EL TRAFICANTE DE IDOLOS

El piso de los Numerios constaba del cenáculo propiamente dicho -que hacía veces de cocina, triclinio y atrio- y de ocho piezas más, de las cuales cinco dedicaban al alquiler. Las tres restantes se las había reservado el matrimonio para cubículo, caldarium y columbarium, según la denominación dada por Numerio. Caldarium, porque habiéndose caído la viga transversal de la ventana, el hueco había ido en aumento hasta formar un desmesurado ventanal propio de un solarium. Ti Numerio solía tomar baños de sol en esa pieza, con gran regocijo de las moscas, más molestas que pulgas nabateas. Y columbarium, porque así le plugo llamar a un cubículo destinado a las «mascarillas» de los césares, pintarrajeadas en las paredes, y bajo las cuales Ti Numerio se entretenía en acrecentar la epigrafía anónima, poniéndole a cada emperador todos sus vicios más aquellos que la fantasía popular y la particular de Ti les agregaba. Difícilmente ver en otras paredes tanta maldición y tanta blasfemia dedicadas a los purpurados del Palatino. En esa pieza los Numerios hacían almacén de trastos viejos, propios y de los vecinos, a fin de tener un buen arsenal de proyectiles que lanzar la primera noche de Saturnales.

Como los subarrendatarios convertían el cubículo en cenáculo, de cada uno de estos cuartos se esparcía a la hora de la cena un tufillo peculiar, pues si bien eran las mismas habas las que se cocían, por eso de que cada ama de casa tiene su punto culinario, el olor era distinto. El olor de cada uno de estos cubículos multiplicado por los cuatro pisos de la ínsula daban al olfato el denominador común de todas las ínsulas de Roma.

A su huésped, el judío Pedro, lo alojaron en el columbarium. No hubo problema con las inscripciones, pues la ortografía de Ti no era muy correcta ni el latín del Apóstol muy sobrado en ortodoxia gramatical; por tanto, entre la grafía de Ti y los ojos de Pedro había una laguna de ininteligibilidad que los mantenía al margen de cualquier enojosa interpretación.

Nadie sabía por qué Ti se llamaba Ti, si era apócope de Tito o de Tiberio, aunque Ti tenía la sospecha de que a su padre le había impresionado la abreviatura de ciertas inscripciones antañonas.

El matrimonio vivía del subarriendo. Ti, además, era ciudadano acogido al auxilio de la Anona. Por otra parte, era cliente de «pórtico» de Lucio Varro, que le asistía en tribunales. Su quehacer cotidiano se reducía a salir de casa, como un señor, a la hora tercia y alcanzar en la cercana vía Publicio al letrado Varro. Este jurisperito defendía a Ti de un pertinaz y siempre renovado pleito contra el propietario de la ínsula que, por lícita codicia, quería hacer con la contignación o piso, el negocio que hacía su inquilino: cobrarles sin mermas el alquiler a los subarrendatarios.

En lo demás Ti era un ciudadano singular: comía con inusitada cotidianidad, cosa que no podían decir la mayoría de sus desmoralizados inquilinos; no bebía, no andaba detrás de las vecinas jóvenes, ni guiñaba el ojo ni hacía gestos intencionados a las pupilas de enfrente. Y a diferencia de sus vecinos se pasaba todo el tiempo que podía tumbado en la litera dedicado a la meditación. Su gran pensamiento era Roma, el problema institucional de Roma. Según él el ciclo político debía dividirse en diez decenios, gobernados alternativamente por la Casa imperial y por la República, a fin de acabar con el viejo antagonismo.

Su mujer Vitelina se dedicaba a las labores propias de su sexo, pues tenía lengua expedita para el comadreo. Sus ojos no escrutaban con pecaminosidad las idas y vueltas de los huéspedes ocasionales de las pupilas de enfrente, concretándose a vigilar tan sólo a sus inquilinos. Una de sus principales funciones era la de fiscalizar la canasta del mercado, pues Vitelina prohibía a los subarrendatarios el cocimiento de coles. En limpiar y alisar la toga del marido y otros menudos entretenimientos domésticos se le iban las horas que Ti aprovechaba tan ventajosamente tumbado en la litera. Y como no le gustaban las carreras de caballos ni las luchas de gladiadores, porque a la tonta en cuanto veía seccionar una yugular se le cubría la cara de ronchas, se quedaba siempre en casa, ya que las pantomimas del teatro, por obscenas, no le gustaban, y las representaciones de fabula togata le aburrían por su exceso de retoricismo, que apenas entendía.

