Capítulo 6
El cartel con la palabra CLAUSURADO se extendía a todo lo largo de las vidrieras que daban a calle Corin. Del lado de Theroy, las ventanas habían sido tapiadas con tablones de madera pintados de manera burda de un rojo que se descascaró a los pocos días. En la puerta de hoja doble de la entrada se había puesto un candado de enormes proporciones que unía los extremos de una cadena enrollada con varias vueltas en los picaportes. Ninguna luz se traslucía al exterior. El restaurante Y/Z había cerrado sus puertas aunque se decía que sus dueños pronto abrirían en otra zona de Pearce’s Valley. Eso poco le importaba a los cinco autoconvocados que esa noche tenían decidido entrar a la fuerza al establecimiento. No para robar lo que quedara de valor en el interior. Sus propósitos eran presenciar el fenómeno que había motivado el cierre del local y que la policía junto con otros peritos de diferentes especialidades había ido a investigar sin que los resultados oficiales salieran a la luz. Eso no impidió que una ola de rumores acerca de lo que había ocurrido allí dentro una mañana como cualquier otra, atizara la imaginación de aquellos para los que la superstición no era un modo de pensamiento en desuso, sino desplazado a las sombras por una nueva convención mental subordinada a las limitaciones de los sentidos y de los inventos que actuaban como extensiones de los mismos. Tres de esos cinco habían estado esa mañana cuando una explosión de sangre y dinero tiñó casi todo el restaurante, incluyendo la comida que había servida en algunas mesas, los clientes que estaban allí y los empleados que no pudieron llevar a cabo ningún protocolo de evacuación, ya que un baño de sangre y la apertura de un portal que contenía un ser en su interior no estaban incluidos en el manual de contingencias que todos habían leído. Una de esas empleadas formaba el quinteto de ese momento. Gillian, que no había tenido problemas en soltar al pequeño Charlie en casa de sus padres dos horas antes de reunirse con sus compañeros invasores, había presenciado el espectáculo desde la primera fila y les había asegurado a todos que el ser en el portal era lo de menos. Allí también había gente y otro lugar al que se podía tener acceso si uno atravesaba ese óvalo abierto en el vacío. Por supuesto se había guardado la información que más valor tenía para ella. Antes de la explosión, Gillian había atisbado una escena que la hubiese hecho llorar si enseguida no se hubiera sucedido la explosión. Era algo personal, un episodio que la incumbía a ella sola. Era su casa, pero no el apartamento en el que vivía ahora, donde la humedad ocupaba un porcentaje de espacio mayor que el oxígeno, sino una casa con cortinas azules que ondeaban por la brisa que entraba de forma alternada por las ventanas. Todo el living ocupaba el total de metros cuadrado que tenía su actual departamento. Había una biblioteca repleta de libros que cubría una pared entera y cada objeto del interior parecía recién sacado de sus empaques. Una casa próspera, con una cocina amplia como las que salen en esos programas de televisión. Su guardarropa tenía una gran variedad de prendas para diferentes ocasiones y nada estaba fuera de lugar. Pero en ese instante que duró la visión también notó la ausencia de Oscar, el padre de Charlie. Allí no había ningún hombre, ni tampoco un hijo. La luz que iluminaba la casa no provenía de ningún aparato eléctrico. Era la del sol que se filtraba por otras ventanas donde las cortinas estaban recogidas con un listón también azul. Todo estaba limpio, todo estaba en orden, incluso su vida estaba muy lejos de ese restaurante y del oficio de mesera. Más tarde, Gillian había pensado que si la explosión de sangre no se hubiese producido, nada le hubiera impedido zambullirse en ese óvalo a pesar de que su cuerpo hubiese quedado atascado en el intento.
