ANDROCLO Y EL LEÓN

Mileto se presentó en la domo para echar un vistazo a las obras de adaptación que se realizaban bajo las órdenes de Pedro. El Apóstol, dejó la caña con que escribía y levantó la cabeza para decirle:

- ¿ Sabes qué cuenta estoy haciendo? La de la sangre que están costando los Juegos Seculares. No creo que haya pueblo más impío que éste… Mira…

Mileto echó un vistazo al pliego que le extendía el Apóstol. Anotados por día, clasificados por espectáculos, aparecían en una terrible columna los saldos sangrientos: dos mil y pico muertos, cerca de tres mil heridos.

- La cuenta de los de hoy, te la daré yo mismo. Me voy al anfiteatro Taurus.

- ¿ También tú?

- Alguna vez me he visto comprometido a asistir a las luchas gladiatorias. Hoy voy por curiosidad. Nunca he visto una venatoria. Dan una con gran aparato de fieras africanas…

- Con gran aparato de sangre, Mileto.

- Comprende, venerable Pedro, que si la corrupción en Roma no fuera tanta tus redes no se verían tan nutridas… -Y de golpe, agregó-: Ayer estuve con Celso Salomón…

Pedro bajó la vista, quizá porque no quería que el griego le viese cómo se le humedecían los ojos. El Apóstol pasaba ante Mileto como una persona enérgica, inflexible. Ignoraba que su rigor le costaba muchas y amargas lágrimas. De buena gana Pedro hubiera ido al Pincio, al Transtíber a suplicar, a rogar para que los nazarenos regresaran a la obediencia. Les diría con lágrimas en los ojos: «No es por mí, por lo que os lo pido, sino por los que habrán de sucederme. Reconsiderad que Nuestro Señor Jesucristo delegó en mí toda Potestad en la tierra. Reconsiderad que la obediencia que me debéis es obediencia a Jesús. ¿No comprendéis vuestra insensatez, hermanos?»

Eso podía decirles. Y eso les habría dicho y repetido hasta la saciedad con otras palabras, aunque muy semejantes, y sin lágrimas en los ojos. Con la autoridad de que estaba investido. No era con lágrimas sino con fortaleza como debían pronunciarse en la vida nueva los cristianos. Ellos estaban para enjugar las lágrimas ajenas, pero no para verterlas. Su obra pertenecía a la acción viril.

- ¿ Qué dice Salomón?

- Está dispuesto a marchar a Jerusalén y plantearle el asunto a Yago el Menor. Te imputa una pretendida incompetencia jurisdiccional para regir los destinos de las iglesias romanas.

- Es un pobre obcecado. Ignora que soy piedra y capitel de la Iglesia, que soy el apóstol universal. Yago no le hará caso…

- Quiere que la iglesia del Transtíber dependa directamente de la de Jerusalén… No estaría de más que te anticiparas a poner en antecedentes a Yago… porque no creo que Celso pueda salir por ahora de Roma. La escisión ha entrado en su casa…

- ¿ La escisión…?

- Sí, Celso ha sido el primer perjudicado con su rebeldía. Su hijo sostiene hace años relaciones con una patricia, una tal Crispa Salustia. Y ahora al ver a su padre en querella contigo, en entredicho con la fe, le ha declarado estar decidido a abrazar la religión pagana… Celso Salomón se opone, claro está, pero Tino tiene ya treinta y dos años y ha pedido al senador Lucio Félix, que le prohije. Celso pretenderá desheredar a su hijo, pero Tino recurrirá a los tribunales. No creo que ningún tribunal se atreva a quitarle la razón y los dineros a Tino por abrazar la religión romana.

- Tino ¿está bautizado?

- Creo que sí, pero no lo sé a ciencia cierta.

- Es igual. De cualquier modo hay que evitar que ese joven abrace la idolatría. ¿Puedes decirle que deseo hablar con él?

- Puedo mandarle un recado para que os veáis en mis oficinas. Os dejaré solos. Así, citándole en la ínsula Galliana, Tino no sospechará nada y acudirá sin ninguna prevención o reserva.

- De acuerdo.

- Bien. Me voy si no se te ofrece nada… ¿Cómo van las obras?

- Se terminarán la próxima semana. Estamos transformando el algibe a fin de que nos sirva de baptisterio.

- ¿ No necesitas nada?