A su huésped, a quien creía judío principal por la pulcritud de su vestimenta y la dignidad de su semblante y ademanes, lo alojó con todos los miramientos de que era capaz. Y hasta tuvo la delicadeza de poner doble cortina a la ventana. Además de la de piel, puso una gasa, a fin de preservar al huésped de las impertinencias e indiscreciones de las pupilas.

Los tres primeros días Pedro no salió de su habitación sino a las horas del almuerzo y de la cena. «Otro que se dedica a la meditación», le dijo con sorna Vitelina a su esposo.

Durante el tiempo que pasaban juntos en el triclinio, el huésped escuchaba con atención y cortesía a los patronos. Así se fue enterando por boca de Vitelina de la vida de los vecinos. A veces, Pedro intervenía en la conversación, mas con gesto y palabra tímidos. A veces, también el judío se quedaba absorto, como si el misterioso significado de un vocablo que no entendía lo llevara a muy íntimas reflexiones o a muy lejanos recuerdos.

La primera discusión entre el Apóstol y Ti Numerio ocurrió a la semana de aposentarse aquél en la casa. Numerio le explicaba por cuarta o quinta vez su idearium institucional. El huésped no había hecho anteriormente ninguna objeción. Mas aquel día negó:

- Eso es imposible, Ti. No hay modo de conciliar dos ideas o doctrinas antagónicas. Debe prevalecer la más conveniente o provechosa. Yo soy partidario del estado monárquico.

- ¿ Acaso tú eres partidario de los césares?

- Tú hablas de instituciones, no de personas. No se trata de dirimir la calidad de las personas, sino de las instituciones. Que un mal rey gobierne mal no quiere decir que la monarquía sea mala. Como que una asamblea gobierne bien, tampoco acredita la institución republicana como buena. Todo orden, lo mismo en el concierto humano como en el de la Naturaleza, se constituye por una ley de prioridad. Y donde hay prioridad hay jerarquía. Toda jerarquía asciende a un vértice que es el monarca…

Ti no quedó convencido, pero sí impresionado por las palabras del huésped. Si él pudiera articular su idearium con vocablos tan apropiados, su pensamiento ganaría mucho. Rearguyó:

- En el vértice de la República están los cónsules.

- Cuya autoridad sólo dura un año…

- Mejor, señor, porque si salen torpes el mal es breve.

- Y si salen buenos su bondad también es breve.

- Tu pensamiento es propio de un judío, ¿verdad?

- No lo sé. El tuyo es propio de un contemporizador. Las ideas contemporizadoras pueden servir en un momento dado de agrio antagonismo, pero como solución permanente no tienen valor por blandas y acomodaticias. Si tú estás en posesión de una verdad no vas a transigir con una mentira de tu prójimo, sólo por no provocar el antagonismo. Tú deberás imponer tu verdad, que dejará tranquilo tu espíritu y que a la larga beneficiará a tu prójimo. Pues si contemporizas, si cedes por espíritu de conciliación, tú no quedarás tranquilo y tu prójimo tardará en beneficiarse con la verdad que te reservas.

- ¿ Por fortuna eres filósofo?

- No, no soy filósofo.

- Desde luego que tienes un aspecto demasiado respetable para ser filósofo. Mas tú hablas como ellos…

- Yo estoy en posesión de una Verdad.

- ¿ Sólo de una?

- Qué importa, Numerio, que sea sólo de una, si esa Verdad abarca todas las demás.

- ¿ Y tu verdad puede ser buena para mí?

- Si mi verdad es la Verdad es buena para todos…

- Pero no estás seguro de que tu verdad…

- Si te dijera que estoy en posesión de la Verdad, ¿tú qué dirías?

- ¡ Hombreee…! Pues que me la demostraras.

- Primero tendrías que estar seguro de que te sentías capaz de renunciar a tus mentiras…

- Mis mentiras…

- Sí, lo que tú crees que son verdades…

- ¿ Y por qué tus verdades no pueden ser también mentiras?

