XII
Don Sebastián, era un sacerdote de lo más normal.
Don Sebastián no era ni alto ni bajo, estaba tonsurado por la
propia naturaleza y por los años. En su no demasiado grande ni demasiado pequeña cabeza de prominente naso, que no desencajaba en su alargada cara, dominaban dos ojos celestes siempre alegres y una sonrisa, casi eterna, de la que colgaba, las más de las veces, un cigarrillo humeante. Arcipreste de la ciudad, no era ni bueno ni malo, algo revolucionario en su juventud pero vuelto a lo conservador en su vejez. Se dedicaba a sus misas y a sus parroquianos y, aunque su título eclesiástico le daba una buena posición en la sociedad, pasaba más o menos desapercibido dado su carácter introvertido. Eso sí, íntegro hasta la médula. Equivocado o no, siempre hacía lo que creía correcto y eso le había granjeado la admiración del pueblo y la protección de algunos altos cargos de la Tecnocracia, que aliviaban sus negras conciencias en la confesión y en las penitencias que, por la fama del
sacerdote, eran bastante magnánimas.
Esa noche tras la misa de completas, y una vez desalojado el
templo situado en el centro de la ciudad, entró en la pequeña sacristía situada a la derecha, tras el altar mayor, para desvestirse como después de cada celebración.
Maese Pedro, el sacristán, era un hombre joven, bien encarado, de pelo largo y rizado y poblada barba castaña. Su aspecto desaliñado, era todo lo contrario que su comportamiento: cuidadoso, pulcro en sus obligaciones, comedido en la palabra y con una educación tan noble, que
era digna de envidia. Tras ayudar a desvestir al arcipreste, continuó con la limpieza de la nave del templo, pues sabía que el sacerdote prefería limpiar personalmente los utensilios del Sacrificio.
Don Sebastián, terminó su tarea con sumo cuidado y, tras
cerrar la puerta de la sacristía, sin llave, Cruzó la sala que hacía de recibidor y entró en su despacho.
Cerró con llave.
Con extremada precaución, corrió las cortinas del ventanal que
daba a la calle y, aunque la puerta era opaca, miró al través por si Pedro merodeaba por los alrededores en medio de sus obligaciones. Apartó el cuadro de san Miguel Arcángel que colgaba de la pared tras su escritorio, e introdujo la combinación en el teclado de la pequeña caja de caudales que ocultaba el General de los Ejércitos Celestiales. En la caja, sólo había un pequeño de cofre de madera, decorado con una burda cruz tallada, antiquísimo, que contenía un trozo de vitela enrollado sobre sí mismo, que sacó y extendió sobre su mesa,
de unos cincuenta centímetros cuadrados. Lo contempló como lo hacía cada día, desde que volvió de su estancia en Egipto. El sacerdote habló sin dejar de contemplar el poema escrito sobre la piel de cordero.
-¿Por qué yo, Señor?
El golpe en el cristal de la puerta le sobresaltó y lo dejó
petrificado hasta que escuchó la voz de Pedro:
-Padre Sebastián, ya he terminado de limpiar la nave y ordenar la sacristía. ¿Manda algo más antes de que me retire?
No recibió respuesta.
El Arcipreste estaba aterrado por la sorpresa de los golpes.
-¿Padre Sebastián? ¿Se encuentra bien?
Recomponiéndose y recobrando el control, el arcipreste contestó.
-Sí, Pedro. Me encuentro perfectamente, estaba meditando.
Puedes marcharte. Coge algo del cepillo y lleva a cenar a tu novia. Te lo has ganado. Esta semana, has hecho un buen trabajo con la puerta rota de la capilla... ¡Ah! Y no olvides comprarle flores.
-Gracias padre, pero no es necesario.
-Insisto, Pedro. No hagas que me enfade…
Dijo el anciano sacerdote socarronamente.
-Gracias padre. Hasta mañana.
-Hasta mañana hijo, dale un fuerte abrazo a Salomé de mi parte.
-Lo haré padre. Buenas noches.
Pedro fue al cepillo, lo abrió, esbozó una leve sonrisa y lo volvió a cerrar.
No cogió nada.
Salió a la calle por la puerta trasera.
Hacía frío y la humedad del levante lo inundaba todo.
Se embozó en su zamarra, se subió la braga y echó a andar
camino de la casa de su pareja. Justo cuando llegaba al portal, se percató de que había dejado el manojo de llaves en el mueble de la sacristía.
Salió corriendo en su busca. No quería llegar tarde a la cita con su novia.
Era el día de su primer aniversario.