PARÁBOLA DE LA DONCELLA PRUDENTE

Benasur fue a la iglesia de Suburra a despedirse del Apóstol y pedirle una carta de presentación para César Tomás, presbítero de la iglesia de Pompeya. Pedro estaba contento. Habían entrado en la iglesia tres personas muy significadas: el matrimonio Joppiano, conquistados por la catequesis de su propio hijo Rubén, y Lucio Caninio, el mayordomo de Narciso, el poderoso liberto del Emperador.

- Gracias a este devoto tenemos una valiosa fuente de información en el Palatino. Además Lucio Caninio me ha dicho que otros dos esclavos de palacio y muy íntimos del César son elementos propicios a convertirse a nuestra doctrina.

El Apóstol solía contar los triunfos de la Iglesia ante los cristianos o amigos que le rodeaban; y guardaba reserva cuando se trataba de las tribulaciones de la Iglesia, que eran las suyas propias. En esa ocasión le acompañaban el escriba Estaquis, Rubén y Lino; Efraín, de la iglesia Vaticana; y Áquila, Priscila y Judas Josefo, de la del Aventino. Estos últimos habían acudido al Apóstol para tratar asuntos relacionados con su iglesia.

Benasur, que aún sentía la herida de los quinientos áureos que le hiciera Sabi, comentó:

- ¡ Buena falta nos hacen esas personas, venerable Pedro, porque hay cada elemento en las iglesias que mejor estaría en la cárcel!

Pedro se quedó perplejo.

- Las palabras que dices, Benasur, entrañan una denuncia. ¿Quién es el falsario, quién el prevaricador, quién el criminal?

El navarca, ante la réplica del Apóstol, temió haber sido indiscreto. Y mordiéndose las palabras, trató de recogerlas y darles un sentido más prudente: -No acuso a nadie, venerable Apóstol; pero no se necesita mantenerse muy despierto para ver que la cosecha no es tan limpia como debíamos procurar. Son pocas las espigas de trigo y mucha la cizaña. Se impone, creo yo, un rigor en la selección.

- El pescador de ostras, Benasur, saca todas las ostras que encuentra en el fondo del mar. Luego las abre y en unas encuentra perlas y en la mayoría no. Y en Genesareth cuando yo recogía las redes henchidas de peces, tenía que separar los malos peces de los peces buenos. No podía evitar que durante un tiempo en las redes y en mis manos estuvieran todos los peces revueltos, mas después, hecha la selección, los peces malos volvían al mar. Hace unos días suscitaste el mismo tema. Y en él me referí con argumentos y ejemplos. No me molesta tu insistencia, que es hija de tu celo cristiano; pero me parece que aún no entendiste ciertos aspectos de la misión y faena de los apóstoles y predicadores. Se me ocurre una fábula que podríamos titular Parábola de la doncella prudente. Escuchadla:

