IX
El despacho del Oso, era una habitación cuadrangular, ni
demasiado grande, ni demasiado pequeña, con sus cuatro paredes forradas por estanterías de madera repletas de libros, papeles, legajos y mil cosas más cuya edad y cantidad no sabría cuantificar exactamente, todo dispuesto en un caótico y milimétrico orden maniático.
Dominando el centro de la estancia, había una gran mesa de madera circundada por unas pocas sillas, también de madera, y presidida por un gran sillón de cuero burdeos más que desgastado. Creo que idearía la palabra “regastado” para definirlo.
El Oso, se dirigió a mí con la indiferencia que lo caracterizaba:
-Siéntate, Jacobo.
Las dos palabras sonaron como una sentencia de muerte. Casi me meo encima con la orden.
Me senté.
Mientras lo hacía, el Oso, se acercó a una licorera antigua, de
esas con forma de Globo Terráqueo. La abrió, más que con parsimonia, con sumo cuidado y, sacando una botella de algo de su interior, me preguntó antes de coger vasos:
-¿Quieres un whisky?
-Sí, por favor.
Le contesté sin moverme.
-Pero dime que quieres de mí.
El Oso, me tendió un vaso de cristal bajo, labrado, con dos hielos cúbicos perfectos y con medio whisky sólo, al tiempo que rodeaba la mesa y se dejaba caer en su “regastado” sillón color burdeos.
Empezó a hablar:
-Ya te he dicho que no es nada del otro mundo. Si no estuviese seguro de que no te va a suceder nada, se lo ofrecería a Juan o a Ricardo. La retribución es extremadamente generosa y, salvo mi comisión, creo que con la “minuta” que he acordado, te podrás pegar una buena temporada fuera de circulación.
El Oso tenía la facultad de meter el dedo en las llagas más
ocultas y pegó de lleno en mi curiosidad.
Y yo... piqué:
-¿Cuánto, Oso?
Tenía la mirada perdida en los hielos que tintineaban al girar de
su vaso.
-Mucho…
-Cuánto…
Volví a preguntar.
-Un kilo.
-¡CÓMO!- Los ojos se me abrieron como platos.- Un… un millón… Per… pero… ¡pero con eso se podría comprar media ciudad!
El Oso, dejó escapar una sonrisita, como divertido:
-Sí… más o menos.
No pude resistirme a preguntar:
-Aquí hay gato encerrado, Oso… Nadie paga tanto por un trabajo que se supone tan sencillo. ¿Cuál es la parte difícil?
-Digamos que el valor del documento es unas mil veces mayor…
-Señor… Por el Amor de Dios, Oso, dónde queréis meterme y qué cojones tengo que robar… nadie paga tanto dinero si no hay riesgos que correr.
-Verás, Jacobo, lo difícil no es el robo en sí. El tema es colocarlo a posteriori. Encontrar un comprador, ya me entiendes, y por suerte, ya lo tenemos. Así que a mi “amigo”, no le importa pagar un buen pellizco. Y hasta aquí puedo leer… Piensa, no comentes nada con nadie, ni con Juan ni con Ricardo si quiera, y me contestas cuando puedas o quieras,
pero antes de que termine la semana.
Sinceramente: era una suculenta oferta la que se me proponía,
aún a riesgo de jugarse la vida.
-¿Te ocurre algo, Jacobo?
-¿Cómo?- Pregunté con sorpresa.
-Que si te ocurre algo, no paras de rascarte la espalda…
-No, no… no me pasa nada…