III
-¡Más vino, Desdentado!
La voz de Ricardo se elevó por encima del ruido que envolvía el local. La respuesta del viejo no se hizo esperar:
-¿Por qué no venís a cogerlo voacé, maese de Rubens, y de paso saludáis a mi cuchillo cuando bese vuestro gaznate?
-¿Vuestro cuchillo? ¿No serán, más bien, vuestros labios? Sé que lo que buscáis es darme ardorosos besos, viejo idiota.
El chascarrillo devuelto por Ricardo, fue reconocido y aplaudido por el general de los parroquianos, que lo celebraron con súbito clamor de carcajadas.
En la taberna todo era normal, todo lo normal que podía ser un lugar como aquél en general y este en particular. Las paredes de aquel antro, estaban pintadas de un blanco amarilleado por el paso del tiempo y la juntura de la roña, el humo del tabaco y lo que no era tabaco. Las esquinas, enterradas en serrín, estaban estampadas de costras de vómitos, secos en su mayoría, vestigio de las juergas que algunos se corrían entre aquellas cuatro paredes. Algunos goyas, de la época negra, daban un aire oscurantista al local. Supongo que las páginas vendrían en alguna revista del corazón, impresas por error de la censura inquisitorial o a conciencia, para que no se nos olvidase lo que podían ofrecer sus mazmorras. Esta era la única lectura permitida junto con la religiosa y los panfletos de la Tecnocracia También había algunas manchas de sangre salpicada de las, más o menos, habituales broncas que, siempre sin acritud, animaban nuestras noches de tedio.
Aquél era un extraño lugar para aquella ciudad de mierda. Aquí se hablaba de todo lo que no se podía hablar, con sumo cuidado, eso sí, pero se hablaba. Presumo que incluso al Estado le viene bien que haya sitios como estos donde se reúna lo “peor” de la sociedad, la escoria de la
ciudad… así estábamos permanentemente controlados, aunque a la mayoría de los allí presentes, gracias al espíritu libre que nos regalaba el amigo Baco, se nos olvidaba, en algún momento, que estábamos sometidos a una minuciosa y constante vigilancia.
La entrada en el garito de una figura, vestida completamente de negro, hizo que el Desdentado cambiase el semblante de súbito.
-Disculpa Oso, ahora mismo quito el fútbol…
-Quita el fútbol y trae café viejo.
El Oso respondió haciendo caso omiso de lo dicho por el viejo, seco, sin mirarlo a la cara si quiera, con un volumen casi inaudible… era un bicho raro incluso para la parroquia. Metro ochenta y pico, cien kilos largos bien llevados, una frondosa perilla y bigote a lo tártaro y conunos ojos azules, profundos y tristes.
Era el propietario del garito.
El viejo le puso el café con cierta preocupación diciendo:
-Aquí tienes tu café, Oso, espero que esté a tu gusto…
El Oso preguntó con total indiferencia:
-¿Ha venido alguien?
-No, Oso…
Una voz surgió desde el fondo del garito:
-¡Oso! ¿Una partidita?
El que hablaba era Don Doménico, “el Gordo”.
Don Doménico “El Gordo”, era amigo de juventud del Oso. Era
una bola de sebo de ciento cincuenta kilos en canal, sudorosa, embutido en su aparente traje blanco de apariencia, complementado con un ridículo corbatín negro, arrugado, a juego con sus zapatos del mismo color y un pañuelo empapado en el llanto perenne de su frente. Era un pulpo al que le gustaba la carne demasiado joven. Pagado de sí mismo y fantasmón. Nunca he entendido por qué el Oso lo apreciaba tanto. Supongo que la amistad está incluso por encima de los defectos. Con todo, siempre estaba ahí cuando el Oso lo requería, para una buena coartada, debido a sus contactos, un viaje de extranjis, o lo que necesitase y, por extraño que nos pareciese a los parroquianos, su comportamiento se paraba en seco cuando el Oso se encontraba a su lado.
