CLIO BUSCA A SU MADRE

Sin duda, el Aquilonia, en la versión del arquitecto Dam, era la más bella nave que cruzaba los mares. En cada puerto que atracaba movía a los ociosos, a los estibadores y marineros hacia el malecón. Y la B de su propietario en el banderín purpúreo suscitaba comentarios, preguntas, noticias y fábulas sobre la nave y sus pasajeros.

Clío continuaba entregada a la composición. Conforme avanzaba en la obra aceptaba que la suspensión del certamen lírico le había permitido un trabajo de creación más sólido e importante. Cada día era mayor su ansia de triunfo y mayor también su seguridad en llevarse la corona de Apolo. Se presentaría en el Cronión sobrada de facultades, con un amplísimo margen de ventaja sobre su más cercano competidor.

En Rodas tuvo ocasión de asistir a otro concierto de Kremón, considerado como el primer lirista del mundo. Las insignias de los premios se acumulaban en su túnica. Clío lo estuvo escuchando con especial atención. No perdía detalle del movimiento dactilar, de la mímica, de las inflexiones de la voz. Reconoció que Kremón era digno de su fama. Le gustó todavía más que en el primer recital que le escuchara en el auditorium del Museo de Alejandría. Sin embargo, su virtuosismo estaba tan medido y proporcionado que rayaba en la perfección. Esto lo consideraba Clío como una rémora. Kremón podría lucir como un hermoso astro durante años, mas sin sorpresas, repetido en su perfección. Es cierto que dignificaba, ennoblecía los gustos del día, pero sin renunciar a ellos.

Clío pasó a ver al lirista después del recital. Un paje aplicaba una bufanda caliente a la garganta del divo. La «opinión musical» de Rodas estaba haciendo antesala para rendir pleitesía al lirista, pero Kremón, apercibido hacía meses por Divo Teócrito, en cuanto le anunciaron a Clío la hizo pasar.

- Divo me ha hablado de ti. Y muy elogiosamente… -Y deteniéndose a contemplar a la britana-: ¡Mira que eres hermosa! ¿Cuántos años tienes? Es igual. No me los dirías. ¿Desde qué edad compones?

- Desde los nueve años.

- Sí, buena edad para empezar. Pero ya debías estar más adelantada…

- Nunca me has escuchado…

- No importa. Estás atrasada. Divo me dijo lo que habías tocado y cómo lo habías hecho. Divo está admirado, pero que tú seas mejor que él no quiere decir que no te falte mucho para competir conmigo. Sé que estás componiendo un himno para la próxima Olimpiada. Lo siento. Ese triunfo será para mí. Lo necesito, ¿comprendes? Mi editor de Corinto está esperando a que termine el poema para hacer diez mil copias. Faltan exactamente cuatro años, pero ya he firmado contratos a base de la corona de Apolo. Cuando llegue la Olimpiada habré firmado por dos o tres millones. Yo soy un hombre sincero y por eso te hablo así. No quiero que llegues a Olimpia engañada.

Demasiada vanidad, demasiada petulancia; excesiva seguridad en el triunfo. Clío no supo cómo se le escaparon las palabras, pero no se arrepintió de decirlas:

- Te será difícil arrebatarme la corona de Apolo. Tú no me has escuchado y yo te he oído ya dos veces.

El lirista se quitó la bufanda para reír mejor. Rió cantarinamente, con métrica, tal si recitase - ¡Inocente lirista! -Después, con la misma indiferencia de un dios-: Sé que a Divo Teócrito le honraste con una cena. ¿Puedo esperar yo la misma cortesía?

Fue una velada penosa. Kremón era un odre henchido de vanidad. No sabía nada más que hablar de él, de sus triunfos, de cómo tensaba las cuerdas.

- En el mundo sólo hay veintisiete liritas que tensamos las cuerdas, y contigo veintiocho. Al mejor tensor que me sigue le saco cien estadios de ventaja. ¿Qué vas a hacer conmigo, inocente Clío?

Benasur estaba abrumado y enconado con la actitud de aquel rascaliras. Y le atacó con el arma que le era familiar:

- ¿ Cuánto ganas por recital?

- Cinco mil sestercios.

- ¿ Al minuto?

- ¡ Por recital! ¿Te parece poco?

- No sé. No tengo punto de referencia para calcular si es un buen salario. Yo debo ganar unos siete mil sestercios por minuto.

- Pero no con el arte.

- Con el arte, Kremón.

- ¿ Con cuál? -preguntó el lirista tan incrédulo como perplejo.

- Hay un arte que tú desconoces, Kremón, que es el arte de escuchar a la gente… Yo sé escuchar y gano siete mil sestercios por segundo. Incluso ahora, que te escucho a ti sin ningún provecho.

Benasur no había traspasado la corteza de vanidad de Kremón. Y éste, dirigiéndose a Clío, tal como si hablara a su paje, conminó:

- ¡ La lira, joven!

Benasur miró a Clío. Ella comprendió y no se movió. El judío, sin volverse, le dijo al triclinario que estaba detrás:

- Una lira para el maestro.

Kremón tocó. Clío no pudo dejar de ser objetiva. Era un verdadero maestro, un exquisito lirista. E iba a pedir la lira a Kremón, mas Benasur se opuso.

- No, déjale a él… -Y al artista, casi de un modo imperioso-: ¡Toca!

Kremón vaciló un momento. La mirada de Benasur no le dejó la menor duda. Y volvió a tañer la lira.

Vista de cerca, la mímica de Kremón resultaba un tanto grotesca. Mantenía ridiculamente torcida la boca en los agudos, y el ojo derecho se le cerraba más que el izquierdo; la garganta se le congestionaba.

- ¡ Toca!

Kremón se levantó dispuesto a cortar la velada.

- Es inútil… -le dijo Benasur-. Mi barco está navegando.

- ¡ Cómo!

- No te intranquilices. Cuando termines el recital te dejaremos en tierra. ¡Toca!

Clío comenzó a inquietarse. Nunca había visto así a su padrino. Era aquélla como una irritación o violencia nueva; contenida, estudiada.

- No puedo; es decir, no debo. En la tarde tuve un recital…

- ¡ Toca!

Y el judío comenzó a poner monedas de oro al lado de Kremón. Puso diez áureos. El lirista se animó, pero con picardía interpretaba piezas cortas, opúsculos ligeros.

- ¡ Toca!

Y las monedas iban haciendo un montoncito.

Al fin, Benasur, cuando vio sudar a Kremón, se puso en pie.

- Gracias, Kremón. Te hemos escuchado con suma complacencia.

Ahí tienes siete mil sestercios.

Kremón se dijo que era una gran cosa ser lirista. Siete mil sestercios por un recital de mentirijillas.

Subió a cubierta acompañado de sus anfitriones. La nave estaba anclada ante el puerto.

- ¿ Sabes nadar? -le preguntó Benasur.

- No, no sé nadar -dijo el músico temiendo lo peor.

Benasur bajó la cabeza y así permaneció un largo rato. Kremón le interrogaba con la mirada; luego miró a Clío.

- ¡ Debo irme!

Silencio. Clío temblaba.

- ¡ Digo, señor, que debo irme!

