UNA VUELTA AL PASADO

Durante varios días Clío estuvo resistiéndose. No comprendía la causa por la que el centurión Galo Tirones había fingido no reconocerla. Y una tarde después del prandium, se fue a visitar a sus antiguos patronos.

Salió a abrirle Pulcra.

- ¡ Loada Vesta! ¿Pero qué hace la dómina en Roma?

Las exclamaciones se alternaban con las preguntas, con las noticias. Casio había cumplido el servicio como vigil nocturno, pero se había reenganchado. Los tiempos no eran buenos. Para los pobres, mucha hambre. Y «esa cretina de mi hija ha tenido dos hijos, sin que se pueda saber quiénes son sus padres. Esto, desde luego, dómina, no pasaba en mis tiempos». Casiana no estaba en casa. Se había ido con los niños al Campo de Agripa.

- Ya nos enteramos, ya. No hay secretos en Roma, dómina. Supimos que eras reina porque lo publicaron en las tablillas del Foro.

No era cierto. Se enteraron por los padres de Sergio, quien les había dado la noticia en una carta remitida desde Siracusa. Él lo supo por Mileto.

Pulcra esperaba que Clío le preguntase por los Tulios, especialmente por Sergio, pero la dómina preguntó por el militar de enfrente, por la paralítica.

- ¡ Dioses pacientes! No quieras saber cuánta desgracia… ¿Te acuerdas que tenía dos sirvientas? No sé si te diste cuenta que eran sus amantes. Pero él adoraba a la impedida… Pues para no aburrirte con los pormenores del relato, sabe que Gala Dominicia amaneció una mañana muerta. Envenenada… ¡Fíjate, envenenada! Como las dos infames eran unas ignorantes no supieron que el tóxico las descubriría, pues salió a la piel de la difunta con unas manchas amoratadas. Galo Tirones trajo al físico del Castro Pretorio. «Tu mujer ha sido envenenada.» Resultó que Folia había preparado el veneno y que Pira se lo había dado con la cena. Galo Tirones creyó enloquecer. Llevó a las dos mujeres a jueces. Las condenaron a muerte. Pero mientras estaban en prisión se vino a descubrir que Folia estaba embarazada. ¿De quién crees, dómina? ¡Pues de Galo Tirones! Folia, no se sabe de dónde sacó valedores, aunque luego supimos que el mismo Galo fue quien le facilitó jurisconsulto. Y ya sabes que las leyes se hicieron… En fin, iba a decir una tontería. Pues el jurisconsulto estudió el caso y defendió a Folia, alegando que la vida de la criminal pertenecía al verdugo, pero no así la del inocente que palpitaba en su seno. Claro que si Galo no interviene o por lo menos accede, la hacen abortar y luego la matan. Pues no. El verdugo dio buena cuenta de Pira y a Folia se le dejó vivir hasta que diera a luz. Y dio a luz un crío que era el vivísimo retrato de Galo. ¡Lo que son las cosas, Vesta bendita! Yo siempre dije que Galo Tirones era un señor… El jurisconsulto se movió y logró que le conmutaran la pena de muerte por la de destierro a la isla… no sé cuántos. Bueno, aquí entre nosotros, dómina: el emperador Claudio le debe el trono a Galo Tirones, que bien se sabe que se sublevó contra Querea. Pues gracias a su influencia en el Palatino, Folia ha sido indultada… ¿Te imaginas lo que sigue? Pues que Galo, Folia y el niño, que tiene ahora tres años cumplidos, viven en una domo del Aventino. A Folia se le ha subido el centurionado a la cabeza y no quiere saber nada con la Bola Pétrea… Todavía Galo es más consecuente, y de tarde en tarde viene por aquí a visitar a los Tulios…

Pulcra dejó en el aire el nombre de sus vecinos, pero sin dejar de escrutar los ojos de Clío. Al ver que éstos no experimentaban ningún cambio, y que los labios de la joven permanecían cerrados, agregó un poco perpleja:

- ¿ Acaso no te acuerdas de ellos? Los Tulios, dómina, los Tulios…

- Sí, los recuerdo…

- ¿ Y no has vuelto a ver a tu protegido…?