»Había en una ciudad un rey anciano que tenía un hijo mozo. Como viera que sus pasos estaban contados, se preocupó tanto por la falta de descendencia que hizo llamar a su hijo, perdido en el ocio de la caza, para que le prometiera que tomaría por esposas a las cinco más bellas y virtuosas doncellas del reino. Obtenida la promesa, el rey despachó embajadores en busca de las doncellas. Ante su tardanza, el anciano, impaciente, mandó a otros; y así, en distintas ocasiones, hasta veinte heraldos. Al poco tiempo, llegaron los primeros que habían partido, trayendo cada uno cinco doncellas, que alojaron en el matroneo. Atentos a las bellezas del cuerpo, más visibles que las del alma, los mensajeros habían sido burlados por el disimulo de las doncellas, pues de cada cinco sólo una era prudente. Y en los ocios de la espera, las indiscretas contagiaron con sus defectos a las prudentes. Así se juntaron en palacio noventa y cinco doncellas. Y el hijo del rey viendo que todas se corrompían entre sí, salió a las puertas de la ciudad y allí aguardó al último embajador. Y le dijo: «No les digas a las doncellas quién soy, pues quiero probar su prudencia». E inquirió a la primera: «¿A qué vienes a la ciudad?» - «A ser esposa del hijo del rey.» - «¿Y eso te complace?» - «Sí, porque seré envidiada.» Y así fueron contestando las demás doncellas. A unas movíales la vanidad, a otras la codicia. Al fin le tocó el turno a la quinta. «¿Te complace casarte con el hijo del rey?» - «Sí, porque hago obra de caridad.» - «¡Cómo!» - «¡Ay, mozo -dijo la doncella prudente-, que yo preferiría la paz de mi casa a las zozobras y sofocos de palacio! Cuando mi padre supo que era requerida, me dijo: "Ve, hija mía. Si un rey ha de buscar esposa para su hijo fuera de la corte, quiere decir que es un infeliz o un desalmado; en cualquier caso, un desgraciado. Ve, hija mía, y sé dichosa haciéndole caridad".» Eso dijo la última doncella. Y el mozo la llevó a palacio y la presentó a su padre: «De cien doncellas aquí tienes, padre mío, la única digna de ser mi esposa. Si tu impaciencia no hubiese sido tanta, ahora tendría libre el matroneo para alojarla. ¿Y dónde la guardo sin riesgo de que su virtud se dañe?» El rey meditó y dijo: «Hijo mío, llévala al matroneo, pues su virtud si es genuina no sufrirá daño ni menoscabo con la maldad de las otras». Así lo hizo el mozo. Y sucedió que el orgullo de las otras sintióse ofendido por la virtud de la doncella prudente. Y el despecho las impelió a pedir viático y abandonar el matroneo. Sólo quedaron dos doncellas. El hijo del rey les dijo: «Y vosotras ¿qué?» - «Déjanos, mozo, con la doncella prudente, que tendremos honor en servirla en lo que nos mande.» Enterado el padre, le dijo a su hijo: «Mis prisas no eran impaciencia del mundo sino sabiduría del corazón. Entre muchas sólo tres han sido escogidas. Fecúndalas pues son sana levadura para mi descendencia».

Así terminó el Apóstol la parábola. Benasur hubo de reconocer una vez más que Pedro tenía razón. Después de pedirle excusas por su impertinencia, dijo:

- Estoy tentado, venerable Pedro, a seguir importunándote con necedades propias de un espíritu mundano, sólo por escuchar tu palabra inspirada. En verdad que es bella y aleccionadora la parábola.

Benasur salió del atrio en compañía de Lino y el matrimonio Áquila. Mileto le había hablado hacía tiempo de Priscila, por la que había sentido una especial afección. Con Priscila estuvo charlando un buen rato de Antioquía. Mileto le dijo en cierta ocasión: «Estas doncellas como Priscila son mujeres nuevas». Entonces Benasur no logró comprender qué quería decir su escriba con lo de mujer nueva. Él había tenido como mujer nueva, renovada diariamente en el amor, a Raquel. Raquel había sido mujer de la carne y del espíritu. Con la fe nazareno, Raquel llegó a superar la carne hasta vencerla y vivir sólo para el espíritu. Clío la definió un día: «Es terriblemente inteligente, y su fe, de tan sutil y aguda, resulta fría». ¿Era fría la fe de Raquel a los ojos de Dios? Lo cierto es que Dios la escogió para el martirio.

No; Priscila no era una mujer nueva al modo de Raquel, tan atenta y gustosa de lo suntuario, tan formularia para la práctica de las virtudes nazarenas. Mas Raquel, a pesar de sus vestidos, sus perfumes y sus joyas; a pesar de que hacía caridad con su dinero pero con mano ajena, fue buena a los ojos de Dios; y Dios, en recompensa purificadora, le dio el martirio.

Priscila, sí, era otra cosa. Derramaba santidad. No era hermosa como la veía Mileto. Quizá a Mileto le seducía la santidad, la calma, la bienaventuranza que se desprendía de su alma y esto hacía que la viera hermosa. Era serena en sus facciones, apacible en sus ademanes, suave y persuasiva en sus palabras. En definitiva, su encanto y gracia física eran un reflejo de la gracia y encanto de su alma.

Áquila le pareció menos dulce que Priscila. Pero cuando los dos se miraban a los ojos o cambiaban unas palabras, semejaban ser una misma persona en cuerpo y alma.

Judas Josefo los llamó desde la puerta del tablinum, en que despachaba el Apóstol, diciéndoles que había llegado el presbítero Tomás. Áquila, antes de retirarse, explicó a Benasur y a Lino que Ezequías les había ofrecido el aula de la sinagoga Vetusta para que efectuaran sus reuniones. Que como el asunto era muy delicado había optado por consultar el caso al Apóstol.

