Capítulo 11

El último cuerpo quedó con la mitad dentro del portal cuyos contornos empezaban a fluctuar provocando el encogimiento o ampliación del mismo. Antes de ese hombre que estaba con los brazos estirados y la cabeza doblada hacia atrás y la boca abierta como un ebrio colgando sobre el borde de una mesa, el portal había expulsado otra mujer, cuyo abultado peinado con rizos era un indicio claro de qué época provenía. Todos los cuerpos presentaban las mismas condiciones. Eran cadáveres exhumados que por alguna razón todavía recibían el oxígeno en sus pulmones. Bueno, excepto uno, que por lo menos la computadora lo daba por muerto.

—John, esto no pinta nada bien. Si con un jarrón de vidrio dos personas casi mueren y un gato estalló con una cantidad de sangre exponencial, ¿no crees que con cinco cuerpos tan cercas del portal no se desataría una mierda más grande?

John no respondió y eso asustó más a Samantha que cualquier otra cosa. Gertrudis se había resguardado en un rincón, en un hueco entre una biblioteca y un hogar, tirando al suelo el contenedor de los atizadores del fuego. Estaba sentada sosteniéndose la mano fracturada con la otra, las piernas flexionadas contra el pecho y una expresión de anonadamiento que podría ser el resultado de un pánico paralizante.

—¿John? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Samantha mirando la puerta del cuarto de control.

—Dios mío, Samantha —expresó él con un tono de solemne pavor—. Ese tipo ahí en el portal. Soy yo, Sam. Ese tipo ahí soy yo.

Samantha examinó de nuevo a aquel sujeto. Su piel renegrida, como si todo ella fuese un solo moretón, cruzadas de manchas de un color mórbido, como el del agua estancada sobre la que han caído los residuos de unos químicos. No entendía cómo era que había signos de vida en aquella bolsa de carne en descomposición. Se acercó más a la cámara de vidrio y la rodeó para tener una imagen más definida del rostro. Estaba algo hinchado, con los labios rodeados de una línea bordó y los párpados con un rubor violáceo. Sin embargo, debajo de aquel cabello despeinado, aparecían los bordes del cráneo, la forma de la nariz con uno de los orificios más cerrado que el otro y esa barbilla con un lunar en la parte inferior. Era el rostro de John, maquillado para una película de zombies, claro, pero Samantha podía verlo oculto detrás de las marcas dejada por su viaje en el portal. La reacción llegó, tan urgente, que Samantha golpeó con la palma el cristal de la cámara mientras su voz resonó en toda la casa de Corin y Theroy.

—Vamos, John, hay que sacarlo. Abre esta maldita cosa. Hay que sacarlo antes de que el portal se cierre o algo peor.

—No… nnn o —John balbuceó en los altavoces y Samantha se dirigió de prisa al cuarto de control y dio media vuelta la silla donde estaba sentado para encararse con él.

—Escucha, idiota, si ese eres tú, y todavía está vivo lo mejor que se me ocurre es que tenemos que sacarlo antes de que las bolas y el pito queden del otro lado y nosotros tengamos el torso y tu estúpida cabeza. ¿Me escuchas? Así que abre esa maldita cámara y si tú no quieres, yo te sacaré de allí.

Era evidente que John estaba ocupado en una disputa interna centrada en el problema de que su copia un tanto desmejorada estuviera tan cerca de él o quizás, su cerebro le mostrase la posibilidad de que el fuese la copia y de que aquel espantapájaros de otro plano fuese el John que se había lanzado al portal para investigarlo con el arrojo de un antropólogo moderno. Samantha lo sacudió y le apretó el rostro entre unas manos frenéticas cuyos dedos se hundían en la carne.

—Abre la maldita cámara, John —su rostro casi se pegó al de él cuando Gertrudis gimió del otro lado de la casa y en la pantalla se mostraba cómo la parte superior del portal crecía hasta casi tocar el vidrio—. ¡Ábrela maldita sea o volaremos todos en pedazos!