- En absoluto. Desde hace dos semanas recibimos todos los sábados una limosna de doscientos sestercios de un cristiano que mantiene el anónimo…

- Será uno de los rebeldes que está con vosotros y no se atreve a declararse por miedo a Salomón. Doscientos sestercios es suma muy importante aun para un nazareno próspero…

Pedro le preguntó cómo podía arreglárselas para enviar su correspondencia a Palestina y Siria principalmente. Mileto le dijo que antes del decreto de Claudio, las facilidades de correo eran muchas, y que ahora estaban muy restringidas para los judíos.

- Sin embargo, puedes enviar tus cartas a la Banca de Abramos. Yo dejaré dicho que toda tu correspondencia la cursen; pues Abramos ha conservado cuatro naves exclusivamente para el transporte de documentos, valores y correspondencia, que recorren el Mar Interior, en ambos sentidos, tocando unas los puertos de la costa norte y otras los de la costa sur. Y en invierno utiliza dos coches, que hacen por tierra semejante recorrido.

Cuando el Apóstol se quedó solo dictó una carta a Yago el Menor, Obispo de la Iglesia de Jerusalén, poniéndole en antecedentes de lo que ocurría en Roma, a fin de que no se dejara sorprender por Celso Salomón y sus adictos.

La cuenta de Pedro hizo pensar a Mileto sobre la impiedad de los juegos gladiatorios. El mundo sufría una continua hemorragia, mucho más intensa que la de una guerra en gran escala. Pues aunque los saldos sangrientos que arrojaba la Urbe no tenían paralelo en otra ciudad del imperio, la suma de muertes casi diarias, que se registraban en los anfiteatros de todas las ciudades de alguna importancia, elevaba el saldo a cifras verdaderamente escalofriantes. Las provincias sojuzgadas estaban plagadas de anfiteatros o circos donde se efectuaban peleas a muerte. El espectáculo gladiatorio aumentaba y ganaba fanáticos en los países en que Roma dejaba sentir con mayor eficacia su influencia. En ninguna parte se alzaba una voz condenatoria.

Y en los últimos años, las luchas del anfiteatro, que contaban con la simpatía de Claudio, habían aumentado satisfaciendo la afición de la plebe. Ni los mejores espíritus oponían resistencia a la propagación del mal. Los mismos griegos, que tan acerbamente criticaban las lacras romanas, traicionaban su vieja y noble tradición gimnástica y cedían, gustosos, al espectáculo sangriento.

Mileto no entendía muy bien cuál era la razón sensible o anímica que hacía grato a los romanos tan brutal y despiadado recreo. Porque si los romanos motejaban a los griegos de gesticuladores, de nutrir la vida de aspavientos y de sentimientos femeniles, ellos tampoco se quedaban cortos en eso de declamar y verter lágrimas. Los romanos fiaban mucho en su oratoria, pero, al fin, echaban mano de las lágrimas como último recurso. Si el romano sabía hacer algo trascendental, era morir. Pero hasta llegar a ese momento resolutivo, no hacía más que prostituir su dignidad. En la Grecia continental ni las mujeres lloraban con tanta facilidad y con menos motivo que los romanos. Mileto los había visto derramar abundantes lágrimas ante un simple guardia urbano. La escala del llanto subía toda gradación social, hasta llegar al César, que también lloraba. Tiberio, de la ingratitud humana; Calígula, de la ingratitud divina, especialmente de Júpiter; Claudio, lloraba de la ingratitud del oficio imperial. Lloraban los ediles y los pretores en las basílicas; los senadores y cónsules en el Senado. Lloraban los soldados antes del combate, y los gladiadores antes de salir a la arena… Todos los romanos aprendían desde niños a tañer la tibia del llanto. Y este pueblo, esta raza era la misma que se mostraba instigadora y cruel para ver morir a los demás; implacable con las lágrimas de los otros; impía con la adversidad del prójimo. Y sin embargo -Mileto lo reconocía-, lanzada la última lágrima, perdida toda esperanza, nadie mejor templado que el romano para cortarse las venas, atravesarse con su propia espada o sorber la pócima.

Cuando Mileto ocupó asiento en el anfiteatro Taurus el público aplaudía con calor. La arena estaba desierta. Había concluido una de las partes del espectáculo. Los spartores retiraban los cuerpos informes, ensangrentados de las víctimas, mientras los mozos del vivarium, auxiliados por troncos de yeguas mannuli, ricamente enjaezadas, arrastraban las fieras que habían muerto en la venatio. Cerca de la puerta sanavivaria, en la reja de los fosos, un grupo de bestiarius acosaba a tres leones para hacerlos entrar en el vivarium. Aquellas tres fieras eran, al parecer, las sobrevivientes de la cacería.

Mas otros dos: un hombre, cubierto con el sayo de esclavo, y un león que apaciblemente le lamía las piernas. Estaban en medio del circo, y el hombre recibía la ovación con un gesto de esperanza.

