IMPULSORE CHRESTO

Los hechos milagrosos sucedidos en las personas de Josefo, Eleazar y Gina Calvisia, así como la conversión de Jonás se propagaron por la población judía de Roma; pero los nazarenos de la prosperidad permanecieron remisos a la llamada de Pedro. Fueron varios los fariseos viejos, entre ellos Tito Josefo, que ante las muestras del Apóstol abrazaron el cristianismo, mas los rebeldes del Transtíber se unieron con más ahínco en su obcecación.

Esto traía afligido a Pedro. Y todas las noches rezaba en silencio por los rebeldes, porque quería agotar hasta el último extremo su paciencia y su caridad antes de tomar una medida enérgica. «Hay un pozo de Jacob en cada uno de nosotros. Y de él debe manar inagotable el agua de la vida eterna: la caridad.» Alguna vez se lo había dicho el Maestro. Mas Pedro pensaba que ese pozo no debía ser emponzoñado por la perfidia de los malos.

Las iglesias prosperaban con lentitud. En el Aventino (en casa de Simón Batanero) se inauguró la de este barrio. Y en ella se bautizó Calvisia, que adoptó el nombre de María.

Por su parte, Jonás recorría infatigable la Roma que él tanto conocía; pero ahora no predicaba ni hacía obras de asistencia. Los romanos al escuchar la noticia de Cristo y su apóstol Pedro se preguntaban qué nuevos dioses serían aquéllos, y no le prestaban mayor atención creyendo que el judío, ya muy viejo, había perdido las entendederas. Pero entre los judíos el testimonio de este antiguo Testigo de Moisés causaba conmoción. Celso Salomón, que le daba una mesada para sus pobres, se la retiró. Igual hicieron otros nazarenos del Transtíber, incluso Aquila. Priscila le había dicho a su marido: «Creo que estamos equivocados negando nuestra obediencia al venerable Pedro».

Mas Aquila no hacía caso de estas amonestaciones de su mujer. Áquila y Priscila constituían un matrimonio ejemplar dentro de la comunidad cristiana. En los primeros años de matrimonio vivieron inquietos esperando un hijo que no llegaba. Y como esta ansiedad les alteraba el ánimo de vez en cuando, antes de que las destemplanzas llegaran a agriar la vida en común, renunciaron al hijo que Dios no les daba y en un ágape anunciaron sus votos de castidad. Y como esta renuncia a la vida material suscitara comentarios de distinta intención, Aquila dijo: «Era gracia de Dios que el Mesías naciera de vientre de mujer israelita. Por ello, mientras se cumpliera la profecía, la mujer estéril podía sentirse olvidada de Yavé. Pero ahora que el Mesías ha nacido, vivido, muerto y resucitado, la ley de la fecundidad ha sido derogada. Más aprovecha al alma la castidad que el recreo de la carne. Hemos hecho votos de castidad mi mujer y yo porque nos sentimos fuertes para cumplirlos. No censuro a los matrimonios que se hallan en nuestras condiciones y no siguen nuestro ejemplo. Pero que nadie critique lo que hemos determinado de común acuerdo mi mujer y yo».

De esto hacía ya un año. Y Priscila, en los ratos que le quedaban libres en el taller de su marido, asistía a las madres judías de escasos recursos. Su dedicación a estos menesteres no recibía sino alabanzas de la población judía.

Llegó el día que se agotó la paciencia de Pedro. Y se fue al Pincio a ver a Salomón.

- Tu insistencia en el error, hermano Celso, me obliga a tomar una severa determinación. Tú y todos los que te siguen en el funesto ejemplo que das, seréis segregados de la Iglesia de Cristo si no deponéis vuestra actitud. Os doy quince días para pensarlo. Hemos alquilado el huerto de Lucio Probo en el campo Vaticano. Vamos a inaugurar la iglesia del Transtíber. No quiero en la comunidad de ese barrio nazarenos rebeldes. Tuya es toda la responsabilidad.