Benasur salió de su mutismo y se dirigió a la plataforma de mando. Ordenó a Platón entrar en puerto. Cuando Kremón oyó el rumor de los remos, suspiró satisfecho.

- ¿ Qué clase de hombre es tu padrino? -preguntó el lirista.

- Un hombre. En el mundo hay muchas clases de hombres.

- Para mí sólo hay tres clases: yo, los que tocan… y los demás.

El Aquilonia atracó en el malecón de la escollera. Kremón le dijo a Benasur, que había vuelto junto a ellos:

- Tú sabes que no puedo bajarme aquí. A estas horas no hay más que rateros y maleantes en ese malecón. Llévame al muelle romano.

- Lo siento, Kremón. No tenemos permiso para atracar allí.

- Es que…

- Kremón, el hombre que sabe escuchar es parco en palabras. Las que me quedaban para ti ya las he gastado.

Benasur se fue. Clío llamó a un marinero para que acompañara al lirista.

- No me atrevo a volver solo, señora -dijo el marinero.

- Id dos, tres, los que sean necesarios…

Kremón saltó a tierra. Y Clío le vio irse en medio de cuatro marineros que lo custodiaban con antorchas en alto.

La pitonisa de Paros no era la de hacía veintitrés años. Su fama había decaído. No porque perdiera facultades, que para mantenerlas vivas contaba con una extensa red de informadores, sino porque la gente se cansa de creer en la misma cosa. Ahora el que atraía a los crédulos de todo el Egeo y sus costas circundantes era el pitoniso de Delos. Se contaban de él cosas fabulosas. Adivinaba el futuro de sus consultantes, aunque sus virtudes mánticas no le hubieran servido para adivinar que los sacerdotes del santuario le estaban instruyendo un expediente por sacrilego, en vista de la desleal competencia que hacía a su oráculo.

Benasur hizo llamar a Missya. La astuta Myna, con cincuenta años encima, había perdido amén de la juventud bastante de su misterio y aquel aplomo para pronosticar que le había hecho famosa.

- ¿ Qué hay del asunto que se te encomendó? La búsqueda de una esclava de naturaleza britana, que tuvo una hija, pupila de los Kalístides de Mitilene.

Missya con la pérdida de popularidad había ganado en franqueza.

- Tuve tres pistas, que creía seguras, pero que resultaron falsas. No he podido averiguar nada.

- ¿ Asunto clausurado?

- Para mí, completamente.

- ¿ Me aconsejas que consulte al pitoniso de Delos?

- ¿ Para qué, si es mi hermano? No creo que dure mucho. Los sacerdotes de Apolo le tienen entre ceja y ceja. Es un traidor, un violador de los misterios pitónicos. Ha huido de mí llevándose mi dinero y mi ciencia. Me alegraré el día que lo despeñen.

- Es tu hermano, Myna.

- Es un hijo de la marrana.

- Asunto clausurado, Myna. No tengo más palabras. Vete.

Antes Benasur la hubiera invitado a una copa de licor de Chipre. Y se hubiera hecho el interesante para que Myna no lo apabullara con su misterio. Antes Myna tenía veintitrés años menos. Y Benasur también.

Se acordó de Skamín. Y sintió que la vida pesaba mucho en ese momento.

Llegaron en el otoño a Mitilene. Clío esperaba con ansiedad, con emoción y no poca alegría la arribada a su ciudad natal. Mas Benasur ordenó que el Aquilonia se detuviera ante la costa hasta bien entrada la noche. Quería saltar a tierra sin que su presencia fuese advertida, a fin de llevar con la mayor discreción posible las indagaciones sobre la madre de Clío.

Atracaron en la segunda vigilia. Se dirigieron al Mesón del Ninfea.

Al día siguiente, vestidos con modestia, casi disfrazados, comenzaron las pesquisas. En casa de los Kalístides, donde Clío pasara la infancia, vivía una familia de la localidad, los Medeones. Los recibió, sin invitarles a sentarse, un individuo de gesto adusto que a la primera pregunta que le formularon les contestó que no sabía nada de los Kalístides, pues él había comprado la casa a sus herederos. Mas, por fortuna, pasó por el atrio una joven que al oír parte de la conversación, intervino con un informe preciso.

- Detrás del gimnasio vive Kephalón, uno de los primos de Delosa Kalístides…

- ¿ Por qué lo sabes? -se revolvió, áspero, Medeón.

- Se lo he oído a madre. Vivía en Mileto y no contaron con él en el reparto de la herencia…

- Son cuentos. No hagáis caso -dijo Medeón-. En fin, si queréis ir a verlo…

Clío apenas si atendía. Contemplaba el atrio que de niña le parecía tan anchuroso y que ahora veía reducido. Cada columna guardaba infinidad de recuerdos. «Por esa puerta se va a la exedra…» Se atrevió:

- Pudiera ver el gineceo… ¿Sabéis? Yo he vivido aquí de niña. Me gustaría verlo.

Medeón torció el gesto, mas la joven accedió con viveza sin hacer caso del padre.

- Sí, sí pasa… Pasad.

- ¡ Tana! El gineceo estará todo revuelto…

- ¡ Qué importa! Pasad, pasad…

Tana los llevó por toda la casa. El padre los seguía y refunfuñaba. Clío se detuvo melancólica en aquellas piezas donde había compartido su vida con el ama Delosa. Muchos de los muebles, que le eran familiares, aún se conservaban en su sitio. Mas en la casa faltaba la paz que primero el matrimonio y después Delosa imprimían con su vida recoleta, austera. Vio también el cubículo en que dormía al lado de su ama; el trípode donde desayunaban y almorzaban. La mesa en que comían estaba arrinconada y en el comedor había un triclinium. Todo le parecía más pequeño y menos apacible. Los Medeón debían de ser familia numerosa, pues en el gineceo se veían dos literas con los linos todavía revueltos.

Benasur se impacientaba. Clío le lanzó una mirada suplicante. Quiso ver la parra del patio. Mejor se hubiera abstenido. En el centro, un molino rodado por tres niños esclavos que apenas si podían moverlo. La parra ofrecía un aspecto lastimoso.

Al salir, sobre la banqueta del portero vio una carpeta bordada. Estaba descolorida y remendada. Muy remendada. Pero descubrió en aquel trapo una obra suya. Ella misma la había bordado siguiendo las instrucciones de Delosa. Al principio se destinó a la silla del amo Kalístides; después, muerto éste, comenzó a cambiar de lugar. La carpeta debía de haber rodado mucho por la casa hasta llegar a aquella banqueta del portero. No tardaría en ser arrojada a la basura. Se emocionó porque en el borde central aún se veían las caras de Safo y Alceo.

- No sé cómo pediros… pero me gustaría poder comprar esa vieja carpeta. Recuerdo muy bien que yo la he bordado…

Tana se la puso en las manos, satisfecha de que se hubiera presentado una causa tan justificada para perder de vista aquel viejo bordado.

- Nos encanta que te la lleves, ¿verdad, padre?

El hombre refunfuñó.

- No sé qué dirá tu madre. Ella tiene en mucha estima ese bordado…

- Yo lo he hecho, señor… Yo lo compro.

En el tono de Clío vibró la súplica y la exigencia. Tana exclamó:

- ¡ Nada de comprar! ¡Llévatelo!

