Capítulo 4
—¿Alguien puede decirme que hacemos en el auto? —preguntó Tate mientras se aferraba a una barra que estaba encima de la ventanilla. Tenía puesto el cinturón de seguridad y por su expresión, no le gustaba demasiado la velocidad a la que se movía el vehículo. Iba en el asiento de atrás. Samantha estaba sentada en el del acompañante, lanzando el humo por la ventana y dejando que su cabello flameara a capricho del viento.
—No entienden, necesito que estemos en marcha, siempre en movimiento, de lo contrario, las cosas pueden distorsionarse de nuevo y podría ser capaz de ver a esa cosa de nuevo.
—¿Qué cosa? —preguntó Samantha, revisando la guantera del auto.
—¡Hey! —gritó John—, eso es privado.
Cerró con fuerza la tapa, pero un frasco de píldoras con una etiqueta roja cayó a los pies de Samantha, quien la recogió enseguida y leyó lo que decía.
—¿Adderall? ¿Qué es eso? —preguntó Samantha antes de que John le quitara el frasco y lo guardara en el bolsillo de su pantalón.
—Oh, perfecto —comentó Tate— un drogadicto al volante.
—¿Tú sabes lo que es? —preguntó Samantha.
—Muchos estudiantes y personas ocupadas todo el tiempo lo toman para mantenerse despierto, aunque con frecuencia se hace abuso de eso y algunos quedan como nuestro amigo, aquí.
—No soy un drogadicto —vociferó John con tal indignación que Tate se ruborizó—. Yo más que nadie lo necesito. Desde los ochenta que mi vida se ha mantenido a un ritmo frenético. No puedo mantener la mirada fija en un punto por más de algunos segundos.
—¿Por qué? —preguntó Samantha—. Sé un poco más claro, John.
—¿No escuchaste lo que acabo de decir? —recalcó las palabras con un énfasis producto de la ira—. De lo contrario todo empieza a cambiar y es posible que pueda volver a ver a esa cosa del otro lado.
Ni Tate ni Samantha dijeron nada. Dejaron que el silencio fuera la única voz que interrogara a John como si aquella fuera un profesional idóneo para hacer las preguntas justas.
Luego de un rato, poblado del ruido de los bocinazos dirigidos a John, de los insultos de los viandantes que evitaban cruzar o se apresuraban a hacerlo cuando John pasaba a ochenta y cinco kilómetros por hora, deteniéndose solo en los semáforos para no llamar tanto la atención de algún patrullero, John respiró hondo mientras dejaba que sus ojos descansaran en una posición viendo como la calle desaparecía rápidamente y las casas se sucedían escurridas por las ventanillas.
—Ese día estaba el señor Collins en la mesa. Como todas las mañanas, él desayunaba lo mismo. Tostadas con un café con leche, un poco de mantequilla y un vaso de soda que se bebía de una sola vez al final. Luego me llamaba por mi sobrenombre que usaban mis compañeros en el trabajo. Era al único cliente que se lo permitía porque me dejaba buena propina.
—¿Cuál es tu sobrenombre? —preguntó Samantha.
—¿Es eso importante? —inquirió John, sacudiendo la cabeza.
—Ya que lo mencionaste, ¿por qué no?
—No voy a decírtelo. Ni a ti ni a esa bruja de atrás.
—¡Hey! Yo estoy acompañando a mi cliente que en cualquier momento puede salir despedida de ese parabrisas por subirse al auto de un demente.
—¡No soy demente! —gritó John mientras hacía una maniobra brusca para doblar en una esquina en donde casi arrastró a un hombre que cruzaba en bicicleta, quien tuvo que clavar los frenos haciendo que la rueda trasera se elevara hasta dibujar un ángulo de noventa grados con la calle.
—Antes de que nos vengan a arrestar, termina la historia, John.
—El señor Collins había dejado los billetes en la mesa, justo en el centro y se había retirado, saludando a los clientes a su paso, como siempre hacía. Pero cuando me acerqué a recoger la propina, una forma de embudo pareció absorber el contorno del espacio, estirarlo hasta anudarlo en un punto que enseguida se ensanchó e hizo vibrar el vacío. Todo lo que estaba cerca era atraído por esa deformación, pero no de la manera en que una roca cae a través de un agujero, sino que una zona de la realidad era ese mismo agujero. Es difícil de explicar. He ensayado mentalmente aproximarme a decir lo que vi y creo que no se me ocurre nada mejor.
