XI
La Inquisición no dejaba nada al azar.
La anaranjada luz de las antorchas en los pasillos de las
mazmorras, daban a su conjunto un terrorífico aspecto.
El Santo Oficio no dejaba nada al azar.
Cada una de las piedras que conformaban sus lugares, estaba
colocada en la forma deseada, cada tonalidad en sus colores, era el tono deseado, cada trozo de madera tenía la forma precisa, cada hilo de sus túnicas pasaba por el sitio por donde tenía que pasar. Hasta el ulular del viento que penetraba por las ventanas, resonaba con el tono que los inquisidores deseaban.
La Inquisición no dejaba nada al azar.
Los gritos del reo, que se encontraba en la silla, se convirtieron
en un leve sollozo cuando la enorme mole del verdugo se apartó de su lado.
La pequeña cabeza llena de cicatrices provocadas por el fuego, del repugnante fraile que se hallaba sentado en la penumbra, se volvió hacia el desdichado, que respiraba entrecortadamente a causa del llanto y el dolor, y con su voz oscura y grave, perfectamente modulada, controlando cada acento, cada pausa, cada intención, cada palabra en sí,
que hacía temblar la mazmorra hasta sus mismísimos cimientos, sin dejar de jugar con su rosario de cristal negro, se dirigió al encadenado y patético despojo humano, que casi no podía tomar un leve sorbo de aire vital, debido al terrorífico martirio recibido.
-Creo que no he terminado de comprender, maese Pedro… ¿Podría volver a repetirme cómo y por qué entró en el despacho del señor Arcipreste?
La voz del reo, era una macabra burla a los oídos, susurrada por su destrozada boca, casi inaudible, sin fuerza:
-Ya se lo he dicho… volví a por mis llaves… las dejé sobre el… mueble de la sacristía… vi la luz… del despacho encendida… y me acerqué… a ver si el padre… Sebastián… necesitaba algo…
El fraile se levantó de su asiento, caminó como pensativo y se
detuvo delante de una mesa llena de dantescos instrumentos de tortura.
Tomó uno, con sus deformes manos, y lo observó detenidamente al tiempo que decía:
-Y lo encontró muerto… Bien, maese Pedro… Hasta ahí creo que lo he entendido todo, pero… cuando llegaron los Ejecutores, la caja de caudales estaba abierta y vacía…
El desgraciado encadenado, dejó de llorar por un instante, y
respondió con la mirada, como ausente…
-Ya le he dicho que yo no sé nada de la caja ni de nada… por qué habría de llamar, yo mismo, al Santo Oficio si hubiese asesinado al padre Sebastián…
La voz del fraile, se volvió extrañamente dulce, deteniéndose en cada palabra que articulaba como si de caricias se tratasen y, acercándose a la oreja ensangrentada del pobre desdichado respondió:
-No lo sé, maese Pedro, no lo sé… Lo que sí sé, es que esa caja, antes de vuestra llamada, estaba cerrada… Y contenía unos documentos de total importancia para mi Orden… Y el último que estuvo con vida, presente en esa habitación… fuisteis vos.
La voz volvió a tornarse grave y oscura.
- Decidme dónde habéis escondido los documentos, terminaré con este martirio y… rezaré por vuestra alma…
-No sé nada… no sé…
Los ojos violáceos y vidriosos del fraile se clavaron en los del
reo, y de su macabra boca deformada por el fuego salió una sola palabra:
-Verdugo…
El reo lloraba como un niño pequeño. Su cuerpo, transido por el dolor del martirio que su carne había recibido, parecía un lienzo sobre el que se ha arrojado la sangre de un matadero. Y, a cada paso de la enorme figura del verdugo, decía entre sollozos de temor, por el tormento que nuevamente iba a sufrir su carne:
-No… por favor… ¡NO!... ¡POR EL AMOR DE DIOS!
¡PARAD, PARAD! ¡NO SÉ NADA!
¡NADAAAAAAAAAAAAAAAAA!