VII

Los dos siniestros encapuchados entraron en el despacho del Oso escoltados por el Desdentado.

El Oso, no levantó la cabeza de los papeles que, leyendo

minuciosamente, estaban entre sus brazos, sobre la gran mesa que dominaba su despacho. Sus palabras sonaron altas, claras y no dieron oportunidad de anunciar al viejo a los frailes que se encontraban expectantes:

-Vuelve al trabajo, viejo.

El Desdentado cerró la puerta con una mueca en la cara entre

el miedo y el relax por desaparecer de allí. La verdad es que entendía al viejo, demasiado bien:

Dos representantes del Santo Oficio: Sacerdotes, filósofos…

asesinos… A nadie le gustaría toparse con esos dos tipos en ningún sitio, a ninguna hora, por ningún motivo…

-Buenas noches… Hermano…

La figura más alta dejó ver una marcada y sardónica sonrisa en

el mismo instante en el que se retiraba la capucha de su hábito de Jesuita al saludar y recolocaba sus lentes. Su mirada de topo, de ojos glaucos, se clavaron en los del Oso que, cuando se cerró la puerta, levantó la vista reclinándose en su sillón. Pero ni se molestó en devolverle la mirada ni el saludo. Los ojos azules del Oso, estaban clavados en la profunda oscuridad de la capucha del segundo fraile.

-Descubre tu rostro bajo mi techo, fraile…

El requerimiento no hizo efecto en el fraile que contestó con

tanta autoridad como el Oso:

-Alto Ejecutor, o…

La voz pareció un susurro de ultratumba, pero no amedrentó al Oso:

-¿O qué, fraile?...

El fraile se descubrió y dejó aparecer una gran y socarrona

sonrisa enmarcada en una corta melena argentina, que el Oso le devolvió al tiempo que se levantaba y se acercaba a los recién llegados abrazándolos.