—Creo que puedo entenderte, en parte. Algo similar me ocurrió la primera vez que vi aparecer los billetes.
—No me contaste nada de eso —intervino Tate, apoyando una mano en el respaldo del asiento de Samantha.
—Fue como si el sitio donde aparecieron los billetes se abriera o se separara… no lo sé.
—Entonces ya somos dos —dijo John—, pero espera… dijiste la primera vez. ¿Eso quiere decir que sucedió otra vez?
—Y una tercera. Cuando el jarrón estalló e hirió a Dixie.
John se dio cuenta de que había estado mirando demasiado tiempo a Samantha cuando al costado de la cabeza de esta se produjo una burbuja o un bulto como el efecto producido por una cámara. John cerró los ojos y volvió a mirar la calle.
—¡Oh Dios! ¡Cuidado! —gritó Tate mientras hundía su cabeza entre sus brazos.
La frenada se oyó como el chillido de dolor de un animal desconocido y se propagó como el viento raudo que precede a la tormenta.
A la distancia de un dedo, la parte trasera de una van tenía abierta sus puertas y a la derecha, sobre la acera, un hombre que cargaba dos cajas de cartón, miraba atónito a John que se estaba rascando la cabeza y miraba por todas las ventanillas mientras intentaba encender de nuevo el vehículo. A la tercera encendió. El hombre con las cajas había dejado estas en el piso y estaba golpeando con los nudillos la ventanilla de Samantha.
—Piérdete, idiota —le dijo Samantha mientras le mostraba el dedo medio.
—Casi morimos estrelladas, idiota —soltó Tate mientras golpeaba con la palma de una mano la cabecera del asiento del conductor.
—No golpees que está flojo —se quejó John al tiempo que daba marcha atrás y volvía a la calle.
La cabecera se torció con el último golpe de Tate. John hizo un esfuerzo para volverla a colocar en su sitio pero no lo consiguió.
—Maldita sea —se quejó—. Otra vez tendré que arreglarlo y no soy muy bueno en eso, maldita bruja.
—Volvamos a mi casa, John —sugirió Samantha—. En cualquier momento nos van a perseguir las sirenas de la policía. Me sorprende que no te hayan quitado la licencia.
—He tenido suerte en eso —John torció la boca como si estuviera reprimiendo un juramento y giró en U en la esquina. En pocos minutos volvieron a la vieja casa de Corin y Theroy.
—Ese pedazo de vidrio casi me deja como un vegetal. Aunque hubiese preferido que me matara —confesó John mirando el té en su tasa que revolvía constantemente con la cucharilla.
—Todavía no entiendo cómo es que ese trozo de mi jarrón, llegó a incrustarse en tu cabeza —dijo Samantha.
Tate, que había recibido las últimas noticias sobre Dixie y los billetes aparecidos en la mesa, estaba mirando los cuencos de vidrio con la concentración de alguien que está resolviendo una ecuación matemática. Tiras de billetes y pedazos de vidrio. Aquel sujeto con la cicatriz y su trastorno, Dixie en el hospital y Samantha, su cliente número uno, imbuida en la historia de John. Si no fuese una mujer práctica, Tate hubiese tomado todo eso como un mal sueño muy vívido. Sin embargo, si inclinaba más a la posibilidad de que esos dos, y tal vez Dixie, hubiesen tenido un encuentro muy tóxico con un final que ni ellos mismos podían entender.
—Cuando los billetes volaron en mil pedazos —contó John—, también hubo una lluvia de cristales. Al principio creí que se trataba del vaso del señor Collins, pero el mismo había quedado intacto. Uno de esos cristales fue ese trozo que te mostré. Me perforó el cráneo y faltó mucho para que entrara en el cerebro de lo contrario tal vez ni siquiera estuviese hablando contigo.
—Disculpa —dijo Tate desde atrás. Estaba sentada en una silla con un almohadón muy mullido, y un respaldar no menos cómodo—. ¿Puedes repetir la fecha en la que ocurrió esto?
—Imposible olvidarla. Ocho de setiembre de mil novecientos ochenta y cinco.
—Ahí lo tienes. Estás hablando con un maldito orate, Sam. ¿Por qué no volvemos a nuestro asunto con la perra que te ha criticado por las redes sociales?
