Capítulo 14

Por supuesto, esos seis meses habían sido productivos para la escritora de ciencia ficción que en otra dimensión temporal había sido una mercenaria del mundo del texto motivacional. Samantha había empezado a dar forma a una historia que giraba en torno a la vida de los cuatro viajeros. Y un mes después de lo ocurrido, le pidió a su fiel agente Tate que la pusiera en contacto con ellos dondequiera que se encontraran. Tate le advirtió que esos acercamientos podrían alterar aún más a las autoridades que se devanaban los sesos para hacerse con la propiedad de Polson. Pero Samantha dijo que un trabajo de rutina para un escritor como la recopilación de datos no podría ser considerado un delito y que pensaba que los viajeros estarían encantados de verla ya que ella como John eran los más adecuados para brindarles respuestas acerca de lo que les había ocurrido. Tate no objetó nada más después de que su cliente le aseguró que su billetera estaría más abultada después de aquel servicio. Tate era una profesional muy destacada, con una cartera de clientes que era la envidia de todo agente literario en la época del e-book y la autopublicación. Samantha Polson era su escritora número uno y para conservarla había accedido a conducir un circo de granja que justo ese día también contaba con una elefante, a pesar de que ella no conocía ningún granjero que criara elefantes. Y ahora era una víctima más de las memorias atemporales que se barajaban en su mente y que pertenecían a otras Tates en otros tiempos que habían caducado en el mundo real pero no en su mente. Al menos creía que tenía un fuerte carácter para soportar una adversidad que acababa con muchas vidas en todo el mundo. Se consideraba una afortunada, una guerrera que terminaría con todos los tornillos sueltos antes de quitarse la vida para abandonar lo único que creía saber hacer muy bien, esto es, promocionar autores. Sin embargo, en el fondo sabía que acabaría como los otros cuando ya no le quedara ningún rincón en el que esconderse. Tate cumplió con su parte. Y la primera visita de Samantha fue a Matilde, una mujer que no había terminado con una camisa de fuerza porque fue adoptada por el mundo extravagante de la televisión por cable. Matilde se había recuperado como los otros cuatro viajeros que llegaron en pésimas condiciones. Su cuerpo marchito, donde la descomposición había actuado antes de que la persona pasara a mejor vida, había ido recuperándose y adquiriendo el estado de un cuerpo sano sin más motivos aparentes que el tiempo. Antes de que los médicos debatieran cuál era la mejor manera de lidiar con la salud de alguien que por toda apariencia externa e interna daba los signos de un cadáver, el color de la piel y el funcionamiento de los órganos habían recobrado su condición normal y lo único que necesitaron de parte del hospital fue una buena dosis de alimento intravenoso durante una semana que fue el tiempo que les llevó despertar al mundo de los vivos.

Matilde se había convertido en una sensación no solo por ser una viajera del tiempo sino por sus extrañas ideas acerca de la criatura que había visto y el lugar en el que había estado que para ella no era otro que Persépolis, un lugar donde la sabiduría, los placeres y la buena compañía amparaba a aquellos que buscaban alcanzar un mayor grado en el perfeccionamiento de sus almas. En dos meses, la religión de Matilde había atraído a miles de seguidores que a través de las redes y en persona se reunían para intercambiar sus deseos, sueños y dudas acerca de cómo serían sus vidas cuando llegaran a Persépolis. Fue en una de esas giras que Tate contactó con ella y la mujer aceptó viajar a Pearce’s Valley para entrevistarse con Samantha sin siquiera mediar ninguna negociación. Tate se guardó para sí misma el hecho de que había escuchado en Matilde un tono de prisa, como si quisiera decir todo antes de que se acabase el tiempo o antes de que llegara alguien que no quería que se enterase de esa conversación. También había cierta tensión en lo que decía, palabras que gritaban por detrás en el código de alguien aterido de miedo.

La cita fue en casa de Tate, por razones que Samantha entendía muy bien y que Dixie intuyó, viniendo de Tate la idea.