El Apóstol salió de la domo del Pincio sin obtener una contestación satisfactoria. Sara le dijo a su esposo: «Celso, no olvides que Simón Cefas es la Piedra». Porque Sara se encontraba esos días conturbada por la actitud de su marido y el auge que tomaban las iglesias. Principalmente desde la conversión de Jonás. Por otra parte, la ida de su hijo obedeciendo la inspiración del Apóstol, conmovía, cada vez más intensamente, su corazón de madre.

Los rebeldes no cedieron. Sin que se pudiera señalar al culpable cayeron denuncias en el Castro Peregrino (dependencia que resolvía los asuntos de los extranjeros en Roma) sobre las actividades ateas de Jonás. Agentes de la Cauta siguieron los pasos del predicador. Y las denuncias fueron verificadas con pruebas y testimonios. Jonás hablaba de un Dios extranjero como única deidad existente, lo que equivalía a negar a los dioses romanos. Estaba muy reciente la rebeldía judía contra el culto al Emperador. Claudio había transigido devolviéndoles a los judíos su libertad religiosa, pero ahora los judíos se incrustaban en el corazón de Roma y osaban negar la existencia de los dioses nacionales.

También vigilaban a Pedro. Investigaron las actividades de las iglesias reunidas en la domo de Suburra. Contra Pedro no hubo testimonio en contra. Si hacía ateísmo era en secreto, en privado y entre sus propios connacionales. En el Castro Peregrino se vio con satisfacción el asunto de los nazarenos y cristianos. Desde el punto de vista romano Pedro era un personaje palestino que había creado una nueva secta en oposición a la religión judía. Podían las autoridades romanas hacer la vista gorda. Todo lo que fuera ir contra la religión de los israelitas o su división doctrinal favorecía la religión pagana. Todos los dolores de cabeza que Roma tenía en la provincia de Palestina se debían siempre a la misma causa: la religión. No había que impedir que los judíos conspirasen contra ella.

Pero el caso de Jonás era otro. Públicamente, en los lugares frecuentados por judíos, hacía fe de ateísmo, invocando a Cristo. Sus palabras iban dirigidas a los judíos, pero Jonás al hablar no decía: «Romanos, tapaos los oídos, que no hablo para vosotros».

Se dio orden de aprensión. El asunto fue encomendado a la Cauta, que debía obrar con sigilo y prudencia. Jonás había sido muy popular en Roma, aún lo seguía siendo a pesar de su «última chifladura». Había que apresarlo sin que nadie se enterase, y preferiblemente después de desacreditarlo. Los agentes de la Cauta se movieron sigilosos. Los pedagogos fueron los encargados de esparcir, de buena fe, el peligro público que representaba el viejo Jonás.

Mas la Policía secreta se encontró resuelto el asunto. Una noche, sin saber cómo, ardió en Suburra la domo que cediera Mileto. Fue un incendio voraz que no dejó en pie sino los muros maestros. La comunidad cristiana quedó desolada.

A la mañana siguiente, enterado Pedro del siniestro, comentó: «No culpéis a nadie. Ha sido una purificación». Mas el Apóstol veía en el incendio la mano de un rebelde.

Esa misma mañana, dos agentes de la Cauta se presentaron en el domicilio de Jonás, en el Aventino. El predicador estaba muerto. Llamado el físico de la Prefectura Urbana dictaminó que había fallecido de anciano. No se descubrió en el cadáver ninguna huella de golpe, violencia o tóxico. El asunto de Jonás fue sellado.

Quedaba pendiente el del incendio que, para la Policía, podía guardar una cierta relación con la muerte de Jonás. Mileto, el propietario de la domo, declaró que no tenía denuncia que hacer; que el incendio había sido puramente casual; que renunciaba a toda investigación.

Así se cumplieron los cuarenta y nueve días que Jesús había fijado a Jonás para su misión en Roma.

