II

El día en las calles no era ni más ni menos oscuro que cualquier otro día en esa puta ciudad.

Como bien dijo Ricardo, se respiraba la misma mierda que cada día las refinerías y la industria pesada vomitaban a la pestilente atmósfera, no sé a ciencia cierta si por sus propias necesidades o para inocular una lenta muerte a los desdichados cuerpos de los esclavos en que nos habíamos convertido.

Con Ricardo a mi diestra, caminamos sin decir una sola palabra.

Llegamos a la arcada del antiguo Ayuntamiento. Atravesamos la escombrera en la que se habían convertido los jardines, antaño llenos de flores, estatuas mitológicas griegas, columpios y fuentes… ahora puedo imaginar lo que había visto en fotos: niños jugando, corriendo tras palomas y patos… el viejo quiosco… era precioso, como salido de un cuento decimonónico donde podías cerrar los ojos y disfrutar de la música imaginaria que arrastraba el húmedo viento de levante, acompañado por el trinar de los pájaros y el rumor del pequeño estanque que lo circundaba… Si aún quedasen pájaros y el agua no fuese un lodo pestilente.

Me hubiese gustado conocer este sitio…

Saliendo por la parte trasera de la escombrera, nos dirigimos a una pequeña y apartada cala, cerca de las ruinas de lo que, antaño, fue un gran hotel, desde donde se veían los altos e inexpugnables muros que separaban la Roca del resto de la ciudad.

Cercanos a nuestro destino, contemplamos las sombras de la compaña de mi retador. Se encontraban tomando el té, cerca de un coche de alta gama, negro, con las lunas tintadas, casi con total seguridad, blindado y con su vistoso anagrama corporativo. Haciendo un gesto con la mano, el saludo de Ricardo no se hizo esperar.

-¡Buen día nos de Dios!

Uno de los acompañantes de mi retador respondió, ignorando a

Ricardo y dirigiéndose a mí directamente con gran desprecio:

-¡Empecemos cuanto antes! Mi Señor no puede perder más tiempo con vos, tipejo. Tiene negocios que atender.

Mal encarado, la “rata” que se dirigía a mí. Vestía con traje de

chaqueta hecho a medida, el pelo engominado hasta las cejas, cortado a navaja, zapatos italianos de piel… con lo que llevaba encima, una familia, podía comer una década entera. Ricardo le contestó con su personal toque de mala leche:

-Tranquilo, amigo, no creo que tu jefe tenga mucha prisa por cambiar el traje de cachemira por uno de pino…

Aunque escuálido, la cabeza que le sacaba Ricardo a la “rata”, y la mano sobre la ropera, hicieron que retrocediera un paso.

En ese mismo momento, apareció una figura que nos flanqueó sorprendiéndome:

-¿Hay algún problema con este “bardao” Loco?

-¿Juan? ¿Qué demonios haces tú aquí?

Mi sorpresa hizo estallar en una sonora carcajada a mí recién

llegado amigo que respondió sin que se borrase la sonrisa de su cara:

-Pues mira, me he levantado y he ido a buscar la “burra”, he recordado que tenías “movida” esta mañana y me he venido por si había que echar una mano.

Sacó un par de pistolas de su cazadora, de cuero negro y currado, y me las tendió.

No me gustan las armas de fuego.

-Guarda eso, Juan, por el Amor de Dios…

Contesté de forma autoritaria. Juan discutió:

-Joder… ¿Queréis mataros o ensartaros como pollos?

Juan me saca de quicio, pero no puedo enfadarme con él:

-Guarda eso, Juan… por favor…-esta vez más en tono de súplica que otra cosa.

Juan respondió, no sin cierta condescendencia:

-Vale, loco, tú mandas… pero me hacía muchísima ilusión darle algo de caña a los padrinos... ¡Valiente panda de “bardaos”!

Luego, con un gran gesto de pena sobreactuada en su cara, se

dirigió a Ricardo:

-Ricardo (snif) amigo mío (sniff)… dejemos a estos señores con sus (snif) con sus quehaceres- y cambiando el gesto de tristeza por una risa loca y mostrando una bolsa casi rebosante dijo:

- ¡He traído birra!

Ricardo, le contestó con cara de asentimiento lapidario,

intentando contenerse:

-Aún a costa de que me acuses de plagio, amigo mío, diré a boca llena: “¡Brutal, Loco!

Ambos se retiraron hombro con hombro, riendo a carcajadas.

Me dirigí a los padrinos de mi adversario, mientras mis amigos

se sentaban sobre el maletero del coche de súper lujo negro, con el vistoso anagrama corporativo, tras haber encañonado al chófer y haberle dado una cerveza entre forma de propina y chanza. Y, ahora, tocaba disculparme ante mi retador, que ya se desabotonaba la chaqueta y se acercaba hacia mí, con un florete, de barroca cazoleta, en su mano derecha...