- Veo al archisinagogo Ezequías muy inclinado a nuestra fe, y creo que merece la pena aceptar su ofrecimiento si logramos que se sume a nosotros.

Se fueron Áquila y Priscila, quedándose solos Benasur y Lino. Éste le planteó:

- Me escriben de Volterra diciéndome que hay una persona interesada en comprar mis tierras. No sé qué hacer. La oferta es buena, y si me hiciera cristiano preferiría venderlas para entregar su producto a la comunidad. Pero ¿y si las vendo y luego no me convierto? Habré hecho una venta inútilmente.

- Mira, Lino: el negocio de las tierras es cosa de dinero; y el negocio de la fe, es cosa del espíritu. No promiscues. Si te conviene vender las tierras, porque la oferta es interesante, hazlo. El producto lo guardas en un Banco. ¿Que luego te haces cristiano? Pues sacas el dinero y lo das a la comunidad. ¿Que no te haces cristiano? Pues inviertes el dinero en negocio que te produzca o en otras tierras. Lo que no debes hacer es, por tu inclinación al cristianismo, precipitarte y malbaratar las tierras…

- No; es buen precio el que me ofrecen.

- Entonces, véndelas.

Se les juntó Pompeyo Nazarita, presbítero de Suburra, coadjutor del Apóstol. Era converso de la Pentecostés y un bendito de Dios; de los que Benasur decía que tenían el corazón místico: poco activo. El exceso de movimiento interior le incapacitaba para las cosas del mundo, incluso las del pastoreo espiritual.

Le preguntó a Benasur:

- ¿ Qué es de Sabino? Hace días que no lo veo.

Benasur se encogió de hombros y esperó a que hablara Lino. La sola pregunta de Pompeyo Nazarita le tranquilizó.

- No sé nada de él. Me acompañó unos días y luego lo perdí de vista. ¿Tú sabes qué es de él, Lino?

Lino no miró a Benasur para contestar:

- No, nada sé de él… Lástima, porque es un hombre conmovedor… -Y tras una pausa-: Creo haber oído ayer al venerable Pedro algo sobre Sabino… O se ha ido de viaje o está enfermo.

La noticia desazonó a Benasur. La rata sumenia era capaz de burlar el pacto y regresar a la iglesia de Suburra para seguir explotando al Apóstol.

- ¿ A ti te conmueve un hampón, Lino?

- ¡ Que Sabi es un hampón…! -se escandalizó Pompeyo Nazarita-. ¡No es posible! Desde que conoció al venerable Pedro ese hombre se ha convertido en un pobre de Yavé, un auténtico pobre de Yavé.

- Sin circuncidar -remató Benasur.

Hablaron de otras cosas. Benasur se sentía desazonado. Esperaba Impacientemente que el Apóstol terminase con los del Aventino para interrogarle sobre Sabi. Al cabo de un rato llegó Mileto con una noticia que interesó a Benasur.

- Vengo del Cardo argenti. En la Sociedad de Materias orientales ha subido el marfil. Me supongo que mucho antes de lo que tú, optimistamente, podías esperar.

- ¿ Cuánto?

- Seis denarios talento en colmillo sin hoja.

- ¿ Puesto en Roma?

- Puesto en puerto de embarque: Leptis Magna.

- ¡Bubú! -exclamó Benasur refiriéndose al elefantino heráldico de la Gran Leptis-. Nunca creí que los pesados elefantes pudieran subir tan ágiles.

Era una buena noticia bursátil. Benasur había invertido el resto de su fortuna en marfil, comprando las existencias de colmillo que hubiese en Leptis Magna durante cinco años. Se había servido para esta especulación de su crédito con la Banca Abramos de Leptis Magna, Cirene y Cesárea de Mauritania.

- Me supongo que en Roma no encontrarás en venta un solo colmillo -agregó Mileto-. Lo que quiere decir que el marfil continuará subiendo… -Y en voz baja-: No hay forma de que te arruines.

¿Cuántos talentos de marfil tienes acaparados?