- No…

- ¡ No es posible! Pues en cuanto él lo sepa irá a verte… Bueno, si es que sabe tu dirección…

- ¿ Acaso está en Roma? Yo le creía navegando…

- Sí, navega… Pero ya es oficial, ¡y vaya hombre! Siempre lo dije, dómina, que ese muchacho haría carrera… Claro, que con el sueldo de oficial, por mucho que digan sus padres, no podría darles la vida que les da. No se privan de nada. Pero yo, que le he querido tanto de niño, no puedo menos de entristecerme con la vida que lleva… No es que sea un crápula ni mucho menos, porque el chico es decente, pero, mira tú, dómina, ¡que vivir de las mujeres…! Nunca han caído tan bajo los Tulios…

Clío desvió la conversación. Sintió que las noticias de Pulcra la envenenaban un poco, precisamente porque le había sido grato escucharle que Sergio estaba en Roma.

- ¿ Y los Tulios del Argileto?

- ¡ Bah! Un escándalo… Su hijo Marcos se lió con una obrera, una tal Verrúcula. Todo el mundo se escandalizó al saber que el padre los acogía en su casa. Después se aclaró el pastel… ¡Chusma, nada más que chusma! Siempre lo dije yo… Resulta que el padre y el hijo se acostaban con Verrúcula. Y todavía se acuestan. Y la pobre de Sabina Tulia soportándolo todo… Bueno, no quieras saberlo, dómina, pues la Verrúcula es el ama de la casa, y allí no se hace sino lo que ella manda. La pobre de Sabina es una esclava, óyelo bien, es-cla-va…

- ¡ Qué pena!

- ¿ Pena…? ¡Asco! Así va el negocio… Que ya ningún autor importante edita con ellos… Y que viven comiéndose su propio negocio… ¡Pero vaya lujo que se gasta la Verrúcula! Tiene un diamante amarillo que hasta Messalina se lo quiso comprar…

- ¿ Y la hija…?

- ¿ Quién? ¿Tulia? ¡Pobre criatura…! Ésa era una cretina, pero con un corazón… Un día se indigestó de higos chumbos, hizo un berrinche con la Verrúcula, se tomó un vaso de Falerno puro, se le hizo una piedra en el estómago, estuvo cinco días con los ojos en blanco y, por fortuna, reventó… ¡Qué entierro le hicieron! No te imaginas. A un perro se le hacen más honras fúnebres…

Como Clío diera muestras de impaciencia, Pulcra se fue al grano de su interés, hablando de los malos tiempos que corrían, de la pobreza en que vivían, cosa que era bien visible. Clío le dio cinco denarios.

Pulcra la acompañó a la puerta y permaneció en ella para ver si la joven iba a visitar a los Tulios. Pero Clío bajó las escaleras. No necesitaba hacerlo. Estaba segura de que Sergio se enteraría de su estancia en Roma, ese mismo día. Y para que supiera dónde buscarla, se volvió a Pulcra para decirle:

- ¡ Ah! Se me olvidó decirte que vivo en la domo Porcia, cerca de la Prefectura Urbana…

Marcia Porcia insistió con Clío en que la acompañase a una reunión del Conventus Matronarum, asociación de damas que en Roma, en Capua, Neápolis, Genua, Tarento y otras ciudades importantes velaba por los derechos femeninos y las buenas costumbres de la población.

- Las asociadas estamos autorizadas para llevar a una amiga. La única condición es que tendrás que abandonar la sala cuando se llame a consilium para tratar el asunto de Messalina. Pero antes podrás pasar dos horas muy agradables y tendré ocasión de presentarte a señoras estimables…

Lo del «asunto de Messalina» no le gustó a Clío, aunque ella no asistiera al consilium, y se disculpó:

- Mejor otro día que no se traten asuntos políticos.

- El Conventus Matronarum, instituido con fines religiosos y moralizadores, se ve obligado a tratar siempre cuestiones políticas, pues, por desgracia, los altos funcionarios del Imperio violan frecuentemente las buenas costumbres. Hoy trataremos la expulsión de Messalina…

- ¿ La expulsión… de la Emperatriz?

