BENASUR HACE PENITENCIA

Benasur llegó a Roma en las nonas de abril del año siguiente de los Juegos Seculares. Se dirigió a casa de Celso Salomón, pues no tenía seguridad de donde encontrar a Clío.

Salomón le abrazó con mayor afecto del que Benasur esperaba. Y hasta descubrió que los ojos de su amigo estaban húmedos de emoción o de escondidos dolores.

Las cosas no habían ido bien. Salomón sentía rotas y sangrantes sus raíces entrañables. En su propia familia se había provocado la dispersión. Sinceramente devoto del nombre de Jesucristo, más de una vez pensó si tantos dolores y lágrimas serían tributo expiatorio para su total redención.

- Me siento viejo y solo… La misma Sara, que continúa fielmente a mi lado, desde hace algún tiempo se asemeja a una sombra silenciosa que se mueve a mi alrededor.

- ¿ Acaso la fe en Cristo no te consuela?

Bien veía Salomón que Benasur vivía feliz. Ni las adversidades sufridas en Garama habían hecho mella en su espíritu, ni en su misma carne. Benasur no sólo parecía contento sino que también se mostraba seguro y animoso. Y hasta se le antojaba a Salomón que su amigo el navarca en vez de envejecer ganaba prestancia con los años.

- Tu salud y juventud son casi un milagro. Estás mejor que hace veinte años, créeme.

Sin duda Salomón exageraba, pero Benasur encontró la comparación justa, pues respondió seguro y convencido:

- Gracias a mi Señor Jesús Resurrecto.

Lo dijo con tal aplomo, que Celso tuvo la sospecha de que Jesús Resurrecto era un Jesús para uso y consumo, para gracia y salvación, consuelo y potencia exclusivos del navarca.

Siempre había admirado cuando no envidiado a Benasur. Su potente personalidad irradiaba tal fuerza que era capaz de proyectar una especial vitalidad sobre las personas y las cosas en las que el navarca fijaba su interés.

- ¿ Y tú?

Celso Salomón esperaba la pregunta con temor, mas la esperaba. Y con ella comenzó a hacer un relato sucinto de las contrariedades, disgustos, penas pasadas. Abordó el tema de Pedro y Benasur adoptó una actitud respetuosa y atenta. Se mantuvo callado, escuchando a Salomón. Y cuando éste concluyó de relatarle su versión de la disputa, el navarca le preguntó:

- ¿ Aceptas un consejo? -Y viendo una luz de esperanza en la mirada de su amigo, agregó-: Ve a Pedro, híncate a sus pies y pídele, con lágrimas en los ojos, perdón… Porque tus lágrimas, Celso, no valen las lágrimas que Pedro ha vertido, seguramente, por ti.

Salomón se quedó perplejo. Benasur, que no conocía más recurso que el de la pelea, del forcejeo le aconsejaba la sumisión.

- ¡ Pero si Pedro es el equivocado, hermano Benasur!

- No digas tonterías que parecen blasfemias. Pedro, como hombre, puede equivocarse, mas como príncipe de los apóstoles, como inspirado, no.

- Pero tú ignoras que Yago el Menor…

- Yago el Menor -le interrumpió-, debe obediencia a Pedro. No seas obcecado. Cuando los apóstoles andaban con el Señor se llamaban Tomás, Yago Zebedeo, Yago el Menor, Juan, Felipe, etcétera… Todos continúan llamándose igual. Sólo uno ha cambiado de nombre, sólo uno ha sido llamado Piedra por nuestro Señor: Simón. ¿Quién es esa piedra, Celso, sino nuestro bienamado Apóstol? ¿No comprendes que él es la Iglesia; no te das cuenta que él tiene las llaves del Reino de los Cielos? Pedro es el depositario de la fe en este mundo, el representante de Jesús, y mientras viva en esta tierra, la jerarquía apostólica suprema la tiene él. ¿Cómo te has atrevido a salirle al paso? ¿Tú sabes que a mí me amonestó más de una vez y que yo me humillé ante él? ¿Tú sabes que Pedro no me tiene total confianza y que yo le rindo obediencia ciega? Él tiene sobradas razones para no fiarse de mí, pues no siempre he andado por los caminos rectos del Señor; pero yo no tengo ninguna para no inclinarme ante él y obedecerle ciegamente.