- Porque la Verdad que yo poseo me ha sido revelada.

- ¿ Qué quieres decir con eso?

- Que me ha sido revelada por Dios. Yo he convivido con Dios…

Ti Numerio se quedó desconcertado. Y seguro de que el huésped estaba chiflado, cortó la conversación para decir a su esposa:

- Vitelina, el postre… -Y a Pedro-: Ésta es una pequeña verdad… para los dos, ¿no es cierto?

- Lo es porque así Dios lo quiere…

- Sí, porque Ceres es proveedora…

- Según tus verdades que no son la Verdad.

Numerio murmuró para sí, como si digiriera la frase: «Si mis verdades no son la Verdad, son mentiras». Y se puso a masticar en silencio una manzana.

«Éste que viene aquí es Eleazar», se dijo Pedro. Y recordó la filiación hecha por Estaquis: «Eleazar, hijo de Simeón, originario de Cirene. Trafica con marfil; tiene siete eborarios en su taller».

Eleazar caminaba con la mirada distraída. Se cruzó con el Apóstol y los mantos de ambos se rozaron.

- ¿ No eres tú Eleazar?

El otro vaciló un momento, pero sin dejar de caminar.

- ¡ A ti te hablo, Eleazar!

Se detuvo y volvió la cabeza como si buscara al que hablaba. Y viendo a Pedro alzó la mano.

- ¡ El Señor me asista que no te había visto! -dijo volviendo sobre sus pasos. Y todavía con un asomo de duda-: Porque tú eres el venerable Pedro, nuestro Apóstol.

Pedro movió afirmativamente la cabeza. Hubiera dicho: «Si lo quieres así, por falso, que tus ojos se oscurezcan». Mas hacía días que los judíos del Transtíber le inspiraban una infinita compasión. Pensó que Eleazar necesitaba sus ojos. Sobre todo para que tuvieran pan sus operarios.

- ¿ Qué, cómo te va en Roma, señor?

Pedro se encogió de hombros y bajó la vista. Cayeron de sus labios unas palabras que Eleazar no oyó. No necesitaba oírlas. Al Apóstol no le iba bien en Roma. No podía irle bien mientras persistiera en la insensatez de conducirse sin la ayuda y el consejo de Celso Salomón.

- ¿ Y las iglesias? ¿Ya se organizó alguna? -preguntó con retintín.

- Eso te pregunto, Eleazar. ¿Qué has hecho tú por la iglesia del Transtíber?

- Yo… nada. No es cosa de mi incumbencia. Sabes, señor, que en cuanto me llamen acudiré… ¿Qué ha pasado con Efraín, tu elegido? No le hemos visto las barbas…

Efraín llamó a todas vuestras puertas sin que ninguna se le abriera…

- ¡ No en la mía…!

- Llamó en la tuya y le dijiste a tu mujer que le dijera que no estabas…

- ¡ No es posible! A no ser que lo tomara por Efraín el batidor… -Tú y todos tus hermanos lo tomasteis por quien era, por el peregrino de la Pentecostés que yo elegí. Os habéis declarado en rebeldía porque seguís a Celso Salomón.

- No… Un poco de paciencia, señor. Estamos en fiestas. Han llegado a Roma muchos forasteros con esto de los Juegos Seculares. La comunidad del Transtíber es activa, muy industriosa, tú lo sabes… y claro, no podemos desatender los negocios… Es una oportunidad…

Pedro movió negativamente la cabeza.

- ¿ Acaso no lo comprendes? -se extrañó Eleazar.

- Sí, lo comprendo. Y siento dolor al comprenderlo…

- ¿ Es que hago mal en mirar por mi hacienda?

- Yo he venido aquí a ofreceros la oportunidad del mejor negocio de vuestra vida. Pero vosotros, desabridos y destemplados, me cerráis las puertas diciendo: «¡Vaya con el importuno, venir ahora con el negocio del alma cuando está encima el negocio de los Juegos Seculares!»

Con gesto y tono de paciencia, Eleazar repuso:

- Juegos Seculares sólo hay unos en el siglo…

- El negocio de Dios es para la eternidad, Eleazar.

