Capítulo 8
—Solo quiero irme lejos de mis padres —dijo Fred sentado en el círculo con las piernas cruzadas—. Unos malditos snobs que no soportan que uno de sus hijos no ande por la vida sin un papel firmado por otros que le den valor a lo que tiene para decir.
—¿Sabes que una de las posibilidades es que termines convertido en un charco de sangre? —preguntó Norman mirando el centro del espacio libre.
—Estoy al tanto —dijo Fred sin dejar de sentir un escalofrío interno—. De cualquier manera, vale la pena el riesgo.
—Vale la pena el riesgo —repitió Sal con ironía—. Escúchenlo. El pendejo no debe saber ni lavarse los calzoncillos y ya habla de arriesgar su vida como si se tratara de elegir entre la marca de dos pares de zapatillas. ¿Qué sabes tú de riesgo? ¿Sabes lo que significa riesgo? Confiar el proyecto de toda tu vida a un amigo del que jamás esperarías que ni siquiera te mostrase el dedo cuando te dieras vuelta. Y que con solo una llamada de teléfono, el trabajo de veinticinco años se lo lleva el sobrino del jefe y a ti solo te dan un cheque de lástima y un gracias al final de una carta formal estandarizada. Después de eso, saltar dentro de un agujero a lo desconocido es una recompensa que bien podría acabar con el callejón sin salida en el que me encuentro desde entonces.
Una de las linternas parpadeó dos veces y su luz disminuyó. Era la de Matilda, quien le dio dos golpes en la parte inferior para resolverlo aunque su mirada de resignación fue prueba suficiente de que el problema eran las pilas moribundas que había olvidado cambiar.
—¿Sabes qué, Sal? Perdóname —dijo Fred, bajando la cabeza, en una actitud de arrepentimiento que hizo sonreír a Matilde—. Puedo ser muy infantil, lo sé, muy impulsivo también y me olvido de que hay alguien que lo pasa peor que yo. En nombre de todos los pendejos que no sabemos lo que hacemos, te otorgamos el título del gordo más estúpido de Pearce’s Valley.
Antes de que Sal se pusiera de pie, Norman y Gillian lo aferraron de los brazos y lo mantuvieron en el suelo. Fred se desternillaba de risa y John no hacía más que dar vueltas con la mirada en la oscuridad de detrás. Matilde golpeó a Fred en la cabeza y secruzó de brazos.
—Basta —dijo Gillian— Fred, si para ti esto es una broma, vete, nadie te retendrá. Dejé que nos acompañes porque eres el único joven acomodado que conozco que desee dejar una vida de comodidad por lo que sea que nos depare nuestro viaje. No es solo por tus padres, creo que haces esto por ti mismo. Como todos ustedes, como yo.
—Yo quiero que paren estas horribles distorsiones y apariciones —dijo John mirando por encima del hombro de los que estaban delante de él—. El ser que habita el otro lado no deja de seguirme, lo siento. No puedo dejar la vista fija demasiado tiempo porque la realidad comienza a ser transparente y puedo ver…
Cerró los ojos repentinamente y los abrió en dirección al cielo raso. Después de un momento, respiró hondo pero sus pupilas no descansaban en su trabajo cinético.
—Tal vez lo único que puede ayudarme es ver lo que está del otro lado, de nuevo. O lo que sea que esté allí dentro me ayude a dejar mi visión como estaba antes. ¿Diablos, qué otra opción tengo? ¿Años de terapia y pastillas? Nadie me creería. Si no termino con esto ya no podré pertenecer a este mundo… no así.
—Aunque todos tengan tan presentes la posibilidad de la muerte, no hay que olvidar lo importante —dijo Gillian—. Lo que ustedes también vieron, Norman y Sal. Un lugar en donde de algún modo nuestra situación mejoraría. Del otro lado vi otra vida, mi vida pero tal como siempre la había planeado desde cuando era más joven que Fred. Viajes una vez por semana, una casa con vista a un amplio jardín cubierto de árboles. Un pequeño bosque donde acostarme y que el agua de la lluvia ni siquiera penetre el tejado de ramas y hojas. Allí no existen los errores que hoy me hacen vivir una mentira. Estoy aquí para ir a ese lugar. Y si tengo que escapar a un ser extraterrestre o del más allá para llegar, haré lo imposible para desembarcar allí.
—Mi propio negocio. Cinco sucursales de las ferreterías más prósperas del país. Una mujer hermosa y de formas generosas —rio Norman y se balanceó sobre sus posaderas.
—Mi proyecto tiene tanto éxito, que soy socio mayoritario en la empresa de mi antiguo jefe, y mi ladrón amigo es degradado hasta el más bajo escalafón —comentó Sal, con los ojos entrecerrados por la intensidad de su recuerdo.
—¿Y tú por qué estás aquí? —preguntó Fred a Matilde que oía todo con una actitud solemne, como alguien que estuviese diciendo una plegaria en silencio.
—Para mí, lo que ha sucedido va más allá de unos sueños mundanos de éxito en esta vida. Llegará el momento en que el viaje empezará y su inicio no será nada parecido a lo que te hubieses imaginado.
El silencio que siguió dejó a todos esperando que la historia continuara, pero Matilde volvió a su mutismo piadoso con un brillo en los ojos que resplandecía detrás del resplandor de las luces.