Salomón rearguyó. Se refirió a la iglesia de Jerusalén como a la iglesia Madre. Dijo que Yago el Menor, hermano del Señor, regía la iglesia Madre y que, por tanto, toda potestad y jerarquía habían pasado a él. Que si Pedro estaba en Roma, después de haber probado fortuna en Antioquía, era porque nada tenía que hacer en Jerusalén. Que las iglesias modestas, raquíticas, promiscuadoras, que el Apóstol estaba organizando en Roma no prosperarían; que la única iglesia genuina, porque se desarrollaba en el seno de la sinagoga, porque cumplía con todos los pormenores de la Ley mosaica, porque mantenía bien sujetos y fijos los vínculos tradicionales con Jerusalén, era la suya, la del Transtíber. Y que así sería reconocida por el Colegio Apóstólico, que estaba funcionando en Jerusalén teniendo por cabeza a Yago…

«Su iglesia, Jerusalén.» Lo de su iglesia hizo pensar a Benasur que Salomón había perdido de prudente lo que había ganado de insensato. El nombre de Jerusalén erizaba la susceptibilidad de Benasur. El navarca no quería nada con Jerusalén. Para él Jerusalén era el Sanedrín: los extorsionadores, los hipócritas, los provocadores. Y saber que el Apóstol estaba organizando iglesias en Roma le complacía en extremo. Proscrito de Jerusalén, Benasur no pensaba más que en ver postergado, arruinado, destruido el orden social de su ciudad natal. El Apóstol, abandonando Jerusalén, viniendo a Roma a propagar las iglesias, obraba con una clarividencia propia de su inspirada misión.

Se levantó para despedirse:

- Estás obcecado, Salomón. Y tú me conoces desde los años mozos. Y sabes que tengo dos caras. Pero en este negocio de mi Señor Jesús Resurrecto, sólo tengo una. Y como ésa se la voy a mostrar al bienamado y venerable Pedro, despídete de mí: te repudio. Me sumo a los tuyos que te han abandonado. Y nos encontraremos desde ahora en pórticos distintos. Y si una piedra hiere tu frente, piensa que puede ser la mía. Porque has de saber, Salomón, que si mi Señor Jesús Resurrecto ha predicado el reino de los justos, de los mansos y buenos, vivimos en vísperas, y el oficio es ser duro. Es el tiempo de la Piedra, de lo recio y de lo consistente. Sólo tiene derecho a ser duro en nombre de mi Señor Jesús Resurrecto el que es obediente. Y tú eres un rebelde. Deja mi camino expedito que me voy con mi rigor y mi obediencia…

Y Benasur, sin decir otra palabra, se fue sin más de la casa de Salomón, dejando a su amigo confuso y amargado. Éste pensó que bien extraño cristiano era Benasur. Y con Jesús Resurrecto en los labios parecía tener licencia para juzgar a su antojo de todo lo humano y divino.

Pedro le vio entrar desde el tablinum en que se hallaba despachando con otros cristianos. Hasta entonces, en la iglesia de Suburra no había entrado un individuo semejante a aquél. Se veía claramente que era judío, si bien su arrogancia y su vestimenta podían confundirlo con un romano. Mas Pedro creía reconocerle. Lo había visto, sin duda, otras veces. Y al oír el nombre que daba al ostiarius, le dirigió una sonrisa de saludo. Alzó la voz:

- Pasa, pasa, Benasur.

También Benasur sonrió. Y a paso ligero atravesó el atrio para entrar en el tablinum:

- ¡ Oh mi santo apóstol Pedro! Que el Señor, Jesús Resurrecto y el Espíritu Puro, sean contigo…

Y Benasur se echó al suelo y reverente besó los pies del Apóstol. Quizá el navarca no había logrado vencer totalmente su soberbia, pero desde la primera vez que se presentó el Apóstol, que se humilló a sus pies, su corazón, sinceramente conmovido, rebosó amor y gratitud. Ahora, las lágrimas de pecador afluyeron a sus ojos, quemantes, expiatorias. Y la congoja le subía a la garganta resolviéndose en entrecortados, irreprimibles sollozos.

