LA DESPEDIDA DE VALERIO ASIATICO

Petronio había informado a Valerio Asiático de la estancia de Clío en Roma. Cuando la britana llegó a casa, Porcia le dio una misiva de aquél: la invitación para la cena que tendría lugar el mismo día en su casa de los jardines de Lúculo.

Clío se cambió de ropa y al promediar la tarde salió para el Pincio. Quería hablar con Valerio Asiático a solas, antes de que empezara el festín.

Cuando bajó del coche se adelantó a recibirla el centurión de la cohorte que mantenía la vigilancia. Clío se quedó mirándole fijamente; era Galo Tirones, mas el centurión, con el album de invitados en la mano, le preguntó su nombre. Y cuando se lo dio, el militar, sin inmutarse, fingiendo no conocerla, dijo:

- En orden. Pasa, dómina.

La joven dio unos pasos por la avenida que, entre altos pinos, conducía a la casa. En seguida salió a su encuentro un criado, extrañado de que la invitada acudiera tan anticipadamente.

- Sígueme, señora.

La invitó a cruzar un paño de césped. En un bosquecillo se encontraba Valerio Asiático acompañado de un grupo de mozos y jardineros. El patricio, al verla, dio unos pasos hacia ella y alzó los brazos con vivas muestras de alegría:

- ¡ Loadas las camenas y las musas todas que te trajeron a Roma, Clío!

Clío encontró a Valerio más hermoso. Su belleza varonil había madurado en siete años. Y aunque se distinguía tanto como Petronio en lo exquisito del aderezo personal, su elegancia quedaba nublada por la gallardía del porte, por lo armonioso de sus miembros y facciones. Se veía que alternaba la vida mundana con los ejercicios físicos.

Clío no pudo responder a las palabras de salutación y emocionada con la entereza del aristócrata, se echó en sus brazos en muda efusión solidaria. Y al verla salir del abrazo con los ojos húmedos, Valerio, sin dejar de sonreír, sin que la firmeza de su voz desfalleciese, comentó:

- No tiene importancia, Clío. Doy gracias a los dioses de tu presencia… ¿Te acuerdas de aquel día que estábamos en tu casa…? El tontaina de Claudio ha sido tan medroso que la sentencia de muerte la ha pospuesto siete años… -Y sin cambiar de gesto, recitó a continuación-: Aquí los lutos del inclemente Bóreas…

Clío, mirándole a los ojos:

- No, Valerio… Tú prefieres una copla ligera. ¿No es así? A ver si no me equivoco:

La fama del gladiador

cuanto más vieja más pena…

Valerio cortó:

- Ven…

La llevó hasta el grupo de mozos y jardineros. Se hallaban ante un enorme cubo hecho de leños, dispuestos al modo de una pira. Valerio le explicó a su amiga:

- Esta mañana les ordené que preparasen la leña de la pira en que se incinerará mi cadáver… Y no se les ha ocurrido más que levantarla al pie de estos hermosos árboles… -Y a uno de los jardineros, que hacía esfuerzos por no sollozar, le dijo: -Comprendo tu noble idea… -Y a Clío-: Licio, que conoce mi devoción por los árboles, pensó que el lugar indicado para la pira sería al pie de las más hermosas coniferas de este parque… Es una piadosa idea que le agradezco, pero no es justo que los árboles se atosiguen con el calor de la pira. No me iría al Hades con la conciencia tranquila sabiendo que estos gigantes eran víctimas inocentes de la insania del Palatino… ¡Tú, Félix, y todos vosotros, daos más prisa! Dentro de una hora empezarán a llegar mis invitados y antes debo ver este asunto concluido.

Los mozos estaban trasladando los leños a otro lugar apartado del bosquecillo. Valerio Asiático les hizo algunas indicaciones pertinentes sobre el buen orden del trabajo, mientras se interesaba por las cosas de Clío. Luego dijo:

- Ayer vino un amigo a sugerir me que haga donación testamentaría de estos jardines a favor de Messalina… Se entiende que comprendiendo la domo, claro está… Es lo malo de las riquezas, que siempre hay un momento que nos prostituyen… ¿Qué quieres que haga? He testado a favor de Messalina a fin de poder donar con libertad otros bienes míos. Tengo familiares y una legión de clientes a los que debo dejar a cubierto de cualquier contingencia… A mi fraternal amiga Popea Sabina… ¡Bah! Terminaré por aburrirte si sigo dándole importancia a este trance… Dime, Clío, ¿qué sabes de Benasur? -Continúa en Garama…

Todavía otra pregunta más sobre Benasur, que Clío satisfizo formulariamente. En realidad ni Valerio Asiático se atrevía a darle el pésame por la muerte de Bardanes ni Clío se animaba a comunicarle el resultado de su entrevista con Claudio. Era muy posible que Petronio no le hubiera anunciado la gestión. Demasiado orgulloso o excesivamente apático ante su fin, Valerio no parecía preocuparse sino por sus árboles y por los amigos que recibiría esa noche. De vez en cuando dejaba de mirar a los hombres afanados en la tarea y paseaba la vista por el parque; no con esa ansiedad o ambición de quien desea captar imágenes que sabe no volverá a ver, sino con la apacibilidad del contemplativo por naturaleza o, si se quiere, por rutina.

Clío estaba bastante influida por los cantos sacros y trascendentes para sentirse inquieta con la actitud de Valerio Asiático. En cierta manera ella participaba de aquella suave indolencia, con más tintes de grata conformidad que de melancolía.

Sintió que Valerio Asiático le ceñía delicadamente el talle y la conducía hacia la casa. Sólo al pasar frente a un juego de surtidores que saltaba sobre un grupo escultórico de nereidas, se detuvo un momento en actitud de escuchar el rumor de las aguas. Después, continuando la marcha, comentó:

- Ésos son los sonidos perennes, Clío; las voces con que se expresa la Naturaleza son más fieles que las de los hombres… -Y como si se arrepintiese de haber dicho algo que pudiera parecer grave o importante, preguntó-: ¿Has estado en la Domus Quadrata…?

- Sí, la otra noche, con Petronio.

- ¿ Qué te ha parecido la orquesta alejandrina?

- Para mí ha sido una experiencia curiosa. Me ha servido para comprobar hasta qué punto vivo ajena, musicalmente, al mundo actual.

- A mí esa música me divierte. Ese muchacho Cano es un porten to tocando el aulo… ¿No lo crees así?

- Escuchándole, pensé la otra noche que los músicos que entran en el frenesí se parecen a los seres dotados de facultades pitónicas. La música y la religión son otra cosa más grande, independiente y pura que sus trances. Ese niño toca endemoniadamente bien el aulo, hace con él lo que quiere… menos transportarnos a la esfera más elevada de la música…

Entraron en el atrio de la casa. Un criado se adelantó a Valerio para decirle que el baño estaba listo. El patricio al notar que el esclavo tenía los ojos enrojecidos y acuosos, le dijo:

- No quiero caras tristes esta noche, Lucio… -Y a Clío-: ¿Me acompañas al baño? Tengo esencia de jazmín de Persépolis para perfumar tu agua…

- Si crees que es necesario…

- Hoy nada es necesario, dilecta Clío. Hoy las cosas sólo pueden ser gratas o dejar de serlo. Sería grato, mientras me baño, escuchar tu voz…

Los balnea estaban entre el atrio y el peristilo, atrás del triclinio de invierno, Clío no había visto baños privados tan suntuosos como los del palacio de Ctesifón, pero los de Valerio Asiático se distinguían por su buena disposición arquitectónica: un duplex balneum de dos piscinas gemelas, separadas por una plancha de piedra traslúcida. En una de ellas, dos criados esperaban a Valerio.

- Traed la esencia de jazmín para el baño de la dómina.

Luego dijo que le avisaran cuando llegaran los primeros invitados. Que los hicieran pasar al atrio y los atendieran en todo lo necesario. Mientras se desvestía, llegaron dos sirvientas con la esencia y los linos destinados a Clío. Una de las criadas ofreció el ánfora a la joven para que catara el perfume y diera su conformidad. Después la ayudaron a quitarse las prendas. Valerio, ya en el baño, preguntó:

- ¿ De dónde es tu perfume de nardo, Clío?

- De Susa, Valerio.

- Lo siento. Yo sólo puedo ofrecerte ese nardo que venden en Kosmobazar, que supongo no es tan fino como el de Susa. -Y alzando la voz-: ¡Llevaos la vesta de la dómina para alisársela y perfumársela! Tú, Marcio ¿han traído ya la lira?