John se puso de pie y aunque en su semblante no hubiese dado muestras de cambiar de ánimo sus manos se movieron con rapidez sobre el teclado y en unos segundos se oyó una serie de chasquidos metálicos en la otra sala. Samantha se llegó hasta la cámara que se elevaba con lentitud pero sin balancearse, lo que hubiera significado que alguno de sus lados pudiera haber tocado el portal. Los cuerpos que se habían quedado pegados al cristal se desplomaron en el suelo del living y Samantha tuvo que acercarse hasta el portal pisando entre los huecos dejados por los miembros de dos de ellos. Todavía respiraban los que habían llegado con vida. El cuerpo del hombre con la camisa a cuadros no parecía haber cambiado de opinión y se mantenía en su rigidez de cadáver. Samantha no tenía más que estirar su brazo para que su mano atravesara el portal. A esa distancia le resultaba muy difícil mantener apartada sus ojos del interior del túnel. Era como estar al lado de una maravilla que nadie había visto para contarlo y ser incapaz de contemplarla por temor a que una maldición cayera sobre ella. Por un momento no supo para qué había ido hasta allí. El cuerpo de John estaba delante de sus pies y era todo lo que veía, sin embargo, su voluntad estaba siendo jalada por otro elemento. Un clavo que estuviese siendo atraído por un imán de diez toneladas no sería una analogía tan alejada de cómo Samantha se sentía. Por suerte para ella, un clavo no contaba con una mente que se resistiera a dejarse llevar. «John —se dijo a sí misma— estás aquí por John. Saca a John antes de que todo termine».

Asió a John por las muñecas. La piel estaba reseca y acartonada. Debajo sentía que los huesos estaban cubiertos precariamente con la carne, como si tomara una bolsa que envolviera un tubo de metal. En ese momento los contornos del portal se estiraron un poco más. El cuerpo de John fue conquistado un par de centímetros por el portal y Samantha estaba a punto de soltarlo y pedir a John que abandonaran la casa pero el rostro de aquel hombre era el de su mejor amigo y el de su padre. Era como si estuviera soltándole la mano a este para dejarlo caer por un acantilado sabiendo que había algo que ella podía hacer para evitarlo.

—Sam —dijo John desde los altavoces—, el portal está creciendo. Es mejor salir cagando de aquí. Lo que puede pasar si la casa es tragada por ese fenómeno está más allá de la imaginación. Hay que irse.

—No voy a dejar aquí el cuerpo de tu clon, John. Si queremos respuestas, seguro algunas las obtendremos de esta gente. Si tú quieres, desaparece y llévate a Gertrudis que debe estar chupándose el pulgar debajo de la cama.

—¿Y dejar que seas la única que saques un bestseller como testigo directo de una explosión cósmica interdimensional? No te vas a llevar todo el crédito, maldita tramposa.

Dejando que la risa le debilitara el miedo que sentía de ser eliminada de la existencia de algún modo atroz, Samantha tiró del cuerpo hasta que las piernas de John del pasado quedaron extendidas sobre dos de los otros cuerpos. En ese momento, Samantha oyó una música que parecía provenir de otra habitación de la casa. Frunció el ceño y dejó que el cuerpo, al que todavía aferraba de las muñecas, descansara como los demás.

—¿Estás escuchando Tears for fears, John? —preguntó, creyendo que su amigo había encendido el reproductor para acompañar el momento.

—¿De qué estás hablando? —John no oía nada más que los latidos de su corazón en los oídos.

Entonces los ojos de Samantha no pudieron evitar caer dentro del túnel de esa brecha espacio-temporal y en ese embudo de nubarrones y agitación de gases entrevió la sombra de lo que merodeaba allí. No había nada a lo que se pareciera esa forma pero comprendió que la canción Mad World emanaba de allí. Fue en ese momento cuando el portal se convirtió en una línea horizontal que luego giró hasta formar un espiral en su sitio. Finalmente se cerró, o eso es lo que John y Samantha creían. La cámara de cristal volvió a su sitio, dejando los cuerpos afuera. Un suspiro trémulo de John se oyó en los altavoces.

