LA CORONA DE APOLO

Los Juegos Seculares dieron oportunidad a Clío para hacer su presentación como lirista profesional en Roma. Aunque la inscripción para concursar en el Certamen Lírico había quedado cerrada tres meses antes, el emperador Claudio sugirió al prefecto de la ciudad que hiciera una excepción con su amiga, «sin par lirista sáfica, que dará áureo esplendor al certamen».

Clío acudió al Palatino para asistir a una breve audiencia del César. Clío, que se encontraba desprevenida, se resistió a concurrir al concurso, mas el Emperador insistió:

- Quedan seis días. Ensaya sin descanso. Puedes y debes llevarte la corona de Apolo. Eso significaría una gira por todo el mundo.

Las bases del concurso obligaban a los participantes a interpretar un «solo» de coral en griego; una pieza de poeta y música latinos, y una tercera obra de inspiración personal.

A cada una de estas bases, Clío opuso su impreparación, mas el César insistió hasta hacerla asentir.

Clío se fue a ver a Petronio.

- Con la pieza griega no tendrás ninguna duda -le dijo el poeta-. Puedes recitar la que nos diste a conocer en casa de Valerio Asiático. Es lo suficientemente oscura y difícil para que el Jurado se quede con la boca abierta y con recelo de pasar por ignorante si no la estima muy buena. Es posible que en las localidades altas te silben, pero no importa. Eso dará al Jurado más autoridad para aceptarla como excepcional… La segunda…

- La segunda he pensado que sea tu poesía Caronte.

- ¡ Por Apolo, no cometas tamaña imprudencia! Ni a ti ni a mí nos conviene. No olvides que estoy en entredicho. Que se murmura que los próximos a caer en desgracia somos Pompeyo, Pisón y yo. Si interpretas Caronte darías motivo para que el Jurado te descalificara por cualquier minucia… Busca un poeta del régimen: Ovidio, Horacio que por muertos y bienquistos de Augusto, no tienen ningún «pero»… El auditorio se aburrirá soberanamente con esos poetas, pero mientras cantas, los jurados no harán más que mover la cabeza afirmativamente. Cada movimiento de éstos te valdrá mil aplausos. Y como final, como obra propia, interpreta Triste para seis cuerdas…

- Pero no es inédita…

- Sí lo es. Se conoce sólo privadamente. Nunca la has dado a conocer ante un auditorio público. Gustará. Los populares te ovacionarán con entusiasmo, sobre todo si antes de recitarla das una breve explicación de cómo fue inspirada… ¡Ah! Y debes ir prevenida, porque te harán recitar algo de propina…

- No voy a tener tiempo…

Le dijiste que sí a Claudio y tienes que concurrir. Procura hacerlo bien. Si te dan la corona, tus composiciones se harán populares… No creo que debas perder esta magnífica oportunidad.

Luego Petronio le habló de ciertos detalles. Él hablaría a todos los amigos para que ordenasen a sus clientes que asistieran el día del concierto al teatro Pompeyo, donde tendría lugar el certamen. Le dijo cómo debía vestirse y presentarse en escena, cómo acoger los silbidos y otras muestras de protesta, cómo agradecer las ovaciones, cómo saludar al Jurado, a los sacerdotes, a las primeras filas de los senadores:

- Es posible que el emperador Claudio asista, puesto que ha demostrado tanto interés, y en este caso no estaría de más que al interpretar la pieza latina aludieras a Augusto, a Mecenas y si te quedan palabras, a Apolo. No es muy honroso ganar en estos tiempos una corona, pero te será muy satisfactorio quitársela a otro. No titubees y ponte a la obra. Trabaja sin descanso.

Desde ese día Clío dejó de concurrir a la Domus Quadrata. Comenzó con los ejercicios de digitación para ganar la flexibilidad perdida. Los hacía ayudada del plectrum, ya que cuando se pusiera a ensayar las obras debería hacerlo a dedo desnudo.

El matrimonio Porcio no se explicaba a qué se debía el cambio tan radical en la vida de su huéspeda. Mas al tercer día, cuando en el album del Foro apareció el programa del Certamen Lírico, que duraría tres días, y circularon entre las familias patricias las invitaciones, Marcia Porcia se entusiasmó:

- Aunque no te llevaras la corona, es ya un triunfo haber sido admitida al Certamen. Me han dicho que de cuatrocientos y pico liristas aspirantes sólo han sido aceptados doce. Y tú eres la única mujer, pues de Tita Camila hace tiempo que se duda cuál es su sexo. Quinto Velio me ha dicho que tu origen lésbico te favorece al extremo de neutralizar la poca confianza que el público deposita en las tañedoras de lira…

Sin dejar de pulsar las cuerdas, Clío pensó que el nombre de Quinto Velio lo oía por enésima vez en labios de Marcia Porcia. ¿Y quién era Quinto Velio? Quinto Velio desde la sombra de su anónimo aparecía siempre con una opinión, con un comentario, con una idea en boca de Marcia Porcia. Como si Quinto Velio no existiera y fuera, en realidad, una invención de su anfitriona para dar mayor autoridad a sus propias opiniones.

Si a Clío le dolía la cabeza, Marcia le recomendaba un remedio infalible probado por Quinto Velio. Si amanecía lluvioso era Quinto Velio, por palabra de Porcia, quien pronosticaba el estado del tiempo para el resto del día. Si bajaba inesperadamente un valor en el Cardo Argenti, era Quinto Velio quien explicaba la causa de aquella depreciación. Quinto Velio podía anticipar sin temor a equivocarse qué equipos de aurigas del circo ganarían las carreras de los tres días por venir.

Hacía pocas tardes, mientras cenaban, que Marco Porcio, hablando de las liviandades de la Emperatriz, había comentado: «Esa pécora de Messalina tiene sus pasos contados. Va a dar un resbalón de cuya caída ni el mismo Claudio podrá levantarla». Su esposa se quedó mirándolo con curiosidad, casi con expectación; y después de ingerir el bocado, le preguntó: «¿Cómo lo sabes?» Y Marco Porcio, sonriente, con una mirada que Clío no supo adivinar si era de malicia o de suficiencia, repuso: «Me lo dijo Quinto Velio».

Desde ese momento Porcia apenas si habló unos cuantos monosílabos. Fue cuando Clío tuvo la sospecha de que Quinto Velio no existía, y que el marido, harto de escuchar el fantasmal oráculo, le daba vida para rebotárselo, con aviesa intención, a su esposa.

Sin embargo, Porcia volvió a sacar al día siguiente al inefable, misterioso testigo: «Me ha dicho Quinto Velio que todas las noches dejas en las mesas del septimanus una fuerte suma». Clío le repuso: «Pero sin emoción, Porcia, porque juego por cuenta de la casa para animar el ambiente».