- Ya, señor…

- Al agua le falta un punto de calor… ¿No te parece, Clío?

- Para mí esta bien, Valerio…

- ¿ Sabes? Tengo una vieja lira que he visto en la casa desde que era niño, y no recuerdo que ninguna mano profana la haya tañido… La he mandado al musicarius para que la pusiera al punto… Ya me dirás si suena bien. ¿Has seguido componiendo?

- Poco…

Clío le explicó la obra en que se hallaba comprometida desde hacía algunos años. No se expresaba con seguridad, pues las circunstancias de aquel baño la perturbaban. Aunque durante su vida de esclava se había acostumbrado a ciertas promiscuidades, propias de un régimen de convivencia ínfimo, los años vividos con Benasur, tan apegado a una bien definida moral, la aficionaron al recato.

- Hoy vendrá un conjunto de citaristas… -dijo Valerio-. Lo he contratado a última hora pensando en ti, pues la orquesta de casa es demasiado ligera. Y un cuerpo de baile, cretense, aunque desconfío de que lo sea, pues las danzarinas huelen a cien pasos al mercado de Livia. Bailan, sin embargo, la dedálica… Ya me dirás qué te parecen.

Tras un silencio, el aristócrata le preguntó:

- ¿ Has estado en las Galias?

- De paso nada más…

- Si se te presenta la ocasión de volver y llegaras hasta Vienna no te olvides de visitar a mis parientes los Valerios, Viven cerca del Foro Julio. Todo el mundo los conoce. Me gustaría… No, nada. No tiene importancia…

- ¿ Qué te gustaría, Valerio? -insistió Clío.

- Nada. Nada merece la pena… En fin, los Valerios de Vienna son unos romanos que sienten orgullo de su ascendencia gala. ¿Sabes? Como todos los provincianos son un poco quisquillosos… Es posible que te pregunten, ¿comprendes?

- Sí, comprendo. Les diré…

Clío calló. Luego dijo:

- El agua está deliciosa…

- ¿ Qué les dirás, Clío?

- No sé… Que me gustó mucho tu esencia de jazmín… Que tienes la lira del mismo Apolo…

- No; eso no. Supongo que la lira era de mi abuelo… Aunque parezca mentira los galos también tenemos abuelos… Ya llegará al Palatino un demente que nos confisque el linaje. Esa desgracia no me tocará, Clío. Es la ventaja de irse a tiempo. Por cierto, hablando de linajes… ¿sabes que me acordaba mucho de ti cuando estuve en Britania? No puedes negar tu ascendencia…

Valerio Asiático continuó hablando de Britania, de las costumbres de sus nativos. Pero Clío no le escuchó. Hacía poco tiempo, antes de salir de Ctesifón, que Missya le mandara noticias sobre la búsqueda de su madre, anunciándola que muy pronto daría con ella, pues aunque la tenía presente en su cerebro de pitonisa, todavía no lograba localizar el lugar de residencia, si bien la intuición le apuntaba a Bitinia. «No te conozco personalmente, mas sé que eres el vivo retrato de tu madre: alta, rubia, de grandes ojos azules… Y no quiero afligirte, sino ser veraz con mi informe: vive en una penuria deprimente…» Entre otras cosas reales o imaginadas, eso le decía la pitonisa de Paros.

Este recuerdo de la madre ignorada, puso una sombra de taciturnidad en el rostro de Clío. Y en seguida hizo una seña a las sirvientas para que le ayudaran a salir del baño. Una la acogió con el lino desplegado, mientras la otra comenzó a friccionarle las piernas. Luego llegó la ornatrix, que le arregló el peinado. Un criado vino a decirles que habían llegado los primeros invitados.

De los ciento treinta y seis clientes de Valerio Asiático, sólo uno fue invitado al festín. Valerio había dicho a su mayordomo Tiberiano: «Que un dedo inocente señale en la lista de mis clientes al que deba asistir a la cena». El dedo inocente de un niño de la servidumbre señaló el nombre de Lucio Fabio Capito.

Vivía en un barrio cercano al sumenio de la Puerta Sanqualis. Estaba casado tardíamente con una mujer diez años mayor que él, que aparentaba los sesenta; tantos eran los estragos que habían dejado en ella seis hijos, otro en puerta, ocho abortos y cuatro pestes, amén de la endémica del hambre. Desde que Fabio Capito se levantaba, ante s de amanecer, para ir a saludar a su señor, comenzaba a oír el coro de llantos y gritos de las criaturas, que por eso de ser hijos de familia numerosa y de padres maduros, habían nacido con un singular instinto vocal para modular en todos los tonos imaginables las exigencias del hambre. El que no pedía pan a gritos, pedía leche, o pan con otro tono más agudo. Fabio Capito estaba habituado a este coro con que las criaturas amenizaban su despertar. No hacía ningún caso a los gritos; tampoco osaba interrumpir a su mujer en los quehaceres de la casa. El menor de los crios, que apenas tenía dos años, era tan disciplinado que en cuanto abría los ojos pedía, rabiosamente, con toda la energía que le salía del intestino, el orinal. Era cosa convenida que Fabio Capito atendiera a esta necesidad fisiológica del pequeño quien, por otra parte, la satisfacía con regularidad matemática. Pero el crío, lo mismo en verano que en invierno, se encaprichaba en hacer su necesidad cerca de la ventana, teniendo a la vista el panorama de la colina Hortorum. Era una manía infantil. Y mientras la madre la interpretaba a su modo, creyendo que la criatura necesitaba los aires salutíferos del campo para mover el vientre, el padre, con un sentido más trascendental de la existencia, tomaba la maña del crío como síntoma de una incipiente vocación de agricultor. Sólo le faltaban las tierras.

Los tres hijos mayores salían de la casa poco después que su padre. Dejaban el hogar aleccionados por Fabiana a fin de que recogieran en los mercados, entre los desperdicios, toda aquella materia que teniendo forma y color comestibles pudiera convertirse en alimento. Los chicos se las ingeniaban muy bien para que frutas, hortalizas y algún hueso más o menos apetitoso fueran a parar a su canasta. Y no era que en casa de Valerio los criados fueran cortos en proveer la sportula de Fabio Capito, no. Porque hombres tan generosos como Valerio Asiático había pocos en la Urbe, y más que él ninguno. Lo desalentador era que una sportula, por muy llena que estuviera, nunca estaba lo suficiente para llenar el vacío de ocho estómagos que día a día aumentaban su vicio de digerir.

Muchas veces Fabio Capito se arrepintió de hacer caso a los charlatanes del Foro, que con tan lucidas palabras ensalzaban los méritos de los padres prolíficos.

Esa mañana, mientras Fabio Capito se agregaba a la muchedumbre apostada frente a la casa del ilustre Valerio Asiático, para que quedara constancia de su fidelidad, el barrio de Sanqualis se conmovió con la presencia de un tabellaris ricamente uniformado. Llevaba en el capotillo las insignias consulares, y las iniciales en púrpura anunciaba la pertenencia: Valerio Asiático. El peatón portaba pergamino atado con cordón de seda escarlata. Un enjambre de chicos le siguió por la calle; las vecinas y comerciantes murmuraban a su paso, sin perderlo de vista para averiguar quién sería el afortunado que esa noche compartiría el triclinio con un poderoso. El tabellaris preguntó por la ínsula Cipriona y por el ciudadano Lucio Fabio Capito. Y cuando le dijeron que vivía en el quinto piso, alzó la cabeza y con las manos a modo de bocina, gritó estentóreo: « ¡Faaabiooo!». Gritó cinco veces, y después de cada llamada se guardaba en el portal, precaviéndose de un posible proyectil. En otra ocasión un sufrido tabellaris había recibido el contenido del orinal del más pequeño hijo de los Fabios.

F abiana se asomó a la ventana. Y el peatón le dijo rutinariamente cansado del esfuerzo hecho en las llamadas: «Misiva del ilustre Decio Valerio Asiático».

Los curiosos que le escucharon difundieron la noticia: Valerio se disponía a morir, puesto que repartía ya las esquelas para la cena de despedida.

Fabiana recibió muchos parabienes de las vecinas y comadres del barrio. Al fin se confirmaba la noticia. Porque los Fabios no las tenían todas consigo. Cuántas veces los honestos ciudadanos esperaban anhelantes la muerte de su señor, con cuya manda aliviarían penurias, y luego, por cualquier fútil motivo, el señor no se moría. O recibía el alta del médico o, cosa menos probable, el indulto del César. Y de que se muriera Valerio Asiático nadie estaba seguro, dados la popularidad y prestigio que gozaba en todas las clases sociales.