- Sí, el Conventus Matronarum es una antigua institución romana, ya existente en los albores de la República. Se instituyó en principio para velar por la educación de las niñas del Patriciado, a fin de prepararlas como aspirantes al sacerdocio de Vesta. Su acción se fue ampliando y haciendo decisiva en la sociedad, velando principalmente por los derechos matronales. Durante la República el Conventus era regentado por las esposas de los cónsules en ejercicio. Pero después, principalmente desde que Livia se casó con Augusto, hubieron de reformarse sus estatutos. Y hubo que aceptar a la esposa del César como regidora de la asociación. Como nuestros intereses (hablo de las mujeres) son distintos a los de los hombres, en tiempo de Tiberio logramos atenuar la fuerza de la regidora, reduciéndola a un título simplemente honorífico. Mi madre me decía que aquello había sido una verdadera revolución, y desde entonces el Conventus Matronarum se convirtió en un senaculum más vivo y operante que la propia Curia. Se logró, pues, que la acción ejecutiva del Conventus pasara a manos de dos regidoras, elegidas en asamblea general, no esposas de cónsules, que serían influidas por sus maridos, subordinados de mejor o peor grado a los intereses del César. Si el Senado está corrompido, el Conventus Matronarum es la institución más vigente que nos queda de la República.

- ¿ No os exponéis demasiado al expulsar a Messalina?

- No nos importa. Su conducta es vergonzosa y deshonra a nuestra institución. Preferimos para regente honoraria a la Virgo vestalis maxima. Nadie tendrá argumento válido para oponerse a que elijamos a la Sacerdotisa mayor de Vesta. Así nos quitamos el peligro de tener que soportar a emperatrices intrigantes, viciosas e imbéciles.

A pesar de que Marcia Porcia insistió, Clío declinó la invitación para asistir ese día. Emilia Tría le había hablado en cierta ocasión de aquella asociación de damas, concluyendo: «No es la sombra de lo que fue en mis tiempos», con lo que la descalificaba. Sin embargo, la aristócrata continuaba afiliada.

El motivo para no salir con Marcia Porcia, era el deseo de cenar en la Domus Quadrata y pasar unas horas jugando al septimanus. El juego ejercía una especial atracción en ella, y si bien los dados no la llamaban mucho la atención ni nunca había sentido interés en jugar, el septimanus la subyugaba. El ruido de los dados batidos en la cazoleta le producía una emoción especial, así como las frases rituales del patronus, del judex y de los vigiles. Y aunque no se cegaba en el juego, la fortuna ganada el primer día la iba dejando en el tapete poco a poco en persecución de la porra. Luego, las amistades un tanto extrañas que se hacen a la sombra de los tahúres, la envolvían en una atmósfera un tanto absurda, entre grotesca e irreal, que le hacía olvidar más el fracaso de su matrimonio que la pena de su viudez, pues la muerte prematura de Bardanes, sin haberla hecho madre, la consideraba como la coronación del fracaso.

Eran tipos raros aquellos que frecuentaban el septimanus. Desde luego no todos poseedores de un nombre digno de ser dicho por los nomenclatores o de figurar en el album de las familias patricias: tratantes de ganado, contratistas de obras, libertos de no muy claros antecedentes y fortuna; jóvenes oscuros que presumían de poetas, gladiadores de escaso renombre, aurigas en día de asueto, cortesanas; en fin, todo ese residuo social, escasamente identificable, que dejaba en su reflujo la resaca de la vida romana. Este mundo de aventureros tenía ocasión de codearse y hablar de los azares del juego con los grandes títulos del patriciado, senadores, cuestores, tribunos, pretores y algún cónsul picado por el morbo de lo aleatorio.

Para Clío significaba una incitante novedad, y una mujer tan bien dotada como ella, de tan fina sensibilidad, caía en la vanidad de saberse famosa, importante en la Domus Quadrata. Allí nadie la conocía como viuda de un rey, ni como ahijada del gran Benasur, ni siquiera como poetisa y lirista excepcional; allí era la Rubia de las tres porras. Este mote y su fama corrían en labios de aquella gente tan poco recomendable. Marceliano, el regidor de la Domus, distinguía a Clío con un trato especial, obsequiándola con vino y pasteles mientras jugaba, cosa que no hacía con ningún otro asiduo de las salas de juego. Sin duda procuraba hacer lo más agradable posible la estancia de Clío en las mesas del septimanus, con el disculpable interés de recuperar la fortuna que una noche la joven levantara de una jugada verdaderamente insólita.