- Lo sé, lo sé… Si no lo estimara así ¿crees que hubiera accedido a recibir la gracia del bautismo?

Eleazar echó la mano al hombro de Pedro, invitándole a caminar. Tenía prisa. El Apóstol estaba ocioso y podía acompañarle. Así lo llevaría a casa, le daría un vaso de vino y quedarían tan amigos. La querella tenía arreglo. Pedro debía transigir un poco de modo que Celso Salomón no perdiera la jerarquía que dentro de la doctrina nazarena le era debida en razón a su rango social. El Apóstol no había tenido en cuenta muchas circunstancias especiales. Celso Salomón era un benefactor de la comunidad. No podía dársele la espalda así como así, posponiéndolo a los nazarenos desarrapados de la Pentecostés. Y precisamente en un momento en que los fariseos viejos hacían la más intensa campaña de descrédito de la doctrina de Jesucristo; cuando propalaban que el cristianismo pretendía distribuir las riquezas… La comunidad del Transtíber, que era próspera, sentía erizársele la epidermis de la bolsa con esas ideas revolucionarias. Lo que era justo en este sentido, ya lo estaba haciendo Celso Salomón, dando a los conversos dinero y herramientas para que se establecieran. Ése era el punto razonable en cuanto a la distribución de riquezas.

- Pasa, por favor -le dijo Eleazar.

- ¿ Qué venimos a hacer aquí?

- Es mi casa. Entra y hónranos con tu presencia. Nos tomamos un vaso de vino, descansas y luego te vas.

Pedro pensó que Eleazar era un contemporizador. Que con los tibios no se iba a ninguna parte. Que los neutros no tenían cabida en la Iglesia. No pocas veces, él, Pedro, había contemporizado por bondad o por debilidad. No contemporizaría en Roma. La Iglesia de Roma nacería austera y pura, endurecida para la dulzura de la fe. Había que evitar en lo futuro amputaciones dolorosas. Era preferible hacer más tupida la malla cernedora.

Pedro entró. Se introdujo en la casa de Eleazar con paso seguro y mirada vigilante. El atrio era pequeño y los escasos asientos estaban cercados por cajas, por bultos. Eleazar invitó al Apóstol a sentarse. Luego dio unos gritos pidiendo un trípode y vino. En la puerta del tablinum apareció una mujer sobándose las manos al delantal de faena.

- Ven, María: éste es el venerable Pedro, el primero de los Doce, nuestro Apóstol.

Ya antes parecía haber dicho lo de nuestro con cierto retintín. María se quedó mirando al visitante con una expresión de curiosidad y de temor, con un respeto que podía ser de devota admiración:

- Que el Señor sea contigo… Siento que nos encuentres en plena faena y con la casa en estas condiciones. ¿Nos perdonas, santo Pedro?

- No tengas ningún cuidado, mujer.

Santo Pedro. Aquél era otro tono de voz. Los nazarenos se llamaban entre sí santos, piadosos, justos. Mas era la primera vez que el Apóstol se oía llamar santo en el Transtíber.

- ¿ Mucho trabajo?

- Sí. Son muchos los pedidos que tenemos que servir. Roma está llena de forasteros y todos quieren llevarse una chuchería…

- ¿ Hacéis chucherías con marfil…?

- No. Estos días hacemos muchos trabajos en hueso…

Eleazar intervino:

- Dice el venerable Pedro que el otro día no quisimos recibir a Efraín… ese hermano de quien te hablé… ¿Verdad que lo confundiste con Efraín el batidor?

- Sí, sí… -titubeó la mujer-. Creíamos que era Efraín el batidor.

Pedro sonrió como disculpando a María del aprieto en que le ponía su esposo. Entró una sirvienta con el trípode y una niña con el servicio de vino.

- Ésta es nuestra hija María… -dijo Eleazar. Y a la niña-: Saluda al señor, a nuestro apóstol Pedro.

- Que la paz del Señor sea contigo, santo Apóstol.

La niña dejó el enóforo y las copas en el trípode y fue a refugiarse detrás de su madre. Del patio, que servía de taller, vino un operario. Traía una pieza de marfil en la mano. Cuchicheó unas palabras al oído de María. Ésta, tras breve vacilación, le dijo: «Díselo al amo».

