Capítulo 37

—Hay algo que quiero preguntarte, Samantha —Tate se había lavado el rostro y tenía ese color entre rosado y lívido que quedaba en la piel después de refregarla con una toalla.

Samantha se limpiaba la boca con una servilleta de papel. Había comido una porción de torta de durazno cuya azúcar se había acumulado en la parte superior, en una capa color café, que tenía un sabor delicioso pero empalagoso luego del segundo bocado.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Tate y luego hizo una pausa en la que buscaba la mejor manera para reformular la misma pregunta dotándola de más concisión—. ¿Cómo haces para seguir viviendo luego de saber que la autoaniquilación masiva de seres humanos fue causada por la apertura del portal? Hablando contigo, escuchándote creo que no te ha afectado de una manera…

La palabra la esquivaba, más por voluntad de ella que por algún fallo en la memoria. Quería decirlo pero a la vez tenía problemas con el sentido que iba prendido en el nivel convencional de esa palabra.

—¿Normal? —la ayudó Samantha—. No tengo pesadillas de noche ni he buscado asistencia religiosa de algún tipo. Tampoco sufro ataques de pánico ni hago videos virales hablando sobre lo dolida y arrepentida que estoy por provocar algo por puro accidente. El olor de muerte que invadió la ciudad en la primera ola de suicidios no me hizo regresar el alimento semidigerido al mundo de donde había salido. Lo único que sentí con respecto al nuevo cambio experimentado por el vaciamiento de homo sapiens en el mundo, fue similar al que se siente cuando uno se muda a un sitio remoto donde la densidad poblacional es tan pequeña que la anterior vida en la gran ciudad parece que fue producto de una alucinación con fantasmas.

—¿No te parece extraño eso? —había un hálito de súplica en la pregunta de Tate, como si deseara de Samantha una respuesta que no pudiera obtener por su cuenta o que no se animara a hacerla asomar.

—¿Extraño que tú tampoco lo sientas, Tate?

Tate sonrió mientras que sus ojos intentaban desalojar esa expresión de su boca como si fuera un levantamiento irreverente de un sector de las facciones ante una cuestión cuyo nivel de seriedad era muy dudoso.

—Lo único que empieza a afectarme es la escasa importancia que ahora tiene mi trabajo. Sin embargo, sé que nada puedo hacer para remediar eso. En cuanto a los demás, todas esas muertes… para mí solo es la muerte de un desconocido.

—Todavía no tenemos un punto de no retorno, Tate. No, mientras la entidad esté entre nosotros, no si el portal no ha agotado sus apariciones. El tiempo ahora es un ida y vuelta en las manos de una forma de vida extraña.

El silencio fue poblado por un suspiro ligero de Tate y un repiqueteo de la cucharita de metal sobre la porcelana del plato que contenía el pastel de manzana de parte de Samantha.

—Creo que ocurrió así con muchos de los que todavía estamos vivos porque nunca nos comimos realmente el cuento de la deuda sentimental que debemos sobrellevar ante las desgracias humanas. No me siento mal porque el grupo de organismos al cual pertenecemos se haya puesto al borde de la extinción, aunque esta palabra por ahora me parece exagerada, porque me niego a usar cualquier disposición de ánimo por defecto que la convención, ese metal duro de nuestra cultura, nos manifiesta continuamente mediante los medios y los productos nacidos en nuestro seno social. Es todo tan ilusorio y forzado que la misma consciencia de esto anula la consciencia de que pude o no haber tenido algo que ver en esta calamidad. A decir verdad, Tate, no me importa.

Tate bajó la mirada, al ver que los ojos de Samantha le decían en secreto: «Y a ti, tampoco».

—No me importa que nuestra vida se agote —prosiguió Samantha—, no me importa que la entidad nos haya invadido, permitiéndonos vivir en otro universo donde ya no estemos a merced de las mezquindades que continuamente nos golpean en este mundo. Si la entidad hubiese invadido la mente del Quijote, este jamás hubiese dejado de viajar y tener aventuras, y nadie lo hubiese llamado loco y creo que ni la muerte lo hubiese alcanzado. Pero sobre todo, debo confesar, Tate, que no me importa que todo este teatro agotado baje su telón para un público que ya escasamente cree en él. Algo obtuvimos de todo esto, a pesar de todo. Hay otros universos cerca de nosotros, y nuestras percepciones no se agotan en las que ya conocemos. Pero el mundo que creamos en esta dimensión ha convertido lo que antes eran barrotes, en un muro macizo levantado con el material adictivo de nuestro ego. No me importa que todos estos muros queden hechos añicos.