Todavía Clío quiso pasar por la esquina y ver si seguía la vinatería. Sí, continuaba. En Mitilene la vida no transcurría con la precipitación de las grandes ciudades. Las gentes se iban o se morían, desaparecían, pero las cosas permanecían inmutables.

Se asomó al interior de la vinatería. El olor del vino lo sintió en el olfato como si hiciera años que no lo oliese. Sí. Posiblemente aquel olor, siendo un olor general del vino, tenía algo propio de aquella vinatería. Serían los odres, las cubas; sería la humedad o el sol de aquella calle o la piedra y las maderas del local. Y cuando dirigió la vista al fondo le pareció ver al abominable Tele, al mancebo que la perseguía por la calle. El abominable Tele se había transformado en un hombretón de tupida vellosidad en el pecho, de mofletes encendidos, con el delantal sucio, como siempre. No lo saludaría. Tele se pondría vanidoso al reconocerla y verla hecha una mujer. Pero no. Se quedaría con el gusto. Mas Tele preguntó:

- ¿ Se te ofrece algo?

- Sí; sírvenos dos cuencos de vino… del corriente.

- Aquí todo el vino es bueno.

- Bueno, por sabido. Del mismo que compraban los Kalístides.

- ¿ Los Kalístides? -rió-. ¡Ya ha llovido! ¿De dónde vienes, señora, que preguntas por los difuntos…?

- Me intereso por una muchacha llamada Clío…

- ¿ La britana?

- Sí, creo que le decían la britana.

Tele fijó los ojos en Clío. La joven se estremeció. Tele sacudió la cabeza, Después:

- La vendieron en el mercado cuando se murió Delosa…

- Pero no sabes nada de ella.

- Nada.

- La conociste, ¿verdad?

- ¡ Sí, la conocí! Pocos pellizcos que le habré dado… No sé por qué le tenía tanta afición, porque la desgraciada estaba más flaca… Era un puro hueso… Cosas de niños, señora.

- Comprendo.

Tras una pausa, Clío murmuró:

- Así que ni rastro… de ningún pariente de los Kalístides.

- Sí, vive frente al Bouleuterión la loca, la sobrina de Delosa.

- ¿ Loca?

- Es popular en el barrio. Se llama Lysitra.

Pero se encaminaron al gimnasio. Una mujer les indicó dónde vivía Kephalón. Lo encontraron en una accesoria, adiestrando a un perro y a un gato para las peleas. El perro llevaba bozal y el gato guantes. Kephalón apenas si se cubría con un himatión sucio y roto, desgarrado por las bestezuelas. La accesoria era oscura y maloliente. Al hombre sólo le faltaba el tonel para ser una réplica de Diógenes. En cuanto le mencionaron a los Kalístides echó pestes contra ellos, y los dos animales solidarizándose con su malhechor se pusieron rabiosos Kephalón los metió en sendas jaulas, después de amonestarlos con una máxima de Esopo.

- Porque habréis de saber que yo soy Kalístides, hermano de mi hermano Kalístides y no de la vieja desgraciada Delosa. Esta vieja al morir se olvidó de mí. ¿Qué pasa con los Kalístides?

Benasur dejó que hablara Clío.

- Desearíamos encontrar a una persona que perteneció al servicio doméstico de tu hermano…

- ¿ Quéee? ¿Qué es eso del servicio doméstico? ¿Así le dicen en Alejandría? Aquí le decimos al pan pan y a los esclavos esclavos. ¿De qué esclavo hablas?

- De una sirvienta que le decían la britana.

- La britana… Pues te diré una cosa, doncella; que mi hermano tocaba la fruta con la mano izquierda.

Clío miró a Benasur, que permaneció impasible. Quizá no había entendido la procacidad del individuo. - ¿Y además de eso qué dices…?

Kephalón rió con una boca desdentada, donde bailaba el badajo de la lengua, roja como tinta de heces de vino.

- Pues además de eso, como tú dices, pues sí, la britana… Yo siempre me he preguntado dónde caen esas tierras con las que el césar Claudio, rey de Roma, hizo tanto alboroto… -Sí, la britana, ¿qué? - ¡Pues no dices tú que era esclava…! -Pero tu honorable hermano…

- ¿ Quién te ha dicho que mi hermano fuese honorable? Tocaba la flauta con la mano izquierda y con la derecha… Bueno, con la derecha… ¡Cuántas traiciones se tragó Delosa! -La britana era su amante, ¿verdad?

- ¿ Pero de qué britana hablas? -Y miró con expresión de perplejidad a Benasur-. Tú eres la que has mencionado a la britana. ¿Cómo se llamaba?

- Supongo que…

- ¡ Bah, bah, bah! Vosotros sois de esos extranjeros que venís a Mitilene a perder el tiempo y a preguntar sobre lo que no os importa… Pues ¡al ágora! que allí dan conversación gratis. - ¿Y si yo te ofrezco una medida de vino?

- ¿ Para que te diga el nombre de la britana? ¡Dímelo tú primero! Volvió a reír. Cuando abrió los ojos tenía enfrente a Benasur. - ¿Quién es el loco, tú o Lysitra? - ¡No me hables de Lysitra, tonto, más que tonto! Benasur lo sujetó agarrándole de las barbas. - ¡Di de una vez lo que sepas de la britana, viejo sarnoso! Benasur lo sacudía. El viejo sin dejar de reír, soltó dos grandes lagrimones de los ojos semicerrados. La cabeza, con la bocaza abierta, con las bolas musculosas de los carrillos parecía una máscara de Talía.

- ¡ Suelta mis barbas, mula siríaca!

El hombre debía de haber hecho ejercicios atléticos, pues de do» rápidos movimientos logró desasirse de Benasur y tirarlo al suelo. En seguida trató de sentarse encima del judío, mas éste con un movimiento rápido de la pierna logró poner el pie en cierto lugar que hizo dar un alarido al griego. Benasur se recuperó rápidamente y enarboló el banquillo que le dio Clío. Kephalón cogió un trípode y comenzaron a acosarse. Clío escurrió el pie con intención de darle una zancadilla, pero el otro le propinó un puntapié en las posaderas. La puerta quedó cerrada por un grupo de curiosos. Algunos vecinos comenzaron a decir: «¡Dale, Kephalón!» Mas antes de que el griego tuviese ocasión de asestar un golpe con el trípode llegaron dos guardias, de los dichos cerberos, a detenerlos.

- ¡ Andando, a los ágoranomos!

De nada valieron las protestas de Benasur. Kephalón estaba satisfecho de ir al tribunal con tal de que llevara a los dos extranjeros. Mientras recorrieron las calles que los separaba del tribunal, la chiquillería abucheaba a los cerberos y a los detenidos.

El tribunal estaba en la plaza del Tirso, una estela fálica debida a Scopas, cerca del puerto. El escriba de guardia mandó que los encerraran en la prevención. Luego, por un ventanuco, les dijo que como eran días feriados, los ágoranomos estaban por el campo impartiendo justicia foránea. Que tardarían en regresar dos días.

- Sí, esto suele suceder -dijo Clío a Benasur como explicación y disculpa.

- ¿ Y tú crees que esto es justo? -replicó el judío encolerizado.

- Eso pregunto yo -se sumó un marinero que dormía en el único banco de la celda.