- Cerca de cuarenta mil; más todo el marfil en bruto que venga de la India. El agente de Abramos en Porto Albo tiene instrucciones de comprar el cargamento que llegue de allí en el verano. En esta especulación no busco el dinero…

- ¡ Oh no! Tú, Benasur, nunca buscas lucrarte…

- Quiero hacerme dueño del mercado exportador de marfil para arrebatárselo a Garama; de este modo se creará una crisis económica que dará al traste con el régimen de Agarán. Es fácil prever lo que va a suceder. En cuanto la gente se dé cuenta que escasea el marfil no habrá puerta, arcón, mesa, trípode, litera, cama, silla que no esté guarnecida o adornada de marfil, provocando esta demanda nueva subida de precio.

- ¡ Qué casualidad! Tú, desde luego, no buscas enriquecerte, pero da la coincidencia de que todas las especulaciones te proporcionan dinero.

Mileto se disculpó. Vio venir hacia ellos a Priscila y a su marido. Haciéndose el desentendido se acercó al album colocado en el muro del atrio y donde se daban noticias de Palestina, proporcionadas por los judíos que llegaban de allá. Benasur se dirigió al tablinum. La consulta había terminado, pero todavía el Apóstol y el presbítero del Aventino hablaban. Pedro le hizo una seña para que pasara.

- ¿ Sabes algo de Sabi?

- Se circuncidó hace cinco días en la sinagoga Vernácula…

- ¿ Que se circuncidó?

- ¿ Por qué te extraña? Me dijo que tu compañía y ejemplo le habían decidido a hacerse cristiano. Ha ingresado en la comunidad Vernácula. Y en cuanto esté bien de la circuncisión, se preparará para bautizarse. Desde luego él ya ha hecho su aportación de bienes a la comunidad… cosa que me ha dejado confuso. Yo lo creía pobre y ha entregado quinientos áureos. Me ha dicho que eran sus ahorros. Con sus quinientos áureos y los pocos cristianos de la iglesia del Sumenio, ésta es la más rica de Roma. Josefo Octaviano, presbítero de dicha iglesia, ha alquilado un cenáculo en la vía Appia, cerca de la puerta Capena. Le caen a mano todos los hermanos vendedores de garbanzos torrados, de hilos y hojas livianas que hacen comercio en esa zona de la ciudad… -Y reparando en la expresión taciturna de Benasur, inquirió-: ¿Qué te sucede?

- Nada, amado Apóstol. Me deja confusa la actitud de Sabi… Es curioso. A ese hombre le conocí hecho un hampón… Su hermana…

- Sí, lo sé. Él me lo ha contado. Y me dijo que hace a ños tú hiciste con ellos una obra de caridad, socorriéndolos cuando se hallaban en la mayor miseria…

- ¿ Eso te dijo?

El Apóstol asintió con la cabeza.

- Sabi es muy noble y exagera. Hice algo que era mi capricho… y que indirectamente les benefició. En fin, me gustaría visitarle…

- Se aloja en la iglesia del Sumenio. Josefo Octaviano piensa nombrarle tesorero. La dirección: ínsula Tallaris, vía Appia, puerta Capena.

Benasur guardó la carta que le dio el Apóstol para César Tomás y se despidió de él. Luego pasó a recoger a Mileto, y los dos salieron rumbo al mesón para almorzar juntos en compañía de Clío.

En la tarde, Benasur fue a visitar a Sabi. Le llevó una anforita de vino de Naxos.

- No te había preguntado por tu hermana…

- Murió… tísica.

- ¿ Y tu hermano?

- En la cárcel.

- Lo siento, Sabi.

- ¡ Bah! No merece la pena. ¡Ratas sumenias!

- ¿ No me perdonas?

- ¿ Por qué he de perdonarte si te he engañado? Tú eres el que debe perdonarme. He sido poco piadoso contigo.

- Has sido muy piadoso conmigo dándole al Apóstol la versión que le diste.

- De cualquier modo fue un togazo.

- No hablemos más del asunto. ¿Cómo te sientes?

- Bien. El presbítero me dice que es aprensión mía. Pero yo siento fiebre.

- Sí, aprensión… Ya debes tenerlo cicatrizado.

- No lo sé. No me atrevo a mirarme. ¿Sabes una cosa? Que desde que me sometí a ello me siento otro hombre, mejor.

- Lo creo.

- El presbítero me dijo que el Señor Jesús también se había circuncidado.

- También.

- Dime, Benasur… ¿Y eso de circuncidarse del corazón…?

- No temas, Sabi. Tú estás circuncidado del corazón.

- ¿ Por qué?