Clío ensayaba desde el amanecer hasta la medianoche. Apenas si concedía una tregua a sus dedos a las horas del almuerzo y de la cena. Si alguna vez sentía cierta desazón era al acordarse de la Domus Quadrata. El escaso tiempo que su mente quedaba libre, se lo absorbían mentales jugadas de septimanus. En esos días el recuerdo de Marco Ulpio Trajano, el joven tribuno de Itálica, apenas si cabía en su corazón. Era más potente la pasión del juego que la pasión amorosa. Tan fuerte que no pocas veces, después de cenar, tenía que hacer un terrible esfuerzo para volver a coger la lira. Y una noche, la antevíspera de su participación y un día antes de comenzar el concurso, bien porque buscara solaz a la monotonía de los ensayos, bien porque el sentimiento del juego se lo inspirase compuso una pieza muy rítmica, aunque con contenidas, dramáticas y elocuentes pausas, que llamó Septimanus. En ella utilizaba de un modo poético, a veces desgarrado, las mismas palabras que pronunciaban habitualmente jugadores, vigiles, judex y patronus; con un estribillo que correspondía a los dados en la cazoleta y a la participación de la veleidosa Fortuna.

Clío quedó satisfecha de la obra. Y la sintió como si ella hubiera sido creada a fuerza de angustiosos latidos, de sudorosas crispaciones, de codicias y desmayos. La concluyó entrada la madrugada. Ese día durmió hasta la hora del prandium.

Marcia Porcia la recibió en el comedor con una noticia:

- ¡ Congratulémonos, carísima! Me dijo Quinto Velio que el emperador Claudio está dispuesto a que tú ganes el premio…

Era posible que no hubiese mala intención ni deseo de menoscabo en las palabras de la matrona; pero a Clío le hicieron un pésimo efecto. Y pálida, con los labios temblorosos, repuso mirando con acritud a Porcia:

- Pues a pesar de la buena disposición de Claudio, ganaré la corona de Apolo.

La patricia no disimuló su azoro. Tan sólo acertó a decir:

- Parece que te hubiera dado una mala noticia…

- ¿ La crees oportuna? Tú sabes, mejor que nadie, cómo he estado destrozándome los dedos. Que no me he dado reposo, que no he hecho una pausa. Tengo la garganta ardida de recitar sin desmayo. Siento la cabeza como vacía, como una caja de resonancia donde sólo se escuchan notas y más notas en una monotonía desesperante… Y ahora vienes a decirme que Quinto Velio, tu oráculo, me acredita los méritos del favor del César. ¡Vaya noticia que me das el mismo día que se inicia el certamen!

Marco Porcio había escuchado el diálogo desde la entrada del triclinio. Y en cuanto Clío dejó de hablar, intervino:

- ¿ Por qué mientes, Porcia? Quinto Velio no ha podido decirte nada, porque hace tres días que está detenido en el Castro Pretorio… -Y a Clío, con una mirada de inteligencia-: Perdónala, te lo suplico…

Marcia Porcia miró alternativamente a su esposo y a Clío. Se puso intensamente pálida y los ojos se le abrieron exorbitados. Pero en seguida bajó los párpados y sin que nadie pudiera acudir en su auxilio se desplomó. Clío corrió hacia ella, mas Porcio no dio un paso. Se concretó a hacer una seña a los triclinarii para que alzasen a su mujer. Clío vio cómo se la llevaron en medio de una fría y hermética indiferencia por parte del marido. Sin comprender claramente tan extraña situación, pero arrepentida de haberla originado, se excusó: -Debes disculparme en razón a la nervosidad que tengo… -Tú eres la que debes disculparnos a nosotros. Vuelvo a pedirte que la perdones…

Se adelantó hacia la mesa donde los camareros habían dejado ya el primer plato. E invitó a Clío a que se sentase. -No tengo ganas, Porcio. -Debes comer algo… -insistió él.

La britana se sintió cohibida y al mismo tiempo impresionada con la actitud de Marco Porcio. Y por primera vez se fijó atentamente en él. No lo había hecho durante los dos meses que llevaba hospedada en la casa. La figura, sin relieve; el gesto, sin personalidad, habían resbalado por sus ojos sin dejar la menor huella; pero ahora le parecía observar que de Marco Porcio se desprendía una sutil y extraña fuerza. Y la edad, que se le había antojado hasta entonces punto menos que imprecisa, pudo fijarla entre los cuarenta y tres y cuarenta y cinco años. Era de buen porte y sobrio ademán. Y las facciones de su rostro, más enérgicas que blandas, denunciaban a un auténtico quirite, a un romano de la más vieja cepa. En sus palabras y sus gestos igual que en su comportamiento tenía esa economía tan característica de los patricios puritanos.

Los dos comieron en silencio. Clío, a cada entrada de los triclinarii, esperaba oír alguna noticia sobre Porcia o a su marido preguntar si había mejorado. Mas permaneció en silencio. Cuando les sirvieron el postre, la joven se atrevió a insinuar:

- No quisiera ser indiscreta, pero… ¿quién es Quinto Velio? Marco Porcio la miró con una expresión rara. Más parecía entrar en las sombras de un lejano recuerdo que salir de él. Murmuró casi sin despegar los labios:

- Sólo puedo decirte que está detenido…

Lo dijo con palabras oprimidas, como si fueran residuos de un deseo. Quizá el patricio notó la extrañeza que provocaba en su huéspeda y sonrió. La sonrisa le humanizó el rostro.

Cl ío se dio prisa a concluir el almuerzo. Y hasta la hora nona, en que se iniciaba el certamen, estuvo ensayando el Septimanus.

No fue sólo la apreciación personal de Cl ío, sino también de todos los que la habían escuchado en distintas ocasiones: los cuatro liristas que concursaron el primer día no podían competir con ella. Sólo el siracusano Divo Teócrito, logró arrancar una ovación verdaderamente entusiasta al recitar la V Oda de Horacio. Pulsando la lira era artista brillante y rico en recursos, pero desprovisto de sinceridad. Sólo su voz, que alcanzaba los tonos más bajos, profunda y cavernosa, contagiaba de emoción al auditorio. Y su composición original e inédita carecía de noble inspiración. Del Jurado se filtró la opinión de que Divo Teócrito era el favorito de esa noche.

Terminado el concierto, Clío regresó a su casa. Se encerró en la exedra para continuar ensayando. Ahora, aunque más cansada, lo hizo con mayor entusiasmo, segura de que Divo Teócrito no la vencería. Petronio se lo había anticipado: «No le han pedido propina. Y el Himno a Apolo que interpretó es aria y no «solo» de choral. Ha faltado a una de las bases del certamen…

Clío hubo de sacarle del error. En realidad, tenía razón. El Himno a Apolo era un aria, pero desde la CXCV Olimpíada había sido aceptado como lira de canto choral, al concedérsele el premio al lirista antioqueno Hermas Philipo.

A la hora de la cena preguntó a Marco Porcio por su esposa. El patricio se encogió de hombros para decir: «Supongo que mejor». Luego se interesó por el resultado de la primera audición.

- El mejor, un tal Divo Teócrito… -le dijo Clío.

Marco Porcio hizo un gesto negativo:

- Sólo tienes dos contrincantes peligrosos: el alejandrino Terpno y el narbonense Marcelino. Y los dos figuran en el programa de mañana. Los cuatro que recitarán pasado mañana no llegan ni a Divo Teócrito… -Y después de un largo silencio-: ¿Quieres mostrarme tus manos?