Los testigos contemplaban la escena sobrecogidos. Imponía ver a aquella persona tan principal, tan atildada, sollozando como un ser inerme a los pies del Apóstol.

- Alza, Benasur…

- No antes de que me perdones. No antes de confesarte mis pecados. Son muchos y graves, padre mío. Cien veces he extorsionado a mi prójimo, he deseado su perdición y ruina; cien veces me ha sofocado la soberbia, y mil he sentido el corazón endurecido. He tenido fuerza para aquietar mi carne, pero los demonios del orgullo, de la vanidad, de la soberbia señorean en mi espíritu. Y llego ante ti con el corazón ulcerado por los pecados del alma, dolido y hondamente arrepentido de mi falta de caridad. Pisa mi cabeza, santo Apóstol, y aplasta en ella a la serpiente origen de mis males. Inspírame tu humildad y hazme el bien de tu consuelo.

El Apóstol sonreía con tierna melancolía mirando la cabeza del pecador, escuchando su pública confesión. Las veces anteriores, Benasur no se había portado de un modo diferente. Las lágrimas no dejaban lugar a duda. Pedro sabía que el navarca al hincarse a sus pies lo hacía movido por un sincero arrepentimiento. Pero el alma del penitente debía ser blanda o tornadiza, porque siempre la enumeración de los pecados era la misma: soberbia, orgullo, vanidad, falta de caridad. Las lágrimas de Benasur contagiaban de dolor el corazón del Apóstol:

- Levanta, hijo mío, porque en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo yo te redimo los pecados que, sinceramente arrepentido, me has confesado. Ayunarás tres días y harás penitencia.

- Gracias, santo Pedro. ¡Bendito sea mi Señor Jesús Resurrecto!

Y Benasur sacó de la bolsa un pergamino que extendió al Apóstol. Ya había cambiado la expresión de su rostro.

- ¿ Qué es esto?

- Un título por cinco mil áureos. Es mi aportación a la comunidad de Roma. Inviértelos en marfil. Viene un alza en el mercado.

Pedro, sin dejar de sonreír, movió la cabeza negativamente:

- No, Benasur. La Iglesia sólo puede hacer inversiones en caridad.

- Como santo me ganas, como financiero creo que no; pero te debo obediencia, y si ése es tu deseo, santo y justo sea lo que dices y haces: invierte ese dinero en obras pías.

- Tres mil áureos serán para las iglesias de Roma, mil para la de Antioquía y mil para la de Jerusalén. Así quedará repartida tu limosna… -Y en seguida, tras una mirada a los acompañantes, continuó-: Te voy a presentar a unos amigos que lo son por el nombre de Jesús… Éste es Lino Tusco, de Volterra, a quien estoy instruyendo en la doctrina… Este otro, Ti Numerio, romano, que hace dos meses fue bautizado junto con su mujer… Y éste es Sabino, enamorado de Jesús, pero que aún no se decide a la circuncisión.

Sabino se quedó mirando fijamente a Benasur.

- Tú y yo nos hemos conocido antes. ¿Acaso tú no eres aquel individuo de las seis ánforas de aceite aromático?

- ¡ Ya caigo! Tú eres…

- Sabi el Tuerto.

- ¡ Vaya -dijo Benasur un tanto desconcertado-, qué pequeño es el mundo! Así que enamorado de mi Señor Jesús Resurrecto… ¡Quién lo diría!

- Eso digo yo, hermano. ¡Quién lo diría! -replicó Sabi con un tono zumbón.

- ¿ Sabes, venerable Apóstol, que este hombre sentía hace años una decidida vocación por las finanzas? -Y a Sabi-: Ahora te habrás convencido de que no hay más preciadas riquezas que las de un buen corazón devoto de Cristo.