Al mediodía, Fabio Capito, después de cumplir sus obligaciones de cliente, volvió mohíno a su casa. No es que él deseara que su señor muriese, pero sí anhelaba heredarle. Y como no había fórmula de heredar sin difunto, el honesto Fabio daba por seguro que no habría difunto ni herencia. El pesimismo desalentaba a los clientes. Presumían que Valerio Asiático sería indultado.

Fabiana le recibió agitando la invitación: « ¡Por fin, la herencia!» Fabio se demudó:

- ¿ De verdad?

- De verdad. Eso me ha dicho Linia, que ha leído la esquela. Mírala.

Fabio Capito había aprendido a deletrear, pero sabiendo que Linia ya había descifrado la misiva y que él no se equivocaría, leyó sin reservas el contenido:

- ¡ Es cierto, dioses proveedores!

Respaldado por circunstancia tan terrible, Fabio tuvo el arranque de pedir a su mujer que dejara toda faena doméstica pendiente, y que se dedicara a limpiarle la ropa.

Mas poco después (Valerio Asiático era un señor que estaba en todo) llegaba a la casa un criado con un paquete. Contenía túnica para la cena y toga, zapatos y sandalias nuevas; también dos denarios para que el honesto ciudadano tomase silla de manos que lo condujera al festín.

- ¿ Nos dejará mucho?

- Se dice que de veinte a treinta mil sestercios a cada cliente; pero a mí, que voy representándolos a todos, quizá me toque también la copa de oro de las libaciones…

Fabiana sintió que todas sus carnes se conmovían en un extraño, nunca sentido estremecimiento. Y se puso a gritar con áspero tono de reproche:

- ¡ Siempre te lo dije! Que cultivaras a tu señor; que señor como Valerio Asiático hay pocos en Roma…; que más vale amo joven y generoso que viejo y tacaño. Todo lo contrario de lo que Fabio Capito había tenido que oír en sus pacientes quince años de coacción conyugal.

Lo único que intimidaba a Fabio Capito era el brindis, porque a la hora de los brindis tendría que alzar su copa en nombre de la clientela de Valerio Asiático para decir al ilustre señor: «En este momento culminante de tu vida…» Fabio no pasaba de ahí. Porque en verdad no sabía si en ese momento lo que culminaría sería la vida o la muerte, «A un paso de las tinieblas…» En un festín, aunque fuera fúnebre, no era correcto emplear tan lúgubres palabras. Le diría: «Se ñor, que la invicta Palas Atenea…» Eso sonaba a griego, y era elegante en un festín de tanto señorío, pero ¿qué decir después de lo de invicta Palas Atenea?, ¿qué cosa era invicta? Le pareció que le sonaba más adecuado lo de «Bajo la égida de Palas Atenea, henos aquí, señores…» Y mentalmente concluyó la frase; «anhelantes de recibir la herencia…»

Fue el primer invitado que llegó a la casa. Lo recibió el nomenclator que llevaba la vara con la insignia consular. Pero el nomenclator no lo anunció. Era una de las cosas que esperaba Fabio, oír su nombre: «El honesto ciudadano Lucio Fabio Capito». Lo de Capito no era muy aristocrático, desde luego; pero, cuando dio su nombre al centurión que vigilaba la entrada de los invitados, le dijo: «Pasa, ilustre Fabio Capito». Le dijo ilustre, nada del vergonzante, del residual honesto.

El nomenclator lo pasó al atrio, muy iluminado y perfumado. Olía a resina aromática de Arabia. Capito vio en las respectivas hornacinas las mascarillas de los ancestros del señor, y para hacerse el interesante o aparentar que no era un vulgar cliente, comenzó a mirarlas como si le fueran desconocidas, como si no conociera, en sus menores detalles, pelos y señales de su biografía: nombres y cognomentos, fastos, fechas. En seguida entró un grupo de tres invitados. Ésos sí eran señores. Lo miraron y lo saludaron con una leve inclinación de cabeza. Fabio se doblegó respetuosamente.

Llegaron otros invitados, algunos acompañados de sus esposas y se hizo mayor el corro, y mayor también su inaccesibilidad. Fabio se sentía aislado, y poco después sus ojos presenciaron algo que le dejó frío. Del peristilo vio llegar a Valerio Asiático con una joven de extremada belleza, vistiendo un peplo dórico. Fabio había visto una prenda igual sólo en las esculturas del pórtico de Octavia. Valerio Asiático se mostraba tranquilo, feliz de recibir a sus amigos, y la joven helena que lo acompañaba, sonriente. Repartieron saludos y en seguida Valerio y la joven desaparecieron en la exedra.

A Fabio no le quedó ya la menor duda de que Valerio Asiático no se moría.

Vio llegar a nuevos invitados. Y cuando en el atrio habla más de diez corrillos, el nomenclator comenzó a llamar a los señores. Dio el nombre de un consular. Siguieron otros. Se escuchaban solemnes, graves, aquellos nombres con tanta gloria encima: los Popeos, los Messalas, los Pompeyos, los Pisones, los Petronios, los Vinicios, los Emilios…

Todos ellos, según los nombraba el nomenclator, desfilaban hacia el triclinio. Orgullosos, elegantes, seguros y sobre todo sonrientes. La sonrisa de los prohombres era lo que más desazonaba a Fabio, pues ella confirmaba su decepción. Aquél sería un festín de tantos. Una buena mesa, las libaciones y brindis de rigor. Nada de difunto. El tahonero tendría que esperar. Y también el carnicero. Y el zapatero. Y Fabiana. Fabiana, cuando volviera a la casa le gritaría: « ¡Lo que te digo! ¡Sólo a ti se te ocurre ser cliente de un señor más joven y más sano que tú!»

El atrio se iba quedando vacío. Fabio sintió su ínfima jerarquía. Sería el último en ser anunciado por el nomenclator. Y cuando se quedó solo, solo con el anunciador, éste le hizo un movimiento con la cabeza y dijo secamente:

- Ahora, tú. Pasa…

¿Por qué el masgister triclinarius no le indicó su lugar como seguramente había hecho con los demás invitados? No. Se valió de un vulgar paje para señalarle el reclinatorio. Un reclinatorio aislado, al final de la herradura que hacían los demás triclinios, ante una mesa gigante como para un centenar de invitados. ¿Acaso Valerio Asiático trataba de jugarle una broma pesada? Y detrás de él, la orquesta. Y casi pegadas a sus oídos, las tubas que, en cuanto comenzaran a sonar, lo ensordecerían. Menos mal que el anfitrión estaba frente a él, a unos cincuenta pasos. Sí, tan lejos que apenas podía verle los gestos. Mas por los ademanes tan pausados y tan serenos, confirmaba que aquel hombre no vivía sus postreros momentos.

A Fabio se le antojó que todo el señorío de Roma estaba allí. Los conocía bien por haberíos visto en el Foro, en las cúrales senatoriales de los teatros.

Contó los servicios que había dispuestos en su mesa: ciento treinta y cinco, lo que quería decir que a los clientes ausentes se les guardaría su ración completa. Lo que no comprendía por qué les habían puesto las cinco piezas de oro que componían el juego personal de vasos, copas para las libaciones y cálices para brindis.

Fabio Capito no hizo caso de los entremeses. Observó que los señores no picaban en ellos. El bibendi árbiter, que se movía por el centro del comedor, tocó las palmas, y las decurias de ministratores se distribuyeron por los triclinios para servir el vino. Uno de ellos se acercó a su mesa y le sirvió. Fabio Capito esperó a ver lo que hacían los otros invitados. Lo que hacían era hablar, reír discretamente. Pero no podía enterarse de sus conversaciones. El rumor se fue apagando poco a poco hasta que se hizo un silencio absoluto. Valerio Asiático miraba a Fabio Capito. Luego todas las cabezas de los comensales se volvieron hacia él. El humilde ciudadano no sabía dónde poner los ojos. ¿Qué imprudencia había cometido? También le miraba de un modo agresivo el bibendi árbiter. Un paje se acercó a él y le dijo algo al oído, pero con tanto disimulo que no lo entendió. ¿Qué sucedía? Fabio se dirigió al paje que se alejaba:

- Tú, mocito, ¿qué me dijiste?