—Tate, estaría de acuerdo contigo si no hubiese visto las cosas que he visto. Lo de Dixie fue lo que terminó de convencerme que en esta casa ocurre algo extraño. Por eso te he pedido que busques entre tus cosas a alguien discreto que venga a echar un vistazo.
—Pensé que volviendo a entrar a este lugar, —dijo John— no encontraría nada importante. Si lo veía como una casa común y corriente, como un ambiente nada fuera de lo común, serviría de algo. Pero al ver la mesa fue como transportarme de inmediato hasta ese día. Mi último día en Y/Z. Esa cosa de algún modo sigue aquí y allí también.
—Pero ¿qué es? —preguntó Samantha poniéndose de pie y adoptando una actitud imperativa que obligaba a John a obtener de él algún dato más—. ¿Una especie de portal hacia otra época, hacia otro año?
—Ahora que lo pienso puede tratarse de un agujero de gusano. Después de todo conecta dos tiempos distintos.
—Pero hay algo que no entiendo. ¿Cómo es que no ocurrió antes?
—¿Qué quieres decir? —preguntó John dando un sorbo a su té.
—Cuando me mudé, pasaron varios meses antes de que colocara la mesa en ese sitio. ¿Por qué los billetes no se manifestaron antes? Digo, tendría que haber visto billetes en el piso en el sitio que luego estaría la mesa.
John meditó unos instantes en esto sin dejar de revolver el contenido de su taza. Samantha se había dirigido a la mesa de madera, la tomó de los costados y la levantó. La sacudió y la volvió a dejar en el mismo lugar.
—No seas ridícula, Sam. Esto que están diciendo no tiene ningún sentido. Mira, si quieres podemos hablar más tarde de lo que te ocurrió con ese vuelto del pasado. Pero acuérdate que hoy tenemos que resolver ese problema y además traigo una buena noticia. Londling quiere firmar contigo. No quería decirlo con ese tono sino algo más bien así ¡Londling quiere firmar contigo, YEIIIIII! —Tate levantó los brazos y su tono sonó entusiasta al pronunciar las últimas palabras.
—Ahora no, Tate —dijo Samantha haciendo un ademán rechazo que Tate recibió con los ojos abiertos como platos—. Esto no puede esperar.
El timbre sonó y Samantha se llevó una mano al rostro y se lo refregó con fuerza.
—¿Es que hoy es el día de visita para todo el mundo o qué? —exclamó Samantha estirando su rostro hacia la puerta—. ¡Abra la puerta, maldita sea!
Era Paul, el asistente de Dixie que también trabajaba como payaso en el circo granjero. No se había quitado por completo el disfraz de su personaje. Aún conservaba una cuellera blanca que cubría sus hombros, unos botones gigantes en una camisa común y en sus mejillas todavía se apreciaba un halo de blancura de un maquillaje reciente.
—Hola Samantha, lamento lo de Dixie —dijo Paul caminando con los brazos hacia delante y una mirada de tristeza incalculable en su rostro.
Samantha no hizo nada cuando Paul la rodeó. Un aroma a perfume sobre pelo de caballo hizo fruncir su nariz. Cuando oyó como Paul se disponía a sollozar, lo apartó y con una sonrisa que pretendió ser beatífica acompañó la congoja de Paul.
—Realmente quisiera hablar contigo, Paul pero ahora estoy muy ocupada. ¿Qué necesitas?
Paul tartamudeó antes de responder. La prisa de Samantha lo había tomado desprevenido. Se veía en sus ojos que se había esperado otra clase de recibimiento.
—Es la función, Sam… también lo del ternero nuevo. No sé cómo va a seguir ensayando si no está Dixie cerca. Se siente más seguro con ella. Pero lo más importante es la función. Ella hace la introducción del acto y presenta cada escena. No sabemos si aplazar la función porque ya tenemos todas las entradas vendidas o continuar.
—No sé por qué me preguntas eso a mí, Paul. Estoy menos al tanto que tú de lo que se debe hacer. ¿No tienen un plan B para situaciones como estas?
—Eso…, verás, la que podría haber reemplazado a Dixie fue despedida hace dos semanas.
Samantha recordó una tal Gloria. Según lo que le había dicho Dixie, la había encontrado robando comida de los animales y vendiéndola en el mercado negro. Pero hablando con sinceridad aquello la traía sin cuidado. Quería desentrañar la incógnita del agujero de gusano, como lo había llamado John o lo que fuera que sucediese en su casa.