En una oficina de paredes de madera con relieves, macetas de helechos dispuestas en cada ángulo y amplias ventanas que daban a un jardín desde el que se podía ver un sapo bebiendo la sombra de una fuente con un buda en el medio, Samantha había abierto una netbook pequeña sobre su falda, y Matilde, vestida con la discreción de una mujer que saldría a dar un paseo dominical algunas décadas atrás, reflejaba una tristeza indefinida en un rostro que si bien era joven, había perdido la lozanía de alguien de su edad.

—He seguido perfectamente su relato de Persépolis, Evan y la mujer de la piscina que le ofreció el vino. Pero ¿después? —Samantha hablaba mientras releía sus propias palabras en el procesador de textos.

—No puedo hablarle con seguridad de lo que ocurrió luego —dijo Matilde—. Pero antes de despertar en el hospital de este tiempo, supe que ella me dio algo.

—¿La mujer de la piscina?

—Algo trepó por mi interior —los ojos de Matilde brillaban sumidos en un horizonte invisible—. Era su luz. La fuerza de su sabiduría. Ella me convirtió en una ciudadana de Persépolis con esa bebida.

Pero a continuación, Matilde no recordó el vino, ni la luz, ni la mujer exuberante de la piscina. Sino otra cosa, aquello que buscaba a toda costa omitir en su relato. El insecto que escarbaba en su garganta en dirección a su cerebro. Sus finas y filosas garras que la atravesaban sin producirle un dolor físico pero sí una horrible sensación de desolación, de pérdida definitiva. Una angustia que la inundó dejándola muda ante una oscuridad que la había conquistado. Cuando ese insecto se instaló en donde ella creía que nadie más que ella podía acceder, Matilde cerró los ojos y se aferró a la metáfora del premio ganado por alcanzar la gran Persépolis.

—Hum, Matilde ¿te encuentras bien? —preguntó Samantha, sacando sus dedos del teclado y poniéndose de pie.

—¿Qué? —Matilde escapó de su interior y se dio cuenta de que tenía lágrimas en las mejillas. Algunas ya habían aterrizado sobre su vestido azul con flores del mismo color pero con un matiz más tenue.

—No, no es nada —se apresuró a contestar enseguida—. Es que lo recuerdo tan bien que…

—Entiendo, entiendo —dijo Samantha ofreciéndole una caja con pañuelos tisúes que había en el escritorio de Tate.

Matilde se puso de pie de repente. No aceptó los pañuelos y su expresión había cambiado hacia el desprecio y un disgusto que estaba concentrado en Samantha.

—¿Ustedes creen que nos ayudaron, no? —sulfuró Matilde señalando con el dedo a Samantha.

—¿Qué estás…

—Tú y ese doctor de lo paranormal de tu amigo… Creen que realmente hicieron algo por nosotros al sacarnos de aquel mundo.

—Nosotros no los sacamos, Matilde —se defendió Samantha—. Lo único que hicimos fue esperarlos…

—No saben lo que dicen, ni tú ni él. Creen conocer los secretos de Persépolis pero no son dignos de ver ese lugar. Es culpa de ustedes que tuve que dejar esa ciudad a la que pertenezco por derecho. Ahora estoy aquí en un tiempo donde la corrupción se ha adueñado de más personas que en mi tiempo. Ustedes me arrastraron de nuevo a esta cloaca y encima quieres obtener un beneficio económico de tus acciones ruines.

—Mire, señora, ¿por qué no se calma un momento? Creo que si me deja explicarle los descubrimientos que ha llevado a cabo John…

—Ningún descubrimiento, ustedes no saben nada —Matilde se llevó una mano a los ojos y caminó vacilante hacia la ventana que daba al jardín. Estaba temblando y su voz flaqueaba hasta volverse muy fina, pero Samantha no sabía si a causa de la rabia o las lágrimas que se agolpaban en su interior.

Así permaneció de espaldas a Samantha hasta que su respiración se suavizó y sus brazos se relajaron a ambos lados de su cuerpo. Luego de un rato, Samantha le habló pero ella no respondió. Le tocó un hombro y a esa distancia se dio cuenta de algo que no pudo creer. Matilde estaba durmiendo parada y antes de que Samantha soltara una risa y llamara a Tate, percibió que alguien se movía a su alrededor, dentro de la oficina.