Mas para los nazarenos del Transtíber la doble desgracia de la comunidad cristiana, tuvo un misterioso significado. Y sin que ninguno de ellos pudiera señalar al autor de ambos crímenes, se sentían cómplices de la muerte de Jonás y del incendio de la iglesia. Los primeros que reaccionaron fueron Priscila y su marido Áquila. Se fueron a la domo del Pincio a ver a Celso Salomón:

- Me prestaste veinte mil sestercios, de los que te he devuelto doce mil. Te debo ocho mil y los intereses. Pero te dejo un taller que vale treinta mil. Cuando quieras haremos cuentas y si crees que soy acreedor, págame el dinero. Si no, quédate con todo y libérame de mi compromiso. Y aquí tienes las llaves del taller. La insensatez de la desobediencia a Pedro se ha convertido en crimen. Yo puedo ser un insensato, pero no me va el papel de cómplice. Voy a humillarme a Pedro.

Salomón protestó su inocencia. Y le dijo que él no se oponía a la determinación tomada con respecto al Apóstol, pero que siguiera con el taller. Aquila le repuso:

- Mi mujer y yo somos jóvenes, Salomón. Tenemos manos para trabajar. Volvemos a nuestra tradición artesana, grata a los ojos de Dios.

La comunidad cristiana aumentaba su prestigio en la población judía. Los mejores se hacían cristianos. Incluso los fariseos viejos se convertían a la fe de Cristo. La decisión de Aquila y Priscila aumentó el crédito del venerable Pedro.

Esta victoria irritó todavía más a los nazarenos de Salomón. Y el primer sábado que siguió al incendio y muerte de Jonás, en todas las sinagogas de Roma se provocaron desórdenes y actos de violencia. Los fariseos azuzaban a los dos bandos en pugna. Y el antagonismo adquirió tal virulencia que muchas familias unificadas por el amor y el sentimiento religioso se desunieron, cu mpliéndose una vez más las palabras de Cristo: «Porque en adelante estarán en una casa cinco individuos, tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre, y la madre contra la hija, y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra».

Estas violencias se cometían a ciencia y paciencia de los guardias urbanos. Tan neutral actitud de los mantenedores del orden no se debía precisamente al respeto a las ideas y sentimientos ajenos. Esta actitud correspondía a una orden de las autoridades urbanas. El emperador Claudio no era ajeno a ella.

Claudio había comprendido que los judíos -los financieros, los navieros- mantenían una guerra secreta contra él. No le perdonaban que los hubiera desalojado del mar. Y en esta lucha sorda, molesta y persistente, el Emperador preparaba una contraofensiva en gran escala. Para desatarla necesitaba un pretexto.

El día señalado para la inauguración de la iglesia del Transtíber, el huerto de Lucio Probo se hallaba materialmente cercado de nazarenos de Salomón y fariseos viejos. Unos y otros estaban dispuestos a dar la batalla que impidiera la instauración de la iglesia Una casa cristiana en el Transtíber significaba una ofensa y un reto al judaismo. Pedro fue apercibido de lo que se preparaba. Se corrieron las voces y se ordenó que todos los cristianos se reunieran al amparo del circo de Calígula, ya en gran parte desmontado, a fin de ir desde allí todos juntos al huerto de Probo, donde se había dado sepultura a Jonás.

Fue inevitable la refriega. Por órdenes del Apóstol los cristianos se presentaron inermes, sin ninguna arma ni objeto defensivo. Según se acercaban a la casa anexa al huerto, surgieron los primeros insultos y una andanada de piedras. La vanguardia de los cristianos no retrocedió. La constituían el Apóstol y sus colaboradores más cercanos: Estaquis, los Josefo y Urbano; Calvisia, dicha en la fe María; Efraín, Eleazar y su mujer; un testigo de la Pentecostés, Aquila y Priscila.

Una piedra dio en la frente de María, abriéndole una profunda herida. A ella le tocó la gracia de ser la primera doncella de Roma bautizada, que vertiese la primera sangre de las vírgenes gentiles. Otra pegó en el pecho del Apóstol. Pedro apretó las mandíbulas y siguió adelante. Priscila y María, la mujer de Eleazar, se detuvieron para auxiliar a María Calvisia.