Alguien golpeó la puerta con un compás medido y una fuerza que tenía la misma potencia en cada golpe. Las dos mujeres intercambiaron una mirada en la que faltaba toda expresión, excepto la de una idea compartida de que esa visita podía llegar a cambiar sus signos vitales de un modo contundente. A la negativa tácita de atender al llamado, prosiguió la de una repetición sin modificación en el factor rítmico de unos nudillos imaginarios sobre la madera de la puerta.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Samantha.

Y como para responderle antes de que Tate tuviera oportunidad de hacerlo, las dos oyeron un zumbido como el de un insecto veloz pero de alas vigorosas que pasara por el lóbulo derecho de la oreja de una y la curva superior de la oreja de la otra. El insecto fue a estrellarse contra el marco de madera escalonada de la fotografía de un cisne a punto de remontar el vuelo desde un lago plateado que reflejaba los juncos de alrededor y algunas nubes partidas bajo los efectos de las ondas acuáticas.

Las dos mujeres se tiraron al suelo antes de que otro insecto pasara por el sitio donde antes habían estado sus cabezas. Y enseguida, otro más siguió al segundo para esconderse en un agujero practicado la pared por los mismos insectos. El hecho de considerar a las balas insectos, fue una licencia poética que la mente de Samantha se tomó antes de que el miedo animal por la cercanía de la muerte la impulsara a buscar un lugar para conservar su existencia biológica.

—¿Puedes marcar el novecientos once? —preguntó Samantha, mientras agachada, avanzaba hasta la puerta del dormitorio de Tate.

Con las manos temblando, Tate sacó su celular y presionó el botón de llamado de emergencia. Por supuesto, la señal de su móvil estaba muerta. «Como yo lo estaré si no cambio de lugar, ahora mismo». Imitó a Samantha, escurriéndose hasta el dormitorio, donde la ventana daba a un vacío al que no convenía llegar por el único medio de la gravedad. Una patada hizo saltar un pedazo de madera de la puerta, pintura de la pared y el pestillo que también se dobló por la fuerza del impacto. Atrás, había un hombre con una pistola con silenciador y la sonrisa más radiante en su rostro, como si recién se hubiese enterado de que había ganado por primera vez en un programa de concursos en el que solo había tenido que dejar su número de documento y responder a la pregunta «¿Recomendaría a sus amigos nuestros productos?». La puerta del dormitorio se cerró con un estruendo y el vástago del pasador quedó fijo en el orificio.

—Bueno, este debe ser el trabajo más fácil que he realizado, sin necesidad de recurrir al sigilo —el hombre con el arma con silenciador se paseó por toda la casa. Samantha había intentado telefonear a la policía, pero su celular estaba incapacitado para tal tarea. Entonces, hizo una ecuación simple en su mente y se dio cuenta de que el asesino tenía grandes amigos en el gobierno. Aquello era una operación de limpieza de la que el mundo no se enteraría. Tate había abierto la ventana y se había apeado del otro lado, sobre la plataforma de malla metálica y le hacía señas a Samantha para que descendieran por la escalera de emergencia. Pero enseguida se arrepintió, cuando abajo vio a otro tipo de lentes negros que miraba hacia su departamento. No vio nada sospechoso como un arma sobresaliendo de su saco o una mano puesta sobre una culata en la parte trasera de la cadera, pero el modo en que miraba fijamente hacia donde ella estaba la amedrentó de tal modo que la hizo recular hacia el interior, como si la muerte en el hogar pudiese ser menos terrible o bochornosa que en el exterior.

—Abajo hay otro —dijo Tate y evitó que su rostro se arrugara con la presión de las lágrimas.

Samantha se sentó en el borde de la cama y se recostó con las piernas colgando. Tate no comprendía cuál era el plan de Samantha al dejarse caer de ese modo, pero de inmediato comprendió que la escritora no tenía ninguno. Estaban solas e indefensas contra un asesino a sueldo. Y lo único que las resguardaba era el tiempo que el tipo de afuera estaba haciendo al recorrer con paso lento cada ángulo del departamento.