- ¿ Acaso tú dudas de la justicia de Mitilene? -acusó, agresivo, Kephalón.

- ¡ Hijo de tu madre! Te vas a acordar toda tu vida de la britana.

- Sin insultar, sirio, sin insultar -dijo una ramera del puerto que estaba en un rincón sentada en cuclillas como haciendo una necesidad.

- No vengas tú ahora diciendo que eres la britana -dijo Kephalón.

- ¿ No ves, cretino, que te dijo eso de tu madre? -replicó la ramera.

Kephalón se revolvió.

- ¡ Hijo de mi madre, sí, dijo bien!, porque yo he tenido madre no como tú. Y vosotros no os metáis en este pleito que es pleito de señores. Porque este sirio será todo lo sirio que lo parió su madre, pero su pleito es conmigo y no con vosotros, ratas inmundas.

- Eso no me lo dices a mí cara a cara… -dijo el marinero.

- ¡ Te lo digo a ti en tus narices, vejiga de sebo!

- ¡ Ah, en mis narices. Pero no en mi cara!

Kephalón escupió en el suelo.

- ¡ Dicho y hecho, la sal para tu casa!

El otro rió. Luego, calladamente, se dijo: «Se quemó el año pasado».

El escriba asomó la nariz por el ventanuco.

- ¡ A callar! Y vengan los cobres para la comida.

- ¡ Protesto! -gritó Kephalón-. Falta una testigo: Mi pariente Lysitra, que vive en la casa de Febo, frente al Bouleuterión… -Y sacó unas monedas que entregó al escriba-. Para mi comida; que me la traigan del mercado.

En la tarde entró un nuevo huésped en la celda. Una mujer encorvada, ya anciana, muy pintada, con un peplo ridículo que apenas le llegaba a las rodillas. Kephalón en cuanto la reconoció se echó en sus brazos y llorando sobre su hombro, le dijo que la adversidad perseguía encarnizadamente a los Kalístides. Mientras el griego hacía estas muestras de aflicción, Lysitra con una mirada olímpica recorría la inmunda prisión y sus ocupantes. Después, cuando Kephalón se separó de ella, le dijo imperiosa:

- Híncate, Kephalón… -Y alzando los brazos en actitud orante, invocó-: ¡Oh dioses, ved la fatalidad que se abate sobre la noble estirpe de los Kalístides! -Hizo un signo extraño, quizá exorcizante y, agachándose, le dijo al oído de su pariente-: Creo, Kephalón, que debiste de cambiarte de ropa para visitar a los ágoranomos… -Se irguió, y para que lo oyeran todos, agregó-: Ya he avisado a mi padre el arconte tesmoteta.

Kephalón sabía que Lysitra no tenía padre ni ningún arconte tesmoteta en la familia, pero se alegró mucho de oír a su pariente hablar de aquella forma. Sin duda, sí tenía padre tesmoteta. Se acercó a Benasur y le dijo al oído: «No le hagáis caso; está más loca que una cabra. Dice que vendrá a sacarnos su padre que es arconte tesmoteta. Hace veinte años que murió su padre de ataques epilépticos, pues era vidente, y nunca en su vida perteneció al arcontado. Pregúntale, pregúntale por la britana».

Fue Clío quien se acercó a Lysitra.

- Haz memoria ¡oh matrona de Mitilene, antorcha del hogar lésbico!, ¿por ventura no has conocido a esclava, sirviente o amante de Kalístides, de naturaleza britana?

Benasur se desoló al oír hablar a Clío. Ya la habían contagiado.

- ¿ Por qué dices esas sandeces, Clío?

- Tú, sirio, sin faltar a la doncella -amenazó el marinero incorporándose en el banco.

- Britana, britana… -murmuró haciendo memoria Lysitra-. ¡Ya caigo! Una mujer alta, hermosa, rubia… que el bribón de mi primo dejó embarazada. Se llamaba, ¿cómo se llamaba. Kephalón?

- Según tú, Orna; la recuerdo muy bien. Pero Orna murió en el parto.

- ¡ Qué iba a morir en el parto! La confundes con Lisia, que no era britana, sino póntica, y no rubia sino morena, y no hermosa sino fea, y no esclava sino libre y no del primo Kalístides sino del tío Kromides. ¡Si lo sabré yo!

Luego se dirigió al marinero y le dijo conminatoria:

- Y tú, mulo peloponésico, ¿no te da vergüenza estar sentadote mientras aquí estamos dos matronas de pie? ¡Levántate presto si no quieres que descargue sobre ti la ira de Zeus prepotente!

El marino dio media vuelta y se acostó en el banco.

- ¡ Kephalón, de la noble estirpe de los Kalístides, arroja a ose mezquino del banco!

- ¿ Lo has oído, tú? -se dirigió Kephalón al marinero.

- Él no, pero yo sí -dijo la mercenaria del puerto.

- ¿ Quién te ha dado a ti canastilla para esta procesión? -reprochó Lysitra.

- Tu padre el arconte tesmoteta, lagartija en vinagre.

- ¿ Qué has dicho? ¿Has oído, Kephalón? Y tú, noble sirio…

- Yo no soy sirio, matrona, sino hebreo. Todavía hay diferencias - protestó Benasur.

- ¿ Cuáles?

- Que un sirio se parece más a un heleno que un judío a un sirio.

- ¡ Loado sea Apolo, judío! Es la primera vez en mi vida que veo un judío. ¿Y eres judío de verdad o eres de esos cretenses que todo lo enredan?

- Soy judío, ya lo he dicho -repuso muy seriamente Benasur.

- Acércate, Kephalón -dijo Lysitra-. De niño cogías unas perras terribles porque querías ver a un judío. Aquí lo tienes de cuerpo entero. Y no tiene orejas de asno como mintió el divino Homero.

- Homero -intervino Clío- nunca ha mencionado a los judíos.

- ¡ Me lo vas a decir tú a mí, que me sé de memoria a Homero!

Contra todo lo previsible, en la celda, acompañado del escriba, se presentó el padre de Lysitra, el arconte tesmoteta.

- Estás libre, Lysitra.

- ¿ Y yo? -rugió Kephalón.

El tesmoteta miró al escriba. Éste se encogió de hombros.

- También tú…

- ¡ No, yo no! -gritó como un energúmeno-. Yo no salgo de aquí sin mis amigos.

El arconte salió con el escriba. Al cabo de un rato regresaron. El tesmoteta dijo:

- Una dracma de multa y quedáis libres.

Benasur pagó. El escriba le llamó aparte: «Están locos y el tesmoteta, que es un loquero, se los lleva a los sótanos del templo de Asclepios.

- ¡ Yo estoy más cuerdo que los siete sabios juntos! -protestó Kephalón.

Clío miró a Benasur.

- Por favor, padrino: ella tiene la pista de mi madre…

Benasur se encogió de hombros, fastidiado. Sacó una tetradracma y se la dio al escriba.

- Enciérrala también hasta mañana.

El judío no comprendió en ese momento qué necesidad tenía Clío de buscar a su madre.

Clío regresó al Mesón del Ninfeo al otro día a la hora de la cena. Venía demacrada. A Benasur se le antojó que tenía mirada y rictus de demente.

- ¿ Cómodos los sótanos del templo de Asclepios?