Pero ese día, al cuarto de visitar a Pulcra, poco antes de salir para la Domus Quadrata, le anunciaron la visita de Marco Tulio Sergio. Y cuando tuvo delante al joven no pudo menos de expresar su asombro. Pulcra se lo había anticipado, pero Clío continuaba recordando a Sergio como a un precoz adolescente. Y ahora al verlo hecho un hombretón, alto, atlético, con toda la belleza y rotundidad juveniles de sus veintiún años, le pareció imposible que un niño pudiera haber experimentado semejante transformación.

Mientras cambiaban los saludos, las exclamaciones de sorpresa, los votos a los dioses, Clío trató de adivinar en la expresión del mozo si aquellos sentimientos amorosos de la adolescencia aún conservaban calor. Pero los ojos de Sergio no dejaron vislumbrar ningún sentimiento, fuera de la alegría del encuentro, fuera de su seguridad y hasta de su orgullo. Y fue Sergio quien rompió aquella perquisición al decirle como resumen de los factores que habían intervenido en el cambio:

- Los remos, Clío, los remos…

Quizá Pulcra no estaba equivocada. Sergio podía vivir de las mujeres. Tal vez como estaban las cosas en el mundo, no tendría que esforzarse mucho en buscarlas. Podía concretarse a seleccionar las ofertas.

- ¿ Sigues navegando?

- ¿ Por qué me lo preguntas, si sé que te lo dijo Pulcra? Sigo navegando. Soy capitán, no oficial, de nave romana de primera clase. Al promulgarse el decreto de Claudio, a los oficiales romanos que trabajábamos en flotas judías, se nos dio oportunidad para pedir el traslado, sin merma de jerarquía, a flotas romanas. Hace dos años que ascendí a capitán. Y ahora estoy gestionando mi traslado a la marina de guerra… He descubierto que hay una forma para que un simple humilior homo pueda hacer el cursus honorum sin necesidad de estudiar, sin ser hijo de senior ni siquiera de équite. Yo puedo pasar, con el mismo cargo de capitán, a la Marina. Y si llego a navarca de flotilla, que puedo llegar en cinco años, estaré en condiciones de atrapar una cuestura en tierra. De ahí para arriba… es cuestión de empeño. No sería el primer desconocido que llegara a Proconsulado. Ahí tienes a Curcio Rufo…

- ¿ Curcio Rufo…? -dijo Clío manifestando ignorancia.

- Sí, valido de sus amigos influyentes, consiguió una cuestura, y después Tiberio le concedió la pretura. Como los ambiciosos defraudados se preguntaran por qué el César había hecho pretor a un individuo de oscuros antecedentes, hijo de un gladiador, Tiberio comentó a modo de réplica: «A mí me parece que Curcio Rufo es hijo de sí mismo».

A Clío le pareció que Sergio decía muchas tonterías, pero las decía con una expresión verdaderamente cautivante. Había también cambiado el gesto, y dominaba en él una cierta petulancia juvenil, excusable en hombre tan bien dotado físicamente.

- ¿ Y tú tienes amigos influyentes… como los tuvo ese Curcio?

Sergio sonrió. Y no sin cinismo, repuso:

- Tú.

Y al decirlo se le plegaron las mejillas en dos hoyuelos viriles, que hacían más tentador su rostro. Clío rió. Luego dijo:

- Es curioso. Nunca te habría podido imaginar como eres ahora… ¿Sabes una cosa?

- No…

- Que estás mucho mejor que cuando nos conocimos.

- ¿ Por qué no dices que cuando fuimos amantes?

- Para no halagarte los oídos…

- O para huir del recuerdo…

- No tengo recuerdos que me obliguen a evadirme de ellos…

- Sin embargo…, ¿por qué huiste de mí?