—Bueno, señoritas —dijo el tipo con el arma—. ¿Saldrán por su cuenta o quieren algo al estilo película de acción con más puertas rotas, más balas desperdiciadas en muros y una tensión que produce la impresión en el espectador de que la cosa podría darse vuelta en cualquier momento?

Justo al terminar de hablar, la puerta de entrada anteriormente arruinada volvió a ser víctima de una patada violenta que hizo que el picaporte hundiese una porción de madera de la pared que separaba al departamento del pasillo. El tipo con el arma con silenciador se agachó, girando a su vez hacia la parcial cobertura que ofrecía un sofá cama al tiempo que el arma del nuevo visitante disparaba con tanta precisión que la bala atravesó la parte posterior de la pantorrilla antes de que esta quedara a cubierto como el resto del cuerpo. Se oyó un gemido apagado, gutural, antiescándalo. El arma del visitante volvió a disparar repetidas veces contra el respaldo del sofá hasta que el relleno sintético empezó a saltar por fuera de los huecos dejados por las balas. El tipo con el arma con silenciador respondió con ese pitido sordo de su pistola dos veces. La segunda bala se incrustó en el hombro izquierdo del visitante, que lo obligó defenderse con nuevos disparos, que a su vez fueron contraatacados con otros más discretos y con tendencias a la precisión. Un grito que fue descomponiéndose en una tos mezclada con intermitentes espasmos agudos de chillidos atrapados debajo de la campañilla, puso punto final a la lluvia de proyectiles. En la puerta del dormitorio se había dibujado un rostro con dos ojos y una boca, o dos ojos y una nariz, dependiendo del nivel de prioridad que el espectador diera a cada elemento del rostro. Samantha abrió la puerta del dormitorio y sobre el sillón agujereado estaba sentado el mismo tipo que había orquestado la muerte del ternero en casa de Dixie. Tenía una mano sobre el estómago, del que manaba abundante sangre. El hombro izquierdo era otro punto de fuga de sangre, como también su boca, que aún cerrada, no podía impedir que la hemorragia fluyera al exterior. Por un par de segundos miró a Samantha y una trémula sonrisa se perfiló en sus comisuras. Después, su cabeza rebotó contra su pecho y su boca quedó entreabierta para liberar el último reguero de vida. Tate estaba asomando la cabeza por la ventana, luego se enderezó y se mordió la uña de su pulgar derecho.

—El tipo de abajo está muerto —informó—, alguien le disparó en la cabeza.

El tipo del arma con silenciador también había hallado el mismo destino. La bala había entrado por su ojo derecho mientras que el izquierdo había quedado congelado en el momento en que intentaba afinar su puntería. Un párpado entrecerrado, de concentración pura.

El celular de Samantha sonó. Era Dixie. Le dijo que la había llamado el oficial Sawyer porque no había podido comunicarse con ella. Tenía que pasarle el mensaje de que debía llamarlo ni bien pudiese. Era sobre la casa de Corin y Theroy. Dixie esperaba que fuesen buenas noticias.

—Ah, y algo más —dijo Dixie terminando sus palabras con unos puntos suspensivos para crear un suspenso que contenía su alegría hasta que Samantha decidiera participar del juego. ¿Adivina qué?—. ¿A que no sabes quién ha venido solito y con un humor para nada antipático a visitarte o a visitarnos?

—¿Quién Dixie? —el tono seco de Samantha desinfló el entusiasmo de Dixie.

—El exdoctor Ferraud ha desembarcado en la isla de monos de Dixie.

—No volveré a casa, mi amor —afirmó Samantha con una determinación que enmudeció a Dixie y cortó su respiración—. Hasta aquí hemos llegado, Dixie. Saluda a John y sé feliz.

Se desconectó de la llamada y apagó el celular.

—Debo marcharme, cuanto antes —le dijo a Tate—. Más tarde te llamaré de donde me encuentre. Si te llama Dixie, no le digas que me viste. Ahora… adiós.

Y salió del departamento saltando los charcos de sangre en el suelo y con la mirada de consternación de Tate siguiéndola, como una estela que se cortó al desaparecer de su vista.