Capítulo 2

Cuando abrió la puerta de su casa, todo estaba a oscuras. El sol ya se había ocultado detrás de los picos de cemento de la ciudad. Samantha se quitó la bata y la dejó caer delante de la puerta. Miró en dirección donde creía que estaba la mesa redonda, sin embargo no pudo ver nada más que algunos reflejos y contornos indefinidos de los objetos que poblaban la noche interior de su casa. No se decidía a encender la luz. Temía encontrar otros sobre la mesa. Más billetes anónimos. Entonces tendría que volver a considerar la presencia de alguien que le estuviese jugando una pesada broma a escondidas. Sopesó la idea de que alguno de los antiguos trabajadores del viejo restaurante conservara una copia de la llave, pero eso hubiese sido inútil, ya que ella había cambiado las cerraduras de la puerta principal y la del garaje. La única sospechosa era Dixie. Pero de nuevo, su novia no era de esas personas que llevaran por demasiado tiempo una broma y menos de aquella naturaleza. Entonces no quedaban más factores en la ecuación que ella misma. Encendió la luz. No había más billetes. Se vistió con un jean y un jersey gris y salió aspirando profundamente un aire frío que le sirvió para tranquilizarse y despejar un poco su cabeza del misterio del dinero. Caminó las cinco cuadras que la separaban del Museo Thoth de Bellas Artes. El edificio parecía como si alguien hubiese dejado caer al azar algunas piezas del Tetris. La amplia puerta de vidrio estaba enmarcada por una enorme L pintada de un celeste profundo. Sobre la punta del lado más largo, se erguía una S pero construida en ángulos. En cada lado había una ventana que disminuían en tamaño hasta que la última solo era un pequeño resquicio de cristal por el que difícilmente entraría una cabeza. A lado de la S, apoyada también sobre la L que sostenía el resto las formas, había un cuadrado del que emergían otros cuadrados de forma concéntrica, uno dentro de otro. El último de todos era una ventana que en esos momentos estaba abierta. Samantha ingresó en el museo, pisando antes un porro que había encontrado en el bolsillo de su pantalón. Recorrió las galerías del edificio, caminando a un ritmo regular y lento, y dejando que su vista se detuviera cuando le apeteciera. Recorrió los tres pisos de cuadros y esculturas sin que nada le llamara la atención. La perspectiva de que podría estar perdiendo la memoria merodeaba junto a ella y no le quitaba los ojos de encima. Volvió sobre sus pasos, esta vez con mayor lentitud. Los rostros de los retratos parecían atravesarla como si ella no fuese más que una sombra sin asidero arrastrada por el aire. No se sentía como un público idóneo para contemplar esas obras de arte, ni siquiera como un espectador bisoño que se viera por primera vez cara a cara con un paisaje impresionista, o intentara que su mente configurara las ideas que le sugerían los maestros del abstracto. A mitad del segundo piso se detuvo sin darse cuenta. Había una pintura en medio de dos fotografías en blanco y negro de diferentes zonas de la ciudad. La pintura en cuestión, mostraba la esquina de un edificio cuyos trazos rosados y negros se fundían y volvían a separarse para dar forma a las distintas partes del inmueble. Los vidrios de las ventanas estaban rellenos de una oscuridad salpicada de resplandores rosas y rojos. La puerta de entrada estaba abierta, y un hombre con delantal blanco y rostro sin facciones sostenía un anotador entre sus manos y miraba hacia donde estaban las mesas con los comensales, en actitud vigilante. Cuando Samantha miró una de las mesas sin clientes con los vasos a medio llenar y el contorno de billetes debajo de uno de esos vasos, se dio cuenta de que el artista había recreado el viejo restaurante Y/Z como la gente lo conocía en la década de los ochenta, por supuesto diseñado bajo una óptica plástica, pero inconfundible para quien lo recordaba como un baluarte más de la ciudad. Pero a Samantha no le interesó otro elemento más que el dinero debajo del vaso. La propina del camarero que en cualquier momento dejaría su posición de espera para ir a retirar los vasos y quedarse con su premio.

Salió del edificio y prácticamente corrió hasta su casa. No le importó que sus pulmones hicieran enormes esfuerzos por dispensarle el oxígeno que necesitaba para no desplomarse en el suelo. Una camioneta le dirigió frenéticos bocinazos mientras ella cruzaba la última calle que la separaba de su hogar. El vehículo había estado a punto de arrastrarla por el pavimento y el conductor así se lo hizo saber entre insultos que Samantha respondió con ademanes de disculpas sin disminuir su carrera. Ya dentro de su casa, Samantha no dejó de asentir con la cabeza mientras miraba cómo sobre la mesa redonda del comedor, aparecía un billete doblado con una moneda encima.