- ¡ Bah! No me reproches algo que no hice… Cediste con facilidad a las exigencias de mi padrino. Y no debes arrepentirte. Gracias a ello ahora eres, como émulo de Curcio Rufo, un procónsul en potencia… ¿Qué provincia te gustaría gobernar?

- Cualquiera de estas dos: Bética o Palestina. Durante tu abandono, no hacía más que perseguirte en pensamiento por esas dos tierras. A su tiempo, Mileto me informó que te habías casado con el Rey de reyes… Y ahora, según me he enterado, viuda… ¿O acaso la muerte de tu marido es uno de los tantos infundíos del Palatino?

- Desgraciadamente es cierta.

- ¿ Ya lloraste los duelos?

- Ya -repuso seriamente Clío. Después rió-: Me hace gracia tu cinismo.

- Y a mí tus ironías… Deletreas mucho el nombre de Curcio Rufo…

- ¡ Bah! Tú no eres hijo de gladiador. No presumas de extracción humilde. Al fin y al cabo, eres un Tulio… Y a propósito, ¿cómo están tus padres?

- Un poco sentidos de que hayas ido a la ínsula y no subieras a saludarlos. Reservaste ese honor a la bruja de Pulcra. ¿Tan segura estabas de que vendría a verte, que le dejaste tu dirección?

- Supongo que era lo correcto por parte de un protegido…

- ¿ Por qué ese tono?

- Es el mismo que empleó la otra tarde Pulcra.

- ¡ Condenada Pulcra! Te habrá contado las desvergüenzas de mi tío y mi primo, lo del centurión Tirones… Que yo vivo de las mujeres… ¿Acaso es lo que te animó a dejarle tu dirección?

Clío volvió a reír:

- Quizá. Pero te equivocas si crees que ahora te pagaría. Estoy completamente arruinada. En mis circunstancias no puedo pagarme los caprichos de un hombre tan gallardo como tú…

- ¡ Bah! No te preocupes por eso. Te debo mucho. Así que puedo ir devolviéndote en favores lo que te adeudo…

- Quizá me convenga… Pero no quiero precipitarme. Necesito información sobre las otras afortunadas con las que deberé compartir tus favores. ¿Son muchas?

- ¡ Hum! Esa pécora de Pulcra te habrá dicho las cosas ajenas… pero, ¿tuvo valor de decir quién es el padre de sus nietos, de las criaturas de Casiana?

- Me dijo que eran hijos de padre desconocido…

- Para ella, no para los demás. Son producto de un incesto. El taimado Casio es el padre de sus nietos…

- ¡ No es posible!

- ¿ Qué puedes esperar de un guardia nocturno? Es gentuza…

- Bien, concrétame, ¿cómo está tu madre?

- Mejor que nunca. Cuando la conociste tenía treinta y tres años y aparentaba cincuenta. Hoy tiene cuarenta y aparenta treinta y cinco. La satisfacción de haber dado al mundo un hombre como yo, la ha rejuvenecido.

- Has cambiado, pero sigues siendo la persona más agradable de Roma. ¿Y tu padre?

- ¡ Ah, mi padre! Ha dejado el oficio de ciudadano romano, que no le daba más que pisotones y humillaciones. Ha pasado a integrar el orden de los parias… que le permite gracias a esta hermosa persona que te habla, vestir subúcula, túnica y toga limpias. Se levanta a la hora que le da la gana y se va al pórtico de los Argonautas a escuchar a los filósofos. Como le aburren, se marcha a media mañana al Foro para leer el Acta diurni populi romani. Como se ha hecho un incrédulo de la grandeza romana, apenas si acepta una o dos verdades, casi siempre sangrientas, de las patrañas que se publican en el album. Se va al Foro Cuppedinis, compra algún confite que se come al sol como si fuera un niño y se dedica a gastar saliva con las floristas hasta la hora de comer. Disfruta de un excelente apetito. Duerme la siesta, cena y después desde la ventana otea el firmamento de Roma, no para contemplar los astros, sino para ver por qué rumbo surge un resplandor de incendio. No se pierde uno solo de los que se provocan en las primeras horas de la noche. Y antes de que se termine la primera vigilia, en cama. A veces, los días que mis padres coinciden en el humor, salen juntos a dar un paseo, a visitar algún templo. Mi madre se ha hecho muy devota. Cree que nuestro mediocre bienestar se lo debemos a los dioses. Mi padre va a regañadientes. Lo más eficaz para dejar de creer, es la pobreza. Los dioses parece que no tienen fuerza para atajar la miseria. Mi padre había dejado de creer antes de que yo empezara a ser protegido por ti, adorable dómina.