Un coche patrulla pasó por Corin y los cinco se escondieron detrás de una hilera de autos estacionados. Uno de ellos, el más grande que Gillian había visto por primera vez vestido con un mono de fontanero, había traído las pinzas para cortar la cadena. No fue un trabajo fácil dado el grosor del metal, pero era la manera menos ruidosa para llamar la atención del vecindario. Una vez adentro, trabaron las puertas y con las linternas encendidas, Gillian los llevó hasta donde había estado la mesa que luego de tener al señor Collins como último cliente terminó partida a la mitad. Era el único lugar donde la avalancha de sangre no había llegado y por consiguiente la sangre había dejado un círculo sinuoso que marcaba el sitio donde había estado la mesa. La sangre había sido limpiada pero no en profundidad. Era seguro que, ante la clausura del local, los dueños hubiesen decidido dejar el trabajo por la mitad. A Gillian le resultó oportuno ese círculo porque lo usaría como delimitación entre el portal y los presentes.
—Fue aquí donde ocurrió —dijo Norman, el fontanero todavía tenía las pinzas asidas con las dos manos como si se dispusiera a cortar otra vez—. Gillian, ¿qué dijiste que debíamos hacer? ¿Colocar dinero en este lugar?
—Si esa cosa es peligrosa, debemos asegurarnos que no llegue a nosotros —dijo Sal, otro de los clientes que había visto formarse el óvalo de la nada misma—. Si es una puerta a otro mundo, deseo poder llegar al otro lado y no quedar varado en el medio.
—Con ese peso, dudo mucho de que puedas meter algo más que tu cabeza —dijo Fred, el más joven de todos, que había decido unirse a los aventureros en vez de informarles a sus padres que otra vez había abandonado la universidad.
—¿Qué tal si empiezas tu vida en otro mundo con un ojo morado, idiota? —amenazó Sal, adelantando el pecho para parecer más rudo, pero el único efecto que produjo fue una risa a punto de desbordarse por los labios de Fred.
—Si nos tratamos mal, seguro que no nos espera nada bueno allí —dijo Matilde, una mujer con extrañas creencias religiosas, amiga de Gillian que se había unido al grupo con la esperanza de dejar este valle de lágrimas y aparecer en alguna versión del paraíso.
—Mat, habíamos acordado en no lanzarnos con preconceptos hacia ese agujero —dijo Gillian—. No sabemos hacia dónde va ni qué es. Todos los que estamos aquí, estamos arriesgando nuestras vidas.
—Como quien dice, estamos apostando todas nuestras fichas a un solo número.
—¿Quién dice eso, Norman? —preguntó Fred con un tono que anticipaba un sarcasmo.
Norman no respondió, pero miró a Fred como si el muchacho fuera una plaga y el tuviese en ese momento, los instrumentos para erradicarla.
—Ahora colocaré estos billetes en el centro de ese círculo y esperaremos —anunció Gillian ante la mirada de aprobación de todos—. No sabemos qué otra cosa hacer más que repetir las mismas acciones que provocaron su aparición.
Tres billetes de veinte dólares fueron depositados con cuidado en el sitio que había ocupado la mesa. Los cinco se dispusieron alrededor de la zona sin sangre y aguardaron con las manos cruzadas y los ojos tan atentos al dinero que los haces de luz que provenían de las linternas no iluminaban más que ese lugar. Detrás, las sombras se volvieron más espesas, como si una espuma negra fuese ganando cada vez más tamaño dentro del Y/Z.
La sangre se heló en las venas de todos cuando oyeron, proveniente del sector de la cocina, un pausado taconeo que se detuvo a pocos metros de ellos. El único que se animó a mover la linterna en esa dirección fue Norman y casi enseguida lo imitaron los otros. Una figura cubierta con lo que parecía un piloto se erguía con una mano extendida hacia delante. El rostro perforado por cinco haces de luz se ocultó detrás de la otra mano. Tenía el cabello peinado hacia atrás y sobre los hombros, unas correas que bien podrían ser de una mochila.
—¿Quién eres? —preguntó Norman con una voz grave para darle autoridad a sus palabras.
—Dejen de encandilarme, maldita sea —se quejó el hombre.
—No hasta que nos digas quien eres y qué haces aquí —respondió Gillian haciendo un gesto a todos para que no apartaran las linternas.
—John, soy John. Saquen esas endemoniadas luces de mi rostro.
Gillian fue la única en reconocerlo. Asintió para que todos bajaran las linternas, con excepción de la de ella que permaneció apuntando el rostro del hombre para asegurarse de que era quién decía ser.