No pudo ver nada en concreto, pero sabía que no se trataba de alguien o algo familiar. No creyó tampoco que si aquello se hiciese visible pudiera reconocerlo de ninguna manera. La percepción de algo que estaba saltando y escondiéndose detrás de ella era todo lo que podía obtener. Entonces, del otro lado de la ventana, el jardín había recibido un visitante. Un hombre con un traje marrón y unos lentes de fino marco negro estaba sentado algo encorvado sobre un banco de madera a la derecha de la fuente. Samantha podía verlo de perfil. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás pero unos mechones se curvaban en su frente. Sobre su regazo tenía un libro abierto y estaba leyéndolo y se acomodaba con frecuencia los lentes sobre el puente de la nariz. Ella ahogó un grito. Era su padre. Y no estaba solo. Emergiendo por otro ángulo del jardín, una niña vestida con un abrigo de lana roja que casi le llegaba a los pies tenía en sus manos el sapo que Tate permitía habitar allí.

—No puedo creerlo —dijo Samantha. Matilde tenía los ojos cerrados y su boca estaba arrugada en un nudo de repugnancia—. Soy yo de pequeña y mi padre…

Samantha dio tres golpes con el nudillo de su mano contra el cristal de la ventana para llamar la atención de los que estaban afuera. Enseguida, la niña volvió los ojos hacia ella y sus labios se separaron para formar una O casi perfecta. El sapo saltó de su mano y rebotó hasta quedar bajo la sombra de la fuente.

—Hay una mujer allí, papá —dijo la pequeña Samantha señalando la ventana.

Su padre la observó como alguien que ya esperaba que ese encuentro sucediera pero que no quería que la niña se diera cuenta. Samantha al saber que su presencia se había notado saludó a su padre al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. Sin embargo, la erupción de alegría se cortó con brusquedad al ver que su padre negaba con la cabeza y le decía con gestos que permaneciera donde estaba, más claro que si lo hubiese expresado con palabras.

Matilde emitió unos gruñidos mezclados con palabras a medias que no tenían ningún sentido. Haciendo un esfuerzo por soltarse de la emoción que le despertaba ver con vida a su padre a tan pocos pasos, Samantha se figuró que lo que veía no era producto de un milagro sino de esa presencia que rondaba a su alrededor. Justo en ese momento alguien llamó a la puerta de la oficina. Debía ser Tate. ¿Qué diría su agente cuando supiera que en su patio estaba el fantasma de su padre y una versión antigua de su cliente?

Abrió la puerta. Su mano agarró trémula el picaporte. Una gota de sudor frío le descendió detrás de la oreja. No era Tate y lo que había detrás del hombre con casco amarillo de seguridad tampoco era la casa de Tate, sino un vacío atravesado por kilómetros y kilómetros de tubos blancos o túneles que parecían no tener principio ni fin.

—Disculpe la molestia, señora —dijo el hombre del casco amarillo extendiéndole unas hojas sujetas a un portapapeles—, pero necesito que firme estas formas para poder iniciar el nuevo anexo de carreteras que acortará las distancias y favorecerá la economía.

Samantha no respondió. Se había quedado muda al ver el nuevo escenario frente a ella. El hombre hizo un gesto de impaciencia y dio unos golpecitos con el índice sobre las hojas que ella todavía no había hecho el favor de firmar.

—Matilde, ¿tú estás haciendo esto? —preguntó Samantha volviéndose hacia la viajera del tiempo que continuaba en su sueño gallináceo.

—Señora, estamos con prisa —aseguró el hombre alzando la voz en un tono de reproche—, ni siquiera tiene que poner su nombre y apellido. Cualquier signo bastará.