-Disculpen a mis padrinos, caballeros. No se encuentran habituados a este tipo de lanc… ¡Qué demonios!

Una lata de cerveza pasó sobre mi cabeza y las de mi retador y

sus padrinos, cayendo sobre la mesita dónde tomaban el té,

desparramándolo todo por la arena, mientras, desde el maletero del coche de súper lujo con el vistoso anagrama corporativo, llegaban las grandes voces de Juan entre las carcajadas de Ricardo:

-¡Vente arriba, Loco, que nos aburrimos!

Malditos hijos de puta…

-Reitero mis disculpas, señor…

El Maratista, me interrumpió con su soez y desagradable voz:

-¿Cuánto más vais a demorar, escoria? ¿Esperáis acaso que me retire por aburrimiento, bellaco?

Contesté agachando la cabeza, puesto que mis padrinos me

estaban avergonzando:

-Disculpad nuevamente, comencemos en cuanto…

¡Pero qué...!

Maldito hijo de puta. El bastardo no me dejó terminar la frese

siquiera. Se lanzó como una flecha y no me ensartó de puro milagro, pero… ¡qué bien jugó el perro! No paraba de lanzar estocadas y mandobles. Era como el rabo de una lagartija recién cortado. Parecía que le iba la vida en ello… aunque, bien pensado, le iba… Al igual que a mí. Y debía empezar a meterme en el faena o me reuniría con el Creador antes de lo que realmente deseaba.

Retrocedí a marchas forzadas, esquivando, bloqueando y fintando cada estocada que el bastardo de mi oponente lanzaba, una tras otra, a una velocidad de vértigo. Paró. No me daba cuartel, el hijo de puta, simplemente, necesitaba recuperar el resuello perdido por la intensidad de su ataque. Se dirigió a mí:

-Reconoced vuestras apetencias sodomitas, terminemos con esto de una puta vez, e id a pudriros en lo más profundo de una celda del Santo Oficio, maricón de mierda.

Ese había sido el motivo por el cuál estábamos allí esa mañana.

Esa acusación, en plena calle, delante de todo el mundo, para quedar bien con las zorras rameras con las que iba… Recuerdo ese momento como si lo hubiesen grabado a fuego dentro de mi cabeza.

Esa noche quedamos para tomar algo Ricardo, Juan y yo…

¡Maldita sea la hora en que decidimos no ir al garito del

“Desdentado”!...

Habíamos terminado un “trabajito” fácil: llevar, sin ningún tipo

de problemas, a la hija de un madero con galones de fiesta a una discoteca de una ciudad cercana. Normalmente los trabajos de protección, eran algo común en una ciudad donde, cuando salías a la calle, por obligación, fuera de horario diurno, lo extraño era volver a casa sin ningún incidente, porque todo, absolutamente todo, estaba lleno de hampones, y lo mejor que podía pasarte era que te robasen a punta de navaja o que te apaleasen, porque sin ningún tipo de problemas, podías volver con los pies por delante con una cuchillada en el gaznate

o un tiro en los riñones.

 La noche en el megantro transcurrió tranquila, salvo por un pequeño incidente con un camello de “Nuque”, la droga de moda que se estaba introduciendo a toda velocidad en la zona

sustituyendo a los clásicos estupefacientes. El fulano en cuestión, quiso invitar a un pico a la niña que protegíamos y Juan tuvo una pequeña charla con él. Resultado de la conversación: el camello terminó con un ojo morado, un codo dislocado y una rodilla jodida para el resto de la vida y Juan… brindando a la salud del pobre diablo. En resumidas cuentas, una noche tranquila. Dejamos a la cría en su casa en perfecto

estado de revista, y con la advertencia de que no comentara nada con su viejo sobre el altercado con el camello por su propio interés. Cobramos nuestros honorarios y una jugosa propina, lo que nos hizo pensar en ir a cenar a un local de esos pijos, y tomar alguna botella de vino de esas de 200 pavos que tanto le gustan a Juan. ¡Qué diablos! ¡Nos lo habíamos ganado!

A la salida, entre bromas y chanzas, tuve la ocurrencia de cogerle el culo a Juan y estamparle un beso en la mejilla… en mala hora… Un niño pijo, acompañado por sus amigotes y varias zorras, nos vio… y ahí se jodió todo…

Al hijo de puta, que iba puesto hasta el culo de todo, acostumbrado a hacer y comprar lo que quería, gracias a su estatus, no se le ocurrió otra cosa que llamarme marica delante de todo el mundo, cosa que hizo descojonarse a toda la concurrencia que lo acompañaba y, especialmente, a las perras que iban colgadas de su cuello, esperando una nueva migaja de su cartera de piel repleta. Lo ignoré, pero, él, insistió. Insistió una y mil veces… Pero mis amigos no lo hicieron.