Sacó el dinero de la mesa y lo dejó sobre una mesita ratona del living. Luego, tomó un florero con flores de plástico que tenía en un rincón oscuro de la biblioteca y lo ubicó en el centro de la mesita. Se sentó a esperar. Se fumó un cigarrillo y dejó la cámara de su celular enmarcando toda la escena, incluida ella misma. Después de una hora corrió al baño a orinar y volvió en cuestión de segundos, temiendo llegar tarde para el show. Volvió a ocupar su lugar. Todo seguía igual. Su celular emitió los primeros acordes de It’s a wonderful life. Era Dixie. Dejó que se cortara. No quería apartar el teléfono de su sitio. Una hora más y finalmente sucedió. Sus ojos estaban amenazando con cerrarse. La salvó su silla que chirrió cuando su cuerpo se inclinó hacia la derecha. Primero creyó que su vista se había distorsionado a causa del sueño, pero se tratabade que un trozo de la mesa se combó, se estiró y tiritó en pequeñas tiras que se separaban entre sí dejando entrever un vacío entre ellas que hizo retorcer el estómago de Samantha. Esos espacios cuyo color no admitía ninguno de la gama perceptible por el ojo humano, producían un malestar general en todo su cuerpo. Los laterales de su cabeza comenzaron a palpitar, abultando la piel en la zona de su sien. Un estridente chirrido como de metal raspando el pavimento atravesó sus oídos y la garganta se contrajo tanto que pensó que había adquirido la circunferencia de una canica. Ni siquiera podía apartarse de la silla o dejar de contemplar ese fenómeno. Se puso de pie. Estaba tiritando como si la temperatura hubiese descendido hacia el cero. Sacudió la cabeza repetidas veces. Fue al baño y se inclinó para vomitar pero nada salió. Se quedó arrodillada, pegada al inodoro, mirando como la tapa del mismo se contoneaba frente a ella. El timbre sonó pero no se sentía con ánimos de atender a nadie. Sus pensamientos poco a poco recobraban consistencia. Volvía a razonar con cierta coherencia. Le dolían las piernas, el pecho y los hombros como si hubiese estado ejercitándose sin parar en el gimnasio hacía algunas horas. Pero esas molestias era lo de menos. No recordaba haber experimentado tal estado de miedo, no, de terror, en toda su vida. Era como si naciera por primera vez a la magnitud de lo que significaba estar embebido por el miedo, pero no por su vida sino por haber probado el néctar, la quintaesencia del pánico. Al ver cómo el espacio era víctima de una deformación, Samantha se veía a sí misma como un muñeco arrojado en un mundo de ilusiones. El timbre taladró su cabeza. Se apretó los párpados mientras se ponía de pie y caminaba dando tumbos hacia el comedor. No tuvo el valor de mirar haciala mesa. Giró el picaporte pero la puerta no cedió. Se dio cuenta de que la había trabado con el pasador. Cuando lo descorrió, quien abrió fue Dixie. Samantha se dejó caer en el sillón, muda, víctima de un repentino cansancio que la inhabilitaba para expresar el más superfluo monosílabo, mientras su novia emitía palabras que no le sonaban a nada conocido. Intentó relajarse aspirando hondo. Dixie estaba dejando su cartera en el perchero y luego se sentó en la misma silla en la que había estado ella. Posó una mano sobre los billetes y estiró sus piernas para distender los músculos.

—Pero que florero más espantoso, Sam.

No fue una explosión, cuando momentos después, en el hospital, intentó recrear lo sucedido. Se oyó un ruido como el que hace el sumidero del lavabo al absorber el último reguero de líquido y suciedad, pero amplificado hasta sobrepasar cualquier límite concebido. También creía haber oído un cúmulo de burbujas estallar muy cerca de ella, aunque esto último no lo creía probable. Sintió la calidez de un aire pero sin el aire, que la envolvía por completo, como si estuviera dormida debajo de aguas termales. Después la oscuridad de su cabeza se llenó de colores, y alvolver a la normalidad, Dixie estaba parada en medio del comedor con las manos a escasos centímetros de su rostro. Desde su frente a su barbilla, trozos de vidrio emergían de su piel. Uno de ellos, mantenía su párpado izquierdo semiabierto. Entre este y el globo ocular fluía un hilo de sangre que goteaba sobre su pantalón blanco holgado.

—Sammy, por favor, creo que me he lastimado —dijo Dixie antes de que Samantha llamara al 911.