Capítulo 30

Después de que Samantha y Tate abandonaran el departamento, los dos John y KillerMonkey se pusieron manos a la obra. Este último se tomó una taza de café bien cargada y usó el baño para una evacuación causada por la ansiedad. Ambos John tenían que quedar dormidos con el menor margen de diferencia posible. Con muchos ceros antes del resto de los números decimales. De esa unanimidad de la llegada a la dimensión mental dependía el inicio del plan y por lo tanto todo el resto. La no tan grata despedida de Samantha había generado un efecto de permanente intranquilidad en el ánimo de John, llenando su mente de boicots sobre el deseado y respaldado desarrollo de su plan de exterminio de la entidad. Por eso no había que dejar pasar un minuto más. Sentados en sendos sillones dispuestos juntos en el vestíbulo, los dos John cronometraron el momento en que sus ojos dejaron de moverse para permanecer fijos en algún punto detrás de KillerMonkey que estaba rígido para impedir que cualquier movimiento desviara la atención de los otros dos. El tic-tac del reloj de la pared se repitió tantas veces que en la cabeza de KillerMonkey había desaparecido todo, excepto esa hipnótica cadencia. Fue después de que su mano ascendiera para refregarse los ojos que le picaban cuando los dos John desaparecieron del departamento y el tic-tac del reloj se detuvo como si fuese un espasmo de asombro del tiempo mismo. KillerMonkey aguardó en su lugar, esperando que la presencia de la entidad se materializara en cualquier momento, bajo cualquier forma. Pero nada ocurrió durante lo que intuyó como cinco minutos. Acto seguido, salió del departamento y antes de dar otro paso se permitió una pausa para expresar el asombro de encontrarse en un mundo que no era el pasillo del edificio, sino un tubo transparente, como el túnel que conectara dos salas aéreas en alguna estación espacial. El suelo era blanco y parecía estar cubierto de una piel rugosa, parecida al de un gusano monstruoso. Había estrías negras que cruzaban la piel en todas direcciones formando polígonos de todas las formas posibles. A KillerMonkey le daba la impresión que caminaba sobre el lomo de un animal que podía sentir su insignificante peso como un ser humano sentiría las patas de una hormiga moverse mientras se está en reposo. Del otro lado, se podían ver otros túneles, de la misma tonalidad blanco orgánico que el suelo donde él estaba. Era como estar en un acuario, observando a través de los cristales de los estanques, el hábitat de animales desconocidos para él. Ni abajo ni arriba se veía nada más que un vacío desprovisto de cualquier signo de vida. Ni formaciones de tierra, ni indicios de la existencia de un mar ignoto más abajo ni tampoco alguna estela de aire que moviera los pequeños filamentos de pelo que salían de alguna de las protuberancias de los túneles. KillerMonkey miró en las dos direcciones que le ofrecía su túnel y eligió una al azar. Hubiese preferido la interfaz del mundo real. Mejor dicho, esperaba que así fuese. Hasta lo daba por hecho. Pero no se podía quedar haciendo nada mientras los Johns se ocuparan de su parte en el plan.

Por supuesto, no había otro más que él. Sopesó la posibilidad de que el otro John no hubiese podido hacer contacto con la entidad pero enseguida la descartó ya que una parte de su mente, como si funcionara por sí misma, le envió el pensamiento de que estaba allí, y bromeó con que en esa proyección psíquica del cuerpo había espacio para los dos, así que mejor era que no se volviese avaro. Dos mentes en una. Dos tiempos reunidos en el mismo universo mental. Al menos eso había salido como ambos Johns esperaban. Estaban cayendo dando vueltas sobre el entramado inconmensurable de túneles blancos. Mientras descendía, no tocaba ninguno a pesar de que había una posibilidad en cien mil de que eso sucediese. De la vez que John del pasado estuvo ahí, no recordaba que ese no-lugar tuviera tantos túneles. O se habían multiplicado o sus recuerdos se habían falseado desde entonces. Después de un rato de caída libre, atravesaron uno de los nudos, cuya pared forrada de nódulos palpitantes no sufrió ningún quiebre o abertura cuando ingresaron al túnel.

No era el vivero de la tía Annette y el tío Eduard con el que John había imaginado encontrarse, sino la casa de Corin y Theroy. Todavía con algún resto del mobiliario que los dueños del Y/Z habían dejado abandonado para que el nuevo acreedor hiciera lo que le apeteciera con ellos. La única luz del lugar entraba por las grandes ventanas, cuyos postigos estaban abiertos. Una pista recta que unía el suelo con el cristal de una de las ventanas, mostraba cómo millones de partículas de polvo giraban entre ellas. En el lugar que antes ocupaban las mesas de los clientes, había un bulto que parecía estar formado por trapos o la ropa de algún vagabundo. John respiró el aire de mudanza reciente en el aire y de una humedad que afloraba libremente desde algún rincón. Caminó hasta el bulto. Era un cuerpo humano. Estaba en posición fetal, con las dos manos unidas sobre el abdomen. Había sangre a su alrededor que salía de debajo de las manos. Era el chico Fred, que habían hallado muerto después de que los viajeros del portal iniciaran su periplo.