Clío no percibió ninguna intención en la pregunta. Y las alargó enseñándoselas. Supuso que Marco Porcio tenía curiosidad por conocer el estado de unas manos que al día siguiente habrían de tener todo el peso y la responsabilidad de su actuación. Pero no fue así. Por la expresión de la mirada de Marco pudo observar, al mismo tiempo que sentía un estremecimiento, que el patricio las acariciaba con la vista, que parecía pararse en ellas en una recóndita complacencia. Sin salir de aquella repentina admiración, Porcio dijo con voz dulce y cálida, con un acento de ternura:

- ¡ Qué hermosas son, dioses!

Sin poder evitarlo, Clío sintió que sus manos, como si fueran autónomas, se recogían pudorosas o amedrentadas, con una desnudez que no era sólo la de su propia carne. Era la mirada de Marco Porcio la que las había desnudado. ¿De qué? De todos sus movimientos, de su función tañedora, de su condición de instrumentos.

No se atrevió a mirarle a los ojos, temiendo que la misma mirada que había dejado desnudas sus manos pusiera al descubierto todas las cosas del alma que se ocultan, aquellas que viven sólo para la intimidad de los más secretos sentimientos.

Cuando volvió a la exedra no tuvo sosiego para ensayar. Había logrado dominar los nervios, pero la cercanía de Marco Porcio la inquietaba. Principalmente al pensar que dormía bajo el mismo techo. Se vistió y se fue a la Domus Quadrata. Al encontrarse frente a la mesa del septimanus, pensó que Marco Porcio sólo había sido un pretexto para salir de casa.

Sin embargo, al llegar la tercera vigilia no se sintió con fuerzas para ir a la domo Porcia. Y esperó a que amaneciera para hacerlo. Ese día dejó una fortuna en el juego.

El teatro Pompeyo estaba lleno de público. El toldo era humedecido con agua perfumada. De los grandes incensarios laterales ascendían pesadas humaredas.

En la orquestra, a la derecha, los sacerdotes de Apolo; a la izquierda, los doce miembros del jurado presididos por el prefecto urbano. En las curules senatoriales, lo más granado del señorío oficial de Roma. Los populares llenaban dos tercios dé la cavea. Se veían muchas más matronas que en las funciones de teatro.

En todas las conversaciones, el nombre de Clío. Se charlaba a media voz, en tono discreto y mundano. Bien se veía que todo aquel auditorio tomaba a Clío como cosa propia. Quien no la había escuchado en alguna fiesta particular, tenía referencias de ella. Ser «amiga de Emilia Tría» no era pequeño título para aquel público.

Se esperaba al Emperador, pero Claudio no acudió. Los sacerdotes de Apolo asistieron al Pontífice en la ceremonia propiciatoria. Después, el escriba del Jurado se puso en pie para anunciar al triunfador del concierto anterior: Divo Teócrito. Unos aplausos calurosos que no llegaron a la ovación. Y los infaltables silbidos y gritos de protesta. Por la tibieza de los aplausos se notaba que el público, por lo menos el de aquel día, estaba allí para aclamar a Clío.

Abrió el recital un lirista bajo y gordo, de cráneo mondo. En la túnica llevaba bordadas en oro tres coronas representativas de otros tantos premios líricos. Se valió de un trípode para apoyar la lira.

Y cuando se disponía a anunciar la pieza, diciendo: Canto Oferente…, uno de los populares, remedando la voz del músico, gritó: «¡Súbete al trípode, viejo bolsa, que no te vemos!» Las risas, los siseos, aplausos y silbidos se alzaron de todas las localidades. Mas Silio Domo se mantuvo impertérrito en su actitud: la mano extendida hacia la lira. Cuando se hizo el silencio volvió a repetir: Canto Oferente a Heraklés.

Y antes de pulsar la primera cuerda, antes de emitir la primera palabra esperó unos instantes por si a algún espectador se le ocurría otra impertinencia.

No se había especulado con el nombre de Silio Domo como posible favorito del certamen. Era un lirista de Capua que había pasado muchos años en Pérgamo. Se le creía un recitador mediocre. Como poeta no pasaba de ser mal poeta, mas como músico se le acreditaba una habilidad ganada con muchos años de práctica. Desde las primeras notas, desde las primeras estrofas cantadas se adueñó de la atención del público. Y cuando concluyó la pieza, el auditorio rompió en una ovación y vítores. Silio Domo recibió aquel homenaje con una modestia que tenía mucho de indiferencia, con una indiferencia que tenía bastante de fastidio. En su gesto se adivinaban dos expresiones simultáneas, la de su desprecio y la de su seguridad.

Fue larga, reiterada de vítores, la ovación. Clío, que había oído el recital desde la parte posterior de la escena, se sintió perdida. No porque la asustase Silio Domo, a quien reconoció una sólida formación, una indudable maestría en el tensado de las cuerdas délficas y esa sabiduría que da el continuo manejo de la lira, Lo que la desanimaba era pensar que si Silio Domo, que no era favorito, se producía con tal acierto y vigor musical, cabía esperar que el alejandrino y el narbonense desplegaran una maestría y un talento imposibles de igualar.

Y se puso nerviosa y se deprimió segura de hacer el ridículo.

Silio Domo, ajeno a cuestiones políticas, a las simpatías o antipatías que los poetas pudieran tener en el Palatino, interpretó una heroída de Ovidio, como pieza latina. Clío, cuando la vio anunciada en el programa, supuso que era desvaída inexperiencia del lirista. Pero en seguida que el artista entró de lleno en la composición, se dio cuenta de que Silio Domo sabía por dónde andaba y qué terreno pisaba. Ella, que interpretaba algunas heroídas se admiró del virtuosismo del músico. Nunca Clío había logrado sacar tan alegres, animados efectos a las poesías de Ovidio. En pocos instantes el auditorio quedó subyugado por la gracia del concertista. Escuchándole voz y música, se olvidaban en seguida su basto continente, su vulgar apariencia física. El público se entusiasmó con el recital como si el concierto constituyese un homenaje póstumo a Ovidio, a aquel dilecto de Erato que había muerto anhelando que algún día un compositor pusiera música a una de sus heroídas.

La interpretación, caldeada por cierto apasionamiento político, lícito por espontáneo, fue un gran éxito. El teatro Pompeyo se vino abajo. Y de las curules de las primeras filas comenzaron a salir flores. Por si el éxito de Silio Domo tuviera cierto tufillo político, el señorío oficial se anticipó a neutralizarlo adelantándose en el homenaje.

Silio Domo decepcionó con la obra inédita: un canto a Augusto, vencedor en Accio. Como poeta era poca cosa. Y con tan escaso aliento no supo encontrar la debida inspiración para la música. Ovidio, con los amores adúlteros de Elena y París había logrado infundirle más sana y fresca inspiración que el divino Augusto con su triunfo militar.

El público se mostró impaciente, como si deseara que aquella parte desafortunada del programa se acabase antes de anular el magnífico efecto que habían dejado las dos anteriores. Y cuando la pieza concluyó, volvió a escucharse la ovación atronadora y el vocerío de los que pedían propina.