- Porque eres bueno, noble…

Sabi negó con la cabeza.

- No sé. Si hay algo bueno en mí se lo debo al santo Pedro.

- ¿ Le amas?

- A nadie en este mundo he amado como a él. Es un gran señor y desde el primer momento me distinguió como a un igual. Tú, que eres señor, no puedes saber lo que es esto: sentirte considerado como una persona honesta, digna de confianza. ¿Quieres oírme una cosa? La digo sin la menor intención de ofensa. El cristianismo es lo más grande que nos ha venido de Dios, sobre todo a los pobres, pues viene a dignificarnos. En cuanto se propague la doctrina de Jesús por todo el mundo, no habrá paria que no sea cristiano, pues se sentirá ensalzado, considerado, ennoblecido. Y los ricos, los poderosos si quieren ser felices tendrán que humillarse y abatir su orgullo. Créeme, Benasur, yo tenía un ansia de riquezas que me quitaba el sueño. Ambicionaba litera muelle, collar de oro, subúcula limpia todos los días, los mejores manjares en mi mesa, baños de agua aromática… Hoy nada me importan esas cosas. Me da igual un cobre que un áureo. Tengo una paz en el espíritu, un ansia de ser útil y bueno a los demás… Y esto me hace feliz como nunca lo he sido. Cuando paso por el Foro, por delante de la Curia y veo a tanto señorón cejijunto, malhumorado a pesar de su poderío y riqueza, con un terrible miedo a la muerte, sin ninguna esperanza para lo porvenir, siento por ellos una infinita lástima. Y me digo: «Sabi, eres un hombre feliz, has entrado en el Reino de los Cielos gracias al santo Pedro, gracias a tu Señor Jesucristo. ¿Qué importan ahora el hambre y la toga sucia, la penuria y la pobreza si participas de todas las riquezas, de todas las distinciones y honores del Reino de los Cielos?» -Y tras una breve pausa-: ¿No es cierto, Benasur?

- Sí, es cierto -le dijo el navarca sin mucha convicción. Le par eció que Sabi tenía una concepción del mundo y de la religión demasiado cándida. Después, como un eco de alguna idea o frase oída a Mileto, agregó-: Pero no es conveniente dejarse adormecer en esa felicidad estática que nos da la fe. Estamos en el mundo, y el mundo es lucha, Sabi. Y hay que poner todo lo que esté de nuestra parte por mejorar este mundo en que vivimos. Si tú te haces cristiano tienes que ser un soldado de Cristo. Cristo ha declarado la guerra a la injusticia. Todos estamos comprometidos en esta guerra.

- Y tú, que eres rico, ¿qué papel crees que puede jugar el dinero en esta guerra?

Benasur trató de eludir la proposición tan quemante que le hacia Sabi. Y repuso:

- En la doctrina de Cristo los pobres tendrán que superar su pobreza y los ricos su riqueza. Ser cristiano supone abolir, por olvido, una condición puramente temporal. El rico puede renunciar a sus riquezas, mas el pobre, aun deseándolo, no puede renunciar a su pobreza. Por eso el pobre y el rico se ven igualados en la conquista de los tesoros del Reino de los Cielos…

- Jesús, según me contó el santo Pedro, dijo que primero entraría un camello por el ojo de una aguja que un rico en el Cielo. ¿No quiere esto decir que toda posibilidad de salvación queda negada a los ricos?

Benasur movió la cabeza negativamente.

- Jesús ha venido a dictar una ley de la máxima exigencia, del más férreo rigor; pero, al mismo tiempo, otorga la máxima indulgencia. El primer deber del hombre para con Dios, amarle sobre todas las cosas y personas; la primera virtud para con su prójimo, la caridad. Quien impone la caridad no puede dejar de administrarla, sin la menor reserva, a los hombres, sean ricos o pobres, felices o desdichados. Sucede que el rico, poseyendo un instrumento eficacísimo para hacer el bien y el mal, tiene una mayor responsabilidad ante Dios que el pobre. Ésta es, escuetamente, la situación del rico ante Dios. Porque es el dinero, por el mal que engendra o por el bien que deja de engendrar, el que hace pecar al rico cien veces más que al pobre. El pobre por serlo, con sólo creer y amar a Dios, tiene libre acceso al Reino de los Cielos. Luego, dentro del Reino de los Cielos, será sometido a juicio. Mas el rico es sometido a juicio antes de entrar en el Reino de los Cielos. En el Reino de los Cielos, rige la indulgencia. Por tanto, el pobre tiene entre cien casos noventa y nueve oportunidades de ser juzgado blandamente. Mas el rico, ¿cómo puede confiar en un juicio benévolo si antes será objeto de juicio para entrar en el reino de la indulgencia?