- Mas veo -le dijo el otro echando un vistazo al titulo-, que tú continúas atento a los dineros…

- ¡ Oh, carísimo Sabi! Cien veces he renunciado al dinero de los hombres y cien veces el dinero ha venido a mí con la insistencia de un perro fiel. ¡Qué quieres que haga! Hace un año me dejaron abandonado en el desierto, robándome toda una fortuna… El dinero ha vuelto a mí. Bien es cierto, te lo aseguro, que el dinero en mis manos vale poca cosa… Pero dejemos esta conversación tan poco pía. Debo hacer penitencia… ¿A qué lugar me aconsejáis que vaya donde no sea perturbado por los rumores del mundo?

- Puedes ir, Benasur, a nuestra iglesia Vaticana. Está cerca del circo de Calígula. Pregunta por el huerto de Probo… Allí, en la casa, está Efraín, presbítero -le dijo Pedro.

- Y después de la penitencia, ¿puedo buscarte para que me des el pan de Nuestro Señor?

- Haz penitencia y toma el pan de manos de Efrain.

- Gracias, santo Apóstol.

Lino Tusco como viera que el visitante se disponía a irse, se disculpó con el Apóstol:

- Maestro, si no tienes nada que ordenarme por hoy, me gustaría acompañar un rato a Benasur. Así saludaré a Efrain… Digo, si Benasur no tiene inconveniente en ello…

- Ninguno, Lino.

En cuanto estuvieron en la calle, Benasur inquirió:

- ¿ Qué deseas preguntarme? Porque si me acompañas…

- Eres perspicaz. En realidad, me has extrañado. Eres el primer cristiano que conozco con tu arrogancia. Tienes un tono que nunca antes había oído en labios cristianos. Cuando estabas arrodillado ante Pedro, hacíais un curioso contraste. No dudo de la sinceridad de tu arrepentimiento ni de tus lágrimas, mas cuando te levantaste y sacaste el título de los cinco mil áureos parecía que le perdonabas la vida al Apóstol…

- ¿ De veras? ¿Tan soberbio soy que ni cuando me humillo contrito soy capaz de doblegar mi orgullo? Te creo, Lino. Y te aseguro que el santo Apóstol tiene mucha paciencia conmigo. Pero es que confía en mí. Sabe que un día seré digno de la fe que rebosa mi corazón.

- ¿ De antecedentes saduceos?

- ¡ Por la marca de Caín, que no, Lino! Fui fariseo. Hoy soy cristiano.

- ¿ Es que un cristiano no puede seguir siendo fariseo?

- Nada se opone a ello… por ahora. Los apóstoles me darán algún día la razón. Entre la letra muerta y la palabra viva no puede haber maridaje, Lino.

- ¿ Y por qué invocas a Jesús Resurrecto?

- ¡ Ah! Es una vieja historia que me placerá contarte.

Benasur tomó una silla de manos e invitó a Lino a subir a ella. Durante el recorrido a la campiña Vaticana le contó lo relativo a su intervención en el proceso y muerte de Jesús, así como la aparición del Señor el día de la Resurrección. Y concluyó diciendo:

- ¿ No has oído que unos cristianos se dicen discípulos de Jesús, conversos de la Pentecostés, bautizados de los apóstoles, etcétera, aludiendo con ello a las circunstancias en que fueron movidos a la fe? Pues yo, estimado Lino, aludo a las mías al invocar a mi Señor Jesús Resurrecto…

- ¿ Es pío el tono con que lo dices? Porque no parece sino que cuando aludes a Jesucristo aludieras a un Jesús tuyo, particular…

- Y en cierta forma lo es. ¿Hay algo de malo en que ponga mi satisfacción de creyente en mi Señor Jesús Resurrecto?

