IIII

Me gusta mi despacho: sus muebles, sus estanterías repletas de libros, de legajos y partituras, de papel cálido, cada uno con su tacto, con su aroma, con su acento… cada uno con una historia personal, intransferible, inmortal e inmemorial, que es su propio sino… su Espíritu… su Alma… Su Historia personal, que me confiesa, quedamente, entre risas o lágrimas, entre alegrías o penas, felicidad o tristeza… Siempre, en el silencio de mi solitaria soledad.

Encendí un cigarro.

Me gusta fumar.

Me gusta fumar. Lo digo a boca llena, como cuando aspiro del

cilindro de papel continente de placeres inefables. Disfruto de cada bocanada de humo denso, cálido, relajante, filosófico y científico al mismo tiempo y disfruto cuando lo dejo escapar y le permito que discuta calmada y profundamente, con el vapor que transporta el aroma de un café, negro, fuerte, caliente, amargo… mezclándose una harmonía ocular indescriptible.

Sólo faltaba un detalle para que la noche fuese perfecta en mi

cómodo sillón:

Callas...

La Divina era el alimento de mi hambrienta alma.

Cerré los ojos, me relajé dejando mis oídos aislados y pulsé el botón del “play”... y sonó… El “ataque” perfecto. Nadie, nadie ha cantado esa nota como la Divina… la perfección de la primera nota de “Un bell di vedremo”… sólo Ella…

Hay muchas cosas en el mundo que me molestan, que me fastidian, que me hacen enfadar… pero que me interrumpan cuando estoy escuchando a la Divina, me jode. Y me quema y me requema la sangre. Sobre todo, si es el jodido y puto teléfono el que lo hace.

-¡Diga!

Una voz sibilante y baritonal, habló al otro lado del auricular:

-Prefiero a la Stemme...

Entrecerré los ojos tras una mueca de crispación, Respiré

profundamente y contesté con tamaña ira contenida que casi me atraganto con mi propia hiel:

-Te arrancaría el corazón, ahora mismo, y me lo comería antes de que tu cerebro dejase de asimilar información. Y disfrutaría…

Mi interlocutor contestó en un tono que podría haberse

interpretado como alegría al escuchar mi descriptivamente macabra contestación.

-Yo también me alegro de escucharte, viejo amigo. ¿Cómo estás?

Le contesté con total indiferencia:

-Ahora mismo cabreado. ¿Qué es de tu puta vida, jesuita?

-Bien, dentro de lo que cabe: misas, estudio, escritura y sacando todo lo que podemos de las celdas del Santo Oficio…

Le interrumpí, como haciendo oídos sordos a sus respuestas:

-¿Cómo está Reynolds?

-Se encuentra bien...

Volví a interrumpirle:

-¿Sabes, jesuita? A veces, tengo una brutal crisis de ateísmo…

Mi interlocutor me cortó en seco:

-No blasfemes... Y no mientas. Sabes que Él siempre te acompaña…

-Déjate de adoctrinamientos baratos y ve al grano. Esta conversación empieza a aburrirme y tengo cosas importantes que hacer: tengo que ir a fumar. ¿Qué quieres?

El tono del jesuita cambió de súbito:

-Bueno… es algo… complicado… ¿Cuándo podemos vernos?

Mis respuestas seguían siendo secas y tajantes:

-Ya sabes dónde encontrarme.

-Perfecto. Mañana iré con Reynolds.

-Me parece bien. Hasta mañana fraile.

-Hasta mañana hermano.