El ministrator se detuvo. Miró al bibendi árbiter. Éste, con visibles muestras de impaciencia, tocó las palmas. El músico de la tuba, le dijo desde atrás: « ¡Levántate, animal!» Lucio Fabio se dijo que pronto empezaban los brindis. Y se levantó con el rostro pálido y el ademán cohibido. Vio cómo Valerio Asiático tenía en la mano un gigantesco cáliz de magister convivii. Un cáliz de un palmo, de guarnición de oro y cuenco de cristal, refulgente de las piedras preciosas que lo recamaban. El anfitrión, alzando el cáliz, dirigiéndose a Lucio Fabio, dijo con tono solemne:

- Ciudadano Lucio Fabio Capito: ¡salve, pueblo!

El de la tuba le apuntó: «Tú, acémila, contesta con vale».

Ahora resultaba que aquello era verdad. Fabio lo había oído decir, pero siempre lo acreditó a fantasía, a fábula. El anfitrión saludaba en él al pueblo romano. Y él tenía que corresponder saludando en el anfitrión al Senado. El anfitrión le daba el último saludo de la tarde, y él tendría que responderle con el primer saludo de la noche. Y con voz chillona, que la timidez le exidaba, repuso:

- Ilustre Decio Valerio Asiático: ¡vale, Senado!

Todos los invitados se llevaron las copas a los labios. Y volvió a levantarse el rumor de las charlas. Lucio Fabio tuvo una sospecha que acabó por desazonarlo. Él había compartido varias veces el triclinio de Valerio pero no con este ceremonial. Sabía cómo debía comportarse en una mesa, pero ignoraba aquella endiablada etiqueta. Y tratando de explicarse cuál sería la causa de tan extraño ceremonial, recordó haber oído que así se iniciaban los banquetes en la época republicana. Por tanto, todos aquellos cueros mojados estaban cenando al modo de la República. Sólo faltaba eso: que un desgraciado cualquiera se fuera con el chisme al Palatino. Y encima de no haber difunto, encontrarse con una citación de la Prefectura Urbana para recibir veinticinco azotes.

Desde luego, el primer plato que le sirvieron no era muy tranquilizador. Una pasta inidentificable con dos yemas de huevo cocido. Pensó cómo podía cocerse la yema de un huevo sin cocer la clara, y todavía resultaba más enigmático el que no apareciese la clara por ninguna parte. Recordaba que cuando celebró el primer aniversario de boda (por fortuna Fabiana sólo estaba embarazada del primogénito) comieron huevo cocido, pero Fabiana no sabía separar la clara de la yema. Fue el único aniversario que celebraron. El segundo lo pasaron sin darse cuenta, y el tercero, aunque Fabiana se acordó, él ya no tenía ánimo ni feliz razón para conmemorarlo. Se fueron al Campo de Marte a ver los elefantes y a comer dos obleas de miel.

Y mientras saboreaba el primer bocado de aquella pasta, dando a su paladar la experiencia de un sabor culinario jamás conocido, Lucio Fabio pensó que por gracia de las fórmulas republicanas él estaba representando allí nada menos que al pueblo de Roma. El pueblo de Roma no tenía subúcula, por lo menos bajo el Imperio. Si Valerio Asiático fuera medianamente lógico y equitativo habría invitado a los ciento treinta y cinco restantes clientes, que esos sí representarían al pueblo romano, y a ningún senador, pues él, el anfitrión, mirando a las equivalencias proporcionales, se bastaba para representar al Senado.

Lucio Fabio se preguntó si en la República los banquetes serían atemperados, pues no veía entre los cubiertos la pluma para provocar el vómito. Por eso, no queriendo llenarse demasiado pronto, dejó media ración de pasta si bien se comió las dos yemas, que en su interior tenían una almendra cubierta de una capa de caramelo. Maravilloso poder del dinero, que llega a convencer a las gallinas de no poner sin antes estar seguras de envolver una almendra con la yema. ¿Y la clara? Porque a Fabio le parecía más explicable que las gallinas pusieran los huevos con almendra que sin clara.

Entraron en el comedor dos decurias de pocillatores, que no eran mancebos precisamente, sino muchachas núbiles. A falta de las tradicionales calaveras que aludiendo a la brevedad de la vida invitaban a los goces mundanos, las escanciadoras mostraban en un sitio del ceñidor, que Fabiana hubiera considerado poco decoroso, unas calaveras minúsculas. Pero así son los ricos: que lo que en los pobres es indecencia en ellos pasa por buen gusto.

Le destinaron a Lucio Fabio una de aquellas servidoras. Apenas si tendría doce años. Si el banquete fuera de despedida, con su difunto bien dispuesto, quizá le cabría llevarse a la niña a su casa. Claro que allí duraría poco, pues Fabiana le diría ante el problema de otro estómago: «Véndela en el mercado de la vía Portuensis». Pero si existiera difunto, y como consecuencia herencia, podría permitirse el lujo de alquilar un cenáculo donde guardar a la puella. Por lo menos, la gozaría unos meses. O años. Todo dependería de si la muchacha no resultaba embarazada. Si así fuera tendría que vender al crío a algún físico.

La muchacha le sirvió un vino dorado. ¿Qué hacer con él? Volvió la cabeza discretamente y consultó el caso con el músico de la tuba. Éste fue expedito: «Bébelo, desgraciado».

¿Debía indignarse? ¿El pueblo romano, que él representaba, debía denunciar a aquel músico que le calificaba de animal, acémila, desgraciado? Pero Fabio Capito reconoció en seguida que el instrumentista tenía buen ojo.

¿De qué hablarían los Pisones, los Popeos, los Petronios, los Messalas, los Pompeyos? Sintió un escalofrío. ¿No estarían conspirando contra el César? Era demasiado extraño que hablaran tan discretamente, que se comportaran con tanto comedimiento. Sin una carcajada, sin un eructo del gracioso de la reunión, sin un chiste picante.

Al fin se aclaró el misterio; al fin apareció la clara de huevo cocida, en trocitos y alternando con la cáscara. ¡Malditos republicanos! La cáscara estaba completa y sólo tenía un orificio en su parte más cónica. ¿Qué pegamento la conservaba en pie? ¿Qué manjar o elixir, qué jugo o fruto guardaba en su interior? Miró a los comensales para ver cómo solucionaban el acertijo. Pero los comensales no tocaban la cáscara. Hasta que vio a uno que la cogía empuñándola y después de agitarla, como si batiera un contenido, se la llevó a los labios. Frunció éstos en el mohín peculiar de succionar. Luego trituró la cáscara entre sus dedos.

Fabio Capito acercó los dedos a la cáscara como lo haría un supersticioso. E imitando al comensal sorbió el contenido. ¡Por los testículos de Hércules! En ese preciso instante, el más inclemente de los ácidos entraba en su garganta quemándosela mientras la orquesta lanzaba el estrépito de las tubas. Se le saltaron las lágrimas y perdió la respiración. Sintió que la vista se le iba, que todo oscilaba a su alrededor. Ni las bailarinas que entraron en el comedor moviéndose al ritmo de la música, fueron visión capaz de hacerle recobrar el sentido. Mas en seguida notó que, por arte de magia, la ardida garganta se enfriaba y una sensación de bienestar esparcíase por todos sus miembros. Tan repentina y sorprendente era su euforia, que no pudo contener una carcajada. También los otros comensales reían. « ¡No rías, muerto de hambre, que a ti te corresponde estar de luto!» Se volvió. El de la tuba inflaba los carrillos y expelía el viento musicado. El de la tuba no podía haberle hablado. El de la tuba lo único que hizo fue guiñarle el ojo. Pero él había oído que le tocaba estar de luto, lo que hacía pensar que allí habría un difunto.

De veinte a treinta mil sestercios por cabeza. Era lamentable, cierto, pero Valerio Asiático debía hacer las cosas bien; debía morirse. ¿Qué le importaba? Si tarde o temprano tenía que morirse, que lo hiciera ahora que tanto necesitaban sus clientes el dinero.

Se quedó mirando detenidamente a Valerio. Éste no participaba de la alegría de sus invitados. Otra prueba más de que se moriría. Todos estaban alegres porque todos le heredarían. Por lo menos, la copa de oro…

De pronto alguien ordenó que música y danzarinas cesaran. Y lo más inesperado: recibían órdenes de abandonar el comedor. Lucio Fabio no tuvo ya duda: estaba asistiendo a la cena con que se despedía de la vida su patrón.