-Ya he colocado las fichas…
-Piezas…-corrigió el Oso contundentemente entre dientes.
Era curioso cómo ese animal no soportaba que las palabras no se utilizasen correctamente. Siempre decía que “El mundo se ha convertido en este nido de avispas por el mal uso del Verbo. Cada palabra tiene su etimología que le imprime un significado concreto, que es su Alma. Si corrompemos el alma del Verbo, lo corrompemos todo y, con el tiempo, la corrupción alcanzará incluso al mismísimo Creador”.
Definitivamente, el Oso, estaba jodidamente loco.
-¿Más vino Jacobo?
Ricardo me sacó de mis cábalas.
Agradecí la copa que justo me tendía Juan, el cual, estaba ciego como una cuba.
Juan Davides era un tipo curioso.
Alto, no tanto como Ricardo, pero alto. De anchas espaldas. Siempre ataviado con unas camisetas de no demasiada ortodoxia, lo que le había granjeado algún que otro problemilla con los Tecnócratas de bajo grado, y su “currada” chupa de
cuero negro. Era un tipo curtido en mil lances y en el trabajo. Fuerte y recio. Su tez morena y su pelo, ralo, negro, salpimentado de canas, como su perilla y bigote, marcaban más su ya de por sí cálida mirada. Su mayor defecto era su mayor virtud: Ser amigo de sus amigos. Su corazón no le cabía en el pecho, pero, por desgracia, la suerte nunca le había sonreído. Aunque se conformaba con poco: cubrir las necesidades de su familia y poder beber con nosotros a gusto cuando se terciase que, más o menos, era un día sí y otro también. Junto con Ricardo, mantenía una relación muy cercana con el dueño del garito. Eran de los pocos que entraban en la trastienda cuando les venía en gana. Incluso poseían llaves del antro, un detalle muy curioso y que indicaba la confianza que el Oso depositaba en ellos. Cosa que, por otra parte, entiendo, porque los conocía desde hacía años, y nunca me habían jugado ninguna mala pasada, muy al contrario, siempre me eran de ayuda en los momentos difíciles.
Juan se dirigió a “su sitio”, en la barra, y pidió más cerveza y más ron con la frase que utilizaba habitualmente para que el Desdentado, o cualquiera de las “niñas” que atendían en el garito, le sirviesen:
-¡Dame tu amor, Mariloli!
Estaba como una cuba, sí. Deducible, más que nada, porque aún tenía, esperándolo en la barra, una jarra de cerveza, llena, y varios “tiros” de ron sin tocar.
El Oso me miraba por el rabillo del ojo… si el Oso te observaba, era porque tenía algo en mente para ti. Pero tampoco me preocupaba en demasía porque, normalmente, sus trabajos eran bastante sencillos y se me remuneraba extraordinariamente bien. Parecía…
A veces, he llegado a pensar que se preocupaba por mí… como si el Oso pudiese preocuparse por alguien…
-¡MALDITO SEAS MIIL VECES BASTARDO HIJO DE
PUTA!
-¿Qué dices Loco?
Joder… Juan liándola para no variar.
Un pipiolo bien encarado y muy maqueado, gritaba como un energúmeno, increpando de mala manera a mi ebrio compañero, tras una fulana de medio pelo que había estado tirándole los tejos a Juan, delante del novio, como pude enterarme después.
Pensé que no sabía con quién se estaba jugando los
cuartos. Gritó sacando una navaja de medio palmo de esas típicas de las películas con las cachas de la empuñadura nacaradas y con la hoja más brillante que afilada a mí parecer:
-¡TE VOY A RAJAR CABRÓN!-
Definitivamente no; no sabía con quién se estaba jugando los
cuartos. Eso sí, gritaba como un cerdo en el matadero…
-Se terminó… ¡Tú! A la puta calle.