Clío estaba encantada con la compañía de Sergio, pero pensó que la tarde sería mucho más grata si el joven la acompañaba a la Domus Quadrata.

- Imposible. Ese lugar está vedado a un marino como yo que quiere hacer carrera. Propongo, en cambio, que vayamos al Pabellón Dorado…

- ¿ Tan joven y tan fiel a los recuerdos?

- ¿ Acaso tú no lo eres?

- Sí, pero yo soy una vieja. Tengo veinticinco años… ¿Por qué no me invitas a cenar en el Octaviano?

- Bueno… pero…

- ¿ Pero qué?

- Pero ¿y después?

- ¡ Ah! La noche es larga, viejo amigo. Quizá me anime a cantarte al oído.

Sergio se quedó mirándole a los ojos y, en seguida, rompió a reír.

- ¿ Sabes…? Me estoy acordando de lo que tu padrino me dijo aquel día: «Debes hacer la carrera de marido de Clío». Pero tú estabas destinada a un rey. Y yo pienso que en este mundo, un hombre humilde está imposibilitado para ser esposo de una mujer como tú; lo único a que puede aspirar es a ser su amante…

Durante los días siguientes, Clío y Sergio salieron. Parecía que la secreta intención de ambos era reanudar, al cabo de siete años, su primer amorío. Sin embargo, no se produjo entre ellos ninguna situación efusiva, pues los dos, sin saber por qué, se reservaban con cierta cautela. En realidad los dos eran depositarios de un amor y no se atrevían a borrar un hermoso recuerdo por ceder a un deseo, que presumían que, una vez satisfecho, no les dejaría la suficiente fuerza para resucitar aquel amor que sólo la ocasión, la edad y las circunstancias habían propiciado. Y una tarde en que Sergio se presentó, como de costumbre, a recoger a Clío, una doncella le informó que la dómina había salido a cenar fuera.

Clío había resistido algunos días la tentación del septimanus, pero aquella tarde se anticipó a la llegada de Sergio para ir a la Domus Quadrata. Quizá la presencia de su antiguo amante despertó en ella una más viva ansiedad por olvidarse de todo, sumergiéndose en la pasión del juego.

La joven estaba disgustada consigo misma. Hacía días que no ensayaba. La muerte de Valerio Asiático le había dejado un sentimiento de escepticismo y apatía que fermentaba una especie de abulia, anulando toda idea de actividad. Sentía una transformación en su persona y se le antojaba que su sensibilidad, sus nervios, su carácter se acomodaban sumisos y gustosos a la emoción inédita, nueva que le había revelado el juego. Incluso las personas de ese mundo fantasmal le atraían con fuerza irresistible, como si lo parco de sus expresiones, de sus palabras, de su conducta estuvieran pletóricas de una energía hasta entonces ignorada.

El juego, con su poder de seducción, hacía seductoras a las mismas gentes que dominaba. Clío tuvo por compañeros de mesa a los más raros individuos. Poco importaba que jugasen moneda de oro o de cobre, que vistiesen con lujo o con pobreza, que sus ademanes y palabras fueran refinados u ordinarios. Lo que les hermanaba sobre toda consideración social o de otro orden era la ansiedad, la fiebre del juego; compartir ante el azar las mismas esperanzas y sufrir idénticos desencantos; perseguir una combinación, solidarizarse en la insistencia de jugar en determinada casilla. Clío llegó a encontrar exquisitos los movimientos de algunos jugadores, insoportables los de otros. Contagiada de superstición llegó a tomar un miedo cerval a un tipo llamado Celerio, al que todos los jugadores rehuían. Lo cierto era que en cuanto se presentaba Celerio el patronus no hacía más que sacar «cacos» de la cazoleta. Los jugadores concluían por reunir una cantidad que Celerio aceptaba como precio a su retirada de la mesa. Como en las salas había un total de catorce mesas el sujeto sacaba todas las noches substanciosa renta; hasta tal extremo importante que se murmuraba que aquel neutralizador de la fortuna pagaba a Marceliano una prima de quinientos sestercios diarios por el permiso de entrar en las salas.