La cena transcurría en un tono discreto, refinado. Se conversaba a media voz de asuntos nada comprometedores. De los labios de los invitados no salió, ni por una sola vez, el nombre del Emperador, el de su esposa ni el de cualquier otro miembro de la Familia imperial. Parecía que aquellos señores tenían el deliberado y unánime propósito, tal como si se condujeran obedeciendo una consigna, de hacer que aquella cena fuera lo mejor parecida a cualquiera de las cenas habituales. El mismo Valerio Asiático, que solía tener ideas muy personales, intervenía en las conversaciones para nivelar con su parecer los puntos de discusión, renunciando a su criterio personal. En total se reclinaban a la mesa cuarenta y nueve invitados, de los cuales once eran damas.

Valerio Asiático si no puso mayor diligencia en darse muerte, fue por cumplir con pequeños y exquisitos detalles a que estaba obligado como anfitrión. Entre ellos mandar grabar sobre las copas de cada cubierto el nombre del invitado y la fecha. Las ricas copas de Arretium, con base de oro, eran las más codiciadas. Cinco piezas correspondían a cada invitado. Este detalle de grabar el nombre evitaba a Valerio el trance un tanto vulgar para un elegante como él, de tener que decir al final del festín: «Quedaos con las copas».

Cuando se inició la comissatio, los triclinarii distribuyeron entre los comensales las guirnaldas. Y en seguida, Valerio Asiático, rex convivii alzó la copa invitando a la prima libatio. Después dijo:

- Carísimos: me honráis con el más exquisito de los comportamientos. Mi tiempo está tasado y os agradezco que en estos últimos momentos mis oídos no se sientan agraviados. Tan prudentes os mostráis, que he licenciado a los músicos y danzarinas por innecesarios. En cambio, vuestra discreción se ha hecho acreedora al más bello recreo que pueda hoy ofrecer un anfitrión tan afortunado como yo, a sus invitados: Clío Calistida Mitiliana os hará inolvidable esta noche. -Y alzando la copa-: Vale, domini!

En silencio, si bien sonrientes, todos los comensales alzaron las copas y bebieron. Valerio Asiático después de hacerlo, arrojó la suya, un artístico cáliz, contra e l pavimento de mosaico, haciéndolo pedazos. Era un cáliz famoso en Roma; de rica piedra murrina, estaba recamado de piedras preciosas y la guarnición de oro era un exquisito trabajo de cincelado.

Valerio, fingiéndose darse cuenta tardíamente de una incorrección, murmuró con una sonrisa irónica:

- Lo siento, señores. Si nuestra augusta emperatriz lo quiere, tendrá que remendarlo.

No se hizo ningún comentario, quizá para dejar redonda, en su justa intención, la frase de Valerio. Mientras tanto, un criado entró con la lira, una lira de concierto coral, que entregó a Clío. Enlazada a las cuerdas, una guirnalda de mirto. Clío quitó las flores y pulsó las cuerdas. Apoyó la lira sobre el lectus. Era un precioso instrumento. Una pieza única.

La britana, sin moverse, sin cambiar de postura, ligeramente pálida dijo:

- Señores: os cantaré la invocatio de la Coral para la iniciación en el sacerdocio de Apolo. Parte de la letra está en el himno de Homero. La música coral se conserva en un papiro del Museo de Alejandría. La notación es apenas legible en algunas estrofas. El estribillo de la invocatio lo he adoptado, por considerar la fuente como genuina, de una vieja canción profana que se canta en la Fócida. Como escucharéis, la parte lírica, que es la que voy a daros a conocer, tiene una noble exaltación optimista.

Tras un breve silencio, Clío comenzó a pulsar la lira. No lo hizo con la seguridad que hubiera querido. Para sus proyectos futuros aquella primera recitación significaba mucho.

Al principio notó que la música no contagiaba a los invitados. La lira sonaba demasiado grave. Mas cuando el canto subió de tono y la lira apoyó profunda el recitado, el auditorio empezó a sentirse subyugado. Desde luego, aquella lira no sonaba como la de los liristas profesionales ni la voz de Clío era la de los recitadores de moda. Era difícil asimilar el canto y la música, de asociarlos en un conjunto melódico, pues se divorciaban en el contraste de los tonos, en el retraso de la lira con relación a la voz. Pero de aquella música se desprendía algo indefinible que cautivaba con la fuerza de su sobriedad. El camino más fácil para su sensible comprensión era llegar al oído por la vía de la letra: el himno de Homero.

Al escuchar el estribillo, los invitados, por lo menos los más exigentes melómanos, comprendían la función insustituible que tenía la lira en la música sacra, y la superioridad de este instrumento sobre la cítara, tan en boga y, al mismo tiempo, tan deformada por el uso popular.

Fue un triunfo para Clío. Cayo Pisón, uno de los melómanos más inteligentes de Roma, tañedor él también, y no poco diestro, de la lira, pidió a Clío que le enseñara cómo obtenía cierta sonoridad. Clío le explicó y le dijo cuál era el modo de pulsar y tensar las cuerdas. Cayo Pisón, tras de repetidos ensayos, hubo de darse por vencido.

- Parece increíble que obtengas esas notas a dedo desnudo.

- Si usara el plectrum serían demasiado vibrantes y por ello impuras.

Los invitados comentaban con interés la interpretación. Surgieron apasionadas conversaciones sobre el tema. Después, Clío cantó una oda sáfica en el estilo arcaico. Fue más comprensible y desde las primeras estrofas ganó la adhesión del auditorio.

El banquete se hacía por momentos más sospechoso a Lucio Fabio. ¡Una lirista, nada más al comenzar la comissatio, cantando enrevesadas canciones griegas que a nadie entusiasmaban…! Y esto sucedía sin que se hubiera soltado una rotunda ventosidad, nota regocijante en todo banquete de gente de pro. Recordaba a este respecto su última cena en casa de los Calvinos en que los ilustres Casio, Statilio y Terencio habían establecido una divertida competencia para ver quién soltaba el más sonoro pedo. El laurel se lo llevó Terencio que expulsó una ventosidad más larga que la vía Longa y dividida en tres tiempos, con ruido distinto en cada uno de los períodos. Tal virtuosismo habría hecho empalidecer al mejor tibecen de la banda Palatina. Marcia Celia, esposa del edil Tito Celio, de suyo tan modosa y comedida, por poco si se congestiona de la risa. Porque aquél había sido un pedo digno de figurar en el más importante de los banquetes. Mas estos aristócratas, estos republicanitos… ¿Acaso durante la República no se estilaba ventosear? Claudio, nada menos que Claudio, tan atento a la salud pública, era partidario de estas licencias fisiológicas, que no sólo alegraban un festín, sino que también ayudaban el buen funcionamiento del cuerpo. Más de una vez Lucio Fabio había oído que el Emperador estaba dispuesto a promulgar un edicto permitiendo en la etiqueta de la Corte desalojar las ventosidades urgentes. Y si el edicto no se había publicado se debía a que los peritos convocados por el César no se ponían de acuerdo en determinar cuándo un pedo era inaplazable urgencia fisiológica o alegre malicia del ano.

Sí, muy sospechoso este banquete. Ni regocijado pedo ni desahogador eructo. Ni la pluma para provocar el vómito. Sin la menor duda, todos aquellos cueros mojados no eran dignos señores del pueblo romano que él, Lucio Fabio, tan cohibidamente representaba.

No creía en la sinceridad de los finos aristócratas que aplaudían a Clío. Sin duda golpeaban las manos sólo por complacer al anfitrión que, cada vez, tenía menos cara de difunto. Pero fijándose bien en el rostro de los comensales más próximos creía observar una expresión de ávida alegría, bien contenida, muy semejante a la codicia pronta a satisfacer. Tenían caras de herederos.

¿Serían veinte o treinta mil sestercios? Quizá los treinta mil eran cifra abultada por el optimismo de los clientes. Sí, se conocían muestras de la generosidad de Valerio Asiático… Pero en su vida. Pudiera ser que para morirse se revelara un tacaño. Sólo por esto, por salir de la perturbadora duda, Valerio debía morirse de una vez.

En realidad, Lucio Fabio no había tenido ocasión de asistir a un banquete con difunto de postre. Si Valerio decidía suicidarse ojalá lo hiciera con tóxico. Ojalá que no se cortara las venas, pues él, Lucio Fabio, no podía ver correr la sangre sin sufrir mareos. Por eso mismo los juegos de anfiteatro le estaban vedados. Sin embargo, cualquiera que fuese la muerte escogida por el prohombre, el banquete sería para él un acontecimiento inolvidable.