Esto se ponía interesante: El Oso se había levantado dejando la partida de ajedrez a medias.
El “Gordo” se puso blanco, Juan miró sonriente en su báquica
ignorancia, mientras tiraban de él Ricardo y el “Bonito”.
Impávido y tembloroso, el pollo bien encarado, ya no gritaba tanto y casi sumiso acertó a decir balbuceando:
-Pero Oso…
-He dicho que a la puta calle, antes de que sea yo el que te reviente a ti la cabeza…
Nunca entenderé cómo aquella mole podía moverse tan rápido.
El pollo salió entre sollozos y el silencio sepulcral de la parroquia.
Allí no se movió ni Cristo.
El Oso no dejó de mirarlo hasta que el fulano salió y cerró la puerta tras de sí. Creo que si llega a pegar un portazo, lo deja seco allí mismo sin remisión. El Oso se giró y miró a todo el mundo esperando algún tipo de reproche o de aprobación…
nadie se movía. Nadie levantaba la cabeza. Nadie dijo nada.
Se dirigió a Ricardo musitando:
-Llévate a ese cabrón a casa… Antes de que lo mate…
Ricardo respondió con tono conciliador:
-Vaaale, pero tranquilízate…
-¡No me digas que me tranquilice, me cago en la puta de oros! No me digas que me tranquilice...
Mientras tanto, Juan, seguía en su vínico mundo.
-¡Brutal loco!
-Tú y yo hablaremos mañana Juan… Llévatelo a comer algo y luego déjalo en casa.
-Venga, Loco, vamos a ver a Joselito. Hasta mañana, Oso.
-Ich bill! Ig! ¡Brutal Loco! Ich!
Juan se cuadró, mientras hablaba en su lengua particular, y salió desfilando con su acompañante.
El Oso se giró justo cuando Ricardo y Juan salieron del local.
Declinó el requerimiento del “Gordo” para terminar la partida de
ajedrez. Cogió una revista y se sentó en mi mesa.
Sin hacerme el menor caso, me dedicó unas palabras con esa
acostumbrada amabilidad que lo caracterizaba:
-Si molesto, te buscas otra mesa. Hay más en el local.
Sin hacer el menor caso a su comentario, a fin de cuentas era lo peor que podía hacer, le contesté en su misma tesitura:
-Hola Oso, siéntate, estás en tu casa…
-¡Café!
Gritó mientras ojeaba la revista con indiferencia, como si toda
la movida de hace un par de minutos nunca hubiese ocurrido.
-Tengo un trabajito para ti, María.
-Me llamo Jacobo, Oso…
-Claro, perdona…
¡Bastardo! El maldito hijo de puta tenía la facultad de hacer
leña del árbol caído y sacar de quicio a Dios y a su santa Madre. Pero tenía que aguantarlo. Aunque parezca mentira, cuando tenía algún problema el Oso siempre estaba a mi lado. Desde siempre, desde que estaba en el hospicio. No era mi padre, ni mi familia, pero estaba ahí cuando lo necesitaba, como un ángel, o como un demonio. Nunca he sabido por qué, ni nunca le pregunté… pero siempre estaba ahí.
-Como te decía tengo un trabajito para ti.
-De qué se trata.- contesté.
-Nada complicado
-Cada vez que me dicen eso, la mierda termina por cubrirme hasta el cuello.
-Las mujeres tendéis a sublimar la realidad…
Respondió con indiferencia, sin dejar de ojear la revista, y perdí
los estribos:
-¡La próxima vez que insinúes que soy maricón, te abro en canal, maldito gordo, cerdo, cabrón, hijo de puta!
Muy bien… has hecho lo correcto. Has picado y te has puesto
delante de un mastodonte para que te aplaste. Por primera vez me miró a la cara.
Clavó sus ojos azules en los míos…
¿Estaba sonriendo?
-Anda, vamos a mi despacho… Jacobo.