- Eres sabio, Benasur…

- No, Sabi. Para con Dios sólo hay una sabiduría, la del corazón. Y tú eres más sabio del corazón que yo. Yo, que he sido criado y educado dentro de la religión de Moisés, sabré más escrituras que tú. Pero en la mayoría de los casos lo que en mí es eco de letra muerta en ti es sonido de palabra viva. Tu camino al Reino de los Cielos, si sigues rectamente al venerable Pedro, lo tienes expedito; y yo, auxiliado con la gracia del Espíritu Santo que recibí en el bautismo, iré, si mi Señor Jesús Resurrecto me ayuda, quitando piedras y obstáculos. No son mis manos ni mis pies los atados por las riquezas, sino mi corazón.

- ¿ Y por qué no te desposees de ellas? Es fácil, Benasur.

- Ése sería el camino cómodo. Pero mis riquezas son mi propia expiación. Yo me iré desposeyendo de mis riquezas gradualmente, en actos de penitencia. ¿Puede el inteligente dejar de serlo por propia voluntad? ¿Puede el artista dejar de ser sensible a lo estético? ¿Puede el príncipe dejar de gobernar? Nadie puede huir ni renunciar a su condición. Pero sí puede superarla: con la caridad. En definitiva, en el negocio del Reino de los Cielos, sólo hay unas riquezas, unos valores válidos: la fe, la esperanza y, sobre ellas, la caridad.

Sabi no se atrevió a juzgar a Benasur, a pesar de que sus conceptos le parecieron demasiado alambicados, especiosos. Porque según él entendía, desposeerse de las riquezas era aligerar la carga en el camino de la perfección. El dinero era pesada, gravísima carga para la jornada del espíritu, y mientras Benasur cargara con el fardo de sus riquezas se vería obligado a hacer muchos altos en el camino. ¡Y ay de él si la muerte le sorprendía en uno de esos altos con todas sus inútiles, engorrosas, corruptoras riquezas encima!

Mas Sabi no quiso razonarle de este modo. Máxime que el Apóstol, tan estricto en la aportación de bienes a la comunidad, dejaba a cada cristiano una autonomía absoluta de conciencia a este respecto: «Tengo mil y doy uno», podía decir el cristiano, que Pedro le diría: «Venga ese uno y bendito seas». Lo que no podía decirse era «Tengo cien y te doy los cien», quedándose con novecientos, porque entonces la conciencia cristiana defraudaba al Espíritu Santo. La verdad, sólo la verdad. Podía cometerse cien pecados y recibir la indulgencia si se confesaban los cien. Pero no podía confesarse sólo noventa y nueve y dejar oculto, pudriendo a la conciencia, un solo pecado, aparentemente menos significante y lesivo que los otros, pero más quemante.

Benasur puso su mano sobre la frente de Sabi. La notó húmeda y caliente. Sin duda tenía fiebre.

- No te preocupes. -Y recordando a su médico Osnabal mejor que al famoso Atheneo de Atalia, le dijo-: Seguramente tu espíritu sufre una tensión originada por la emoción del rito a que te has sometido. Pasará pronto. Sin embargo, te mandaré un buen físico a que te reconozca.

- ¡ No por favor, Benasur! -resistió súbitamente afligido y púdico Sabi-. No mandes a nadie. No tengo fuerzas para mostrar mi desnudez…

- ¿ Es por pudor de cristiano o por vergüenza de romano?

- ¡ Ay, Benasur, que Dios me perdone! Creo que es por ambas cosas. Mas si esto ha sido hecho en reconocimiento al Señor, el Señor de los Cielos me curará.

El judío, ya para despedirse, le dijo:

- Si algún día me necesitas o me necesita nuestro Apóstol o alguno de los nuestros, escríbeme.

- Si no sé escribir, ¿cómo lo haría?

- Estaquis puede hacerte la carta. Y dile a Mileto que te dé cabida en una de sus escuelas.