- ¿ Quién ha vencido a quién? -preguntó Mileto a su vecino de localidad.

El interpelado movió la cabeza rítmicamente, como diciendo: «¡Qué prodigios se ven en esta Roma maravillosa!» Movía la cabeza y con ella el busto, y con el busto el abdomen que parecía palpitar bajo el halda de la toga. Mileto insistió:

- ¿ Qué sucede?

El vecino miró a Mileto con la mortificante curiosidad con que miraría a un antípoda. E hizo un gesto de fastidio.

- ¿ Cómo que qué sucede? ¡Pero no lo estás viendo! ¡Ese león, ese hombre…! ¡Qué prodigio! ¿No te has dado cuenta? -Y en seguida, poniéndose en pie, con el rostro congestionado gritó soberbio e imperioso: Missum! Missum! En realidad, el hombre se sumaba con el esfuerzo de su garganta a millares de voces que pedían el indulto. ¿Para el hombre o para el león? Mileto supuso que para el león. Conocía demasiado la pietas romana para apostar a favor del indulto del león.

A Mileto siempre le sucedía igual. Se puso blanco como el lino y sintió que en la frente le brotaban unas gotas de frío sudor. Mileto era un incorregible filántropo que padecía hemofobia. En cuanto olía o veía sangre se le oprimía el estómago con pujos de náusea y las sienes le latían con precipitaciones precursoras del desmayo. No era ni mucho menos un aficionado de los juegos gladiatorios. Porque el aficionado lo que no ve ni siente, precisamente, es el olor y el color de la sangre. El aficionado de verdad capta solamente, en sutil filtraje, la belleza que encierra la hemorragia, ese chorro imponente de sangre que se escapa incontenible de un miembro humano despedazado o arrancado de cuajo. ¡Ah, si es de la yugular! Ningún pueblo como el romano para apreciar en su justo valor estético la hemorragia potente de la yugular cuando ésta es cortada limpiamente. Por eso no era extraño que los romanos, cuando no había luchas gladiatorias, se fueran al Campo de Agripa y contemplaran embelesados la fuente de Vipsania, cuyos surtidores salían de las yugulares de un grupo de gladiadores victimados. ¡Ésa sí que era una magnífica escultura! Dramática, realista, viviente… Mileto, que por estrecho espíritu racial sostenía que los juegos pentathlonidas resumían toda la belleza gimnástica imaginable, no podía saborear la emoción estética de una lucha gladiatoria.

Su vecino de localidad gritaba con toda la fuerza de la ciudadanía romana: «¡Yo, Cayo Rabirio Baso, pido el indulto!» Resultaba que Rabirio era nada menos que un ilustre senador. Y en seguida vuelta a lo mismo: Missum!! Missum! Mas de pronto, miró a Mileto desde la altura de una simbólica curul y se apartó con melindre de matrona los bajos de la toga. No fuera a pasar que aquel heleno disfrazado de romano se la maculara con la vomitona. Porque el aspecto de Mileto -encogido, con los ojos estrábicos, sudoroso- hacía presagiar el vómito. «¡Oh manes de Rómulo!», hubo de exclamar el senador al ver a Mileto sentado en la tribuna senatorial. Y todo por culpa de Claudio, que tenía infestado el Palatino de chupaestilos extranjeros.

Mas Claudio, en su pulvinar, portando la magnífica veste circense recibía con regocijo la ovación, cada vez más unánime, del público. Ovación no dirigida a él, pero de la que se aprovechaba.

Mientras tanto, la arena había quedado ya desierta, y el hombre y el león se paseaban ansiosa y mansamente bajo una lluvia de pétalos. La ansiedad era cosa del hombre, que no las tenía todas consigo, y la mansedumbre, del león, que debía estar ya ahíto, a juzgar por los hilos de baba sanguinolenta que le pendían de las fauces. Indudablemente, aquél era un hermoso espectáculo aunque Mileto, con el testimonio de su náusea, pretendiera demostrar lo contrario. Rabirio se dijo no comprender por qué aquellos pusilánimes bárbaros iban al anfiteatro. Nada más para molestar y luego hablar pestes del salvajismo de los romanos.

Al fin, el Emperador, extendió la mano y levantó el pulgar. El león - ¿o el hombre?- había sido indultado.

Mileto quiso salir de dudas. Las dos localidades de la izquierda estaban vacías, y se decidió a pedir información al vecino que se sentaba delante. Le tocó en el hombro.

- ¿ Puedes decirme, señor, qué es lo que pasa?