Pero el amo, Eleazar, alzó la copa de vino. El operario le mostraba una reproducción en miniatura de Júpiter Capitolino.

- ¡ Salud, venerable Pedro!

El Apóstol apenas si escuchó a Eleazar. Sus ojos estaban fijos en el idolillo. Y antes de coger la copa, para corresponder al brindis de su anfitrión, dijo:

- ¿ Por qué no damos una vuelta por el taller? Me placería conocerlo…

Eleazar miró a Pedro y a su mujer. Dejó la copa en el trípode y resolvió:

- Como quieras… No tiene nada de particular, pero te convencerás de la razón que te expuse antes. Estamos agobiados de trabajo…

- No te haré perder mucho tiempo.

Se levantó. Los dos hombres pasaron al patio seguidos de la mirada expectante de la mujer. En el modesto peristilo trabajaban los eborarios. Adosadas a los muros se veían las vitrinas que guardaban las piezas terminadas. El Apóstol desparramó la vista por el recinto, provocando una repentina inquietud en Eleazar. La mirada de Pedro se le antojó codiciosa. Seguramente calculaba el valor de la industria para pedirle cuenta estrecha en el momento de la comunización de bienes. Mas Pedro sentía en aquel instante una mezcla de repugnancia y de sofoco. Por todas partes veía reproducciones en marfil y hueso de los dioses consentes, de la Tríada, de la loba amamantando a Rómulo y Remo, hasta de Isis y Mitra, sin que faltara la abominable Ishtar. Pedro, tras el inicial sofoco, palideció. Eleazar, que hasta entonces comprendió la curiosidad del Apóstol, soltó la risa:

- No te asustes, venerable Pedro. Los operarios que hacen estas piezas no son judíos. Y yo no las toco. Tampoco las vendo. Es un corredor romano quien se encarga de esta labor… Yo sólo hago las facturas.

Mas Pedro había dado la vuelta en redondo y se dirigía al atrio. Eleazar fue tras él:

- ¡ Te digo que no las toco! Su forma y su materia están muertas para mí… ¡Escúchame, Pedro!

María, con el Júpiter en la mano, se volvió al oír las palabras y dio unos pasos hacia el Apóstol:

- ¿ Qué sucede?

La mujer, presagiando lo peor, intuyendo que el secreto temor que le inspiraba Pedro iba a conformarse en algo doloroso, temblaba. El Apóstol se detuvo y miró hacia atrás, a Eleazar, y en seguida volvió la vista a María que retenía con la mano crispada el idolillo. El industrial se paró en seco y lanzó una mirada recriminatoria, dura a su esposa:

- ¿ Por qué has cogido eso? ¡Eres una necia!

Pedro dijo con amargura:

- Con el alma, con los dedos de tu espíritu has cogido mil veces esos ídolos. Y tu codicia, Eleazar, ha sentido los regocijos de la idolatría de los demás… ¿Por qué mientes?

- Te juro… -le faltó a la voz la fuerza de la sinceridad, pero concluyó diciendo-: que jamás he cogido…

- ¡ Eleazar! -le interrumpió, con un gemido, María.

Él no pudo terminar. Miró a su esposa y comprendió. Lo había adivinado. El perjurio asomaba a los ojos acuosos de María, a su expresión rígida, a su mano inmóvil, agarrotada al ídolo.

- Señor… -rogó María bajando la cabeza.

- ¡ Venerable Pedro… por Dios te lo ruego…! -suplicó Eleazar.

- Tu alma fue lavada y purificada con el bautismo. ¿Por qué manchaste tu alma, Eleazar? -dijo el Apóstol con un trémulo de angustia en la voz. Y volviéndose a la mujer-: María ¿tú eres inocente?

- Santo Pedro ¿peca la esposa que obedece a su marido? -rompió a sollozar.

Eleazar dio unos pasos hacia su mujer, pero, temeroso, se detuvo:

- ¡ Tira eso!

María, mordiéndose los labios, con los ojos llorosos, negó moviendo la cabeza con un gesto de dolorosa impotencia.

- ¡ ¡Tíralo!! -gritó rabioso. Y miró a Pedro-: ¿Por qué a ella? Di, ¿por qué a ella?

