba de ser una tradición casi literaria…

- No digas eso, hijo…

Tino tomó un sorbo de vino. Lo paladeó.

- Exquisito, padre. ¡Mira que habremos bebido vino de Engadí en la casa…! Sin embargo, se me antoja que hoy tiene otro sabor… -Y ensimismado, mirando fijamente la copa de piedra murrina, dijo quedamente-: Con el precio de cada uno de estos sorbos habría para saciar el hambre de toda una familia… El Apóstol me habló del sumenio… Recuerdo que cuando era niño me decías que nunca me juntara a un chiquillo del sumenio. Siempre que hemos atravesado el sumenio ha sido en coche, cerrando las cortinillas y tapándonos las narices… El Apóstol me dijo que ahí, en ese miserable arrabal viven seres humanos, personas como tú, como madre, como Ruth… personas como yo, con su corazón… y con su estómago… -Movió la cabeza como si quisiera ahuyentar tales pensamientos y aspiró profundamente-. ¡Qué delicia esta mirra…!

Celso extendió la mano para acariciar la de su hijo, oprimiéndosela amorosamente:

- Por fortuna, esta mirra nos aleja de la miseria del sumenio.

- Nos aleja o nos oculta, pero no la evita, no la destruye. Un día Mileto me dijo que lo peor de la riqueza era tener por base la miseria de los demás… ¡No me hagas caso, padre! ¿Conoces la parábola del hijo pródigo?

- Sí. Es una de las más hermosas prédicas de Jesús, Nuestro Señor… -Y súbitamente preocupado-: Supongo que tú no piensas…

Tino movió la cabeza afirmativamente.

- ¡ Cómo!

- Me ilusiona ser despedido igual que fue recibido el hijo pródigo…

- Es que piensas irte… ¿adónde?

- El apóstol Pedro me ha dado la solución… Todo hubiera sido preferible, desde luego, a caer en la aberración de renegar… ¿O acaso, padre, te habría complacido tener un hijo pagano?

- ¡ No digas tonterías! Por adelantado te niego toda autorización para abandonar la casa…

- Soy mayor de edad, padre. Me voy a Jerusalén. Recorreré en peregrinación, a pie, como lo hizo Nuestro Señor Jesucristo, Palestina… Iré a Antioquía. Después, al cabo de no sé qué tiempo, regresaré a Roma. Tengo una misión que cumplir. ¿Te imaginas? No… El apóstol Pedro tiene confianza en mí. De vuelta, me nombrará presbítero adjunto de la iglesia del sumenio.

- ¡ Del sumenio! Bonita carrera: catequizar a las ratas sumenias…

- Exactamente…

- Y todo ese programa lo vas a realizar con mi dinero.

- Con el mío…

- Que es el mío…

- No, no, padre, el mío…

- Tu dinero y el de todos los de esta casa es mío.

- Te repito que no con tu dinero. El mío, con el que realizaré el viaje, me lo dará Pedro.

Salomón bajó la cabeza. Y en seguida se deslizó de la litera, diciéndole al triclinario:

- Apaga los pebeteros. -Y a su hijo-: Vete a dormir, y mañana, cuando se te haya despejado la cabeza, hablaremos despacio.

Salió del comedor y de paso apagó una de las columnas luminarias. Tino se quedó contemplándolo un instante. Sintió pena por él. De buena gana echaría a correr para abrazarle: «¡Padre, ya eres viejo y quizá no volvamos a vernos. Dame tu bendición!» Mas lo dejó irse, seguro de que en ese momento se rompía el pacto de la sangre. Había entrado en una nueva alianza, en una nueva familia. ¡Qué distintos estos viejos lazos familiares de aquellos que ataba el Apóstol! Pocas horas antes. Tino había salido de su casa siendo un adolescente, un hombre sin madurez, reblandecido por un amor infortunado. Había vuelto hecho un hombre, fortalecido por un amor venturoso. Lo que no lograra su padre lo consiguió Pedro al darle una misión: «Te elijo para la Obra de Dios, Tino; deja a Crispa, deja a los tuyos y ve a Jerusalén». Una alta, delicada y esforzada misión: enderezar sus pasos y los del prójimo hacia Dios. Su padre apenas si le había confiado hasta entonces pequeños menesteres administrativos.

Se iba como el hijo pródigo, pero al festín del sacrificio, a la holganza de la meditación, al Amor de los amores. Por eso había deseado que su padre lo despidiera. Definitivamente. Porque estaba seguro de que al volver, si aún vivía su progenitor, no habría alegrías del retorno. Una barrera insorteable se levantaría entre su padre y él.

Tino abandonó la casa poco antes del amanecer.

En la mañana, Salomón fue en busca de Pedro. El Apóstol le dijo:

- Quizá llegues a tiempo y lo alcances en la puerta Capena. Pero no olvides que Tino es mayor de edad.