- Húmedos, y encima duchas de agua fría cuando menos lo esperas. Abren unas trampas en el techo y al menor descuido, la ducha. Y es de agua de mar.

- ¡ Qué hermosa es tu ciudad natal, Clío! -ironizó Benasur-. Comprendo que con vecinos tan sensatos y espirituales, Lesbos haya sido luminosa antorcha de la Hélade inmortal. ¿Averiguaste algo?

- Nada. No hubo manera de que volvieran a hilar unas frases sobre el tema. Sólo una vez Lysitra, ante mi insistencia, se quedó absorta y murmuró como entre sueños: «Orna vive en Antissa».

- No es un indicio…

- Me gustaría ir.

- Como quieras…

- Salí de los sótanos al mediodía. Me puse a buscar a mi maestro Prónomo Ático… No porque él supiera algo, sino porque me hubiera gustado verlo. No vive en Mitilene. Hace años se fue a Delfos a establecer una academia lírica.

- También te gustaría verlo.

- Sí.

El Aquilonia partió de Mitilene y rodeando la isla entró en Antissa. Dos días estuvieron preguntando, indagando entre los vecinos. Tres mujeres supieron dar razón de la existencia de una mujer extranjera llamada Orna, pero no sabían más. La habían visto frecuentar el mercado. Uno de los comerciantes fue más explícito:

- Orna… Parecía mujer germana o escita del Danubio. Compraba en mi puesto. Era rubia como tú. Relativamente joven… Ahora tendrá unos cuarenta años. ¿Sabéis quién puede informaros de ella? Id al puerto, al telonio de Filastro. Preguntad por su sirvienta Mítrida…

Mítrida se aproximó más a la edad.

- Orna murió de la peste hace doce años… Creo que tenía treinta y cuatro o treinta y cinco.

- ¿ Sabes de dónde era, si estuvo casada, si tuvo familia?

- Sé que vino de Mitilene pero nada más…

- ¿ Te habló alguna vez de su origen?

Mítrida torció el gesto.

- Creo que me lo dijo alguna vez, pero no recuerdo… Supongo que era del Norte, macedona o escita.

Benasur pidió a Filastro que les dejara por unas horas a Mítrida. Filastro accedió no de buena gana.

- Hasta la hora de la cena.

La mujer se esforzó en recordar. Las palabras eran escasas, los informes inconexos, insignificantes. Ante la insistencia de Clío, la mujer comenzó a contestar «sí, sí», pero sin ninguna convicción. Benasur le dijo a Clío en arameo: «Es inútil. No sabe nada más. Esta mujer empieza a mentir… sólo por complacerte».

Mítrida miraba y remiraba a Clío, analizándole las facciones; mas se veía que no encontraba ninguna semejanza:

- Sí, se parecía a ti, señora…

Sólo al cabo de un rato pareció descubrir algo revelador. Extendió la mano a la cabeza de Clío y la pasó por el cabello.

- Esto sj es verdad: tenía tu mismo pelo.

Benasur le dio una dracma a la mujer. La dejaron en casa de Filastro y regresaron al Aquilonia. Esa tarde Clío no quiso cenar.

- Si era ella, murió hace doce años. Es inútil que te tortures ahora.

- Sí, sí; era ella.

Orna era sirvienta de los Trófimos. Vivía frente a la casa de los Filastros. Mítrida vio su cadáver expuesto en la calle. Vio el carro que andaba recogiendo los cadáveres y cómo arrojaban el de Orna dentro. Mítrida no la había visto enterrar. Pero todos los días se excavaba una fosa común donde se enterraban cuarenta y tantos cadáveres. En caso de peste lo aconsejable era la incineración, pero la leña era cara en Antissa. Orna murió en lo fuerte de la peste. «No, no recuerdo que me haya hablado nunca de los Kalístides ni de Britania», había dicho Mítrida.

Pero de todo ello se podía conjeturar: que Orna era conocida de Lysitra y Kephalón; que éstos al mencionarles a la britana, se acordaron de Orna; que Orna había llegado de Mitilene a Antissa; que no era griega ni lesbia; que podía ser germana o escita, danubiana; que los cabellos de Orna se parecían a los de Clío.

Mas Clío llegó a esta conclusión: «Si yo no me parezco a mi madre, debiera parecerme a mi progenitor. ¿Por qué ni Lysitra ni Kephalón descubrieron en mi rostro un parecido con Kalístides?»

El siguiente día lo pasaron visitando propiamente la ciudad. Si con la pérdida de la hegemonía griega, las ciudades -salvo Atenas y principalmente Corinto- eran un triste recuerdo de su antigua prosperidad, las poblaciones medianas como Antissa quedaron reducidas a aldeas. El contraste entre su arquitectura -el bouleuterión, el gimnasio, los templos y edificios oficiales que rodeaban el ágora- y el escaso vecindario que transitaba por las calles y plazas, impregnaba de melancolía el semblante urbano, adormecido bajo la invasión paulatina del campo. Los griegos mejor preparados emigraban de sus tierras hacia las grandes ciudades, donde sus industrias e ingenio encontraban mejor acomodo. Y los centros urbanos que levantaran sus mayores eran ocupados por labriegos, pero no en número suficiente para cubrir la despoblación. Las piedras y mármoles multiseculares parecían sin función y se ofrecían a los ojos de los viajeros como la osamenta de una pasada grandeza urbana.

Para Clío, Antissa tenía el raro mérito de haber sido la patria de Terpandro. Y en aquel peregrinaje lírico que era el viaje en compañía de su padrino, no podía omitir la visita de Antissa, porque la habría hecho aun en el caso de que la búsqueda de su madre no hubiese conducido sus pasos a la patria del gran clásico.

En el Bouleuterián pidieron información al respecto. Un empleado les dijo que en el ágora verían el monumento que la ciudad había levantado a su honra. Un buleuta que les escuchaba amplió la noticia con un dato precioso:

- En la cuesta del Acro está la cas a en que nació Terpandro. Es auténtica y no como el Jardín de Safo, de Mitilene, que es una superchería vergonzosa. Está habitada. Decidles a los vecinos que vais de parte del buleuta Phedro.

El edil sacó de una bolsa una torta de pan de cebada y le dio un bocado, después la ofreció a Clío.

- No te vayas de Antissa sin probar las tortas de cebada y manzana.

Clío aceptó. Benasur también probó la torta. No estaba mal. Dieron las gracias al edil y salieron para el ágora.

La estatua era obra de Scopas. Grecia y sus islas estaban plagadas de esculturas de Scopas. Clío pensó en la fecunda laboriosidad de este hombre. El retrato -que no representaba sino a un modelo ideal- tenía una gran dignidad, carente del dramatismo propio de Scopas. Terpandro sostenía en el brazo izquierdo la lira septacorda. El himatión dejaba el torso atlético al desnudo.

La lápida decía:

Éste es Terpandro, que dio a la lira

tres cuerdas más, que Hermes, su divino

inventor, no supo arrancar a Euterpe.

Creó también la lira coral,

para gloria de su ciudad y recreo de las humanidades.

Antissa le dedica este monumento,

que costeó el arconte Lántero y

levantó con orgullo el pario Scopas.

- Este monumento tiene ciento siete olimpiadas -oyó Clío.