De obsequio ofreció la Pítica Séptima, dicha áurea, de Píndaro, en cinco cuerdas. A Clío no le satisfizo plenamente, pues si bien recitó las estrofas con gran nobleza y dignidad y puso emocionada vibración en la aguda y sostenida dedicatoria a Megacles, la música pentacorda le pareció impropia, por blanda, para la recitación de un himno de Píndaro. Mas el público, que estaba ya subyugado por el lirista, premió su interpretación con el mismo calor y adhesión de las dos primeras piezas. Y Silio Domo abandonó la escena entre vítores y una lluvia de pétalos.

Por fortuna para Clío, la participación del alejandrino fue muy diferente. Terpno era un lirista frío, casi he rmético, incapaz de transmitir emoción. Se le escuchó en silencio un buen rato, pues el auditorio creía que aquella frialdad era originada por la condición de la pieza. Pero poco antes de concluir, uno de los populares lanzó tan sonoro y prolongado bostezo que el intérprete perdió los estribos. Las dos composiciones siguientes acabaron por aburrir al auditorio, y Terpno abandonó la escena entre silbidos y la indiferencia de la mayoría de los espectadores.

Clío salió a la escena toda temblorosa. Vestía un peplo dórico y calzaba coturno de suela dorada. Siguiendo los consejos de Petronio hizo una profunda reverencia a los sacerdotes de Apolo; después saludó a los jurados con una inclinación de cabeza a la vez que extendía los brazos y cruzaba las manos en actitud de ofrenda. Bastó que sus amigos de las curules senatoriales iniciaran un tímido aplauso de cortesía para que todo el teatro secundara la acogida. El público olió en seguida que aquella doncella era una auténtica lirista sáfica. Cautivaba sólo con su presencia, con la hermosura de su rostro, con sus ademanes y movimientos; todos medidos, todos respondiendo a la euritmia escultórica. Y el ademán casi alado con que apoyó la lira en el trípode, la manera con que adelantó la mano a las cuerdas animó a que el auditorio prolongara la ovación.

Poco a poco se hizo el silencio. Y cuando Clío anunció la obra, dando un ritmo a las palabras, una voz de lo alto gritó:

- ¡ ¡Que Fortuna te dé más suerte que el septimanus, Clío!!

Clío palideció. Su pasión, su vicio ya estaban en el arroyo, en labios de los populares. Sintió una vergüenza fría y viscosa, que helaba sus mejillas, de intensa blancura. Apenas si se dio cuenta del estallido de aplausos con que el público acogió la revelación de su pasión por el juego. Sólo sintió que los ojos se le pusieron acuosos, y que su corazón, oprimido, invocaba en cada latido el nombre de Jesús.

Interpretó con seguridad, con dominio la invocatio de la Coral para la iniciación del sacerdocio de Apolo. Ella misma se desconocía. Durante los ensayos no se hubiera creído capaz de sacar a la lira y a su garganta aquel canto solemne. Sin duda había necesitado verse a un paso del fracaso, sentir su nombre en el escándalo para crecerse de tal forma. Pero en su seguridad influía también el silencioso respeto, la atención del auditorio. Éste no podía sustraerse a la gracia y belleza de la joven, a su elegancia, a su femineidad. Pero de cierta manera, la obra atraía imponiéndose con su sobria majestad.

La ovación fue estruendosa, pero breve. Y aunque los jurados, como le había anticipado Petronio, movían asintiendo con gesto de suficiencia la cabeza, el público no les hizo caso.

Recitó más que cantó una Oda de Horacio. La música, muy tenue y fina, como un encaje de Frigia, servía de fondo al tema poético. Mas lo que admiró al público fue la estructura musical, movida y llena de manifiestas, casi de pedantes dificultades, y la sabia digitación de la intérprete. Cuando el recitado concluyó, Clío siguió con una especie de estribillo puramente musical, donde hizo mayor exhibición todavía de su virtuosismo, especialmente en la tensión de las cuerdas pitagórica y pánida.

El auditorio se puso en pie para aclamarla. Y los populares gritaban que repitiera el estribillo. Empezaron a caer en la escena bolsas de caramelos, bollos, monedas, al mismo tiempo que la petición se fue haciendo unánime en las bocas: «¡Estribillo, estribillo!»

Clío, sonriente, feliz, ya con las mejillas encendidas, pidió licencia al Pontífice de Apolo. Repitió el estribillo. Al terminarlo, nuevas manifestaciones de simpatía y renovadas peticiones de bisar. Silio Domo se paseaba nervioso tras la escena, indignado de que una musiquilla que era «técnicamente un fraude», despertara aquel entusiasmo.

La britana había dado un paso seguro hacia el triunfo con aquel estribillo al que no concediera mayor importancia cuando lo compuso.

Al llegar el turno a la composición original, se dirigió al público:

- Esta composición me fue inspirada por el aspecto que ofrecen las calles de esta carísima ciudad de Roma, en la segunda mañana de Saturnales. Y está dedicada, como veréis, a esas pobres y humildes cosas que en la medianoche anterior todos arrojáis a la calle… Perdonadme que lo que es regocijo para vosotros sea tristeza para mí.

Y mientras recitó Triste para seis cuerdas recordó aquella mañana pasada con Plinio. Supuso que el joven quizá estuviera en el teatro escuchándola. Se hizo el propósito de recibirle si llegaba a visitarla. Todos estos pensamientos movidos por un sentimiento de suave melancolía impregnaron música y canto de una sinceridad tal que Silio Domo comenzó a desasosegarse al ver que la doncella le estaba arrebatando la corona de Apolo. Y entre dientes, le reprochaba precisamente aquello de lo que él carecía: su vena poética.

La ovación fue acompañada por el vítor de todas las gargantas, que repetían machaconamente: «¡¡Clío, Clío!!» Y aunque Clío iba echándose hacia atrás en una modesta salida, el público continuó vitoreándola y pidiéndole la propina. Clío tenía pensado interpretar el Himno funeral de Aquiles, mas su reciente composición, el Septimanus, se le venía pertinaz a la mente.

El público permanecía de pie y miraba al Pontífice pidiéndole que diera licencia a la joven. Y cuando Clío iba ya a desaparecer por la puerta principal de la escena, el Pontífice la invitó a interpretar otra obra.

Se adelantó al trípode y mirando y sonriendo a las localidades alias esperó a que se hiciera el silencio. Al fin, dijo:

- La canción que voy a ofreceros la compuse anteanoche. Se titula… ¡Septimanus!

Clío la había compuesto con pena, gravemente; pero el éxito le hizo imprimir otro ritmo más alegre, que improvisó. La letra, que era dramática, interpretada con ligereza, resultaba festiva. Y el Septimanus se convirtió en una caricatura de las congojas del jugador. Sin cambiar las palabras ni la melodía, únicamente el ritmo y el gesto y la entonación exultante.

El éxito fue rotundo. Y Clío hubiera dudado de la autenticidad del triunfo si no escuchara en el bis cómo todo el público coreaba el estribillo de Septimanus.

La actuación de Marcelino fue discreta. En otra ocasión se hubiera antojado excelente. La sorpresa la había dado Silio Domo; la revelación, Clío Calistides Mitiliana. Y a la salida del teatro Pompeyo nadie tuvo duda sobre la ganadora de esa noche, pues el público si no escamoteó aplausos al de Capua derrochó vítores a Clío.