- ¿ No tenía ella el ídolo cuando tú mentiste? ¿Por qué cometiste perjurio? Y tu mujer es inocente. Ella pecó en obediencia a ti… Mírala, su mano y su brazo han quedado paralizados, sin vida. ¿Por que no rescatas tu pecado? -dijo Pedro dándole la espalda.

- ¡ No te vayas! ¡Ten piedad de ella!

- Ténsela tú, Eleazar… Es tu mujer.

Eleazar miró alternativamente al Apóstol y a su esposa. Movió la cabeza titubeante, se estrujó las manos. Desparramó la vista como bestia acorralada. Murmuró:

- Ésta es la salvación que nos traes a Roma…

En su corazón se fraguaba la blasfemia. Pero no salió a los labios. Entró la niña corriendo con una muñeca al brazo. Eleazar dio un salto para interponerse:

- ¡ No te acerques a tu madre!

La niña rompió a llorar. Nunca había visto a su madre con tanto dolor en el rostro. Nunca su padre se había conducido con tan animal brusquedad. Eleazar atenazaba con sus manos los hombros de la pequeña. Bajó la cabeza avergonzado. Sintió que todo él ardía de cobardía. Sin mirar al Apóstol, suplicó:

- Por el santo nombre de Jesús Nazareno…

No oyó respuesta. Alzó la cabeza. El Apóstol estaba en el vestíbulo.

- ¡ Por Jesús el Cristo, apóstol Pedro!

El galileo se quedó mirando con actitud expectante al industrial. Después, con dulce persuasión, repitió:

- Eleazar, hijo mío, rescata tu pecado.

El hombre mansamente, doblegado, como si cargara un peso agobiador se acercó a su mujer, y tímida, temerosamente, alargó la mano. María decía que no con la cabeza y hasta dio unos pasos atrás, mas su marido de un movimiento rápido y seguro, como un zarpazo, asió la estatuilla de Júpiter. Poco a poco María, liberada del perjurio, retiró la mano, y se la llevó al rostro para restregarse los ojos llorosos. En el patio, dos obreros cantaban a dúo una canción.

Tres soldados que venían de las Galias

a una moza en los Alpes se encontraron…

La mano de Eleazar, sin vida, paraliticada, se antojaba tuviera las mismas condiciones ebúrneas del ídolo. «No elaborarás con tus manos figura a semejanza o remedo de dioses extranjeros, que son ídolos. Es abominación.» Era la vieja, antiquísima Ley. La vieja Ley transgredida.

- Señor: se me muere la carne… -murmuró Eleazar.

Pedro le puso la mano en el hombro:

- ¿ Recibirás a Efraín? Tiene potestad para consolar a los afligidos.

- Lo recibiré, señor…

- Despide a los operarios y cierra tu negocio. Y esta noche, Eleazar, tú y todos los tuyos tiraréis los ídolos al Tíber, en sacos cargados de piedras, en lugar donde nunca vuelvan a la luz del día…

María opuso una resistencia:

- Santo Pedro… Piensa que es nuestro único patrimonio. Que debemos todavía cinco mil sestercios a Celso Salomón de los veinte mil que nos prestó para el negocio. Que tenemos cuatro hijos…

- ¿ No pecaste por obediencia? Cuida de no pecar por codicia…

- ¿ Y qué haré ahora, señor? -preguntó consternado Eleazar. Qué haré con mi mano agarrotada. Qué haré ahora para vivir. Qué haré con mi fracaso y mi deuda. Ése parecía ser el significado angustioso de la pregunta de Eleazar. El Apóstol le dijo:

- Recibe a Efraín y síguele…

Se internó por el barrio judío. Iba como otros días con la mirada inquisitiva y con el corazón oprimido. Quien no desviaba la vista, le eludía escondiéndose en cualquier vericueto, en cualquier tienda. En todos los rostros Veía la paga de Celso Salomón y su resentimiento. Y estaba perplejo consigo mismo. Porque no se trataba de simpatizantes, como decía el rebelde del Pincio; no. Se trataba de nazarenos, de cristianos que habían recibido la gracia del bautismo. ¡Cómo Babilonia les había endurecido el corazón! Pero él no contemporizaría.