El informador era un niño de diez años, vestido con un raído jitón con más agujeros que tela. Era rubio y de ojos azules, pecoso en el entrecejo. Cerraba los ojos como si le molestara la luz y su naricilla se hacía respingona con la sonrisa picara. El niño miraba a Clío como si mirase al sol, agradecido y contento de poder verlo.

- ¿ No crees lo que te he dicho?

- Sí.

- Pues si lo crees, ya está bien de estatua. Os llevaré a los lugares por donde paseaba el gran Terpandro…

Clío sonrió, pero no le hizo caso. Dieron vuelta al monumento y tras un rato de contemplación siguieron su camino. Preguntaron por la cuesta del Acro. Era una calle que bajaba al puerto.

- ¿ Cuál es la casa de Terpandro?

El interpelado, un individuo montado en un borrico, se encogió de hombros.

- ¿ Quién es Terpandro?

- El poeta…

- El poeta, el poeta… ¡Será el arconte!

- ¡ Qué arconte y qué escudo de hoplita! Terpandro, el que tiene estatua en el ágora…

- ¡ Ah, Terpandro! No preguntes por la casa de Terpandro, sino de la Máscara. Bajad todo derecho hasta la tienda del herbolario. La segunda casa es la de Máscara. Preguntad, antes de entrar, si hay peste.

Pero cuando llegaron a la casa de Terpandro, el niño ya los esperaba con la misma mirada, con idéntica sonrisa.

- ¿ Ya habéis desayunado?

- Sí, ¿por qué?

- Porque se os ve en la cara. Vosotros tenéis cara de desayunar todos los días. Pasad. Ya le dije a Lika que veníais a ver la casa de parte del buleuta Phedro.

- ¿ Cómo lo sabes?

- Porque estaba allí cuando Phedro te dio de comer de su torta. Yo sé donde venden tortas de pan de cebada y manzana. Y sólo cuestan un óbolo.

Clío hurgó en la faltriquera y sacó una dracma.

- Toma. Cómprate una.

El niño negó con la cabeza.

- No. Sólo cuestan un óbolo. Y yo no acepto dinero de los metecos.

- Yo soy de Mitilene.

- Peor entonces. Porque Safo, sin nuestro Terpandro, no hubiese sido nada. Ni Esquilo tampoco.

- Yo admiro mucho a Terpandro.

- ¿ Acaso conoces su obra?

Clío se guardó la moneda y no contestó al chiquillo, pues venía hacia ellos Lika, lamentándose de la prole.

La casa no tenía nada de particular. Era una humilde, sobria casa antigua de ladrillos cocidos al sol. Cabía dudar que fuera de la época.

- ¡ Mira!

Benasur y Clío miraron. El chico escarbaba con el dedo en una de las paredes, quitándole la pasta y mostrando la piedra del muro.

- Esta sí es una pared de la casa de Terpandro. Lo demás no tiene ni veinticinco olimpiadas… Pero pasad dentro. -Y súbitamente a Lika-: ¿Hay peste?

- ¿ Y cuándo no, Andre?

Benasur, aprensivo, retuvo a Clío de un brazo.

- ¿ Es necesaria la visita?

Clío por toda respuesta preguntó a Andre:

- ¿ Qué clase de peste?

- No me hagas cosa, señora -dijo Lika-. No hay peste que pueda con el hambre. Pasad.

Benasur confirmaba su sospecha de que Lesbos era el absurdo. Se detuvo en el patio y dejó a Clío que pasara adentro con la mujer. Andre vaciló sin saber si ir con Clío o quedarse con Benasur. Se decidió por éste para probar fortuna. El chico, simpático, resultaba molesto por lo insistente de su mirada.

- ¿ Qué miras?

- A ti, señor. Nunca llegaron a Antissa unos metecos tan raros como vosotros. ¿Tú eres persa?

- No.

- Menos mal.

- ¿ No vas a la escuela?

- A mí no me tocó. Había una que cerraron por falta de presupuesto. Pero estudio en el gimnasio. Ya sé leer. En cuanto sepa escribir, me embarco. Tú comes todos los días ¿verdad?

- No todos. A veces ayuno.

- ¿ Por qué ayunas?

- Porque así lo pide mi religión.

- ¿ Tú tienes una religión para ti solo?…

- Sí y no.

Andre rió. Dijo algo que no entendió Benasur. Éste queriendo calar la malicia del niño, preguntó:

- ¿ En Antissa hay muchas lesbianas?

- ¡ Eso en Mitilene! Aquí somos gente pobre, pero honesta. Aquí no hay más que pederastas. En el gimnasio me dicen que yo seré un hermoso efebo. Soy el más hábil gallo del gimnasio.

- ¿ No tienes padres?

- Mi suerte fue no tenerlos. Nací del huevo de una pava de Samos. Todos los niños que nacen de pava de Samos resultan hermosos efebos.

- ¿ De qué vives, entonces?

- De lo que le saco a los metecos… y de las sobras del puerto.

- ¿ No te ha tocado ningún pederasta?

- No todavía, señor. Me espero a llegar a efebo. Además… estoy enamorado de Trifona. Vive abajo. Es hija de Torpe, el pescador… No creas que son pobres ¿eh? Tienen una lancha… Bueno, antes era de ellos solos. Ahora es también de Filoteo, otro pescador. Trifona tiene un diploidon para las fiestas. Con él se ve muy bonita…

- Y ella… ¿te quiere?

- No lo sé. Yo sólo la veo de lejos. ¿No ves que soy pobre? Cuando sea efebo…

- Dime, ¿qué peste da aquí?

- Nadie lo sabe. -Se encogió de hombros-. Viene un viento de no sé dónde que escuece en los ojos y los pone legañosos. Algunos se quedan ciegos. Pero después de mucho tiempo… Lo mejor es lavárselos con agua de mar. Míramelos. Yo así lo hago.

- ¿ Dónde duermes?

- En las ánforas del puerto…

- ¿ Te gustaría navegar?

- ¡ No seas tonto! ¿No te dije que en cuanto sepa escribir me embarco?

- ¿ adónde te gustaría ir?

- A Alejandría… Allí los efebos encuentran en seguida un pederasta que los protege.

- ¿ Sólo piensas en ser efebo?

- También en que llegaré como tú a viejo, señor. Así lo que gane de efebo me servirá para comprarme un himatión tan bonito como el que llevas.

- No es himatión, es un manto de navarca.

- ¡ Bueno, señor! Creo que estoy perdiendo el tiempo con vosotros… Va a llegar la nave de Mitilene. En ella no faltan los metecos.

- Toma -le ofreció Benasur una tetradracma.

- No, señor. No lo he ganado. Yo sólo acepto el dinero que gano. ¿O acaso tú eres pederasta?

- Yo soy mercader de pavas de Samos.

- Eso no es cierto… Bien. Hermes contigo, señor.

Andre salió del patio.

Regresaron al Aquilonia a media tarde. En el malecón, sentado en un noray, estaba Andre contemplando el barco.

- ¿ Otra vez tú?

- Vine al puerto y pensé que ese barco sería vuestro. Es tan raro como vosotros. Nunca había visto nave como ésta… ¿Ya comisteis?

- Ya ¿y tú?