Un muchacho delgado, ahora con la piel hundiéndose en su esqueleto. Sus zapatillas estaban separadas de sus pies por un anillo de vacío. Fred ya no calzaba como antes. Por el aspecto, llevaba muerto demasiado tiempo. Quizás semanas. Sin embargo, el charco de sangre era tan fresco que podía haber empezado a manar de su cuerpo recientemente. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué la entidad había elegido ese escenario en particular? Recorrió la zona donde antes funcionaba la cocina. Se habían llevado todo. Sobre la mesada donde antes los cocineros picaban y trituraban los ingredientes de los platos quedaba un pequeño cenicero con el logo del restaurante. Tenía un montículo de ceniza en su interior y el filtro del cigarrillo algo apelmazado, como si lo hubiesen sumergido en agua. La puerta del baño para empleados estaba abierta y se podía ver el retrete en la penumbra, con la tapa y el asiento levantado. El perfil de una boca sonriente en la oscuridad. El piso superior, que después Louie y Samantha convertirían en dos habitaciones y en el que añadirían un baño más, servía para acumular trastos viejos y cajas de facturas, recibos y archivadores con los legajos de los empleados y una oficina desde donde Yuma y Zerin administraban su negocio. A través del vidrio de la ventana, John distinguió la vieja calle Theroy que continuaba hacia el oeste para salir a la autopista veintitrés que serpenteaba entre colinas y saltaba entre afluentes del río Jackson rumbo a las tierras altas de las montañas. Corin corría hacia el norte hasta una zona de residencias sociales, construidas para las familias con menos recursos gracias a los fondos del Departamento de Planeamiento Civil. John había caminado por esas calles en un tiempo que ya no existía. Le sorprendió ver el tránsito de gente y vehículos como cualquier día laboral de una ciudad que parecía haber rejuvenecido. El cuerpo de Fred le añadía una sensación de olvido al viejo edificio, como si de repente este hubiese sido lanzado a la soledad del espacio exterior, lejos de los recuerdos y pensamientos de cualquier cosa viva. Si pudiese, John quitaría el cuerpo de allí. Lo escondería para volver a ver el edificio como había sido antes de que todo empezara. Entonces lo pensó de otro modo. El cuerpo de Fred era un símbolo, las palabras de alguien que estaba comunicándole algo. Y él ahora estaba leyendo el mensaje. En su mente se dibujó lo siguiente para que los dos John lo vieran claro. «Este lugar no es cómo esperabas, pero puede ser mejor que cualquier cosa si tú quieres». Por supuesto, en esas condiciones, el Y/Z significaba el inicio de algo que podía tomar cualquier rumbo. La segunda apertura del portal podía ser el punto de partida de algo positivo o negativo para la existencia. John sabía qué clase de rumbo había tomado en el mundo físico, pero allí estaba en su universo mental y el cuerpo de Fred era la incisión en la escultura de madera que transformaba la obra de arte en algo muy diferente a como se había visto siempre.

—Hubiese sido un buen punto de acceso —dijo una voz cansina que John identificó de inmediato—. Fred no se hubiese cansado de vivir embriagado de las posibilidades que le ofrece su universo, experimentado desde la seguridad de mis túneles blancos.

Pensó que estaba detrás de él pero la sala seguía desierta, si se exceptuaba el cadáver con un proceso de descomposición de dos tiempos. Al lado de la abertura que dejaba ver el espacio de la cocina, se había formado algo que a John le pareció un nudo de oscuridad o un sumidero vertical que parecía atrapar la poca luz que agonizaba a su alrededor. Antes no estaba ahí. Ese sitio no pertenecía a la casa. John caminó en esa dirección y la voz no tardó en surgir de nuevo, indicándole que Louie estaba más allá de ese nudo con la vaga forma de una puerta sin marco.

—Estoy aquí, John —la voz de su viejo amigo provenía de un cuerpo a punto de desplomarse o que sufría algún agudo dolor interno—. Ven, acompáñame.

John del pasado reforzó la barrera dentro de la mente de John del presente luego de que este le enviara una ligera señal de que iba seguir cualquier juego en el que lo quisiera meter la entidad. Al atravesar el agujero-puerta, John pisó el suelo en declive de un estacionamiento para vehículos subterráneo. Estaba iluminado con luces de un tono naranja y en la zona donde comenzaba la rampa que llevaba a la salida, John vio que la claridad de la luz artificial disminuía. Era de noche y los espacios vacíos que dominaban ese nivel del estacionamiento indicaban que la mayoría de los conductores ya se habían ido a casa. Unos pasos provenían de la derecha de John. Enseguida quedó definido que se trataban de dos personas que caminaban a intervalos de tiempo muy diferentes. En una de las columnas que sostenían la estructura del edificio, había colgado un cartel del Centro Comercial Strachy con las ofertas del último mes. Buscó a Louie o la forma de la entidad, entre los pocos vehículos aparcados y detrás de alguna columna. Los pasos se acercaron y John se ocultó detrás de una camioneta, agachado junto a la rueda trasera.

