XIV

La plaza de la iglesia, y sus alrededores, se encontraba atestada de transeúntes.

Unos por curiosidad y otros por puro morbo, se acercaban a los aledaños de la iglesia arciprestal, para cerciorarse de

la veracidad de la noticia, que esa misma mañana, había conmocionado a toda la ciudad:

El señor Arcipreste, Don Sebastián, había sido encontrado

muerto en su despacho.

La iglesia estaba cerrada a cal y canto.

 La policía controlaba todos los accesos, precintaba puertas y mantenía a los mirones a distancia. El comisario estaba extremadamente nervioso debido a la llamada recibida hacía media hora. La oscura y cavernosa voz le ordenó que no se tocase absolutamente nada:

-Estaré ahí en media hora.

A las ocho y treinta, exactamente, una berlina completamente

negra, con los cristales tintados y el escudo del obispado, llegaba a la plaza de la iglesia.

Rápidamente, los curiosos aglutinados fueron dispersados y la

policía se dirigió al coche para escoltar al recién llegado.

Cuando el joven madero abrió la puerta de la berlina, descendió una macabra figura embutida en su hábito de Dominico.

-“Ave María Purísima”.- dijo el joven policía.

-“Sin pecado concebida”, hijo mío.

Su pequeña cabeza repleta de cicatrices de quemaduras y sin pelo, contrastó de forma brutal con la profunda y grave voz que emanó de su boca para contestar al joven, que no levantaba la cabeza, genuflexo, tras haber besado la mano tendida por el fraile.

-Comunícale al Comisario que fray Umberto, vicario del obispo

Valerio, le espera en la capilla de la santísima Virgen.

El joven policía se levantó dispuesto a obedecer rápidamente tras responder:

-Como ordene, padre.

El fraile, hizo un leve movimiento de la deformada mano

izquierda, casi imperceptible, y, al momento, otros dos dominicos, que habían bajado de una segunda berlina similar a la primera, lo flanquearon. El vicario dio una orden que sonó, más bien, como una amenaza:

-Haced que desalojen todo esto… y que no entre nadie.

El joven madero corrió como alma que lleva el diablo. Sabía

perfectamente que no debía hacer esperar a un vicario del obispado.

Entró por la portezuela, que suele haber en las mismas puertas

mayores de cada iglesia, cerrando al pasar. Corrió a lo largo de toda la nave central hasta llegar al Altar Mayor, lo rodeó y entró en la sacristía a través de una portezuela dorada incrustada en el retablo. En la sacristía, encontró al Comisario y a varios inspectores, junto a diferentes dignidades eclesiásticas de la ciudad, muy afectados por lo ocurrido.

-Señor Comisario, el vicario del Obispo Valerio, fray Umberto, lo espera urgentemente en la capilla de la santísima Virgen.

El comisario, visiblemente molesto por la intromisión, frunció el

ceño y contestó:

-Gracias, Adrián. Ahora mismo voy.- y dirigiéndose a los sacerdotes, dijo.- Disculpen sus paternidades.

El comisario, se dirigió a la nave central por el mismo camino

que había recorrido el joven policía, parando, antes de encarar la nave central, frente al altar.

Tras arrodillarse y presentar sus respetos al Santísimo, se dirigió a la capilla de la Virgen.

El fraile, estaba arrodillado, con la capucha sobre su cabeza, en posición de oración. El comisario, llegó y se mantuvo, expectante, a la puerta de la capilla, para no interrumpir al vicario que, sin inmutarse, dijo con voz profundamente tenebrosa:

-Pasad, hijo mío.

Tendió la mano deforme para que el comisario la besara. Éste,

dudó una fracción de segundo, mas lo hizo, de mala gana, pues era su obligación. Tras esto, el fraile, se levantó y se dirigió, ignorando al comisario, hacia un banco de madera, color cereza, que se encontraba cerca de la capilla, seguido de cerca por el policía.

El fraile se sentó.

El comisario, se situó junto al banco, en diagonal, esperando que su interlocutor se decidiese a hablar. El silencio era irritante, pero sabía que si el clérigo esperaba, era porque debía ser así. El fraile, retirándose la capucha, habló:

-Sois un hombre cabal por lo que tengo entendido, Comisario… Cabal y eficiente…

-Intento hacer bien mi trabajo padre…- interrumpió el comisario.

-No os he dado permiso para hablar, Cristóbal, hijo mío…

El fraile lo cortó tajante, pero de una forma tan dulce, que hizo

que la frente del comisario se perlase de sudor frío; agachó la cabeza y pidió perdón:

-Disculpadme, padre, no volverá a ocurrir.

El fraile no hizo caso al policía y continuó como si nada hubiese

sucedido:

-¿Qué podéis decirme de lo que ha sucedido esta noche aquí?

El comisario comenzó a hablar con toda la serenidad que pudo

para no volver a ofender al clérigo:

-Sinceramente no lo sé, padre. El señor Arcipreste ha aparecido muerto con una cruz metálica, clavada en el pecho, con la cabeza abierta y con los sesos desparramados por todos lados. La sangre atestaba paredes, suelo, cortinas… Todo. Es como un cuento macabro, padre Umberto.

El vicario permaneció un momento pensativo para continuar

interrogando al comisario que contestaba, sin dudar, al fraile.

-¿Algún detenido?

-Aún nadie, padre. Hemos puesto en busca y captura al sacristán…

-¿Sospecháis de él?

-No. Es un chaval joven. El Arcipreste lo tenía bajo su tutela. Todo el mundo habla bien de él. Quizá pueda dar algún dato sobre amenazas o intentos de robo o alguna pista que pueda sernos de utilidad. Un dato importante es que la caja fuerte que hay en el despacho del Arcipreste, estaba abierta y vacía, pero se había abierto con su clave. La puerta trasera estaba forzada, con lo cual, no creo que haya sido Pedro…

-¿Pedro?-interrumpió el fraile.

-Sí, así se llama el sacristán. No tiene lógica que fuerce una puerta cuando posee las llaves de ésta.

-Pudo hacerlo para simular un intento de robo y asesinar al

Arcipreste.

-Sí, pudo, pero tendremos que capturarlo para interrogarlo primero, porque no puedo elucubrar, eso iría en contra de los protocolos que promulga el Santo Oficio y bendice la Santa Madre Iglesia.

El clérigo se atragantó al tiempo que aceraba su mirada vidriosa al sentir cómo el Comisario le había abofeteado, sin manos, siguiendo su propio juego.

-Bien... Continúen con la búsqueda. En este momento tomo la dirección de la investigación hasta que sea nombrado un Inquisidor para que lleve el caso. Como comprenderá, comisario, este delito debe ser juzgado y castigado según el Derecho Canónico de la Santa Madre Iglesia…

El rictus del comisario Cristóbal, era un poema, pero no le

quedaba otra que acatar las órdenes de un vicario del Obispo.

-Si el señor Vicario no precisa más de mi presencia, volveré a mis obligaciones ordinarias.

-Así sea. Que Jesucristo nuestro Señor, y su Divina Providencia, guíen tu camino, hijo mío.- dijo el fraile persignándolo.

-El Altísimo lo permita. Buen día, padre. Quedad con Dios.

-Que Él os acompañe, comisario…

La ira corroía por dentro al comisario Cristóbal: no soportaba

que la Iglesia metiese sus garras donde le placía y, mucho menos, que lo apartasen de un caso.

 Salió por la puerta principal, sin volverse, maldiciendo entre dientes al fraile por su soberbia. Montó en su coche oficial y, con un grito, ordenó al chófer que se dirigiese a la comisaría

sin dilación.