- También.

Benasur y Clío pasaron a cubierta. E iban hacia la escotilla del puente cuando los dos en el mismo momento se volvieron a mirar a Andre. Clío, que con la búsqueda de su madre andaba con el amor filial muy vivo, comentó:

- Es extraño ese niño…

- Cree haber nacido del huevo de una pava…

- Su mirada…

Era la mirada lo que había hecho volverse a Benasur. Andre les sonreía, con sus ojos entrecerrados, como si los hiriese la pena, no la luz.

Benasur le dijo a Platón que hiciera un paquete con un queso, galletas, higos y dátiles y que se lo diera al chiquillo.

- Oblígale también a que te acepte esta tetradracma.

Volvieron a Mitilene. Buscaron a los Argetes, primos de Delosa. Eran dos hermanos gemelos y una prima menor que ellos. Habían vivido alejados de los Kalístides. No habían conocido al esposo de Delosa.

Indagaron por personas, por señores que hubieran sido amigos del viejo Kalístides. Al cabo de cinco días encontraron un almacenista de vinos, llamado Arión.

- Sí, yo fui amigo del viejo Kalístides.

Clío enmudeció y miró fijamente al hombre con la intención de que el almacenista la mirase a ella.

- ¿ No te recuerdo nada?

- En absoluto.

- Yo soy ahijada de los Kalístides.

- Los Kalístides no tenían ninguna ahijada, que yo sepa. Tú no puedes ser… ¿Tú no eres Cleo?

- Mejor Clío, señor.

- Exacto, Clío. Te has hecho mujer, pero no has cambiado mucho. ¿Qué, cómo ha ido la vida?

Clío le dijo con entonación desgarrada:

- Quiero que me digas, señor, quién fue mi madre…

El hombre vaciló un momento, después se puso pálido como el lino.

- No lo sé.

- ¡ Lo sabes!

- Te digo, Clío que no lo sé… -Y a Benasur-: Señor, te aseguro que no lo sé…

El judío con tono persuasivo, sonriente, murmuró:

- Parece que sí lo sabes…

Arión dio media vuelta. Sirvió vino en una jarra y les ofreció copas.

- Tomad un trago.

- Dime quién ha sido mi madre, Arión.

Negó con la cabeza.

- Cien dracmas… -ofreció, brutal, Benasur.

Arión bajó los ojos. Le costó un penoso esfuerzo negar.

- Lo ignoro.

- ¡ Doscientas dracmas, Arión! -tentó Benasur.

Arión miró a Clío. También a él se le humedecieron los ojos. Reaccionó bruscamente:

- ¿ Me tientas para que te diga una mentira?

Clío apenas pudo decir:

- Tú te acuerdas de mí… Sin embargo, yo no puedo acordarme de ti. Y comprendo, no quieres hablar… por alguna causa.

Quedaba una última pesquisa: Palantia, la sirvienta que en alguna ocasión le había hablado a Clío sobre la supuesta paternidad de Kalístides. Pero Palantia había sido vendida como los demás esclavos a la muerte de Delosa.

Volvieron con los Argetes.

- No recordamos a ninguna esclava ni sus nombres. Nos deshicimos de la servidumbre en seguida… Pero debemos tener guardado en algún lugar el inventario de bienes. Sé que al lado del nombre de cada esclavo pusimos el del mercader a quien se vendió. Lo buscaré esta tarde. Podéis venir mañana.

Al día siguiente, uno de los Argetes le mostró el inventario.

- Aquí está. Palantia fue entregada a los Sulfos junto con otros tres esclavos para pagar una deuda de nuestra prima. Los Sulfos viven en la calle Corta del Lesques, frente al teatro.

Clío suplicó que le permitiesen sacar una copia de la lista de la servidumbre.

- Suponía que te interesaría y la saqué anoche. Tómala.

Cuando estuvieron en la calle le dio un vistazo: Clío, de naturaleza dicha britana, Kore. Kore la había vendido a Marsifal. Benasur le dijo:

- Esto no es una indagación, Clío; es un tormento.

- Ya no volveré atrás, padrino. Llegaré al final.

- Estos finales no consuelan, Clío; atormentan. Da a tu madre por muerta en la peste y guárdala con amor en tu memoria.

- ¿ Y mi progenitor?

- ¡ Qué importa! No creo que tengas queja de tu padrino.

- No es eso, lo sabes bien.

Los Sulfos eran familia acomodada, casi opulenta. Peristilo con columnas jónicas de mármol de Paros. En el megaron, estatuas, pinturas en los muros. Y los criados impecables.

- Debimos venir mejor vestidos -objetó Benasur.

- Ya no tiene remedio.

Vino el mayordomo. Después de escuchar a Clío, dijo:

- Palantia fue manumitida por el señor.

- ¿ No sabes dónde vive, o adónde ha ido?

- Creo que está en la ciudad… Un momento.

Clío se puso encendida. Sonrió a Benasur.

- Puede ser una buena pista. Tranquilízate. No te pongas nerviosa.

Volvió el mayordomo.

- Palantia vive en el Campo del Alfarero, detrás del Ninfeo de Creso… Debo avisarte, señora, que está perdiendo la vista. Vive con su hijo, ceramista, también generosamente manumitido por el señor.

El Campo del Alfarero no era tal campo, sino barrio de los ceramistas. En el primer taller que encontraron les indicaron la casa de Palantia. Clío conoció en seguida a la sirvienta. Estaba anciana y andaba con las manos extendidas.

- ¿ Quién pregunta por mí?

Clío la cogió de las manos.

- ¿ No me conoces?

- No veo más que tu sombra…

- ¿ Y mi voz no te dice nada, Palantia?

- Tu voz… Es hermosa tu voz… Pero no, no puedo adivinar quién eres.

- Soy Clío de la casa de los Kalístides.

Palantia comenzó a dar grandes gritos, llamando a su hijo que trabajaba en el patio interior.

- ¡ Glorioso Hermes, qué alegría volver a saber de ti! ¿Vienes acompañada?

- Sí, por mi padrino.

- ¿ Cómo diste conmigo, criatura?

- Preguntando por toda la ciudad. Me encaminaron los Sulfos…

- ¡ Ah, los señores! Precisamente mi hijo está trabajando en una ánfora que pensamos regalarles ahora que se casa la menor de sus hijas… Bueno, para qué te cuento cosas tontas… Dime, dime, qué ha sido de tu vida. No sé quién me dijo que habías sido destinada a Antioquía… ¡Artemis gloriosa, hasta dónde te llevaron! Cuéntame, cuéntame…

Y como llegara Palante, la madre le dijo:

- Esta es Clío, de quien tanto te he hablado… Tú, Clío, no te acuerdas de él ¿verdad?

- No, no me acuerdo…

- Claro, no salía del patio, al que tú casi nunca entrabas…

- Yo jugué mucho en el patio…

- ¿ Verdad que es guapo mi hijo?

El mozo se puso encendido, bajó la vista y se limpió las manos sucias de barro en el delantal. Refunfuñó:

- ¡ Bueno ando yo de belleza! -Y a Benasur-: Siéntate, señor…

- Es mi padrino, Palante.

- Ahora, dime, hijo, qué te parece Clío… ¿A que es muy hermosa?