Los responsables no tardaron en aparecer. Un hombre que llevaba de la mano a un niño de unos diez años, como mucho. Cuando pasaron debajo de una de las lámparas pudo descubrir que el niño era él y el hombre que llevaba una bolsa con las palabras Gracias por su compra era su padre, con un sobretodo de tela gris oscura con enormes botones negros. El cabello peinado hacia la derecha, húmedo y brillante y la nariz recta, que mirada de frente, le daba al rostro el carácter de un hombre parco de palabras y tajante en sus decisiones. Un hombre que no necesitaba consultar con nadie lo que era mejor o peor para su familia. John intentaba recordar alguna vez que había ido con su padre al centro comercial Strachy y la memoria formaba un solo día que era el arquetipo de todas las veces que había salido de compras con su familia. Quería viviseccionar ese arquetipo para discriminar una noche que fuese la que estaba viendo ahora. A mitad de camino, el niño le dijo al padre que se detuviera, porque había visto un hombre sentado con la espalda apoyada en una columna. Al principio, John pensó que lo había visto pero se dio cuenta de que el niño señalaba en una dirección opuesta a la que él estaba. Su padre le dijo que lo dejara en paz pero el niño se soltó de su mano y corrió dando un rodeo a la columna donde estaba el hombre. Un vagabundo con la barba y el cabello del mismo color del óxido cubierto por una tela de polvo. Llevaba puesta una serie de camisas y camisetas igual de mugrientas y rotas. El padre hizo un intento de caminar hasta su hijo y hundirle los dedos en el brazo para continuar el camino, pero antes de dar el primer paso, lo volvió a su sitio. El niño contemplaba al vagabundo con la misma fascinación que si fuese un animal exótico que por primera vez en todo el mes se dejara ver por los ojos de los curiosos.

—Bienvenido a una de mis cenas, John —dijo la voz gastada de Louie—. Tal vez te cueste recordar cada aspecto de este encuentro o ahora que lo ves te haya refrescado la mente como una epifanía.

El niño saludó al vagabundo y este abría y cerraba los ojos con la lentitud de una gota de agua que se desliza por la franja seca de un vaso. El niño se acercó y tocó uno de los zapatos abiertos en los bordes con su zapatilla. El vagabundo abrió los ojos como platos y de su boca desdentada brotó un hilo de voz semejante al que hace el freno de una motocicleta falto de aceite. El niño se apartó dos pasos y miró a su padre. El semblante de piedra del padre, su postura que lo ubicaba a kilómetros de distancia a pesar de encontrarse al alcance de la mano.

Una parte del arquetipo de los días de compra con su familia se iluminó más y John pudo distinguir la diferencia de ese día en la unidad del conjunto.

—Ya ha perdido el sabor de tantas veces que me he alimentado de él. En palabras de ustedes, «queda pocos nutrientes de los que alimentarse» en este recuerdo a la deriva. Sin embargo, quería que vieras como funciona esta cadena alimenticia que involucra a sus universos mentales.

El vagabundo dijo que estaba desapareciendo. Lo hizo en un tono que lo obligó a repetir las palabras para que el niño pudiera oírlas. Le dijo, además, que él también estaba desapareciendo y que su padre seguía el mismo camino. El vagabundo se llevó una mano al corazón y tosió con un ruido ronco de rocas chocando en las profundidades de un pozo, lo que hizo sobresaltar al niño. El padre del niño miró su reloj y le dijo que dejara al hombre en paz y que tenían que irse a casa. El niño le dijo que el vagabundo olía muy mal, a orín y mierda de perro y que parecía estar enfermo o algo.

—Ojalá pudieras sentir esto de lo que hablo. La curiosidad y las preguntas que tú le querías hacer a tu padre en ese momento pero que él no respondía o te decía que después y nunca volvía a tocar el tema. El dolor del vagabundo, su certeza de que la muerte lo hallaría en un aparcamiento tan solo como el día que había decidido dejar a todos para ser arrastrado por aquella vida. El hambre y la mugre que ya no le atosigaban con sus quejas constantes. El deseo de tu padre de dejarte allí como un castigo por tu impertinencia. Y el último ingrediente de este plato. El que le da razón de ser. Por el que vuelvo siempre a alimentarme de este recuerdo en las despensas de mis túneles bancos.

El vagabundo le tendió la mano. Le dijo que no quería morir solo. Que quería cerrar los ojos por última vez sintiendo el contacto con otro ser humano. Lo decía con esa tos explosiva intercalándose entre sus palabras. Pero el niño guardó sus manos en los bolsillos y concentró su atención en la incapacidad del vagabundo para hacer nada más que toser y apretar con su encallecida mano el corazón. Y de repente la tos terminó, aunque la boca siguió entreabierta. La mano que sostenía el corazón cayó sobre su jean mojado deshilachado. Sus ojos continuaron viendo al niño. El padre volvió a mirar el reloj y le dijo al niño, así como si fuese lo más natural del mundo, que el hombre ya estaba muerto y que si no quería oler algo más que orín y mierda de perro se fueran a casa de una buena vez.