—Oh, por favor John —dijo Samantha cayendo de rodillas—. ¿Es esa la cosa que tú ves? ¿De qué está hecha? ¿Qué forma tiene, John? Estuve a punto de ahogarme… en algún lugar. Era como si… mi propia mente conspirara contra mi existencia. La estructura de lo que soy… todo tan frágil, una presa… una presa a punto de morir. Mis pensamientos John, enmudecieron. No era nada y esa cosa… me rodeó como una serpiente antes de desaparecer. Pero no desapareció, ¿verdad, John? Esa palabra no se aplica a esa cosa…

El silencio de John a través de los parlantes se mantuvo flotando en el interior de la casa de Corin y Theroy hasta que los gatos abandonaron de uno en uno su punto de reunión.

Dispusieron los cuerpos sobre frazadas y colchas. Y los taparon hasta el cuello. Lo mismo con el cadáver, hasta que decidieran que deberían hacer con ellos. John y Samantha hicieron todo con un ánimo de desasosiego. No se habían cruzado palabras. Por supuesto, estaban experimentando de nuevo otro cambio en el curso del tiempo mental y físico. Algunos recuerdos se habían desarmado y otros habían permanecido pero pintados con el color de un contexto muy diferente. Las asociaciones de su memoria se habían combinado, cambiando la secuencia y las sensaciones que estaban vinculadas a ellas en las historias personales de cada uno. Era el equivalente a un huracán o a cientos de torbellinos que ahora estaban arrasando cada pulgada de sus universos mentales. A veces se lanzaban miradas inquisitivas preguntándose quién era esa persona que estaba a su lado y cómo era que habían llegado allí, pero enseguida la nueva realidad caía sobre ellos encajando cada pieza como si estas siempre hubieran estado allí. El recuerdo de los seis que entraron en la casa de Corin y Theroy ocupaba un lugar principal en la lista de su memoria. Cinco habían desaparecido sin dejar rastro y uno había sido encontrado muerto, desangrado en el interior de la casa. Lo habían apuñalado en el estómago. Había muerto con los ojos abiertos mirando hacia el espacio donde el fenómeno calificado como «agujero de gusano» por muchos especialistas que estudiaron el caso con la mayor cercanía que pudieron obtener, se había manifestado previamente al cierre del restaurante ocasionando un baño descomunal de sangre de gato entre los trabajadores y clientes del establecimiento.

—Los cinco de Corin y Theroy —dijo al fin Samantha. Estaba sentada en el sofá con un vaso de agua que había usado para bajar dos píldoras de ibuprofeno con la que esperaba amainar la tormenta que seguía adquiriendo impulso en su cabeza—. Lo tenemos aquí, John.

—Un recuerdo nuevo, pero tan viejo como cualquier otro —respondió John y Samantha sintió cierto alivio al saber que su amigo no había perdido los sesos, considerando que su doble temporal se encontraba en la misma casa que él.

Luego de una pausa en el que ninguno hacía otra cosa que inspeccionar entre sus nuevos recuerdos qué había ocurrido con el mundo luego de la desaparición de los cinco, escucharon un sollozo que provenía de atrás de ellos. Ambos sabían que se trataba de Gertrudis. Habían olvidado que la chismosa del vecindario había tenido asientos de primera fila en el espectáculo.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Samantha con las dos manos cubriendo su frente.

—En estos momentos podría escribir un libro con lo que sé de esa cosa que habita en el portal. ¿Sabías que he hablado con ella y que sus palabras se han grabado en mí como palabras en las hojas de un libro?

—¿Te refieres al libro del que tenemos un ejemplar en la biblioteca?

Ambos dirigieron la mirada hacia el tercer estante de la biblioteca. Entre Progresos de la física en el siglo XX y Viajes astrales documentados por la ciencia, estaba el renombrado trabajo del Dr. John Feraud Encuentro cercano con el ser del portal del tiempo.

—¿Cómo olvidarlo? —rio John y Samantha casi dejó caer el vaso de agua al doblarse hacia delante a causa de lo divertido que le parecía aquello.

—Entonces, creo que estamos en el ojo del ministerio de seguridad, los locos de las teorías conspiratorias, varias universidades del mundo, laboratorios, turistas de lo paranormal, etc., etc.

—Hay numerosas webs con club de fans que compiten por quien tiene la teoría más acertada acerca de la criatura en el portal. Sin olvidar los autores de ficción que se enriquecieron a base de nuestro trabajo.

John esbozó una sonrisa irónica y sus ojos clavados en Samantha no pestañearon.

