Capítulo 26

No te quedes dormida al volante, se decía Gilian mientras sus manos lo aferraban como si este fuese un animal temeroso al que no le agradara el contacto humano y tratara de escurrírsele. Esa criatura no la había descubierto, de lo contrario, la detendría antes de que pudiera poner un pie fuera de su casa. Theresa, la mujer del oldsmobile, que no era otra cosa que la forma que la entidad adoptaba en su universo mental, no lo había sospechado cuando ella abandonó el descanso de su habitación. Había hablado con Theresa antes de quedarse dormida. Una palabra que no calaba dentro de aquel mundo. Aunque pensándolo bien, ¿quién no ha despertado a veces de un sueño para encontrarse en otro? Si hay niveles de realidad, ¿por qué no los habría de sueño? La pregunta era. ¿Lo sabía eso la criatura? Por lo que podía conjeturar, el ser podía hacerse pasar por un ser humano erudito si viviera en la dimensión real, bueno, la que comúnmente se conoce como real. Había aprendido en muy poco tiempo todo lo que alguien pudiera saber de la cultura y el conocimiento humano a través de hurgar en los universos mentales de sus anfitriones. Si Gillian había olvidado las lecturas de un manual de historia durante noches de estudio en el primer año de la prepa, la entidad tenía tan fresca aquella información que podía recitar cada fragmento de lo leído por ella sin titubear. Después de todo, era una criatura que Gillian llamaba «de naturaleza mental». Y a través de sus túneles, entrando en sitios de su mente que para ella misma se mantenían en la oscuridad, la entidad había absorbido todo. Sin embargo, no era un ser omnisciente, después de todo. Por más que pudiese leer la mente de sus anfitriones, había una manera de impedir que lo hiciera. Cuando lo había intentado, ella pensó que había fracasado. Theresa se limitó a mantener la mirada fija en ella, como una vieja chismosa que intentara sacar las bolsas de basura del vecino afuera para poder hurgar en ellas. Pero después de un rato, sonrió y dijo que volvería a sus asuntos porque las autopistas mentales a veces eran tan extensas que parecían no llegar a ninguna parte. Ese cambio repentino en su disposición hacia ella le llevó a pensar a Gillian que había podido bloquear su mente. Que después de todo, no había quedado desamparada del todo en su propio universo. Lo único que había hecho fue negarse a ser leída. Un solo pensamiento que se repetía una y otra vez. Una idea abstracta que resonaba con la fuerza y la insistencia de un martilleo ensordecedor. Creyó que si la hubiera leído entonces hubiera actuado de una forma muy diferente a como lo hizo. No se hubiera marchado para ocuparse de sus dichosas autopistas, sino que le hubiese dedicado algunas palabras que indicaran su poder sobre ella, su vigilancia total. Porque para Gillian era incapaz de andarse con subterfugios cuando se trataba de alardear de su superioridad. Había pasado toda su existencia siendo el perro que se alimentaba de las sobras, a ser el gobernante de las sedes de donde se arrojaban esas sobras.

—No te duermas en el volante, estúpida —tomó el café que llevaba en el portavaso.

El automóvil, un honda Fit, gentileza de la editorial a la que hace unas semanas había enviado su manuscrito vía correo electrónico para que comenzara el proceso de edición, tenía tantos botones digitales en el panel, que Gillian se sentía dentro de una nave espacial a punto de despegar si tocaba por equivocación alguno que no debía. En su época, los autos tenían perillas y botones cuadrados y agujas detrás de paneles de cristal circular, que giraban y vibraban. Ahora todo era digital, o táctil. La radio había perdido cobertura o no sabía qué demonios había pasado porque la canción de The tragically hip que estaba escuchando se había vuelto una serie de ruidos de interferencia después de que el cantante terminara la parte de I’m not Cordelia. I will not be there[1]. Y ella solo se concentraba en que sus ojos permanecieran atentos a la calle, a los semáforos y a los peatones. Voluntad. Lo que estaba exprimiendo en ese momento y lo que había usado para cerrarle el acceso a la entidad. Pensó, si ella estaba dentro de su mente, cómo era que continuaba manteniendo una individualidad, una consciencia de estar dentro de su mente. ¿No debería ser un estado pensante puro en vez de ser una consciencia viviendo dentro de su propia consciencia? ¿No debería fundirse con toda su creación en vez de conservar su autonomía, su independencia con respecto a aquella? Esas mismas preguntas la condujeron a intentar la negación contra el ser del portal. Y creía que había funcionado. Por favor, que funcionara. Por eso estaba conduciendo el Honda, intentando permanecer en la dimensión de la vigilia. Para decírselo a John Feraud. Para que él lo utilizara en sus estudios con toda esa tecnología que le servía para entender algo más sobre la forma de vida parasitaria que buscaba expandirse a través del nivel mental de los seres humanos. Por supuesto, esto lo había pensado antes de salir en el auto y de un modo tan rápido y cortante que daba la sensación de no pensarlo realmente. Pero era para que la entidad no la leyera, para que no supiera lo que estaba por hacer. Creía que después de impedirle la lectura de su mente no se había marchado a ocuparse de sus tareas de ingeniería civil, sino que estaba escudriñándola, muy de cerca, sin llamar la atención para descubrir por qué le había impedido leerla, ¿como un desafío, como una burla o porque tramaba algo en su contra?

El pedal del freno se hundió y el cinturón de seguridad evitó que su cabeza se estrellara contra el parabrisas. Era un semáforo y estuvo a punto de cruzarlo en rojo, frente a una patrulla de policía que estaba en la esquina perpendicular a la de ella. Después de eso, intentó no traer ningún pensamiento de lo que iba a hacer hasta que hubiese completado las cinco cuadras que le restaban para llegar al apartamento donde vivía el exdoctor Feraud. Cuando descendió del auto y cerró los ojos para soltar un resoplido de caldera hirviendo, vio que el nudo de los túneles blancos donde se hallaba el universo al que ella regresaba cada vez que dormía, se agitaba con cientos de bultos y abolladuras que convertían ese sector en un huevo blando a punto de estallar. Sabía que Theresa estaba revolviendo los lugares donde ella había estado en las permanentes vacaciones que llevaba allí intentando dar con la razón de no haber podido atravesar la barrera de un universo que creía controlar con toda seguridad. Volvió a abrir los ojos y las puertas de vidrio, que daban acceso a los hogares verticales de cientos de personas, estaban abiertas en ese momento. El portero estaba afuera con una escoba de paja, juntando la mierda de un perro que no había hallado un lugar mejor para liberarse de su carga adicional. Antes de tocar el timbre, el portero la miró como quien se encuentra con un ser de lo más inoportuno y le preguntó a quién buscaba. Pero enseguida, su semblante cambió a uno de sorpresa y excitación constreñida.

—¿Es usted la mujer esa del portal? —su voz era la de un niño asustado que estuviera a punto de llorar.

Algo grotesco, que para Gillian solo podía deberse a que ese portal no había traído más que desgracias a la vida de aquel tipo.

—Vengo a ver al doc… a John Feraud.

Pero el portero no le contestó. La miró por unos segundos más, eternos segundos auspiciados por una mirada de desasosiego y entró con su escoba, su palita y la mierda del perro al edificio, dándole con la puerta de vidrio en las narices. No tuvo más que presionar el botón con el número y la letra que John le había indicado.