El individuo, otro imponente togado, hizo un gesto de incredulidad. Después, creyéndose objeto de una broma, repuso:

- ¿ Ves a un hombre en la arena?

- Sí, lo veo.

- Pues el que está a su lado es un león. ¡Quién lo creyera! -Y se volvió a mirar al coso.

Mileto se encogió de hombros. Por fortuna, la náusea se le iba y el estómago volvía a su sitio. Miró a la arena. Dos pretorianos se acercaban con toda clase de precauciones al hombre. Le decían que subiera al palco imperial. El esclavo no parecía oírles con claridad, y los pretorianos repitieron gestos y palabras. El león, que los miraba con felina curiosidad, abrió las fauces y los pretorianos recularon tan precipitadamente que uno de ellos cayó. Una carcajada general se extendió por el ámbito del anfiteatro. El león dio un salto para echarse sobre el pretoriano, nada más con intención de olisquear a aquel extraño metal articulado a semejanza de un hombre. El susto fue tan auténtico que el pretoriano se desmayó. El esclavo acudió a apaciguar al león y la fiera volvió a lamer la mano que le extendía.

Por fin, pretorianos y esclavo salieron de la arena. La banda atacó una de las marchas más populares. El león se echó y comenzó a rascarse con los colmillos. Tanta insistencia ponía en la faena que el pobre debía padecer una plaga de pulgas nabateas. Mileto por los comentarios, por los dichos que se cambiaban los espectadores más cercanos a él pudo enterarse de lo que significaban aquel hombre y aquella fiera. El esclavo había salido con otros hombres de su condición para ser pasto de cuatro leones. Se trataba de un intermedio en el espectáculo: la comida de las fieras. Número muy frecuente en los anfiteatros y que se daba a modo de aperitivo. Contra este género de aperitivos, que despertaba hasta la excitación la nunca calmada hambre del pueblo romano, había protestado Turranio, el prefecto de la Anona, responsable de llenar los estómagos de los humiliores. Claudio, que para todo tenía salidas, le dijo al prefecto: «No lo tomes a la tremenda. El espectáculo de las fieras comiéndose a los esclavos es muy intencionado. Así la plebe se irá acostumbrando a considerar que la carne humana es manjar exquisito».

Los leones acabaron de unos cuantos zarpazos y de algunas más dentelladas con los esclavos. Sólo una bestia se había aproximado a uno de los hombres, y, sin ningún movimiento hostil hacia él, comenzó a lamerle manos y piernas al mismo tiempo que movía el rabo en amplios movimientos. El hombre, por su parte, con una efusión rayana en la insensatez, correspondió a las muestras de amistad acariciando la melena del león, y luego, cogiéndole una pata delantera y agitándosela tal como si se saludaran al modo de los catecúmenos de Isis (que son muy cumplidos en so de hacerse señas misteriosas) acabo de asombrar a la muchedumbre.

Enterado Mileto de lo sucedido, dedujo que acabarían por darle el esclavo al león para que en premio a su insólito comportamiento, la fiera se lo comiera en privado, tranquilamente y no ante aquella plebe vocinglera y hambrienta.

Una ovación estrepitosa volvió a escucharse al aparecer el esclavo en el palco imperial. El César le interrogó; el pobre hombre estuvo un buen rato hablando. Muchos senadores se pusieron a temblar ante la duración del discurso, temiendo que Claudio, conmovido con la elocuencia del hombre, lo nombrase senador conscriptus, de los que son elegidos por imperial gana. Se hizo el silencio, uno de esos silencios absolutos tan frecuentes en el anfiteatro cuando el aburrimiento es unánime, y un espectador gritó estentóreo:

- ¡ ¡Claudio, dale el león!!

La petición fue respaldada por otra salva de aplausos.

El esclavo concluyó el discurso. Y el César pidió las tablillas. Varios escribas palatinos comenzaron a escribir. Rabirio se estrujó las manos presa de una irreprimible ansiedad. Sin duda, Claudio iba a nombrar senador al esclavo, y quién sabe si cónsul suffectus al león. Así era Claudio.