Terminada la función, Clío cenó en compañía de Mileto, Petronio y Pompeyo en Octaviano. Después se fueron a la Domus Quadrata. Cuando entraron en el hemiciclo, la orquesta saludó a Clío al grito de ¡Septimanus, septimanus!

La joven pasó con Pompeyo a las salas de juego. Mileto y Petronio se quedaron en el hemiciclo. Y como uno de los ociosos lanzara el vulgar insulto de ¡Verpus! a un judío, el griego le increpó:

- ¡ No insultes, cerdo!

El individuo se volvió con intención de agredir a Mileto, pero al verlo tan seguro se cohibió. Algo dijo entre dientes. El judío que había sido insultado hizo un gesto de agradecimiento a Mileto.

- Te aconsejo, por tu seguridad personal, que procures no salir en defensa de los judíos… -le dijo Petronio.

- Cada vez soporto menos el menosprecio de la plebe de Roma hacia los judíos. Estoy harto de oír tanta necedad. Y resulta indignante que hombres preparados, incluso patricios y autoridades de Roma, fomenten esta sorda, canalla aversión a los judíos.

- No creí que tu conversión a la religión hebrea te hiciera sentirte tan judío… -agregó Petronio.

- Me siento judío no solamente porque creo en Dios y acato la Ley hebrea. Admiro de ellos su honestidad, su alta espiritualidad.

- Donde esté un judío hay que darle tres vueltas al cordón de la bolsa, Mileto.

- ¿ También tú?

- ¡ Bah! Siendo niño me dijeron que los judíos no comían cerdo porque lo adoraban. Hoy ya sé que es comida prohibida, por impura. Mas sé también que el cerdo es comida apetitosa, por sabrosa. Sin embargo, me quedo con el prejuicio. Los prejuicios, caro Mileto, son las raíces de la tradición. Yo no soy tradicionalista, pero cuando se trata de molestar a los demás o mantener convicciones pintorescas, acepto el prejuicio. En fin, yo todavía no he podido explicarme el porqué de la práctica de la circuncisión, y prefiero pensar que es un abominable recurso que deja más expedita la verpa para la sodomía.

- ¿ Y por qué lo sostienes si sabes que no es cierto?

- ¿ Que no es cierto…? ¡Pero si te he visto a ti circuncidado!

- No por malicia…

- ¡ Por abominación!

- Se trata de un rito religioso, bien lo sabes. Y si tú y las personas cultivadas caéis en ese error a sabiendas de que mentís, ¿qué s puede esperar de la plebe? -le reprochó Mileto.

- Poco importa que unos cuantos romanos sepamos que los judíos son monoteístas y virtuosos en el grado que dices, cosa que yo pongo en duda. Pero nosotros debemos ser consecuentes con la vox populi y no podemos substraernos al tópico. Al pueblo romano hay que darle las cosas no tal como son, que nada le importa como sean, sino como él cree que son. Si yo un día escribiera sobre los judíos cometería una extravagancia al decir que adoraban a un solo Dios intangible, invisible y omnipotente. Eso no entraría en ninguna cabeza romana, acostumbrada a conocer a los dioses por sus antecedentes familiares, sus hazañas y peripecias, su figura corpórea y sus atributos. Yo escribiré que adoran a un cerdo, porque así identifico al judío que conoce el romano…

- ¿ Y tú pretendes hacer una obra imperecedera falseando tan cínicamente la verdad?

- Las obras inmortales ¡oh caro Mileto! están llenas de mitos, fábulas, falsedades. No hay cosa que interese y divierta más al hombre que hablarle mal de su prójimo. Exhibir su necedad y su vicio. Dirás hipócritamente que esto es moralizar. Es, en definitiva, halagar al lector disculpándole de sus vicios al mostrarle otros mayores. ¿Tú crees que los romanos no aborrecerían a esa caterva de granujas y malhechores que son los dioses que pueblan su Panteón si supieran que existe una religión mejor? Pues gracias a que piensan que los judíos adoran a un cerdo, pueden sentirse felices de creer en la Tríada y demás dioses consentes. El día que los romanos supieran que otra raza, los judíos, adoraban a un solo Dios, ese día todas las lanzas quintes se mellarían ¡y adiós Imperio!

- ¡ Vaya conclusión, Petronio!, suponer que la fortaleza del Imperio se basa en la superstición…

- También la circuncisión es una superchería judía.

- No propiamente judía, Petronio. Mucho antes de que se circuncidaran los judíos lo habían hecho los egipcios, los fenicios y los árabes. Si recuerdas Las Aves, de Aristófanes, verás que se alude a un viejo proverbio fenicio: «¡Cucú, los circuncidados al campo!» Hay razones para creer que la circuncisión fue adoptada por los hebreos como una práctica social que consideraban signo de civilización. Por lo menos, tal se desprende de Josué, cuando, después de ser circuncidados los hijos de Israel, le dice Yavé: «Hoy he quitado de sobre vosotros al oprobio de Egipto». Ese oprobio era estar incircuncisos. Y a través de los textos hebreos se observa que tal práctica no siempre estuvo instituida como rito religioso. Ezequiel, uno de los grandes profetas, clama en nombre de Yavé: «Ningún extranjero incircunciso de corazón o incircunciso de prepucio de cuantos están en medio de Israel, entrará en mi santuario», cosa que demuestra que tal cosa solía ocurrir. No es el pueblo de Israel el que se escandaliza sino su Dios. Y cabe pensar que ya entonces a Dios le importaba más la circuncisión del espíritu que la de la carne…

- Por lo que veo los fenicios, egipcios y árabes salieron de la barbarie mucho antes que los judíos… -arguyó Petronio.

- Precisamente cuando esos naturales abandonan la circuncisión, es cuando los judíos hacen de la práctica un rito religioso. Son ellos los únicos que se circuncidan, y la circuncisión sirve de signo, de sacrificio que los distingue y los une en una unidad espiritual. Es la muestra física externa. Quien está circuncidado de la carne, del prepucio, debe estarlo, a su vez, del corazón; es decir, debe abrir su corazón a Dios para amarle; sus labios para alabarle; sus oídos para escucharle. Moisés le dice a Yavé: «Los hijos de Israel no me escuchan, ¿cómo va a escucharme el Faraón a mí, que soy de labio incircunciso?» es decir, no elocuente, de pocas y torpes palabras. Y Jeremías, otro gran profeta, exhorta: «¡Circuncidaos para Yavé, circuncidad vuestros corazones, varones de Judá y habitantes de Jerusalén!», significando que es el corazón abierto lo que interesa a Dios. Y el mismo Jeremías dice: «Tiene oídos incircuncisos, no pueden oír nada». Esto demuestra la existencia de dos circuncisiones: la de la carne, que es la social, la del pacto de la gens, y la del espíritu, que es la ética, la religiosa, la de la alianza con Dios.

- No me negarás que todo eso son sutilezas demasiado complicadas. Vete a explicárselas a un estibador del Tíber, a un artesano de Suburra o del Aventino… Mas, por todo lo que has dicho se desprende que la circuncisión nada aprovecha a la Divinidad.