—Claro, Gloria. Bueno, ¿qué me dices de ti? Tú eres la mano derecha de Dixie. Seguro puedes hacerlo bien.
Paul enarcó las cejas y miró a Samantha como si le hubiesen salido monos en el rostro.
—No, no podría, no yo no. Me llevó bien con la comedia muda y con utilería, pero presentar cada acto requiere mucho más, otro porte, otra dicción, algo más elegante…
—No digas más —dijo Samantha, sonriendo y dándose media vuelta—. Tate, tú cubrirás a Dixie. Paul te diráqué debes hacer. Vamos, no hay tiempo que perder. Ve a ensayar ahora mismo.
—¿Estás hablándome en serio? —rio Tate con un dejo de incredulidad en sus facciones.
—Nunca más en serio. Eso nos dará tiempo a John y a mí de avanzar en el misterio del túnel del tiempo y cuando todos hayamos terminado nos pondremos al día con el tema de la perra de Betty y de Londling.
—Samantha, déjate de bromas. Yo no sé nada sobre administración de circos y menos de presentadora. De ninguna manera…
—¿Quieres seguir trabajando para mí?
La pregunta fue un bofetazo, más aún, fue como si una avalancha de toneladas de nieve y roca cayeran sobre ella sin remedio.
—Samantha, ¿por qué…
—Respóndeme, Tate. ¿Quieres seguir siendo mi agente?
—Sin duda —fue la lacónica respuesta de Tate, mientras un torrente de palabras se estrellaba contra sus labios. No era frecuente que a Tate la pusieran en una situación como esa. Pero era un cliente que valía millones. Su orgullo batallaba contra su codicia y Samantha lo sabía.
—Entonces ve con Paul y trata de que el show se realice hoy. Hazlo lo mejor que puedas.
Tate miró a Paul que en ese momento se había quedado mudo. Solo atinaba a pensar cómo era que Tate ocuparía el lugar de Dixie. Era una locura. John saltaba con sus ojos entre esas tres personas que había conocido hacía menos de dos horas. Miró su reloj y luego hacia la mesa.
Tate desenganchó su bolso del perchero y pasó sus manos por la cintura de su vestido. Caminó hasta ponerse al lado de Paul y le asintió con la cabeza, luego salió de la casa con paso firme, dejando una estela de rencor a su paso.
—Solucioné tu problema, Paul. Ve rápido antes de que Tate cambie de opinión.
Paul salió de la casa sin decir nada, aún más preocupado que cuando había entrado. Ni bien cerró la puerta, John habló.
—Esta era la hora cuando el señor Collins terminaba su desayuno. Era el primer cliente en entrar en el bar y siempre elegía la misma mesa, justo donde has ubicado la tuya. La misma distancia entre ella y la ventana, entre ella y la puerta y entre ella y donde aproximadamente había estado la barra con la cocina detrás.
Samantha se adelantó hacia la mesa. John se acercó luego con paso indeciso por detrás. Ambos permanecieron rígidos y su respiración se hizo más profunda y lenta.
—Tal vez cerraron el restaurante luego del incidente que tuviste —dijo Samantha sentada con las manos apretando los bordes de la silla—. Ahora que lo recuerdo, creo que mis padres me contaron algo al respecto. Es increíble que lo recuerde en este momento. Sin embargo, ahora que lo pienso lo recuerdo de toda la vida.
—Por supuesto, salió en una noticia. El titular había sido «El cásico Y/Z amaneció con un accidente explosivo. —Y más abajo—, Empleado lucha por su vida».
—Por supuesto —balbució Samantha frunciendo el ceño. Sus ojos se movían de un extremo a otro—. Tú eras ese tipo que casi entra en coma y por el cual el restaurante se convirtió en el escenario de especulaciones extrañas. ¡Por Dios! No puedo entender como esos recuerdos no vinieron antes.
—Creo que tiene que ver con el jarrón, y con la mesa que se te ocurrió ubicar justo en este lugar.
—¿Cómo es eso? —preguntó Samantha al tiempo que un ruido proveniente de la ventana llamó su atención. Entre los postigos y el cristal se podía ver afuera, un gato blanco con un antifaz de pelo amarillo en el rostro. Estaba parado en sus cuatro patas y miraba hacia donde estaban ellos. Su cola se erguía y solo la punta se movía como una pluma atada al extremo de un palillo.