- Quizá un error de apreciación… porque tu Jesús Resurrecto es el Jesús de todos… Perdóname que insista. Créeme que lo hago sin el menor asomo de molestarte. Estoy siendo instruido en la doctrina y si todavía no he aceptado el bautismo es porque aún tengo algunas dudas sobre mi fe. No es fácil pasar de nuestras religiones paganas al cristianismo. Los razonamientos de Pedro son sublimes. Su intervención en un caso particular mío, rayó en lo milagroso. Puedo decirte que yo debo la vida a Pedro. Ese hecho conmovió mi conciencia y mi naturaleza. Tuve que abandonar Roma y esconderme en mi tierra para recapacitar sobre lo sucedido, para poner orden en los impulsos que me asaltaban. Sobrecogido creí que caería en una fe ciega y demencial. Y al cabo del tiempo, clarificada y decantada la experiencia, he vuelto a Pedro con la inteligencia y con el corazón abiertos a su palabra. Te confieso que el mundo, la vida toda me parecen desabridos y que ardo en deseos de que un día mi fe coincida con mi pensamiento y que éste haya asimilado totalmente la revelación. Entonces, me creeré apto para recibir la gracia del bautismo.

- Perfecto, Lino; pues en esto de la religión cada cual debe saber cómo tomarla, si a sorbos pausados o de un solo trago. Que yo la tomé de un solo golpe y luego anduve años desganado de ella. Y si tú la tomas poco a poco, con tus sentidos despiertos, con tu inteligencia lúcida y tu corazón ávido, evitarás caer en los desmayos y destemplanzas e n que yo caí. Pues te aseguro que si no llega a ser por el santo apóstol Yago Zebedeo, que está en la gloria del Señor, todavía yo andaría dando tumbos.

- ¿ Y estás seguro de no darlos?

- ¡ Bendito Jesús Resurrecto, que eres inquisidor y desconfiado como un pretor de telonio fronterizo…! Si no diera tumbos, ¿crees que estaría tan necesitado de penitencia?

Muchas más cosas sobre el mismo tema trataron Benasur y Lino. El navarca quedó gratamente impresionado con el etrusco. Era sutil y escrupuloso, amigo de apurar las cuestiones hasta llevarlas a su último matiz. Sentía un agradecimiento casi místico por Pedro y cuando pronunciaba el nombre de Cristo se le quebraba el aliento.

Estuvieron un rato en compañía de Efraín; después Lino se despidió y volvió a la Urbe.

Benasur permaneció los tres días de ayuno y penitencia en el huerto de la iglesia Vaticana. Trabajaba de sol a sol en el jardín, donde Efraín había comenzado la excavación destinada a la cripta. Iba a la fuente del circo por agua para la cisterna y auxiliaba al presbítero en las faenas más rudas. Hacía un alto en el trabajo a las horas tercia, sexta y nona, y oraba en compañía de Efraín. Éste, a la hora de la cena, le invitaba a un pequeño refrigerio; pero Benasur manteniendo el ayuno completo, se negaba a probar bocado.

Cumplidos los tres días de penitencia, al amanecer del cuarto día, tras una breve confesión, compartió con el presbítero el rito eucarístico. Se retiró a hacer pía meditación hasta la hora tercia, y después de la oración del Padre Nuestro se despidió de Efraín y volvió a la ciudad.

CIío no vivía ya en la domo Porcia. Un criado le dijo a Benasur que se hospedaba en el hostal Meta Sudans.

Cuando la joven oyó el nombre de Benasur creyó estar soñando. La noche anterior la había consumido en la Domus Quadrata.

- ¿ Dices que Benasur de Judea pregunta por mí? -le preguntó al paje.

Se levantó de un salto. Se bañó y acicaló rápidamente. Escogió la mejor veste del reducido guardarropa que tenía. Poco a poco, ahorros, alhajas, ropa, calzado se habían ido a las manos mercenarias para sufragar la pasión del juego. Conservaba sólo el collar de perlas de Philoteras y otras joyas que le regalara en distintas ocasiones Benasur.

Cuando bajó la escalera le temblaban las piernas. No sabía cómo la recibiría su padrino; no sabía cuál sería el ánimo de Benasur. Dos cartas le había escrito sin tener contestación a ninguna de ellas. Y cuando en el atrio se abrazaban y Clío entre sollozos le reprochaba este silencio, Benasur, con la sonrisa en los labios le dijo: «Sabías lo que eran mis atenciones y mi compañía; debías saber lo que en tu viudez era mi ausencia, sin ayudas y sin consuelos. Yo he sabido dominarme y esperar, y ahora el encuentro tiene para mí toda la emoción de un hallazgo incomparable, hija mía».