- No es que la circuncisión aproveche o deje de aprovechar a la Divinidad, Petronio. Se trata de un sacrificio que el judío hace en prueba de disciplina, de obediencia a Dios. En el fondo, la circuncisión es grata a la Divinidad porque no contraría ninguna ley natural.

- ¿ Acaso eliminar una parte del cuerpo humano, por mínima que ella sea, no es ir en contra de la ley natural? Si el hombre nace con prepucio supongo que se debe a alguna razón fisiológica…

- ¡ Bah! También tú, Petronio, te depilas el vello, te afeitas el rostro y te cortas el pelo… que también crecen por una ley natural, y, sin embargo, tú no crees transgredirla. Piensa que en el culto a Júpiter pudo haberse santificado que los varones hicieran ofrendas de sus barbas… ¿Por qué te afeitas las barbas? Por comodidad o por estética. Los judíos se cortan el prepucio por obediencia a Dios… y por higiene.

- ¿ Por higiene… en unos individuos tan sucios?

- Aceptemos que lo sean, que no lo son, pues entre los judíos hay limpios y sucios como entre los romanos. Mas sus prescripciones religiosas les obliga a prácticas higiénicas como son los lavatorios, las abluciones, las purificaciones, etcétera, que los mantiene en frecuente contacto con el agua.

- ¡ Con el agua! No desatines, Mileto. Los judíos, por pudibundez, no se bañan.

- Los judíos se bañan, Petronio. No lo hacen públicamente, como nosotros; pero se bañan con recato en sus casas. Yo he vivido toda mi vida entre judíos, y puedo hablar de ellos con conocimiento de causa. Y te hablaría mucho más de su limpieza ética, que supera a la otra. Me has oído alguna vez referirme a los nazarenos, ¿verdad? Pues los nazarenos o cristianos como ahora les dicen, están en controversia precisamente por el asunto de la circuncisión. Los cristianos más avanzados quieren suprimirla como rito obligatorio en la conversión, mientras los conservadores, especialmente los zelotas, pretenden mantenerla como práctica ineludible. Pero veo que el tema te fatiga. Si prefieres, lo dejamos.

Lo dejaron. Petronio, que a duras penas soportaba unos momentos de seriedad, se sintió aliviado con la proposición de Mileto. ¡Le importaban tan poco los judíos!

Poco después volvieron Clío y Pompeyo. La britana estaba demasiado emocionada para prestar atención al juego.

Vieron el espectáculo y seguidamente los tres amigos acompañaron a la joven a su casa.

Patro, el mocetón que con garrote y linterna guardaba la puerta de la domo Porcia, se despabiló para venir a abrirle. Como todas las noches que llegaba de la Domus Quadrata, el ostiarius la saludó:

- Suerte, dómina.

Clío siempre llevaba a mano una moneda para el portero. Pasó al atrio. Caminaba con sigilo para no despertar a nadie. En la puerta del tablinum apareció Marco Porcio.

- Enhorabuena, Clío.

- ¡ Oh, gracias…! -dijo continuando hacia su cubículo.

- Hace ocho horas que te espero con una copa del mejor vino para brindar por tu triunfo.

Clío se detuvo. Las manos se le humedecieron y las piernas temblaron. Sólo se le ocurrió decir:

- ¿ Cómo sigue Porcia?

- El vino, bien. Tiene cincuenta años. Pertenece a mi finca de la Campania. Es un vino cosechado por mi padre.

La joven se acercó temerosa a Marco Porcio. Entró en el tablinum:

- ¿ Qué te ha parecido el concierto?

Porcio, mientras escanciaba, preguntó:

- ¿ Quieres mi opinión… o prefieres la de Quinto Velio?

- ¡ Por favor!

No supo interpretar la intención de Porcio, si había sarcasmo o superstición en el tono con que pronunciaba el nombre de Quinto Velio. Hacía solamente unas horas había preguntado a sus amigos quién era Quinto Velio. Nadie lo conocía. Cneo Pompeyo aseguró: «Conozco a todos los Velios que viven en Roma y ninguno de edad adulta lleva el nombre de Quinto».

Porcio le ofreció la copa y el brindis:

- Que Apolo te conceda el laurel y la palma, Clío.

- Gracias, Porcio. ¡Por tu bienaventuranza!

Bebieron. Porcio recogió la copa de la mano de la joven y la dejó en el trípode.

- ¿ Qué impresión tienes?

- No me has dado la tuya -repuso la britana.

- Desgraciadamente sospecho que la válida es la de Quinto Velio.

Clío arrostró valientemente aquella situación ambigua:

- Bien. ¿Qué dice… vuestro Quinto Velio, Porcio?

- No es nada mío. Si le preguntara a mi esposa sería capaz de decir que nunca ha oído hablar de Quinto Velio sino a ti, Clío.

- ¿ Qué dice Quinto Velio? -insistió la joven.

- Dice que la corona se la llevará Silio Domo, porque es el mejor.

- Discúlpame. Estoy cansada. Ave, dómine!

Ave, dómina!

Porcio se quedó mirándola como si se encaminara hacia la exedra. Alzó la cabeza. El rectángulo de cielo, que se recortaba sobre el impluvium, comenzaba a colorearse de mañana.

La presencia de fuerzas pretorianas, tanto en la puerta senatorial como en el interior del teatro Pompeyo, hizo comprender a los dieciocho mil espectadores que llenaban la cavea, que el emperador Claudio asistiría al tercero y último recital del Certamen lírico. Por su parte, los senadores así como funcionarios del Gobierno vestían de gala.

El público de las localidades populares no era el mismo de los días anteriores. A los melómanos no les interesaba el tercer recital, por el escaso mérito de los participantes; y, por el contrario, los aficionados a las competencias y torneos ocuparon el lugar de aquéllos. Se iba a ver el espectáculo de quien ganaba.

La favorita era, sin duda, Clío.

En la escena se veía sobre una base el busto de Horacio, el poeta oficial de los ludi saeculares celebrados bajo el reinado de Augusto. Cabía pensar que en caso de duda o de empate entre los jurados se propondría para la eliminatoria la interpretación de alguna obra de dicho poeta.

El César llegó al teatro poco después que ocuparan sus lugares el Prefecto urbano con sus dos curatores ludorum, los sacerdotes de Apolo y los miembros del Jurado. La banda palatina anunció la presencia del Emperador con la Marcha tarquina y todo el público se puso en pie guardando un respetuoso silencio mientras el César se dirigía con su séquito a las curules de honor. En cuanto Claudio ocupó su asiento un estrépito ensordecedor de gritos, aplausos y silbidos conmovió al teatro. El pontífice de Apolo pidió licencia al César para efectuar la ceremonia propiciatoria y quemar el incienso en el tímele. En cuanto el humo aromático salió del pebetero el escriba del Jurado se puso en pie. Iba a dar el nombre del triunfador del concierto anterior. Mas el público, antes de oír el fallo, estalló en vítores; unos proclamando el nombre de Clío, otros el de Domo. Poco a poco volvió el silencio y el escriba se dispuso a decir el nombre, pero un individuo gritó: «Claudio, ¿cuándo te vas a divorciar de Messalina?»