- Mucho, madre -repuso el mozo.

Después Palante se excusó. Tenía que volver al patio. Clío comenzó con muchos rodeos, antes de disparar al blanco.

- Quiero que me digas quién fue mi madre, Palantia.

La vieja se quedó suspensa. En sus labios la sonrisa se hizo rígida como una crispación. Apenas pudo balbucir:

- Tu madre… -Y como si quisiera quitarse un terrible estorbo, reaccionó con cierta brusquedad-: ¿Y qué sé yo quién fue tu madre?

Temblaba. Torpemente buscó el asiento con las manos. Clío la condujo hasta él. Palantia bajó la cabeza, como si su mirada se clavara en el piso.

- Recuerdo que una vez tú me dijiste que Kalístides…

- Sí, un rumor que corría entre la servidumbre.

- ¿ En qué se fundaba?

- No lo sé, Clío…

- ¡ Por favor, Palantia!

Le cogió las manos y se las apretó en una caricia llena de ansiedad.

- Yo sé muy poco -cedió Palantia-. Y no sé si ese poco que sé puede tener relación contigo… En la casa de Kalístides servía una moza de catorce años alta y rubia, que unos mercaderes romanos habían traído de las Galias. La llamaban Orna. En seguida Kalístides la hizo su amante. Eso lo sabíamos todos menos la buena Delosa. Orna quedó embarazada… y yo la asistí en el parto, todo con mucho misterio, no para que no se enterara Delosa, que tenía que estarlo, sino para no obligarla a darse por enterada. Nació una niña con las primeras luces del alba. A la semana, la niña desapareció. Se dijo que el amo ordenó que fuese expuesta en el corralillo del mercado Viejo. Cuando Orna pudo dejar la cama, salió de la casa. Ya no volví a saber más de ella ni de la criatura… hasta años después que apareció un día el señor con una niña llamada Tyche. Todos creíamos que era hija de la amante del señor, pues Kalístides alguna vez dijo alzándola en los brazos: «¡Pero si parece una britana!» Esa niña eras tú… Como Delosa había tenido una hija llamada Clío, que se murió de la peste, a ti te pusieron su nombre…

- ¿ Qué edad tenía yo entonces?

- Cinco años. Por la edad tú podrías ser la hija de Orna. Pero eso no es más que coincidencia… Ahora que soy vieja y tengo más experiencia debo decirte que nada hace pensar que tú seas hija de Kalístides.

- ¿ Y de la amante de Kalístides nunca más volviste a saber?

- Ya te dije que no. Mucho después estando en casa de los Sulfos, alguien me dijo que Orna había muerto de la peste…

- Pues, a pesar de tus negaciones, ahora creo más firmemente que Kalístides y Orna fueron mis padres…

- Si es un consuelo, mira… Otros con menos fundamentos se inventan progenitores.

- Si la criatura de Orna fue expuesta, abandonada a la piedad pública, la madre debió de mostrarse desolada…

- Entre los esclavos no hay desolación que valga… Orna no pareció muy desgraciada con la resolución del amo de exponer a la niña…

Palantia comenzó a caer en reiteraciones. Tanto porque lo había dicho todo o porque ocultando algo quería ampararse en lo ya declarado.

Cuando salieron a la calle, Benasur preguntó:

- ¿ Qué piensas de todo esto?

- Pienso lo que dije hace un momento. Ellos fueron mis padres.

- Por desgracia o por fortuna los dos están muertos.

- Sí, pero es un consuelo saber quiénes fueron. Me siento más segura, padrino. Y este convencimiento me servirá a la larga, pues hará más fuerte mi ánimo. Mañana iré a la necrópolis. Sé de memoria donde está el predio de los Kalístides. Acompañé muchas veces a mi ama Delosa.

Para Benasur la cosa no estaba tan clara. Desde luego, era de tenerse en cuenta la coincidencia de los dos informes de fuente diversa sobre la muerte de Orna. La presunta madre de Clío había vivido en Antissa y muerto de la peste. El testimonio de Mítrida no dejaba lugar a duda. Mas Palantia decía ignorar qué había sido de Orna. Sólo sabía, y esto de oídas, que Orna había muerto de la peste.

El misterio estaba en dónde la niña Tyche había sido escondida durante sus primeros cinco años. Clío, cuando pensaba en esta su primera infancia, recordaba muy vagamente una familia, una escuela, una población que nada tenían que ver con Mitilene y los Kalístides. En esos años recibió un trato más que familiar de huéspeda. Clío recordaba también que el viejo Kalístides la había llevado a su casa de Mitilene.

Necesariamente tenía que haber una persona que supiera dónde había estado Clío esos cinco años. Y esa persona no podía ser otra que el vinatero Arión. Porque era indudable que Arión sabía muchas cosas que no revelaba por ser vergonzosas para él, para Clío o para los Kalístides. Y a este misterio de Arión se agregaba el de Palantia, pues la vieja también se reservaba algo. Benasur pensó que el mutismo de Arión y Palantia apuntaba hacia Orna y que posiblemente ella era el factor vergonzoso que obligaba, por consideración a Clío, a la ocultación.

Al día siguiente, aprovechando que Clío iba a la necrópolis, Benasur se dirigió al almacén de Arión. Éste, al verle llegar, murmuró:

- Te esperaba…

Sirvió una copa de vino y afirmó su negativa:

- Pero te repito que no sé nada.

- Yo soy el que sé muchas cosas. Por ejemplo, que tú eres un hombre honesto y de buenos sentimientos… También sé que la madre de Clío es Orna y que vive en Mitilene. Lo que ocurre es que tú consideras que a Clío no le conviene ver ni conocer a su madre… Pero yo, que soy su padrino, sería distinto. Si yo conozco a esa mujer es más seguro que Clío no dé nunca con ella, pues me cuidaré mucho de desviarla del camino… Mientras que si no, Clío no parará hasta dar con su paradero… Hemos decidido invernar en Mitilene. Clío dispone de oro para hacer reventar secretos…

Benasur sacó una bolsa de cuero llena de áureos y la vació sobre el mostrador.

- Tú tienes derecho a beneficiarte… Y harás una buena obra.

- Recoge tu dinero, extranjero…

- ¿ Lo repudia tu conciencia? Mira, Arión: cuando nació Clío, la trajeron a tu casa. Kalístides te pidió este favor… ¿Dónde la tuviste escondida? Pero lo que ahora sólo me interesa es el paradero de Orna. -Y sacando otra bolsa de áureos la vació como la primera ante los ojos de Arión. Éste se quedó pensativo. La codicia saltó sobre cualquier prevención o escrúpulo. Y sin mirar a Benasur, sin separar la mirada del oro, comenzó a hablar:

- Orna, la madre de Clío, vive en el pórtico de Alejandro… -Y como si le causara dolor, agregó-: Es una proxeneta…

- Has sido honesto en gran medida… Ten la seguridad de que mientras yo pueda evitarlo, Clío no sabrá quién es su madre. Pues has de saber que yo quiero a Clío como si fuera mi hija.

- No he sido yo, sino mi padre, amigo de Kalístides, quien medió en este asunto. Pero yo fui quien llevó a Clío a Pirra. Allí vivió hasta cerca de los cinco años. Después Kalístides se decidió a llevársela a su casa.