Y como Clío no cejara en sus lágrimas y en el gesto acusador, agregó:

- Clío, no hay ser humano a quien ame tanto como a ti; ni a mis propios hijos.

Benasur se quedó mirándola con ternura, pero sin que sus ojos fiscalizadores dejaran de apreciar el desmejoramiento que se veía en el rostro de la joven. Las huellas de las largas vigilias pasadas ante las mesas de juego, así como las estrujantes emociones experimentadas en las peripecias del mismo, habían dejado señales en su rostro. Al mismo tiempo su ánimo, su espíritu parecía envejecido, como si la vida no le guardara ya ningún encanto. Sobre sus penalidades pasadas gravitaba ahora el peso de las deudas, la angustia del patrimonio que se había ido de sus manos. La pensión anunciada por el Emperador todavía no se hacía efectiva.

Benasur se dio cuenta de la situación de Clío, si bien no adivinaba la causa. Supuso que su mal aspecto se debía a privaciones.

- ¿ No has visto a Mileto?

- Sí. Y continúa en Roma.

- ¿ No le has pedido ayuda?

Clío movió afirmativamente la cabeza. No quiso decir que debía a la banca Abramos más de trescientos mil sestercios, obtenidos con la garantía de su inspector. A veces se avergonzaba de la deuda. Con la mitad de esa suma Mileto sostenía tres escuelas en tres barrios populares de Roma para niños pobres. Y aún pensaba en abrir dos más, atendiendo la infinidad de solicitudes que recibía de gentes humildes. En ningún momento Mileto había hecho un mal gesto y dado un consejo inútil a sus peticiones de dinero. El griego sabía que esas sumas iban a parar a la mesa del septimanus, pero, con una discreción singular, eludía toda alusión. Y esta actitud de Mileto había mortificado mucho a Clío. Máxime que, con su padrino arruinado, no sabía cuándo podría devolver el dinero.

- ¿ Estás enferma?

- No lo sé. Creo que no, creo que sí. No me hagas mucho caso. Quizá esté bajo los estragos de una pasión.

- ¿ Te has enamorado?

Clío alzó la mirada hasta los ojos de Benasur. Sonrió y movió la cabeza negativamente; después, con mimo, le dijo mientras acariciaba los lóbulos de las orejas del judío:

- Estás más viejo, padrino; pero más hermoso. Aunque tampoco tú tienes buen semblante.

- Acabo de salir de un ayuno de tres días, durante el cual he trabajado como forzado al remo. Si estás dispuesta nos vamos a Kosmobazar, pues no tengo más ropa que la puesta. La que traía para el viaje la he tirado por la borda del barco según me la quitaba… Después de las compras recogemos a Mileto y nos iremos a almorzar al Octaviano. Se me antoja comer un par de huevos de gallina a la persa, pichones rociados de vino, setas rebozadas, ciruelas, bizcocho Copta y todo ello con Falerno de la cosecha de Opimio. ¿Qué te parece?

Clío hacía tiempo que había perdido el gusto de la mesa. El juego es tan viva pasión que enajena todos los sentidos. Mas oírle a Benasur hablar complacido de comida exquisitamente seleccionada le abrió el apetito.

- Es la comida que nos debemos después de tantos años de separación.

Fueron a Kosmobazar a pie. Estaba cerca del Meta Sudans, detrás de la basílica Julia. El Foro bullía. A Benasur le pareció que en Roma había más gente que nunca. Como hiciera un comentario a este respecto, Clío le informó:

- Dicen que Claudio está estudiando el ensanche de la ciudad…

- Pero no acabarán nunca de tirar las murallas. Roma es más grande extramuros que en su recinto amurallado.

En el comercio, Clío recibió una sorpresa al ver cómo su padrino se proveía de ropa, de calzado, de perfumes. Pensó si lo de la ruina de Benasur seria falso. Mas en seguida se acordó del dicho elamita: «Al rey hasta en el destierro se le ve la mitra». Le vino a la mente el recuerdo de Vangamí, y no supo si por Persia o por el color azul de una túnica de casa que estaba mirando su padrino. A Vangamí lo había visto en Ctesifón. Era el etnarca de la guardia del rey.