El Emperador se levantó y volviéndose miró sonriente a las localidades altas. Los aplausos dedicados al importuno eran tan nutridos que denunciaban la unanimidad en la pregunta. Pocos días antes le habían preguntado al Emperador si no le pesaba la cornamenta que le ponía su mujer. Y esto hallándose presente la Emperatriz.

Claudio cogió las tablillas de las que iban provistos sus escribas para contestar estas y otras cuestiones y escribió la respuesta: «Mientras sea mi esposa tú no corres el peligro de casarte con ella».

Las tablillas corrían de mano en mano y según los espectadores se enteraban de la respuesta aplaudían al César. Minutos después la ovación a Claudio era cariñosa y prolongada.

El escriba pudo, al fin, hablar. Y dijo que el jurado declaraba vencedores del recital anterior a Silio Domo y Clío Calistida. Los entendidos comprendieron que Divo Teócrito quedaba prácticamente eliminado.

El recital fue mediocre y aburrido. Los cuatro participantes, aunque con particulares destellos, no lograron superar la actuación de ninguno de los anteriores triunfadores. Sin embargo, al final, el Jurado seleccionó a Tita Camila.

Los cuatro triunfadores salieron a escena para recibir la ovación. Y los vítores fueron preferentemente para Clío y Domo. Cabía pensar que esta manifestación del auditorio servía de guía o pauta al Jurado. Mas cuando la ovación declinaba, eran muchas más las gargantas que gritaban el nombre de Clío que el de Domo.

Para la eliminatoria el Jurado propuso no una pieza de Horacio, sino un fragmento de la Eneida de Virgilio: la despedida o adiós de la reina Dido. Era un opúsculo demasiado conocido y académico, que servía de prueba de examen en las escuelas de liristas. La música tenía más dificultades de interpretación que calidades estéticas, pero el trozo revelaba las facultades declamatorias de los recitadores. Desde luego con esta selección, que favorecía a las intérpretes femeninas, se dejó adivinar que la Corona de Apolo sería para Clío.

Divo Teócrito, tanto porque se considerase eliminado cuanto por lo impropio de su voz profunda para cantar la desesperación de Dido salió expeditamente, y sin mucho adorno, de su cometido. Sin embargo, fue ovacionado mucho más que el día que lo proclamaron triunfador. El público, comprendiendo que la pieza propuesta era la menos adecuada a Divo, no le regateó ni adhesión ni simpatía. Y aun después de que se retirase al fondo de la escena, los aplausos seguían resonando en el teatro.

Tita Camila recitó y tocó con la fría y estrecha perfección de una lirista recién salida de la escuela, y no logró despertar el menor entusiasmo en el público. Silio Domo, a pesar de su físico tan antagónico a las gracias y juventud de Dido, logró contagiar al auditorio de una noble emoción. Sobre todo estremeció al público al recitar:

Así me place sumirme a las tinieblas

Más, sin escuchar la atronadora ovación, Domo se dirigió al fondo de la escena cabizbajo y con un aire de resignación verdaderamente conmovedor.

Clío no había estudiado ni ensayado el fragmento virgiliano. Lo conocía, pero nada más. Por fortuna para ella, le había tocado en suerte interpretarlo la última, y puso mucha atención en la modulación que pusieron sus competidores.

La britana, físicamente, podría ser la misma Dido. Y cuando avanzó hacia el trípode con la lira al brazo, sólo sus movimientos y ademanes, sólo la sonrisa que dirigió al público le valió un nutrido aplauso.

A pesar de iniciar la pieza sin seguridad y nerviosa, se fue dominando, y al final la recitó mejor que sus antecesores. La ovación fue clamorosa, y el público vio al mismo César aplaudirla con especial deferencia.

Los jurados deliberaron unos momentos. Después el escriba se levantó para dar el nombre del triunfador al Pontífice de Apolo. Éste movió la cabeza afirmativamente, dando su aquiescencia y conformidad. El escriba se situó en medio de la orquestra y dijo:

- El Jurado del Certamen Lírico conmemorativo del octavo centenario de la fundación de Roma, concede por unanimidad la corona de Apolo al concursante eximio lirista Silio Domo…

Un silencio absoluto acogió el fallo. Un silencio de sorpresa. El certamen en su fase final parecía estar encauzado para que el triunfo fuera de la lirista sáfica.

El Emperador fue el primero en ponerse en pie y aplaudir al ganador. El auditorio le imitó. La ovación, clamorosa y prolongada. Algún silbido aislado. Los cuatro participantes permanecieron en su sitio. Clío sentía que el piso se hundía, que las piernas se negaban a sostenerla. Pero hizo un esfuerzo supremo y dio unos pasos hacia Silio Domo. Fue la primera en felicitarle. Le besó con efusión, abrazando en aquel hombre vulgar y regordete su propio fracaso. Silio Domo estaba tan abrumado por el triunfo que no supo reaccionar. La ovación continuó intensa y prolongada. Comenzaron a caer sobre la escena bollos, caramelos, pétalos, monedas. Silio Domo se separó de Clío para ir hasta los asientos de los sacerdotes de Apolo, en el momento en que Tita Camila se quedó con los brazos extendidos y en una actitud ridícula. Domo se postró ante el Pontífice. Éste cogió la corona de laurel, hecha de oro, y la colocó en la cabeza del triunfador. El lirista sollozó. No era frecuente. Generalmente, en casos semejantes, el triunfador se erguía petulante, indigesto de vanidad. Silio Domo, no. Se veía en él al artista hecho pacientemente, entre adversidades y esperanzas, paso a paso. Llegaba al triunfo, maduro y con una técnica madura. No era el gracioso inspirado, sino el artista que se hace tomándose los pulsos cotidianamente.

Clío, en medio de su fracaso, si no reconocía a Domo como el mejor, lo consideraba digno de la corona.

Fue una tarde amarga, muy amarga para Clío. Sobre todo al ver que mientras todo el mundo, hasta sus amigos más íntimos, rodeaba a Silio Domo para felicitarle, ella se quedaba sola, recostada sobre el quicio de una de las puertas de la escena. Se sentía sin iniciativa, sin fuerzas para dar un paso. Tita Camila se había sumado al círculo de los admiradores de Domo. Divo Teócrito, probablemente ducho en estas competencias, se acercó a Clío. Le puso la mano en el hombro:

- Otra vez será, Clío. Recibe, sin embargo, mi enhorabuena; porque algo extraño, que no adivino qué haya podido ser, te ha arrebatado el triunfo…

Clío apenas si pudo murmurar unas palabras de agradecimiento. Giró en redondo y salió de la escena. Tras la puerta se encontró a Mileto. Se echó en sus brazos y comenzó a sollozar quedamente. Mileto le murmuró al oído:

- Hoy me gustaría probar fortuna en el septimanus…

Petronio fue a ver a Clío a la domo de los Porcio.

- No vuelvas por casa de Regina. No te recibirá mientras le dure la rabieta. Está indignada contigo por haberte presentado al Certamen Lírico. Dice que nunca debiste descender a competir con liristas profesionales.

- Tiene razón. Mas la recompensa ganada ha sido mucho mayor.

- ¿ Es que hubo alguna recompensa… extraordinaria?