La primera piedra del bando cristiano fue arrojada por uno que no era cristiano, mas comprometido a regañadientes con su causa: Jacobo, el pignorator. Desde ese instante se generalizó la pelea. Los cristianos se proveyeron de estacas y piedras y rechazaron la agresión. Jacobo, tan tímido y asustadizo con su esposa Marta y los números de la usura, se enardecía animando a los cristianos. No era manco. También sacudía palos a diestro y siniestro. La pelea fue breve y al cabo de unos minutos, con lesionados en ambos bandos, los cristianos lograron acercarse a la casa y entrar en ella. Se disponían a curarse los descalabros y magullamientos, cuando irrumpió una decuria de pretorianos, causando la perplejidad de todos. ¿De dónde habían salido? ¿Quién los había avisado? ¿En dónde estaban escondidos?

El decurión hizo preguntas. Se fue derecho a los principales. Y ordenó que se detuviera a Pedro, a Estaquis, a Efraín, nombrado por el Apóstol presbítero de la iglesia que iba a inaugurarse, a Áquila, a Josefa. Éstos comprendieron que los pretorianos tenían bien identificado al Apóstol y sus colaboradores más cercanos.

Con gran regocijo de los adversarios, fueron conducidos al Castro Peregrino.

El primero en comparecer ante el pretor Poncio Escauro, fue Pedro. El magistrado preguntó a los dos pretorianos que lo custodiaban:

- ¿ Causa?

- Desórdenes y violencia en el campo Vaticano -dijo un soldado.

El pretor miró indiferentemente al Apóstol. Después:

- ¿ Tú eres Cresto?

No era capciosa la pregunta. Revelaba solamente la ignorancia del pretor sobre el asunto de los judíos.

Pedro permaneció callado. No, él no era Cristo; mas para el pretor podía y debía serlo. Era su piedra fundacional, su representante, su apóstol. Contestar literalmente a la pregunta, sería volver a caer en la negación.

- Tú lo has dicho.

- Compareces ante un pretor romano. No estás entre judíos. Contéstame sí o no.

- Pues para ti, pretor romano, soy Cristo.

El pretor se dirigió al escriba estenógrafo:

- Ante mí, Poncio Escauro, en posesión de la pretura del Castro Peregrino, comparece un individuo llamado Cresto, de naturaleza judía, sorprendido en actos de violencia en el campo Vaticano en compañía de otros sujetos de su nacionalidad, movidos por ateísmo…

Fue así como se abrió el expediente judicial contra un instigador llamado Cresto.

Las preguntas sobre los hechos no pasaron de meras fórmulas. Lo importante, al parecer, era dejar constancia del alboroto de los judíos. Cumplida la diligencia e interrogados los demás cristianos, el pretor ordenó tres días de prisión para Pedro y que se dejara en libertad a los demás.

Mas la cosa no paró ahí. La noticia del encarcelamiento de Pedro llegó al sumenio de la puerta Capena. Gina no se había convertido a la fe ni se convertiría, pues tenía endurecido el corazón. Mas ella no dejaba de hablar de su devoción a Cristo y a su apóstol Pedro, que tan milagrosamente la salvara de la parálisis. Y al saber que su hija había sido herida por los adversarios del Apóstol, blasfemó y gritó, excitando los ánimos de sus vecinos. Y al día siguiente del encarcelamiento de Pedro, los vecinos, solidarizados con Calvisia, se dirigieron a protestar frente al Castro Peregrino.

- ¿ Quién es Pedro? -preguntó Porcio Escauro al decurión que había detenido a los cristianos.

- Pedro es Cristo.

- ¿ Cristo o Cresto?

- Unos le dicen Cresto y otros Cristo, pero su mote es Pedro.

Porcio Escauro se quedó perplejo. Ningún acontecimiento político era capaz de mover la conciencia de las ratas sumenias. Y las ratas estaban allí pidiendo la libertad del instigador Cresto.

Las ratas del sumenio eran muy respetables, precisamente por eso, porque nunca se metían en política, porque siendo la hez de la sociedad, infame solera de la hamponería romana, disfrutaban, en su sórdida miseria, de la simpatía conmiserativa de la población. Rechazar aquel grupo de sumenios por la fuerza supondría dar el escándalo, caer, probablemente, en la impopularidad.