De pronto se desazonó. Pensó en su discurso. Seguro que en cuanto la helena aquella terminase sus recitaciones, Valerio Asiático (el Senado) se incorporaría para ofrecer el banquete. Él tendría que agradecérselo en nombre del pueblo de Roma. «Como dijo el gran rapsoda Homero…», porque aunque él nunca había leído ni escuchado una línea de Homero, suponía que Homero lo había dicho todo. Quizá allí resultara mejor mencionar a Virgilio en vez de Homero, si bien Lucio Fabio ignoraba si Virgilio había dicho tantas cosas como Homero. Desechó a Virgilio pensando que aquellos señores eran republicanos y no escucharían con oídos propicios que se hablara del protegido de Augusto. «Como en ocasión solemne dijo Cicerón…» ¿Qué había dicho Cicerón, sapiente Minerva?

Decidió dejarlo a la inspiración. Valerio Asiático al ofrecer el banquete aludiría a su muerte. Y sólo con esta confirmación, Lucio Fabio sentiría el poderoso estímulo para improvisar su discurso.

El siguiente plato -una ración de cabritillo, y no precisamente de Ambracia, y que por el aderezo de castañas anunciaba ser el último- defraudó totalmente a Fabio Capito. Él había estado en comidas de señores, pero no tan ricos como Valerio Asiático, y había oído hablar de lo abundante, variado y exquisito de los manjares que se servían en las mesas de los próceres. Sobre todo en los festines de las grandes ocasiones. Mas ahora, comprobando la frugalidad de la cena de su patrón y observando que los comensales no sólo se sentían satisfechos sino que hasta comentaban con encomio el festín, pensó si todos aquellos increíbles alardes culinarios y gastronómicos de que hablaban los menestrales, no serían más que tonterías provocadas por el hambre; si los vómitos que decían provocaba el emperador Claudio para seguir comiendo, no serían sino calumnias, o, como decían algunos, práctica higiénica y no malicia de glotón. Valerio era hombre generoso y la ocasión no podía ser más propicia para la prodigalidad, para el exceso. Pues Capito acreditaba a Valerio el deseo de que su cena, por la riqueza de los platos, fuera de duradera recordación. Y, sin embargo, el festín no violaba los límites que pudiera imponerse el menos exigente de los estómagos. Y aunque Fabio Capito no era hombre de lecturas y viajes, sí coleccionaba las noticias y anécdotas que se difundían por los foros, y sabía que lo de las perlas diluidas en vinagre que se decía haber comido Cleopatra eran un puro embuste, cuya moderna versión no pocos advenedizos romanos se habían adjudicado. Pero una cosa eran las perlas de Cleopatra y otra las ostras de Tarento, las gallinas de Numidia, las liebres de Hispania, los pescados de Pesino, los ríñones de ciervo alpino, los dátiles de Egipto, y los gansos, faisanes, flamencos y codornices… Ninguno de estos sabrosos alimentos se había servido esa noche… Ya era sospechoso que Valerio Asiático, que tan rica vajilla presentaba a sus comensales, no hiciese figurar entre tanto adminículo la pluma vomitoria que, al decir de las gentes, en algunas mesas era de marfil, adornada de piedras preciosas, con unos filamentos de pluma de avestruz. En realidad él nunca había visto tal utensilio, sino la vulgar pluma de gallo en la bolsa de los médicos que curaban los males del estómago y del vientre. Tampoco las había visto en las vitrinas de los comercios de los saepta Julia…

¿Qué le diría a su mujer cuando ésta le pidiese la relación de los platos servidos? Él, Fabio Capito, no iba a cometer la insensatez de serle sincero. Él no le diría la verdad, pues Fabiana, sorprendida, perpleja, criticaría la parquedad de aquella cena con todos los vecinos y éstos concluirían por decir que ése era el tratamiento que él merecía, por pobre hombre, por insignificante y menospreciado cliente, y que los platos suculentos y exóticos, caros y refinados habrían hecho la delicia de los señores invitados.

Y mientras daba fin a la ración de cabritillo, bastante seco por cierto, Fabio Capito se dedicó a pensar la lista ideal de platos que daría a su esposa para envidia del vecindario, prestigio personal y fama y gloria de la gastronomía romana: salsa dorada al vino de Quíos; ostras de Tarento con perla del mar Bermejo; almendra dulce curada al huevo; cáscara de huevo de faisán rellena de pechuga de ganso; pastel de ríñones de ciervo; lengua de jabalí en jugo de granada de Damasco; sesos de cordero galo; criadillas de ternero rebozadas de huevo de gallina númida…

Fabio Capito pensó que tal nómina carecía de pescados, debido a que su paladar, aun en pura imaginación, repugnaba la morena gaditana, la aleta de tiburón, las truchas de criadero… En el momento oportuno sabría inventar una langosta amarilla del Ponto, un erizo del mar de las Sirtes y las ostras gélidas de los mares de Caledonia.

Valerio Asiático propuso una libación en honor de Clío. Seguidamente rogó silencio y dijo:

- Saturno lleva cuenta estrecha de mis horas. Si me callara las palabras que vienen a mis labios, podríais motejarme de inconsecuente con vuestra amistad. Sois amigos fieles y gratos; de años, sois mi mundo y lo mejor de mí mismo. Todos os habéis reclinado muchas veces en estos triclinios. Por última vez comparto el honor y la alegría de teneros conmigo. Por eso os debo la sinceridad de mis palabras, que no por sabidas, me relevan del deber de expresarlas.

»Bien sabéis, amigos, la causa de mi muerte. No me duele abandonar esta vida que desde hace algún tiempo presentía reiteración de lo vivido. Si lo siento es por la alegría que me robo con vuestra ausencia. Iré al sombrío Averno llevando sólo el calor de vuestro recuerdo. Lo que me contrista de este viaje precipitado es que me vea obligado a hacerlo por la codicia desatada de una mala mujer, cuyo nombre omito por respeto a las nobles matronas que nos acompañan; y por sentencia salida de la deshonesta boca de Lucio Vitelio. Os aseguro que hubiera preferido morir bajo las astucias de Tiberio o por la insania de Cayo César. No culpo de mi muerte al marido de esa vil mujer, porque su debilidad y miedo lo hacen irresponsable cómplice. Éstas son las palabras que debía a vuestra bien probada fidelidad. Que los dioses os sean propicios para que podáis escuchar muchos, muchos y felices años a Clío… Y por último, si mi muerte llega pronto, os ruego que no suspendáis el festín. Permaneced aquí hasta las primeras luces del alba. E id a descansar tranquilos, que no me debéis ninguna honra póstuma. La clepsidra cuenta las últimas gotas y la pira está lista… Y ahora Clío, te suplico que continúes tu concierto.

Lucio Fabio sintió que los pulsos se le aceleraban, que el corazón daba latidos de gozo hasta congestionarle. ¡Qué excelso patricio era Valerio Asiático! Y tan señor que había ahorrado a sus invitados la monserga del brindis; tan comprensivo que le había relevado a él del compromiso de contestarle. Indudablemente Valerio Asiático se suicidaría aquella misma noche. ¡Vaya postre! Y antes leería el testamento: «Dejo a mis clientes, veinticinco mil sestercios…», porque lo prudente era suponer una cantidad media. Quizá Lucio Fabio pudiera escamotearle a Fabiana cinco mil sestercios de la manda. En el barrio de Sanqualis no vivía ningún otro cliente del prócer. Fabiana no se enteraría. Con los cinco mil sestercios y los nuevos y lujosos vestidos de aquella cena podría visitar la Domus Quadrata, podría guiñarle el ojo a alguna de aquellas cortesanas que se paseaban frente al templo de Marte y en la vía Tecta. Con cinco mil sestercios…

La emoción le sofocaba. La mente corría desbocada, guiada por lisonjeros apetitos. ¡Aquéllos sí eran señores! Bien se les notaba su clara ascendencia republicana. Nunca Lucio Fabio pudo sospechar que una herencia pudiera repartirse con tanta elegancia y discreción, y recibirse con tan disimulada codicia… Y en el codicilo -porque éste era el rigor-: «Y al honesto Lucio Fabio Capito, que representa a mi clientela, le dejo, además de los veinticinco mil sestercios que le corresponden, la puella que le ha servido el vino…»

Fue entonces cuando Lucio Fabio deletreó en la copa su nombre. Y vio que las restantes piezas también lo llevaban grabado. Lucio Fabio, con tan fuerte emoción, creyó congestionarse. Entrecerró los ojos y allá lejos vio, como en una nube de oro, a su patrón. Ni Júpiter Capitolino tenía su presencia y dignidad. No cabía duda. Podía suicidarse en seguida. El mundo se le antojaba demasiado pequeño y miserable para un prócer como aquél. Lucio Fabio estaba seguro de que las puertas del Olimpo se estaban abriendo para dar paso al excelso Valerio Asiático.