- El repudio de Emilia Tría. ¿Te parece poca? Que me disculpe su hijo, pero es una vieja inaguantable.

Petronio se quedó desconcertado. Aquello no era psique. El septimanus estaba cambiando a Clío.

Dos días después se encontró con Mileto:

- ¿ Qué le pasa a Clío, que está tan malhumorada?

- ¿ Hasta ahora lo notas? -Mileto rió-: Es sencillo. Sigue perdidamente enamorada de Benasur. Su padrino no le ha escrito una sola carta. Y ella quiere destruirse. Ya le falta poco. Ha empezado a jugar sus ahorros de Ctesifón.

- Mientras tanto, toda Roma canta el septimanus.

Clío empezó a notar que los esposos Porcios se espiaban mutuamente. Desde la tarde del desmayo no volvió a verlos juntos. Clío cuando comía en casa, lo hacía en compañía de Marco. Porcia cenaba en el atrio doméstico con la servidumbre.

Si los encontraba fuera de las horas de comida, los veía vagar por el atrio, por el peristilo, como persiguiéndose la sombra uno al otro. La mayor parte del día, Porcia la pasaba en el cubículo diurno, tejiendo o leyendo. Marco se acercaba, miraba al interior, no decía media palabra y se iba sigilosamente. Otras veces, cuando Marco se encerraba en el tablinum, su esposa se conducía de un modo semejante. Ninguno de los dos se asomaba a la exedra a molestarla. Debían tener dentro de la casa sus confidentes, pues sorprendió a Marcia hablar en distintas ocasiones con mucho secreto al mayordomo. Y la primera ornatrix, una esclava egipcia de abundantes carnes, no salía en la mañana del cuarto de su ama.

Clío se pasaba el tiempo haciendo combinaciones de septimanus. Una tarde se le presentó Porcia en la exedra:

- ¿ Sabes quién te arrebató el triunfo?

Clío sin levantar la cabeza del codex en que hacía números, dijo con destemplanza:

- Quinto Velio.

Porcia contrajo los labios en un rictus de amargura. Después musitó:

- Eres mala…

Clío la miró. Le dio lástima. La expresión de Porcia confirmaba sus recientes sospechas sobre la insania de la matrona. Pero tampoco Marco estaba en sus cabales. El matrimonio sostenía un juego trágico. ¿Quién estaba más loco, o quién pretendía hacer enloquecer al otro? Clío quiso salir de dudas.

- Sé que Quinto Velio es tu amante.

Contra lo que esperaba, los ojos de Porcia se iluminaron con una luz de alegre complicidad.

- Chiss… -Y en voz baja-: ¿Quién le lo ha dicho?

- El propio Quinto Velio.

La expresión de Porcia se nubló. Permaneció silenciosa unos momentos.

- ¿ Ha salido ya de la cárcel?

- Nunca ha estado en ella.

- ¿ Cómo lo sabes?

- Me lo dijo…

Clío se detuvo. Detrás de Porcia estaba su marido. Marco dio unos pasos y apoyó las manos en los hombros de su esposa. Luego, dulcemente le murmuró al oído:

- Vamos, Porcia… Hoy has tenido muchas emociones… Es hora de. que te retires.

La mujer volvió el rostro hacia su marido. Le sonrió con una ternura que Clío no le había visto antes.

- Vamos, Marco…

Se fueron. Clío se dijo que era mala observadora. Desde el primer día que trató con Porcia lo del hospedaje, la matrona se había conducido de un modo extraño.

Continuó haciendo cálculos, combinaciones de juego. En seguida volvió Marco Porcio.

- ¿ De qué hablabais?

- ¿ No te lo supones? De su amante, de ese Quinto Velio -repuso Clío con absoluta indiferencia.

- ¡ Ah…! También tú lo sabes…

- No se necesitan dotes pitónicas…

- Sin embargo, ignoras… lo más importante.

- ¿ Acaso no se conforma con hacerte cornudo? -replicó Clío con tono agresivo.

- ¿ Te has dado cuenta de que está loca? Desde que nos casamos. Siempre ha creído que yo la engañaba. Y se inventó un amante… Ese Quinto Velio. Un amante que repite por su boca todo lo que me oye a mí.

- ¡ Lástima! Ya se aclaró el misterio. En las tragedias infernales etíopes, dura más. Bueno. En este caso ya puedes decirme quién me arrebató el triunfo.

Marco Porcio sonrió.

- Messalina… -Y con cierto énfasis, agregó-: La emperatriz Messalina ha empezado a sentir celos de una joven lirista sáfica llamada Clío. Esto quiere decir que el emperador Claudio pronuncia en palacio tu nombre más veces de las permitidas por la discreción. Por eso en solamente diez días la corona de Apolo que, aparte de tus indiscutibles merecimientos para llevártela, había orden expresa del Emperador de que se te otorgara, ha ido a parar, por contraorden de la Emperatriz, a la cabeza de Silio Domo. Claudio es un marido obediente.

- Lo que tú no eres con Porcia.

- Pero me gustaría serlo contigo.

- ¿ Conmigo?

- Sí, contigo. Estoy preparando a Marcia para encerrarla legalmente en una casa de campo. He hecho llenar el atrio con mascarillas de mi rostro. En unas, muy realistas y fieles, verá al esposo; en otras, en que aparezco idealizado, verá al amante. Así no tendrá escape, porque se convencerá de que esposo y amante están muertos. Dos perros salvajes, de Germania, que aúllan toda la noche, acabarán por ensombrecerle el cerebro, porque has de saber que Marcia disfruta todavía temporadas de completa lucidez. Mas no tiene cura. La única posible es acabar de enloquecerla. No me gustan las situaciones ambiguas…

- ¿ No tiene familia?

- Sí, por eso no la repudio. Su fortuna es cuantiosa. Me conviene jugar el papel de marido piadoso… que prefiere encerrar a su esposa demente antes de divorciarse de ella. ¿Comprendes?

- Sí. Y supongo que tú quieres que yo ponga música a todo eso, ¿verdad?

- La cantaríamos a dúo.

- Ya, Marco Porcio. ¿Quieres que salgamos por un momento del Averno? Mira, caro anfitrión, Clío Calistida Mitiliana, lirista sáfica, viuda del Rey de reyes Bardanes, se va de esta casa. ¿Razón? No la demencia de Porcia ni la tuya, que es también de teatro, sino que el septimanus me ha dejado sin un cobre. En menos de cuatro meses he dejado en la Domus Quadrata dos millones de sestercios. De los tres, ¿quién es el que está más loco?

- Yo, porque te daría dos millones más…

- ¿ Dos millones solamente? La loca sería yo de aceptarte por dos millones.

Clío se puso en pie. Porcio dio unos pasos más hacia ella.

- Te ruego que salgas. Voy a vestirme… -Y como viera que Marco no se movía, agregó, dándole la espalda-: Yo no grito, yo tiro la lira a la cabeza de quien me importuna… ¿Sabes cuánto pesa el cornu? Te repito que me dejes sola…

Clío pensó que en el extraño matrimonio Porcio había algo más que locura, real o fingida. Resultaba muy raro que de todo estuvieran enterados.