En la ventana estaba su padre con las dos manos apoyadas en el cristal y su hija pegado a él, atónita ante la visión de Samantha. Él le estaba diciendo algo pero no alcanzaba a oírlo. Se apresuró hasta el vidrio pero antes de poner sus manos contra las de su padre, se detuvo en seco y gritó de espanto. Detrás, lo que había sido el sapo del jardín había crecido de un modo descomunal. Estaba de frente, tan grande como el elefante con el que Dixie había adosado una de sus funciones. La línea de su boca se curvaba abarcando tres metros de extensión. Una boca que podría tragar cinco humanos a la vez. Una boca que no se conformaría con insectos. Su padre no lo notaba o no le importaba. Él seguía repitiéndole algo que no podía escuchar. Samantha pequeña tampoco se giraba para ver aquella bestia antinatural que podría engullirlos en cualquier momento. Ella le señaló lo que había detrás pero su padre persistía en querer comunicarle algo. Finalmente ella se acercó hasta quedar pegada al cristal. Muy cerca pudo advertir esos detalles del rostro de su padre que había olvidado. Los rastros de su barba en algunos lugares más crecidos que en otros, el tamaño que adquirían sus ojos detrás del aumento de los lentes, los tendones de su cuello marcados cuando decía algo que realmente a él le parecía importante. Sus dientes, tan pequeños abajo y tan grandes arriba. No podía ser que estuviera allí, donde quiera que fuese aquel lugar.

—Despiértala, Sammy —la voz de su padre llegaba tan poco nítida que Samantha creyó que se volvía sorda—. Despiértala ahora.

Tate seguía en la misma postura. Sus ojos cerrados y su respiración tranquila hacían evidente que su siesta no había llegado a su fin.

Cuando se proponía hacer lo que su padre le pedía, algo tembló debajo de ella. No era más que el piso, cuyos cerámicos estaban desapareciendo como casillas de un juego de mesa que alguien descalzara desde abajo. Por el hueco que iban dejando los mosaicos, Samantha podía ver el vacío con los túneles blancos que había visto fuera de la oficina de Tate. Su padre ahora señalaba a Matilde y la apuraba a despertarla. El sapo tenía la boca abierta. Una grotesca abertura en forma de arco, con una lengua que asomaba como la cresta de un sol bañado en una baba brillante que se removía lentamente en cada sitio de esa caverna viviente.

—Papá —sollozó Samantha—, hay un sapo detrás de ti…

Y su voz no pudo continuar. A su padre no le interesaba otra cosa que Matilde y su resistencia a despertarse. En cambio, la pequeña Samantha empezó a dar alaridos al ver lo que le esperaba detrás. En vano trató de que su padre hiciera algo contra aquella horrenda criatura. Él solo quería que su hija del otro lado del cristal, hiciera una sola cosa. Samantha perdió el equilibrio y casi cayó al suelo cuando el mosaico donde apoyaba el pie derecho fue absorbido por el vacío.

—¿Ve lo que pasa cuando no se decide a participar de las obras de uso público? —la riñó el hombre del casco amarillo—. Ande, todavía podemos hacer algo con su oficina si nos da su firma aquí.

Pero Samantha no hizo tal cosa. Sin embargo, agarró los cabellos de Matilde con una mano y sacudió su cabeza con tal fuerza que casi le arranca el cuero cabelludo.

Matilde abrió los ojos como platos y gimió cuando sintió el dolor que Samantha le estaba infligiendo a su inocente cabeza.

—¿Qué estás haciendo, por Dios? —Matilde quiso alejarse antes de que Samantha la soltara y el cabello se estiró tanto que sintió la frente más arriba de lo normal.

—Perdóname, pero la cosa del portal estuvo aquí mientras te echabas una siestecita.

—No hay ninguna cosa del portal. Es todo un invento tuyo. Para eso me has hecho venir aquí. Para dormirme y usarme como conejillo de indias para uno de tus estúpidas novelas.

Matilde estaba ciega y sorda a cualquier explicación que Samantha pudiese darle. Tomó el saco del perchero, se arregló su cabello y salió de la oficina de Tate, pidiendo a gritos que la dejaran salir de aquel endemoniado lugar. Ni siquiera dijo ni quiso oír nada de Tate que la seguía por detrás como alguien que recogiese la mugre que fuese dejando de camino. Y así había terminado su primera entrevista con uno de los viajeros. Samantha no dejó de mirar el jardín en busca de algún rastro de impresión de su padre, pero allí no había nada más que un buda con la sonrisa de alguien que se ha saciado de una sabrosa comida y un sapo que dormitaba bajo la sombra de la fuente. El corazón de Samantha siguió latiendo con fuerza durante varias horas después del incidente.