Y rompió a llorar con estruendo de sollozos e hipos. Gracias a este desahogo se libró de la congestión que le rondaba. Todo por la maldita almendra que las gallinas ponían ahora en los huevos.

Los invitados, poco a poco, volvieron sus rostros de curiosidad hacia el honesto Lucio Fabio Capito. ¡Qué llanto tan aleccionador! Mientras ellos, con el corazón endurecido por la codicia, apenas si podían disimular su exultante ánimo, allí estaba aquel honesto ciudadano dando rienda suelta a su inconsolable dolor.

Y algunos de ellos pensaron que mientras la raza diera hombres tan desinteresados como Fabio Capito, Roma sería inmortal.

Oportunamente, el tricliniarcha quiso librar a los comensales de la pesadumbre del llanto de Lucio Fabio, y propuso una nueva libación. Después Valerio suplicó a Clío que continuase su concierto, al mismo tiempo que hacía una señal a los pajes para que apagasen algunas de las lámparas, pues apetecía una penumbra propicia al recogimiento.

Lucio Fabio permaneció en el fondo del comedor materialmente acostado en el reclinatorio, ocultando el rostro con los brazos.

Clío interpretaba una de las Heroídas que estaba de boga en Roma. Bastante recortada, pues en esto de cantar adulterios Ovidio se poma pesado. La composición, sin embargo, le servía para exhibir su virtuosismo y rescatar el ánimo de los invitados de la melancolía de que estaban impregnadas las palabras de Valerio Asiático. Porque Clío, ausente de la Urbe, había olvidado la pasión de los romanos por las herencias. Si el auditorio no perdía sílaba de su canto ni nota de su lira, era porque la canción les resultaba más accesible a su oído que aquella pieza del repertorio de música antigua.

Petronio, que ocupaba el centro del lectus medius, se dio cuenta de la presencia del médico. Y no pudo evitar un pequeño escozor en los ojos, que se le humedecieron. El verdugo ya estaba presente.

Y desde ese momento sabía que Valerio Asiático no demoraría el suicidio. Involuntariamente dejó de escuchar a Clío y sin mirar a su amigo, comenzó a contar los instantes, tal como si tuviera una clepsidra ante sus ojos. Era una rara, un tanto amarga experiencia. Saber que un ser querido se hallaba a un paso de la muerte, y no poder evitarlo. Tenerlo a su lado, acabar de oír su voz, saber que su paladar, sus oídos y sus ojos habían participado de los halagos del festín; que aquel conjunto de sentidos, de sensaciones, de ideas y sentimientos dejarían de existir.

Sin mirar hacia al lectus summus, notó que el médico manipulaba en Valerio Asiático. Petronio había visto una pequeña copa en el servicio del anfitrión. Desde el principio del banquete supuso que en ella se vertiría el veneno, pues aunque a Valerio le habían aconsejado que se diera muerte con ayuno, que es la fórmula blanda del suicidio, se opuso aduciendo que su viaje sería breve y rápido.

Al cabo de unos momentos, Petronio sintió la curiosidad de mirar a Valerio. Y sin poder dominarse movió el rostro hacia él. Valerio sonrió. Petronio miró la copa. Tenía ya el tóxico. Pero comprendió que era una medida de precaución por si surgía algún incidente, algún obstáculo, algún imprevisto. Valerio comenzaba a empalidecer, y la blancura de su rostro, más señalada en la penumbra en que se hallaba, denunciaba que la muerte ya estaba en acción.

En un instante el recuerdo de conversaciones, de veladas, de mesas compartidas, de estancias pasadas en Capua en casa de Valerio, se le hizo presente. Y le pareció monstruoso mantenerse en aquella apatía.

Y sin mirarle, le preguntó en voz queda: - ¿Cómo va eso, Valerio?

- Bien -contestó Asiático con voz serena.

- Te echaré de menos…

- Lo sé. Y yo a ti…

- Tú, que te vas primero, resérvame un buen lugar… Lo más lejos posible del que vayan a ocupar Claudio, Messalina…

- Buscaré un lugar donde haya una fuente… entre árboles.

- Si es así tendrás por vecinos a Virgilio, a Horacio…

Valerio no contestó.

- ¿ Es que no te place su compañía?

Un comensal próximo siseó a Petronio para que callase. Entonces el silencio fue todavía mayor. Petronio tuvo la aprensión de oír gotear la sangre de su amigo.

En ese momento Clío concluía de tocar. Se alzó un rumor de voces que se desvaneció en seguida, conforme los invitados miraban hacia su anfitrión. Lo melancólico de la sonrisa así como su palidez les hizo comprender. Cneo Pompeyo pidió a Clío que cantase el Himno funeral de Aquiles. Petronio pensó que Cneo tenía más togas que días el año, pero que para ciertas cosas carecía de la sensibilidad necesaria. En realidad, de los siete togas sólo Valerio Asiático y él coincidían en lo más íntimo e insobornable de su actitud ante la vida. A Cayo Pisón le sobraba sensibilidad artística, pero le faltaba finura, elegancia. No le cabía duda de que existía una ética del buen gusto que era algo distinto y algo más que la simple elegancia, que el decir agudas frases y llevar impecablemente la toga. Cneo Pompeyo no pasaba de ser un gallardo togatus y un psique…

Clío no tocó el himno. Se acordó de que hacía años, encontrándose en su casa, Valerio Asiático, previendo el azar de una sentencia de muerte, le había dicho que a él le gustaría morirse escuchando una canción ligera. Y sin poder recordar la letra, pulsó las cuerdas para tocar:

La fama del gladiador…

Valerio cantó acompañando a Clío. Su voz, bien modulada no temblaba, pero era débil. Mas el silencio era tan completo que se le escuchaba con claridad. El médico volvió a manipular en el brazo. Casia Vinicia, que se encontraba a la derecha de Valerio, ocultó el rostro con las manos. Valerio sólo tuvo aliento para cantar el estribillo. Pero Clío continuó pulsando la lira. El anfitrión asentía con la cabeza al mismo tiempo que los párpados pesaban sobre los ojos. Aún tuvo fuerzas para empuñar la copa y brindar:

- Por vosotros, carísimos…

Bebieron. Después, continuó:

- Se me cierran los ojos, pero creedme que se me cierran con una luz vivísima. Os aseguro que la entrada del Averno no es tan tenebrosa como la pintan los poetas… -Y en son de benévolo reproche, exclame -: ¡Por Cástor y Pólux, carísimos, que no estamos en un funeral! ¡Ayudadme, cantad todos a coro!

La fama del gladiador…

Aquella invitación alivió a los comensales. Ninguno de ellos estaba disciplinado para soportar más de unos breves momentos la gravedad. Todos levantaron sus voces cantando. Y hasta hubo algunos que cantaban con gritos orgiásticos.

Valerio Asiático seguía la canción con leves movimientos de cabeza, como si asintiera, y de pronto su brazo izquierdo se flexionó y dio de bruces contra la mesa. Petronio se incorporó e hizo un gesto al médico. Éste levantó los brazos. En una mano tenía la cuchilla, tinta en sangre, con que le había cortado las venas.

- ¡ Señores: el ilustre Decio Valerio Asiático ha muerto!

Los invitados se movieron en los reclinatorios prestos a abandonarlos. Pero el tricliniarcha, que había vigilado atentamente el servicio de la cena, les exhortó:

- Por favor, no olvidéis sus palabras. Continuad las libaciones y los cantos. Dejó dicho que no se le rindiera ninguna honra fúnebre.

No tuvo que repetirlo. Todos sabían por qué y para qué habían sido invitados. El bibendi árbiter alzó la copa y ordenó una libación en honor de los dioses lares.

Pero en eso entraron ocho lecticarii portando una litera descubierta. Se acercaron al cadáver y ayudados por el mayordomo y el físico lo pasaron a la litera. Los lecticarii se la llevaron a hombros, mas primero Petronio y después Cneo Pompeyo seguidos de Cayo Pisón, Pomponio Mela y Lucio Messala tomaron sobre sus hombros la litera. Se les agregó el humilde ciudadano que representaba a la clientela del prohombre. El físico y el mayordomo completaron el cuadro.