Los gritos arreciaron:

- ¡ Suelta a Pedro!

Prudentemente, Poncio Escauro, determinó:

- No seré yo quien tropiece con esa Piedra…

Se asomó al balcón. Sonrió a los populares. Y con los brazos les hizo comprender que satisfaría su demanda. Los del sumenio callaron. Les dijo:

- Os devuelvo, ciudadanos, a Cresto.

Los del sumenio se miraron entre sí. Alguien, más enterado por labios de Gina, explicó:

- Sí, es lo mismo. Cresto o Pedro es la misma persona.

El pretor abandonó el balcón.

- Suéltalo -le dijo al decurión.

- ¿ Ordeno que le den los azotes de rigor?

- Suéltalo con todos los miramientos. Nada de azotes. No vaya a ser que al flagelador se le vaya la mano y se arme la trifulca. Dile que el pretor le hace presente sus excusas…

Cuando los del sumenio vieron aparecer al Apóstol, los vítores indistintamente a Pedro y a Cresto se alzaron en la calle. Sólo Gina Calvisia, rezongó:

- ¡ Si seréis cretinos! Una persona es el Cristo, a quien no conozco personalmente, y otra Pedro, su mayordomo. ¡Qué Cresto y qué ojo de hacha!

Los del sumenio llevaron a las murallas a Pedro. Como trofeo. Y el Apóstol hubo de compartir el vino de la amistad con los parias. ¡Ah, si el mago Pedro se les asociara, qué provechosos robos podrían hacer! Mas Pedro les contó cuál era su misión en Roma. Y concluyó con la bienaventuranza de los pobres.

A los del sumenio les sonó raro aquello del Reino de los Cielos: un chiflado que quería proclamarse rey de las nubes. Se hizo la desbandada. Sólo un hampón, que vivía del togazo, conocido por Sabi el Tuerto siguió los pasos de Pedro. Lo abordó en la vía Appia.

- Tú eres judío ¿verdad?

- Lo soy…

- Hace años mi hermano y yo estuvimos asociados con un paisano tuyo para un magnífico negocio. Robamos seis ánforas de aceite aromático en el Emporio. Si tú quieres, ponemos tienda en la puerta Sanitaria y nos hacemos ricos. ¿Qué te parece?

- Sígueme, que saciaré tu sed de riquezas.

Los tres primeros días Sabi no vio claro. Pero sí descubrió la fuerza de atracción y persuasión que emanaba del judío. Le dejó hablar. El judío llamado Pedro, hablaba, hablaba sin descanso. Y como todos los días Sabi comía a sus horas en compañía del hebreo, no le importunaba con el negocio de la tienda. Por el contrario, al despedirse, le preguntaba:

- ¿ Qué quisiste decir con esa parábola de Cristo?

Pedro le explicaba. Y Sabi regresaba a su casa cada día más intrigado con el negocio del Reino de los Cielos.

Con el estómago lleno y sin ninguna ocupación, Sabi se pasaba varias horas de la noche pensando en su amigo Pedro. Era persona de calidad. Los otros judíos lo distinguían con respetuosa deferencia. ¡Y qué afable y tierno era con él! Esa ternura, esa atención conmovían a Sabi. Desde hacía tiempo no sabía cuál era el acento de una palabra afectuosa. Su hermana Marcia había muerto de la peste de los pulmones; su hermano Tato, cumplía larga condena. Que así era de ingrata la vida para los del sumenio. Al lado de Pedro las cosas eran distintas. Un día el Apóstol le preguntó:

- ¿ Aún te consume la sed de riquezas…?

- Me alivia tu palabra, señor.

- La hora ha llegado de que prestes tu servicio al Señor Jesús, Sabi.

- Tú mandas, señor…

- Pasado mañana inauguraremos una casa en el campo Vaticano. Es la Casa de Dios. Aunque las voces se han corrido con mucho secreto, pudiera ser que nuestros enemigos se enterasen. Quiero que tú protejas desde antes del amanecer nuestra Casa. Háblales a tus amigos del sumenio. Diles que tendrán su paga; mas habrán de actuar con sigilo y discreción… ¿Comprendido?