Juan y Ricardo echaron mano a los hierros, pero los paré en seco. Había demasiada gente, y nuestro “currículo profesional” era una bonita carta de presentación si nos metíamos en más líos de los precisos.

Tiré de mis compañeros para seguir nuestro camino, una vez que los convencí para evitar la bronca, pero el “perro” siguió injuriándome a voz en grito:

-¡Maricón de mierda! ¿Qué? ¿Paréceme que te gusta el rabo de tu amiguito? ¿Verdad?

-¡Se terminó!- Dijo Juan, desenfundando su pistola, dispuesto a reventarle la cabeza y desparramarle todos los sesos por el suelo al Maratista.

Lo sujeté por el brazo:

-Déjalo estar, Juan, no merece la pena…

-Jacobo, mira eso…

Ricardo se dirigió a nosotros en voz baja, señalando a dos encapuchados que, a cierta distancia, observaban lo que ocurría con interés.

-¡Maldita sea!- dije entre dientes cagándome en todo lo cagable.

Dos ejecutores… Mierda… Mierda… dos putos Ejecutores del

puto Santo Oficio… Todo empeoraba por momentos. No se podía poner más feo. Los insultos del Maratista, habían despertado la curiosidad de aquellos “Dominus Canis” que esperaban el desenlace de la situación, observando como chacales… si dejaba pasar los insultos del Niño pijo, tendría que responder algunas preguntas en la Roca… y eso sí que

sería pasar un mal trago… un mal trago de verdad. Nadie quería dar con sus huesos en una mazmorra de la Inquisición con la acusación, sobre sí, de sodomita, porque, en el mejor de los casos, podías pudrirte sin remedio en la misma celda donde caíste y en el peor… Así qué…

“Alea jacta est”.

Me quité uno de los guantes de cuero, me giré y, antes de que

mis amigos pudiesen darse cuenta o reaccionar, estaba estampándolo en la cara maquillada del Maratista, al tiempo que decía:

-Señor, esa injuria ofende a mi persona y a nuestro Señor Jesucristo, bendito sea su nombre. Escoged vuestras armas y vuestros padrinos. Mañana, al despertar del día, el Señor, nuestro Dios, será testigo en la defensa de mi honor.

Lo hice con grandes aspavientos y a viva voz, según una fórmula establecida, y poniendo gran énfasis en las palabras que nombraban al Creador, para dejar claras mis convicciones religiosas; no quería, ni por asomo, dejar en tela de juicio mi honor ante los dos Ejecutores del Santo Oficio que, satisfechos por lo visto y oído, tomaron la calle abajo, continuando con su camino en dirección a una de las iglesias cercanas, supongo que dispuestos a realizar sus oraciones, para mi tranquilidad y la de mis amigos.

Le dí la espalda al grupo del Niño pijo, a sus putas y a sus

amigotes, y salí, con la mirada perdida en la negrura de la noche profunda punteada por la macilenta luz de los faroles de gas, calle arriba, junto a Juan y Ricardo, en silencio, con las histriónicas risas y mil puyazos y amenazas de fondo.

Un escalofrío corrió por mi espalda cuando pensé en el castigo final que se les otorgaba a los homosexuales en aquella enferma sociedad dirigida por la Tecnocracia y controlada por la Inquisición: el empalamiento…

Cerré los ojos por impulso… Dolor…

-¿Proseguimos, sodomita…?

En mi reflejo de cerrar los ojos al pensar en el castigo que se

ejecutaba por ser homosexual, el Maratista, acarició mi frente, con la punta de su hierro, casi de sien a sien. Mi sangre manó densa, caliente, despacio, en calma peregrinación, reduciendo mi visión… el maldito bastardo jugaba en la liga profesional. Le devolví el cumplido cargando mis palabras con toda la saña con que fui capaz:

-Disculpad. Prosigamos y terminemos de una vez. El “señor” tiene “negocios” que atender…

La respuesta, por parte del Maratista, no se hizo esperar.

El niño pijo, frunció el ceño al recibir el puyazo lanzándose contra mí, toledana en ristre, arrastrado por la ira que lo devoraba por dentro, como alma que lleva el diablo.

No me moví.

Mi cuerpo quedó estático, pétreo.

Golpeé el interior del acero del Maratista con mi acero, abriendo su guardia. Enderecé mi espada con un movimiento natural de muñeca y extendí el brazo como una suplicante petición de perdón a mi Dios.

Los ojos del Maratista se abrieron como platos, entre la

sorpresa y el miedo…

Un hilillo granate comenzaba a nacer en la comisura de su boca, decorando el gris marengo de su traje de cachemira hecho a medida, de diez mil pavos. Clavó sus ojos negros, profundos, fríos, en los míos; estaban vacíos, absortos, inertes, justo antes de caer de rodillas, al suelo, en una macabra genuflexión… dedicada a mí... dedicada a su

asesino…

Odio el olor de la sangre caliente.