Salieron del triclinio seguidos por los lecticarii, por los camareros. Los invitados se deslizaron de los triclinios y siguieron a la comitiva. En el atrio se les unió toda la servidumbre. Los esclavos de origen oriental, tocaron con los dedos la sangre que empapaba la veste, y se la llevaron a la frente, signándose. Las mujeres y los ancianos lloraban. Y elevaban las exclamaciones de duelo:

¡Oh Júpiter! Que otro hombre tan honesto y justo no se vio bajo los cielos…

A pesar de la oscuridad del parque, era fácil guiarse, pues a lo lejos se reía el resplandor de las llamas que empezaban a consumir los leños inferiores de la pira. A la puerta de la finca los pretorianos de guardia cantaban una torpe canción, cuya obscenidad hería los oídos. Clío susurró:

Por tierra y por mar contando siete lunas llevan a Aquiles…

Llegaron a la pira. Dos mozos subieron el cadáver y lo colocaron sobre la plancha de cinc. Separaron la escalera y atizaron el fuego. Todos los componentes del duelo cogieron un leño encendido que aplicaron a otras partes de la pira para incrementar el fuego. Y se hubieran estado allí hasta ver consumirse el cadáver, si el mayordomo no les llamara a la última cortesía con el anfitrión:

- Señores, perdonad: dejadlo solo y continuad el festín… Los pocillatores os servirán los mejores vinos de Campania, de Quíos y de Bética. Tengo instrucciones de leer su testamento… Y en el atrio doméstico esperan los músicos y las danzarinas para halagar vuestros sentidos.

La lectura del testamento causó sensación. Ninguna ironía, ningún sarcasmo. Dejaba a cada uno de sus ciento treinta y seis clientes cien mil sestercios. Y de los amigos, Petronio fue el más favorecido, por ser el de fortuna más modesta. Le dejaba una moderna ínsula, de cuatro pisos, cerca del Atrio de la Libertad.

No se olvidó de nadie. A gentes menesterosas a las que mencionaba llamándolas «mi cliente del corazón» les dejó también mandas. Distribuyó sus propiedades del Lacio entre los colonos que trabajaban las tierras, y se mostró devoto de Minerva y Marte, que siempre le habían iluminado y auxiliado, cediéndoles su tesoro de alhajas.

En el codicilo, entre las mandas de última hora, testó a favor de Clío un aderezo de esmeraldas «que era de mi inolvidable hermana», y la lira.

En la mayoría de los invitados, el júbilo de la herencia les estimuló a cumplir la voluntad del difunto de continuar alegremente el festín. Pero en las primeras horas de la madrugada, irrumpieron en la casa actuarii y alguaciles del Palatino, que clavando el asta en el jardín, frente a la domo, declararon con voz estentórea:

- ¡ Propiedad del César!

Los invitados fueron conminados a suspender el banquete y a abandonar la casa.

Con íntima, inocultable satisfacción de Clío. Lo que había visto aquella noche le denunciaba que Roma había perdido el corazón. O que ella lo había encontrado. Que la famosa pietas romana había dejado de existir. O que en ella había nacido.

¡ Desdichado de Valerio Asiático! Pero más desdichados aún los que quedaban con vida para ir endureciendo su corazón.

Clío, Petronio, Cneo Pompeyo y Servia Pía terminaron la velada en la Domus Quadrata. La mesa del septimanus ejercía una irresistible seducción sobre Clío.

Lucio Fabio Capito vio cómo todo aquel señorío desaparecía en coches y literas. Los vio partir por la oscuridad del Pincio, rodeados de lampadarii. Y se quedó solo, espiado por la mirada inquisitiva de los pretorianos que custodiaban la casa.

Apretó, bajo la toga, la bolsa en que llevaba las cinco piezas de oro. Una fortuna. Y esa fortuna le pesaba con toda la gravidez de una amenaza de muerte. Miró hacia levante atraído por el resplandor de la pira en plena combustión. Un pretoriano le exhortó con aspereza:

- El festín ha concluido. ¡Largo, a tu casa!

Temió que los mismos pretorianos estuvieran esperando a que se perdiese en la oscuridad para asaltarlo. Si estaban enterados de la fortuna que llevaba, no vacilarían en hacerlo. ¿Cómo llegar a casa? ¿A quién pedir compañía, auxilio a tan alta hora de la madrugada? Cortando derecho llegaría en unos minutos a la puerta Sanqualis, pero aventurarse a cruzar el sumenio era ir en busca de la muerte.

Con un miedo que hacía más inseguros sus pasos se dirigió hacia la vía Lata. Por esa arteria era más fácil encontrar un coche. Había vigilancia, transitaban los carruajes de pasajeros que venían del norte. Pero hasta llegar a ella… Tendría que recorrer varios callejones desamparados. Si viniera la pareja de vigiles…

Oyó una bocina. Corrió. Vio la linterna de uno de los vigilantes. Se acercó a él:

- Soy un hombre honesto que reg resa a su casa… ¿Queréis acompañarme hasta la próxima pareja? Me dirijo a la calle Turmina del barrio Sanqualis.

- Hombre honesto… ¿solo y a estas horas? ¿Qué llevas bajo la toga?

- Las sobras del festín de mi señor…

- ¿ Las sobras o el producto de un robo, rata sumenia?

Fabio Capito no lo pensó. Sintió que se le ponía la carne de gallina, y por toda respuesta pegó un puntapié a la linterna del vigilante y echó a correr. Sonaron las bocinas. Mientras corriera sin caerse, nadie se aproximaría a él. Si algún forajido acechaba lo tomaría, en la huida, por un colega y no le cortaría el paso. Siguió escuchando la bocina y la carrera de los vigiles que le perseguían. Se introdujo por un arco de madera y subió una escalera. Se agazapó. Los perseguidores pasaron de largo dando bocinazos.

¿Dónde estaba? Podía confesar que en quince años de casado nunca había andado por las calles a esa hora. Y Roma crecía de día a día, y allí donde no se experimentaba crecimiento se observaba cambio, mudanza. Desconocía aquel arco, aquella escalera. Escuchándose el resuello, palpando la bolsa en que guardaba el tesoro, oyó, no muy lejano, el rumor bronco de carretas. Posiblemente estaba cerca del foro Suario. Abandonó el escondite y tomó la dirección del ruido. Según avanzaba notó que la fachada de una casa se iluminaba con el resplandor de una luz que venía de una calleja. Se detuvo, por si tenía que volver hacia atrás. Un grupo de hombres y mujeres con antorchas entraron en la calle. Los identificó en seguida como los componentes de un duelo que regresaba del cementerio. Respiró. Preguntó al primero:

- El foro Suario…

- Tuerce a la derecha, tres calles más abajo…

En el foro encontró coche. Respiró.

Fabiana salió a abrirle somnolienta y en subúcula. Fabio Capito, que toda la noche había estado oliendo una atmósfera exquisitamente aromada, sintió basca. Se le había derramado la bilis. La fetidez que despedía su cenáculo…

- ¿ Qué comiste?

- ¡ Cincuenta mil sestercios! ¡Pásmate, Fabiana! -disminuyó el hombre pensando en las cortesanas de la vía Tecta.

- Sí, ¿pero qué comiste?

Y Lucio Fabio Capito permaneció fiel a la leyenda:

- Cinco perlas negras de Philoteras disueltas en Falerno añejo del año del cónsul Opimio, vulvas de cordera del Atlas, dos huevos de pava real de Samos, grullas de Melos, bellotas hispanienses en almíbar…

Se detuvo. Pensó si tantos años y tanta geografía cabían en un estómago romano. Fabiana no quiso escuchar más. El resto de la cena, para pábulo del vecindario, corría de su cuenta. Arrastró al marido hasta la ventana para que viera el resplandor de la pira incineraría. Y comentó con los ojos llorosos de un tierno y casi animal agradecimiento:

- Es el primer gran señor que supo morirse a tiempo.

Y cuando Lucio sacó la bolsa y el áureo tesoro, la mujer, que no estaba para tan intensas sorpresas, cayó desvanecida, golpeándose en la nuca con una silla de cuatro patas desiguales. Al amanecer, abortó. Lucio Fabio Capito, movido por la pietas, deseó que los espíritus infernales le llevasen a su mujer para que descansara de una buena vez. Pero Fabiana, que no podía morirse sin contar al vecindario lo de las cinco perlas, se recuperó. Y el que estuvo a punto de morirse fue el honesto Fabio, pues recibió visita de un actuarius del Palatino reclamando las piezas de oro «ilícitamente donadas por Valerio Asiático, ya que su casa, con anterioridad a su muerte, había sido confiscada por el César…» Así fueron despojados los ciento treinta y seis clientes de Asiático de su tesoro de oro. La codicia de Messalina no se atrevió a hacer lo mismo con los patricios.