- Comprendido, señor. ¿Pero acaso no te veré mañana?

- Sí; búscame en la sinagoga de Suburra.

Por fortuna, fueron innecesarias las precauciones tomadas. Ningún adversario se presentó en el huerto de Lucio Probo para impedir la constitución de la Iglesia. Jacobo, Sabi y sus amigos del sumenio se quedaron fuera de la casa durante las ceremonias fundacionales. Después, Pedro, con vivas muestras de aflicción, les comunicó la determinación de segregar de la Iglesia de Cristo a los rebeldes del Transtíber. «Les he exhortado repetidamente a la obediencia, sin ningún resultado -dijo entre otras cosas-. Permanecen contumaces en la obcecación de su soberbia. De verdad os digo que me duele profundamente la actitud de estos hermanos, y todos debemos orar pidiendo a Jesucristo que los ilumine.»

Luego les dijo que con aquella amputación, la Iglesia de Cristo, romana y ecuménica, era una sola. Que ya no había querella entre nazarenos y cristianos, pues sólo eran cristianos los unidos en obediencia y amor a Cristo.

Seguidamente Estaquis leyó la lista de los diecinueve nazarenos del Transtíber segregados.

Urbano, que corría con los gastos menores de la Iglesia, pagó salario a los hombres del sumenio y los licenció. Al ágape fraternal que siguió fueron invitados Jacobo y Sabi. Éste, cada vez más aficionado al Apóstol, le preguntó:

- ¿ Qué debo hacer, señor, para ser uno de los tuyos?

- Ofrecer tus pies para que los lave.

- ¿ Tú lavarme los pies, señor?

- De verdad te digo, Sabi, que eres de los más limpios y hermosos peces que he pescado en mis redes. Apréstate.

- ¡ Pero, señor…!

- Apréstate, Sabi…

Sabi enrojeció. Apenas pudo balbucir:

- Lo hago por obedecerte, señor.

Mas antes que sus manos tocaran las sandalias ya Pedro se había arrodillado con intención de descalzarlo. Jacobo se opuso:

- No lo permitiré, hermano Pedro. Si este hombre no es hábil para descalzarse, yo lo haré.

Pedro le apartó suavemente:

- Déjame hacer… Y si quieres ser útil, tráeme un cántaro de agua.

Sabi se tapó los pies con los bajos de la toga. Se resistió:

- No, señor… Bueno está que tú me laves los pies si ésa es tu devoción, pero no toques mis sandalias…

Muchos cristianos los rodeaban. Los más observaban la escena con curiosidad, aunque conocían la esencia del acto. Llegó Jacobo con el agua. Sabi, tras mirar fijamente al Apóstol, cerró los ojos.

- Mira cómo te lavo los pies, Sabi.

- No, señor; me da vergüenza…

- ¿ Por qué te avergüenzas de tus pies si yo los dignifico?

- Me da vergüenza que tú me los laves…

- ¿ Por qué si con ello me dignifico?

Todos los que asistían al lavatorio vieron que el Apóstol tenia una sonrisa en los labios.

- Echa el agua en mis manos -le dijo a Jacobo.

- Señor ¿a quién aprovechará este lavatorio? -aún se resistió Sabi.

- A ti, Sabi, que seguirás mi ejemplo con tu prójimo. Y cuando laves los pies de tu hermano, siendo el último en el menester serás el primero en caridad. Y los corazones que rebosen caridad serán los primeros en el Reino de los Cielos.

Concluido el lavado, Pedro cedió sus sandalias a Sabi y él calzó las del paria. Luego, Jacobo, cuando tuvo oportunidad de hablarle aparte, le dijo:

- No entiendo tu pertinaz insistencia en que te obedezcan, para luego humillarte a los pies de una rata sumenia.

- Tienes ojos y no ves, Jacobo.

- Pero preveo, hermano Pedro. Y temo que en el próximo lavatorio me pidas zapatos nuevos para el elegido de tu caridad.