XVII
-¡Dónde coño está el Oso!
El viejo se quedó pasmado con el grito que le di.
Aún no estaba recogido y, el garito, olía a vómito, alcohol, humo y a todo el vicio que quedaba suspendido en el ambiente procedente de la larga noche antes del toque de queda.
El viejo me echó cojones, como a un borracho de los que estaba acostumbrado a tratar en el local:
-¿Quién coño te crees que eres para levantarme la voz de esa manera, Jacobo?
Salté la barra, lo agarré del cuello, sujetando su mano derecha al mismo tiempo por si se le ocurría pincharme, y le volví a preguntar muy cerca del oído:
-Dónde, está, el, Oso, viejo…
La cara del viejo mostraba miedo, quizá porque nunca me había visto así.
-Jacobo… qué haces… no lo sé… me haces daño, Jacobo…
Lo solté con un empujón que lo estampó contra una de las
vitrinas.
Frotándose el cuello me increpó:
-¡Qué coño te pasa! ¿Te has vuelto loco?
-Estás acabando con mi paciencia viejo, dime dónde cojones está el Oso.
-¡Y yo qué coño sé! ¿Crees que controlo a ese animal? ¿Qué le pregunto cuando sale, cuando entra o viene o va?
La verdad era que el viejo tenía más razón que un santo… El
Oso se guardaba muy mucho de hablar de sus idas y venidas, y menos con el Desdentado.
Me disculpé, a fin de cuentas, el viejo no tenía nada que ver con lo que había sucedido.
-Vale… perdona… lo siento de veras… me he comido un marrón y necesito hablar con él.
-Joder… ¿y yo qué culpa tengo para que vengas a joderme como si fuera una mierda? ¡Toma, gilipollas!
El viejo me echó un leñazo de Jackichán, visiblemente molesto.
Volví a pedirle perdón.
Salí de la barra y me senté en un taburete.
-Voy a llamarlo, a ver si quiere cogerme el maldito teléfono, pero conociéndole, me parece que me va a hacer el mismo caso que a cualquiera de vosotros cuando estáis de farra:
¡NINGUNO!