Después de recorrer de un lado a otro todo el barrio judío, ladeó el Janículo y llegó a la hora sexta a lo más alto de la colina Vaticana. De la Urbe se alzaba un polvillo dorado como una nube. Del circo de Calígula se escapaban unos gritos de aurigas o de gladiadores que ensayaban sus juegos. En el huerto próximo un campesino enseñaba a un pequeño a llevar con firmeza el arado. Pedro se tumbó y miró al cielo. La luz era intensa. Cerró los ojos. Y comenzó a murmurar las palabras, las frases hechas que se iban pegando de oírlas a los Numerios, a las gentes de la calle, a los cargadores y vendedores de los mercados. Todos los días iba a los mercados. Entablaba diálogos con los mercaderes para ejercitarse en la lengua. Mas en seguida se olvidaba de estas prácticas. La mente se le turbaba con las aflicciones del corazón. Más de una vez dudó si Roma -la impía Babilonia- sería el campo de su siembra. Y dudó si la voz interior que le había señalado el camino de Roma, era la voz del Señor o la voz de una escondida soberbia. ¿Estaba allí su misión, en la capital del mundo?

Sus pies se habían movido ligeros para salir de Antioquía. Y no sabía si la ligereza era impulso divino o cobardía de su naturaleza. De lo único que estaba seguro era de que no debía contemporizar. Se mostraría riguroso en extremo. Él era la Piedra. Y santa debería ser la tierra en que él se asentara. Tenían que ser los de la Pentecostés y no los nazarenos del Transtíber. Éstos estaban ciegos en el error de su codicia. ¿Quién había sido tan agudo y diabólico de dar el nombre inocente de prosperidad a la codicia? El día anterior un nazareno de la escisión le había planteado: «¿Es deshonesto el bienestar?» Otra palabra con mansedumbre de cordero. El bienestar, la prosperidad. La molicie y la codicia, formando vicio, ofensa e impiedad escondidas en dos palabras inocentes. Palabras inventadas en Roma donde el dinero abundaba tanto como la miseria…

«¿Es deshonesto el bienestar?» Frases semejantes a ésas, guardando una insidiosa trampa, se las habían formulado a Jesús. Y Jesús había contestado con sabiduría. A él, a Pedro, sólo se le ocurrió: «Todo bienestar, si nace del alma, es honesto». Así le dijo a Salú Leví, que tiene telonio en el Emporio del Tíber. Pero Salú Leví se sonrió condescendiente, para replicarle: «Me refiero al bienestar que producen los bienes materiales conseguidos con el trabajo honrado». Pedro sabía que el trabajo honrado de Salú Leví era tramitar en su telonio la entrada en Roma de los productos palestinos. El labriego ganaba su jornal sudando sobre el surco. Venía el primer comprador y pagaba al amo de las tierras. Y el amo comenzaba a disfrutar el bienestar honesto. El publicano gravaba la cosecha. El bienestar del publicano era honesto por lícito. El almacenista compraba y vendía al exportador. Ganaba también su parte de bienestar honesto. Y la nave que traía la mercancía ganaba lo suyo. Y luego Salú Leví gravaba la mercancía con su comisión. También esa ganancia, por lícita, le proporcionaba un bienestar honesto.

Pero el nazareno había apurado la proposición: «Si pago el diezmo al Templo y cumplo con mis hermanos, antes de llevarme el bocado a la boca ¿debo pensar en los desconocidos que pasan hambre y por ello abstenerme del regalo de la mesa?» Y Pedro optó por despedirse diciéndole: «Buen provecho te haga, hermano».

Estos nazarenos del Transtíber defendían su dinero, su bienestar, su prosperidad. Todos trataban de imitar a Celso Salomón. En ellos la fe vivía enquistada, como una almendra inaccesible a los dientes y al gusto porque estaba envuelta en dura cáscara de oro.

Había que romper la cáscara. Había que convencerles de que lo que valía era la almendra del espíritu y no la cáscara de oro. Que mientras se mantuvieran avaros de la cáscara nunca saborearían las dulzuras del bienestar del alma.

Se levantó. Inició el regreso a buen paso con la idea de llegar a tiempo a casa de los Numerios.