Las tablillas comenzaron a distribuirse entre el público. Pasaban de mano en mano. En la tribuna senatorial la leyó Cayo Corvino Casio con lo cual, después de veinte años de investidura, venía por primera vez a ejercer públicamente el derecho de voz:

- «Yo, de nombre Androclo, de condición servil, juro que estando bajo el yugo de mi amo el procónsul de África, me vi un día harto de los golpes y malos tratos que me prodigaba diariamente, sin razón alguna; aconsejándome el pellejo la huida. Y para escapar más fácilmente a la persecución de mi amo, a quien obedecía la gente de toda la región, busqué refugio entre las arenas del desierto, decidido a darme la muerte de cualquier manera si llegaba a carecer de alimento. Caminaba bajo los abrasadores rayos del sol, cuando encontré en mi camino una caverna aislada y profunda, en la que entré y me oculté. Apenas había entrado cuando vi un león que tomaba el mismo camino. El animal tenía una pata ensangrentada y andaba con dificultad, quejándose y gimiendo como si padeciese violentos dolores. Aterróme al pronto su presencia; pero cuando entró el león en la caverna que, comprendí en el acto, era su guarida, y me vio ocultándome en el fondo, acercóse con aspecto manso y sumiso, levantó la pata, presentándomela, y me parecía que me demandaba socorro. Cogíla en la mano, le arranqué una espina muy gruesa que se había clavado, apreté para que saliese la carne corrompida, y cada vez más tranquilo, atendiendo cuidadosamente a la operación, conseguí purificar y secar por completo la herida. Entonces el león, se acostó y durmió, dejándome la pata entre las manos. Desde aquel día vivimos juntos, habitando durante tres años la misma caverna y compartiendo los mismos alimentos. Cuando regresaba de sus cacerías traíame los mejores trozos de las presas que había cogido, y como carecía de fuego los asaba yo al sol a la hora del mediodía. Sin embargo, habiéndome cansado de aquel género de vida, un día, mientras el león estaba cazando, me alejé de la caverna. Después de tres días de marcha, encontróme un grupo de soldados que se apoderaron de mí. Traído a Roma comparecí ante mi amo, que en el acto dictó mi sentencia de muerte, condenándome a ser entregado a las fieras. Veo que el león fue cogido también después de nuestra separación, y ahora, alegre de encontrar a su bienhechor, me muestra su agradecimiento.»

Tal era el contenido de la tablilla.

Mileto miró abochornado al senador. Rabirio estaba taciturno. No sabía qué partido tomar. El relato de Androclo era muy sentimental, pero él, nada menos que un senior, no podía censurar con su aplauso e indulgencia al Orden proconsular. Al fin y al cabo, hecho caso omiso del león, el procónsul era el que arreaba los estacazos a Androclo. Por algo sería.

Mileto le inquirió:

- ¿ Qué te parece?

Rabirio se llevó, solemne, el índice a los labios. Mileto soltó la risa:

- ¿ Cuál es la moraleja? Porque ésa es una fábula de Esopo, que conozco desde niño, ahora traducida galanamente al latín por Claudio y escenificada por Androclo.

- ¿ Fábula de Esopo dices?

- Sí, se titula «El león y el arconte». ¿No la conoces?

- ¿ Aseguras que es una fábula de Esopo?

- Sí, una fábula de Esopo. ¿Acaso lo pones en duda?

El senador ante la rotundidad de Mileto optó por ceder. Y con voz meliflua, quitándose cuidadosamente un pétalo de rosa que le había caído en el hombro, convino:

- Muy interesante, ¡pero que muy interesante!

El público, ese público sentimental y tierno que es la plebe del anfiteatro, con lágrimas en los ojos, pedía que se dejara en libertad al esclavo Androclo y al agradecido león. Y así hubo de concederlo en medio de aclamaciones el césar Claudio.

Una lluvia de flores cayó sobre el esclavo y la fiera cuando los dos se dirigían a la puerta sanavivaria. El león tenía tan bien aprendida la lección que separándose de Androclo se fue derecho a la reja del foso (¡La querencia!, que decían los entendidos), pero la realidad era que Androclo no se había preocupado de adiestrarlo para el mutis.

Los spartores volvieron a la arena para regarla. Y poco después salieron sobre hermosos corceles dos decurias de jóvenes aristócratas que iban a hacer una exhibición de torneo a caballo, al modo de los caballeros de la Milicia Mitríaca. Al frente de ellos iban dos príncipes: Británico, hijo de Claudio y Messalina, y Nerón Claudio César, hijo de Cneo Domicio y Agripina.

Los dos jóvenes se despegaron del pelotón para recibir una salva de aplausos. Los más calurosos, hasta llegar a intensificarse en ovación, los recibió Nerón Claudio César, por ser el único varón descendiente del grande, inolvidable, popularísimo Germánico. Roma veneraba la memoria de Germánico, quizá porque siendo príncipe imperial nunca había llegado a soportarlo como gobernante.

Los augures de la política tomaron esta ovación como sintomática. Y desde ese día se comenzó a decir, como apetecido pronóstico, que el joven Nerón sería un excelente emperador. El emperador con que Roma soñaba.