XIII
Todo se encontraba cubierto por el húmedo y denso manto de la niebla…
El mar, vomitaba el tarot que le confería a la puta ciudad el
aspecto de una novela gótica decimonónica de terror… más aún de lo que era normal en aquel cementerio en que se convertía cada noche, en el momento de ponerse el sol.
Una sombra, se deslizaba entre la penumbra, ocultando su rostro a los candiles de gas qué desprendían su amarillenta luz mortecina como una triste súplica por conocer el nombre de aquel que se ocultaba entre las sombras.
La puerta trasera estaba cerrada, como cabía esperar.
La sombra, tomó algo de la parte trasera de su cinturón. Forzó la cerradura, sin hacer el más mínimo ruido, con un delgadísimo puñal en forma de estilete, que lloraba lágrimas plateadas de humedad pestilente.
Entró.
La sala, no muy grande, presentaba cuatro puertas: dos a la
izquierda, yuxtapuestas, una en el centro, de doble hoja, con cristales traslúcidos y más pequeña que las demás y otra a la derecha junto a una escalera que daba acceso a los pisos superiores.
En el mismo momento que cerraba, tras de sí, la puerta junto a la escalera se abrió.
La sombra se ocultó entre unas cortinas, de color celeste, muy tupidas, que tapaban una ventana, a su derecha.
El sacerdote no se percató de la presencia de la sombra.
Cruzó la sala que hacía de recibidor y se introdujo a través de la puerta anexa a la de la sacristía. Encendió la luz.
La sombra no podía ver que sucedía dentro, pero no se movió un milímetro al tiempo que contenía la respiración.
El cura, abrió el grifo del lavamanos y llenó un vaso de
vidrio con agua. Bebió. Volvió a llenarlo y volvió a beber. Lo aclaró y lo dejó en el mismo sitio del que lo había tomado, bocabajo. Se enjuagó la cara, perfectamente rasurada. La secó con una toalla, que volvió a colgar en el toallero, doblada en dos a lo largo. Apagó la luz, cerró la puerta del aseo, volvió a entrar en su despacho y trancó por dentro.
La sombra salió de detrás de las cortinas.
-¡Qué hacéis aquí!
La voz sonó tan inquisitiva que dejó petrificada a la sombra que, rápidamente, se dio cuenta que había otra persona acompañando al sacerdote que había visto entrar en la habitación.
La voz del sacerdote volvió a sonar inquisitorial:
-¡Os he hecho una pregunta! ¡Qué hacéis en mi despacho! ¡Cómo habéis entrado!
La voz del sacerdote, denotaba un gran enfado por la compañía hallada. Enfado que trocó en sorpresa. En sorpresa y en miedo…
-¡Qué hacéis! ¡Dejad eso! ¡Dejad eso ahora mismo, loco! ¡Estáis loco! ¡Loco!
Un forcejeo...
Un fuerte golpe, seco...
Un grito ahogado...
La sombra no sabía qué hacer, si entrar o desaparecer de allí.
Optó por la segunda, y más lógica.
Se giró y justo en el momento que su mano se apoyaba sobre el picaporte, de la puerta por la cuál había entrado, escuchó el “clic” de la cerradura. Dando un rápido giro y un preciso salto, volvió a colarse tras las tupidas cortinas celestes.
Un hombre embozado, y con el pelo largo y rizado, entró en la sala.
Pulsó un interruptor y todo se iluminó. Se dirigió hacia la sacristía rápidamente, y cogió algo del interior, que sonó como un manojo de llaves. Cuando salió, se detuvo y miró la luz encendida, que atravesaba los cristales, de la habitación junto a las escaleras, y sonriendo dijo:
-Qué cabeza la de este hombre.
Intentó abrir la puerta, que estaba trancada desde dentro.
-Padre, ¿está ahí?... ¿Padre Sebastián?
Silencio.
Llamó con los nudillos al tiempo que repetía el nombre
del sacerdote y, viendo que nadie respondía, abrió…
Su cara se crispó y un grito ahogado salió de su garganta…
El despacho estaba completamente cubierto de sangre: paredes, suelos, muebles; la caja fuerte abierta.
El cuerpo del Arcipreste, se encontraba tendido, boca arriba, sobre el escritorio, con el crucifijo de plata, que siempre estuvo allí, clavado hasta el crucero, en el centro del pecho, con la cabeza destrozada y los sesos desparramados por toda
la mesa.
El joven sacristán, gritó como un condenado:
-¡PADRE!
Todo se encontraba cubierto por el húmedo y denso manto de la niebla…
El mar, vomitaba el tarot que le confería a la puta ciudad el
aspecto de una novela gótica decimonónica de terror… más aún de lo que era normal en aquel cementerio en que se convertía cada noche, en el momento de ponerse el sol.
Una sombra, se deslizaba entre la penumbra, ocultando su rostro a los candiles de gas qué desprendían su amarillenta luz mortecina como una triste súplica por conocer el nombre de aquel que se ocultaba entre las sombras corriendo como alma que lleva el Diablo...
-¿Dónde me has metido, Oso?