—¿John Feraud? —preguntó entrecerrando los ojos y caminando hacia él—. ¿Eres tú?
—Ya basta Gillian. Soy yo, entré antes que ustedes. Pensé que eran los dueños o la policía. Por eso me oculté.
John llevaba puesto un piloto gris y detrás de la cabeza, colgaba una capucha en la que fácilmente podrían entrar tres cabezas.
—¿Qué carajos haces aquí?
—¿Qué carajos hacen ustedes aquí? —contraatacó John, mirando con detenimiento a los otros pero la oscuridad y la poca luz en su contra no le revelaron nada.
—¿Puedes decirnos quién es tu amigo, Gillian? —preguntó Sal con una urgencia en su tono de voz.
—Es John Feraud. El tipo al que reemplace ese día. El que sufrió el accidente cuando el vidrio casi penetró en su cerebro.
—¿Eres el maldito que casi queda estúpido? —preguntó Fred, atravesando los ojos de John con su linterna.
—Hijo de puta —se quejó John y caminó hasta Fred, para arrebatarle la linterna.
—Devuélveme eso —ordenó Fred—. ¿Estás loco o qué?
John se dio media vuelta y lanzó la linterna de Fred hacia las profundidades del restaurante. Se escuchó cómo rebotaba dos veces antes de rodar y detenerse.
—¡Hey! —exclamó Fred, empujando a John, quien dio dos pasos tambaleándose hacia atrás y luego se impulsó para dar un puñetazo a Fred. El muchacho perdió el equilibrio y cayó de costado sobre el suelo.
—¡Basta ya! —se enfadó Gillian. Sal y Norman sonreían al ver a Fred con la mano en la mandíbula, mirando con ojos inyectados de furia a John.
Matilde le tendió sus manos al muchacho, pero este las apartó antes de ponerse de pie.
—John, es mejor que te vayas a tu casa —dijo Gillian—. Mira, no sé cómo es que entraste aquí pero lo que vamos a hacer no te involucra. Vete y por favor no digas nada acerca de nosotros, pase lo que pase.
—Primero, entré por el techo. Hay un agujero cubierto por una chapa por el que puede caber un hombre. Levanté la chapa y caí dentro de la buhardilla. Segundo, esto me compete tanto como a ustedes y si vamos al caso, yo lo vi antes.
Todos se miraron sin decirse nada. Gillian sopesó algunos pensamientos en su mente y luego se ubicó alrededor del círculo, en el mismo lugar que había ocupado antes de la interrupción de John.
—O sea que dejamos que este imbécil se quede —afirmó Fred.
Ante el silencio de todos, observando cómo cada uno volvía a su puesto, Fred escupió sangre sobre el zapato de John y luego siguió a los otros.
—No estaría aquí —confesó John, haciéndose un lugar entre Gillian y Sal—, si no hubiese sido por la segunda aparición de esa …puerta. Lo que leí en las noticias, me armó de valor para volver a este sitio y tratar de verlo de nuevo. No sé qué planes tendrán ustedes. Pero yo vi algo más además de esa cosa que está allí dentro. Algo así como una posibilidad que me aguardaba. Un lugar que mejoraría mi vida. Tal vez estoy loco, pero necesito que esa brecha del vacío se produzca de nuevo.
—Estamos aquí para saltar, amigo —dijo Norman, mirando con seriedad a John para asegurarse de que sus palabras no se tomaran a la ligera—. Tres de nosotros vimos también algo que fue suficiente para que estemos aquí arriesgando nuestras vidas.
—¿Qué cosa vieron? —preguntó John.
—Pongámoslo de esta manera —intervino Sal—. Si por casualidad se abre una puerta que no creías que estaba ahí y del otro lado hay un salón lleno de oro y artefactos de un valor incalculable. Pero sabes que hay un dragón merodeando, ¿qué haces?
John no respondió. Pensó en la pregunta mientras encontraba la misma respuesta en el rostro de todos, aún en el de Fred, teñido de rencor hacia él.
—¿Hacia dónde saltaremos? —pensó John, pero involuntariamente la pregunta se había pronunciado perfectamente para los otros.