Capítulo 35
No le fue sencillo maniobrar el martillo hidráulico de un mundo mental, pero KillerMonkey supuso que en la dimensión material le habría resultado cien veces más complicado. La herramienta perforaba el asfalto y dibujaba una línea, cuya profundidad, llegaba hasta la tierra ennegrecida de abajo. Cuando llegó a la mitad de su trabajo de dividir la carretera, Louie le dijo que se detuviera. KillerMonkey levantó un tanto el martillo para escucharlo. No lo hubiese hecho si la sorpresa que le provocó la voz de aquel tipo imponiéndose al ensordecedor ruido del martillo, hubiera sido un movimiento de labios con un mensaje que él hubiese tenido que inferir.
—¿Qué quieres? —preguntó en un tono con el que esperaba que se sintiera inoportuno por ser un obstáculo a un acto de lo más trascendental.
—Decirte adiós, ya que esta puede ser la última vez que nos veamos.
—¿De qué estás hablando? Quédate de este lado y estarás bien. Tendremos tiempo para pensar en cómo podremos ayudarte en tu viaje.
Louie caminó hasta detrás de la línea a medio hacer de la autopista. Si se quedaba del otro lado, podía quedar atrapado en un limbo de tiempo-espacio. Lo más parecido a la nada, que se podía imaginar KillerMonkey.
—¿Qué estás haciendo? Vuelve aquí, idiota —KillerMonkey no oía la voz de John del pasado. O la comunicación se había cortado por la escasa destreza que ambos tenían para establecer un canal en aquel lugar o la segunda opción era mejor no pensarla en ese momento.
—Dale un mensaje de mi parte a John —dijo Louie con los brazos pegado a su cuerpo y los pies marcando las diez y diez.
El martillo se dobló hacia arriba de un forma que era imposible, si se tomaba en cuenta la ausencia de flexibilidad que poseía para hacer ese movimiento en particular. Era como la punta del aguijón de un escorpión que se enderezara para defenderse de un ataque que el instinto podía olfatear. Fue inútil cualquier intento de maniobrar los controles para volverlo a su posición anterior. KillerMonkey se sintió como un pelele jugando al obrero dentro de una caja de metal con la forma de retroexcavadora.
—Ah, espera —prosiguió Louie—, creo que no podrás hacerlo, después de todo.
El cuerpo de Louie estalló como una piñata rellena de oscuridad. Era oscuridad lo que KillerMonkey oyó como una música de violín que despedía los buenos tiempos para abrir una temporada de terror. Era oscuridad lo que KillerMonkey olió como un perfume de concavidades pedregosas donde la vida encontraba su punto final sin más revoluciones que la hicieran renacer. Oscuridad que traía un frío de noche de tormenta en medio de un océano encrespado. Oscuridad, lo que ante sus ojos cubrió todo el espacio del descampado de colinas, arbustos y maleza que servía de fondo relajante para la mente del conductor que abandonaba la ciudad. Y finalmente, oscuridad lo que su mente luchó en vano por dar identidad, para evitar que el pánico ganara la pulseada entre la consciencia cuerda y el corte definitivo con la realidad. Poco antes de perder de forma humillante el último baluarte de su voluntad, KillerMonkey se describió a sí mismo como un trozo de carne inanimada siendo engullida por una boca lóbrega de dientes como barrotes bajo unos ojos que lo contemplaban desde su propio interior. La anatomía de lo que fuera eso, le pareció lo más complicado para que el más hábil de los artistas gráficos lo reprodujera.