—¿De quién es ese gato? —preguntó John.
—No lo sé, pero mira como nos observa.
—Tal vez quiere entrar. O busca comida.
—No me gustan los gatos —confesó Samantha—. Me ponen nerviosa. Siempre están viendo otras cosas que no puedo percibir.
—A mi no me molestan, pero no tendría uno. Apenas si puedo cuidar de mí mismo después de aquel día.
—Ah, ¿y qué haces para comer?
—Me gradué de Profesor de Literatura en la Universidad de filosofía y letras de Pearce’s Ville. No es mucho, pero otra cosa no hubiese podido hacer. He tratado de escribir una y otra vez sobre mi experiencia, pero el rememorarla me parece peligroso. Así que me conformo con enseñar lo que han creado otros.
Samantha contempló unos segundos a aquel hombre que no podía dejar la mirada quieta. Era probable que llevara una vida solitaria. Se notaba en sus ademanes y modales. Un tipo cuya vida había quedado irremediablemente marcada luego de que casi lo mandara al otro lado un trozo de vidrio. El vidrio que pertenecía a un jarrón ordinario. Dixie podría tener el mismo destino que aquel sujeto cuando despertara. Si es que lo hacía. Tendría que haber llamado al hospital para ponerse al tanto pero allí estaba, con un desconocido, esperando que los billetes de un hombre del año ochenta y cinco, se materializaran en su mesa. El gato arañó el vidrio y emitió un largo maullido seguido de un bufido que puso de puntas los pelos de Samantha.
—¡Lárgate de aquí! —ordenó Samantha haciendo una señal con los brazos para secundar sus palabras.
Pero el gato siguió maullando y chillando mientras sus uñas hacían chirriar el cristal. Arriba de la ventana, una ventanilla rectangular estaba abierta, dejando dos aberturas entre la misma. El gato alzó la cabeza y de un salto seguido de un ágil impulso contra la ventana, se encaramó en el vidrio de la ventanilla y permaneció agazapado, mirando hacia la mesa en el mismo instante en que una especie de difuminación en la zona de la superficie más cercana a John torció el espacio como si se tratara de un cuadro en donde los colores se diluían por acción del pincel del artista. Un espiral o algo que se le asemejaba lo suficiente empezó a girar dándole a la realidad el aspecto de una mera apariencia que empezaba a cambiar desde un punto arbitrario por efecto de alguna herramienta de diseñador digital. Samantha y John se alejaron hasta el otro extremo de la habitación. El espiral ahora era un óvalo, cuyas líneas concéntricas se habían convertido en una sola otorgándole dicha forma. Dentro del óvalo, un vacío al que la mente no podía penetrar con ningún artilugio de la razón y menos de la lógica, había crecido hasta tener el tamaño de un espejo de tocador de viaje, de la altura de un antebrazo. Ni Samantha ni John vieron cuándo el gato saltó desde la ventanilla y cayó en el vacío, en cuyo interior ni siquiera se podía decir que hubiese nada. El estallido fue mayor esta vez. Y el desastre en el recinto alcanzó otras zonas de la casa. Samantha y John quedaron empapados en sangre. Y la mesa que había empezado todo eso, se partió en pequeñas porciones aptas para leña.
Afuera se oyó el grito de una mujer. Samantha tenía los oídos tapados por la estridencia de la explosión que ella percibió primero como un delgado zumbido y luego como si alguien derrumbara un muro de ladrillos dentro de su cabeza. A su lado estaba John con los brazos separados formando una V invertida. No podía ver sus ojos por la sangre que lo empapaba totalmente. Entre ambos, había un trozo de algo peludo, también cubierto de sangre, pero los pequeños colmillos estaban blancos. Era una cabeza de gato. Dentro de todo el baño de sangre que había en su comedor, en su cocina y en su living, Samantha distinguió algo que colgaba de la araña que iluminaba el interior de la sala por encima de sus cabezas. Era un billete de veinte dólares. El rostro de Andrew Jackson estaba enmarcado en el centro de una estrella de sangre que goteaba sobre la alfombra líquida a sus pies.
—El maldito gato… —susurró John antes de que las sirenas de la policía se arrimaran desde la distancia.
John y Samantha no las escucharon hasta que los patrulleros estuvieron junto a la calzada del célebre edificio de Corin y Theroy.