VIII

-¡JA!

El Oso, dejó caer sus anchas espaldas sobre el sillón de cuero

burdeos, que presidía la gran mesa de su despacho ante los serios semblantes de sus dos eclesiásticos interlocutores, con una carcajada y una mirada que denotaba lo que pensaba sobre la petición que sus paternidades habían realizado.

-Estáis completamente locos. El vino de misa se os ha subido a la cabeza o el alcohol con el que lo adulteran es de mala calidad… Deberíais decirle al intendente de la Roca que cambie de proveedor o que deje de comprar de estraperlo.

-No hablamos en broma, Oso.

El semblante del jesuita con cara de topo, era más cercano a un rictus mortis que a una cara viva.

-Tenemos indicios de que ha sido encontrado un importante documento arcano y, como comprenderás, es fundamental, para la Orden, saber si oculta algún tipo de información relevante para…

-¡Para así ocultarlo al resto de los mortales!

El Oso lo interrumpió, preso por la ira, con un seco golpe sobre

la mesa, tras el que recobró la compostura.

-Por el amor de Dios, Judas… los clérigos sois ratas de cloaca… sois peor que eso, sois…

-No te consiento que hables así.

El fraile de cabellos plateados, cortó al Oso secamente mientras lo miraba por encima de las gafas, esbozando una apretada sonrisa que no tenía nada de cómica, que hizo que el Oso perdiese los estribos definitivamente.

-¡Hablo como me sale de los cojones!

El grito trocó en amenaza.

-Te recuerdo, fraile, que estáis bajo mi techo…

El jesuita de la media melena gris volvió a interrumpir al Oso,

clavando sus pardos ojos en los ojos azules de éste, como un viejo lobo que, amenazante, enseña los dientes gruñendo:

-Y yo, que te diriges a dos Altos Ejecutores del Santo Oficio…

El Oso replicó tajante, sin amedrentarse en lo más mínimo,

apoyando las manos sobre la gran mesa y tensando cada uno de los músculos de su cuerpo:

-No me amenaces, Reynolds…

-¡Ya basta!

La voz sibilante del fraile de los ojos de topo, se impuso sobre las de los otros dos con total calma. El Oso lo miró entrecerrando los ojos, mas el fraile le sostuvo la mirada, sin inmutar su serio rictus, hasta que el Oso se sentó lentamente con los ojos clavados en los del clérigo de cabellos argentinos

.

El fraile de los ojos de topo continuó hablando:

-Hemos venido a pedirte ayuda, Oso. Te hemos dado toda la

información que poseemos, tanto Reynolds como yo mismo, cosa que nos ha sido prohibida, directamente, por el mismísimo Alto Inquisidor. Y tan sólo lo hemos hecho por la amistad que nos une a los tres. Tú decides si nos la prestas o no. Lo que suceda con el Documento, no nos incumbe ni a nosotros ni a ti.

El Oso vaciló un momento.

 Encendió un cigarro.

Le tendió la caja a Reynolds primero, que tomó uno y lo encendió, y luego a su compañero, que declinó la oferta.

Con la mirada como perdida, dijo como para sí:

-Puto Greenman…

Y saliendo de su ensoñación preguntó:

-¿Cuánto pagáis?

El fraile de los ojos de topo no dudó un segundo:

-Pon tú mismo el precio. No te cortes un pelo si no quieres. Las arcas del Santo Oficio están bien repletas y no quieren escatimar en lo más mínimo en este asunto.

Tras dar una profunda calada al cigarrillo y, exhalando el humo

ruidosamente, el fraile de la media melena gris, que miraba al techo con el brazo izquierdo colgando entre las piernas, y con el que portaba el cigarro, apoyado sobre el codo en la mesa, dijo:

-Sángralos bien… que sufran…

El Oso, cambió rápidamente de interlocutor, y miró al fraile de

la media melena gris, que seguía inmutable en la misma posición, levantando la ceja de su ojo izquierdo, al tiempo que esbozaba una leve sonrisa diciendo:

-Veo que aún defiendes la pobreza de la Iglesia, Reynolds.

Sonrió meneando la cabeza.

- No cambiarás en tu puta vida…

Reynolds, soltó una risita entre dientes y, mirando al Oso a los

ojos, dijo:

-Supongo que, con los años, uno se vuelve más luz entre la tiniebla, si esta no te consume.

El Oso contestó:

-El Faro del Universo…

-El Faro del Universo.

Repitieron los tres al unísono, echándose a reír.