Los del septimanus parecían jugadores más maniáticos que los de los otros juegos, si bien igualmente apasionados. Clío llegó a sentir la misma animosidad por el patronus que sus compañeros de mesa, la misma simpatía por el judex, que felicitaba sonriente al ganador de una porra, igual agradecimiento a los vigiles que cuidaban que las monedas quedaran bien colocadas en la casilla escogida por los jugadores.

A medianoche solía hacer un alto en el juego y se iba al comedor a tomar un bocado. No pocas veces invitó a sus vecinos de mesa. Y en alguna ocasión se vio compartiendo el triclinio de una prostituta. ¿Es que el juego denigraba al extremo de anular los más elementales escrúpulos que impone el decoro y la propia estimación personal? Esta pregunta se la hizo varias veces Clío; pero terminaba por convenir que el jugador era de una categoría humana distinta a la de los demás seres, puesto que entre ellos no había más clase que la de los afo rtunados y desventurados. La prostituta que en la calle era una persona infamada, ante la mesa de juego era una persona movida por la misma emoción, subordinada a la misma incertidumbre. Y sin mayores complicaciones.

Mas lo que diferenciaba a los jugadores era el móvil, el resorte que los estimulaba en el juego. O el pretexto. Unos lo hacían por necesidad, otros por codicia, los menos por aburrimiento. Mas todos mantenían en secreto el móvil. Nadie importunaba a nadie con cuitas que no fueran propias del juego, y aun estas quejas las expresaban con tono tan indiferente y discreto que nunca molestaban.

Clío se aseguraba a sí misma que jugaba por olvidar. El vino tenía la desventaja, pasada la euforia, de embrutecer y denigrar sin llegar a emocionar. Y el juego, resultaba tan absorbente que además de hacer olvidar todo, emocionaba con una intensidad que causaba un extraño placer intelectual.

La britana supo días después que Sergio se había ido a Ostia a embarcarse. La noticia le produjo un alivio. Se consideró relevada de un compromiso más imaginario que re al. Y en una semana, persiguiendo la triple, como llegó a llamarse su primera jugada, perdió cerca de medio millón de sestercios. Acertaba muchas porras, lograba algunas por segunda vez, pero al intentar obtener la tercera consecutiva, perdía.

Una noche, Petronio la encontró jugando y la amonestó. Petronio ya había oído que su joven amiga no salía de la Domus Quadrata. Le dijo:

- Lo peor de la pasión es que nos lleva al vicio, porque la pasión se hace consuetudinaria, y en el hábito se pierde la fantasía…

Probablemente Petronio iba a decir un hermoso y frívolo concepto, pero Clío le cortó de un modo tajante a la vez que sonreía irónica.

- No hables de la pasión, Cayo, tú que eres incapaz de apasionarte por nada.

- Lo único que me apasiona es ser desapasionado, Clío; por ese camino dejarás de comportarte como una mujer inteligente.

- ¡ Dale! Donde hay pasión no cabe la inteligencia, Cayo.

- ¿ Llamas pasión a lo que es obcecación?

Clío no le contestó. Y Petronio quiso insistir. Pero dos días después Emilia Tría mandaba recado a la britana rogándole que fuera a verla.

La anciana no se anduvo con rodeos:

- Clío, ya tienes edad para hacer de tu estola un ceñidor, o como dice el refrán quirite: «En tu bolsa y con tu vino, que no se meta el vecino». Pero debo apercibirte de que la gente ha notado que el camino diario que haces a la Domus Quadrata es un mal camino…

Clío, que no quiso ser grosera con la matrona, repuso:

- En ese camino sólo y exclusivamente son mis zapatos los que se gastan.