Vangamí no había podido ocultar la decepción que le causara la boda de Clío con el Rey de reyes. El amor pareció trocarse en desprecio. Y un buen día, como al año de estar casada, dejó de verlo. Bardanes le informó que el indio había pedido licencia para irse a su tierra. A Clío le afligió esta huida. Hubiera querido explicar a Vangamí por qué se había casado con Bardanes, si ello tenía justificación ante los ojos de un enamorado. Años más tarde, poco antes de la muerte de Bardanes, recibió por conducto de un embajador indio noticias de Vangamí y un precioso regalo: una arqueta de marfil con guarniciones de oro, que contenía un pájaro vivo. El embajador le contó los apuros que había pasado durante el viaje para conservar vivo el pájaro. Después le dijo que Vangamí era el etnarca del sátrapa Hora Vangamí, ya muy anciano, y que a su muerte quedaría al frente de la satrapía pues el hijo de Hora Vangamí no sentía el gusto por el gobierno, ya que pasaba todo el tiempo dedicado a la caza. A la hora de abandonar el palacio real de Ctesifón, Clío, con las angustias y las precipitaciones, se olvidó de recoger la arqueta de marfil.

- Puedes separar lo que necesites…

Clío necesitaba muchas cosas, pero antes que nada enjugar la deuda con la Banca Abramos y recuperar algunas de las joyas que tenía pignoradas. Le dijo a su padrino que tenía de todo. Y, en seguida, agregó con timidez:

- Menos dinero…

Miró intensamente a los ojos de Benasur, como si quisiera descubrir el secreto de su riqueza o su ruina. Benasur sonrió y le acarició la barbilla.

- ¡ Dinero! Mi Clío necesita dinero. ¿Para qué quieres dinero sino para comprar lo que ahora te ofrezco?

- Para pagar mis deudas, mis atrasos… para tenerlo en las manos.

- Es un placer que desconozco, hija. ¿Cuánto necesitas?

Clío iba a decir la cantidad, pero tuvo miedo. Y Benasur volvió a prestar su atención al regidor de Kosmobazar, que le servía asistido de un empleado. Después de separar dos mantos de lana de Sardes, el navarca se volvió a su ahijada:

- ¿ Qué decías de Vangamí?

Clío se puso encendida. No pudo evitarlo. Estaba segura de haber recordado a Vangamí sin decir una sola palabra.

- Yo no he dicho nada de Vangamí, padrino.

- Quizá. ¿Sabes algo de él? ¿Lo viste en Ctesifón?

- Sí, lo vi en Ctesifón…

Calló. Benasur volvió a acariciarle la barbilla.

- No es necesario que me hables de él ahora… Olvida por hoy tus penas.

Separó una subúcula, una túnica, una toga y un par de zapatos.

- Haz tú lo propio, Clío: voy a cambiarme de ropa en el probador…

Mientras se alejaba seguido del empleado, preguntó:

- ¿ Cuál es esa pasión de que me hablabas?

Clío dudó un momento; antes de que Benasur desapareciera en el probador, dijo:

- El septimanus…

Benasur se detuvo. Se encogió de hombros.

- No, no conozco esa métrica… ¿Tan difícil es componer un septimanus, al grado de que te apasione?

En el probador Benasur se alisó el cabello y se lo perfumó. Y antes de vestirse se frotó el torso y los brazos con agua aromática. Cuando concluyó de arreglarse y salió tuvo que esperar a Clío. La britana se presentó más tarde vestida a la usanza romana. También ella se había acicalado.

- La pintura no te quita el aspecto enfermizo… Me gustas sana, Clío. ¿Qué pasión es esa que tanto te ha desmejorado? No me digas que son las soledades de la viudez…

- No, padrino… El septimanus es un juego -tuvo la valentía de confesar.

Benasur no hizo ningún comentario. Salieron del comercio y tomaron una silla de manos. Dio la dirección de Mileto. Después le dijo a Clío:

- Mañana pagarás todas tus deudas. Y no volverás a jugar un solo cobre.