—Bueno, tienes que darme el mayor crédito. Yo fui la primera de los nerds que lanzó la primera historia de ciencia ficción con el material recogido.

—Sin embargo, Theodore Goshbaw se forró con más pasta que tú.

—Bueno, yo no controlo el mal gusto de la gente. ¿Qué quieres que te diga? Su público abarca un mayor espectro de edades. Ah, y otra cosa. Vete a la mierda.

—¿Qué vamos a hacer con ellos? —preguntó John contemplando los cuerpos ennegrecidos en donde, por alguna razón, la piel sana había empezado a asomar como manchas de diversos tamaños en sus rostros y manos. Claro, menos el que ya no tenía vuelta atrás.

—¿Acaso está en nuestras manos? —se resignó Samantha—. Si alguien estuvo filmando el aquelarre de gatos en nuestra puerta, varios paparazzi estarán luchando por obtener la mejor fotografía de lo que ha ocurrido, la policía ya habrá estado alertada y cada investigador relacionará ese extraño suceso con la desaparición de los cinco en los ochenta.

—Y no olvidemos a nuestra amiga que crees que le destrozaste su mascota.

Gertrudis se había puesto de pie y se negaba a mirar el descanso de los viajeros interdimensionales. Caminaba pegada a la biblioteca como si lo hiciera por el delgado borde de un precipicio en cuyo fondo la estuvieran esperando estacas de rocas puntiagudas. Cuando llegó a la puerta de entrada intentó girar el picaporte, pero estaba cerrado con llave. Vio un juego colgado de un gancho en la pared y lo tomó. Probó cada una de las seis llaves y ninguna servía. Sus manos temblaban volviendo cada uno de sus intentos un trabajo de gran complejidad. Volvió a empezar con la primera llave, pero ni siquiera podía meterla en el agujero de la cerradura.

—¡Me cago en estas llaves de mierda! —Gertrudis sacudió el juego de llaves y con toda la frustración que se acrecentaba mientras era blanco de la mirada de los otros dos, las arrojó hacia la ventana, donde rebotó con un ruido metálico que sirvió como énfasis de su conmoción.

—Vaya boquita tienes, Gertrudis. ¿Y a mí que me resultabas de lo más adorable?

—Dame las llaves, bruja, asesina. Quiero irme y acusarlos de lo que han hecho con esas personas. Ahora lo entiendo, y se los diré a todo el mundo. Ustedes son los culpables de la desaparición de esas pobres cinco almas de mil novecientos ochenta y cinco.

—¿Y qué le dirás, Gertrudis? —quiso saber John y Samantha hizo una mueca de divertida sorpresa por la intervención de John, ya que nunca le habría interesado cruzar palabras con la que consideraba una idiota sin cura—. Realmente me interesa saberlo. ¿Cuáles serían tus palabras, exactamente?

Gertrudis movía los labios como si estuviera mascullando las palabras que no permitía sacar a la luz. No se esperaba que John le dirigiera la palabra. Aunque lo ubicaba en el mismo lugar de demente asesina que Samantha, sabía que era un doctor reconocido por los medios, por eso siempre se había abstenido de dirigirle insultos directos y prefería hacerlo mediante los rebotes que sus juramentos producían en Samantha. El rostro de la mujer se había puesto tan rojo que los lóbulos de sus orejas reventarían como globos si alguien los rozara con una punta filosa. Había furia en sus ojos, una furia que no tenía la menor idea de cómo salir. Samantha se puso de pie, sacó una llave de su bolsillo y caminó hasta Gertrudis que se apartó de la puerta y quedó con la espalda apoyada contra el muro perpendicular al otro por el que se había deslizado para llegar allí. Tenía los ojos fijos en Samantha como si esta estuviese a punto de atacarla. Abrió la puerta y esperó que Gertrudis se escurriera al exterior. Como lo suponía, la gente del vecindario con sus celulares apuntando a la casa de Corin y Theroy, además de camarógrafos y una camioneta de un canal de televisión aguardaban casi como en una ceremonia solemne, para enterarse de qué cosas habían ocurrido en el interior de la casa de Samantha Polson. Antes de cerrar la puerta, Gertrudis fue rodeada por varios reporteros. Parecía un ave asustada que se hubiera librado de un peligro para encontrarse con otro.