Capítulo 20
John Feraud les relató cómo visitó a John Feraud del pasado en el hospital donde se recuperó junto con los otros cuatro viajeros. Casi había sido una visita diaria en la que él le contaba cómo había continuado su vida después de que nunca hubiera atravesado el portal. Su carrera en la universidad, su amistad con Louie Polson y después con su hija. Le habló de todos los artículos que publicó en distintas universidades y el libro en el que desarrollaba su teoría de la naturaleza del portal que había tenido que modificar incontables veces desde entonces porque los cálculos variaban a cada nuevo resultado, produciendo espacios en blanco que sus teorías rellenaban, ante las escasas pruebas que obtenía por los registros de sus máquinas. El estado del arte de la física cuántica era insuficiente para presumir el funcionamiento de un elemento de la ciencia ficción que permitía trasladar la materia de un punto del tiempo a otro sin que esta sufriera ningún cambio aparente. El caso de los billetes fueron las primeras pruebas. Luego el jarrón de vidrio que estalló, demostró que el espacio de cada objeto no podía ser ocupado por otro sin que se desatara una violenta descarga de energía. Lo único que modificaba el portal era el tiempo, la dimensión del espacio se mantenía tan firme como una columna de acero clavada en un río. Por eso, el objeto que viajaba por el túnel del portal, continuaba en el mismo espacio y si este estaba ocupado por otro objeto del otro lado, no tendía a empujarlo y permanecer en ese lugar como las esferas de la cuna de Newton, porque el objeto nunca había cambiado de espacio. Lo que sucedía, de acuerdo a la teoría de John, es que el objeto viajante se materializaba sobre la masa del otro, produciendo una atípica explosión cuyo ejemplo más claro había sido el baño de sangre de gato que se produjo en los dos extremos del tiempo. No solo eso. Ni la teoría de John, ni ninguna otra estaba preparada para balbucear siquiera sobre la entidad que existía en el erróneamente llamado espacio que separaba las dos aberturas del embudo. En ese mundo que los ojos percibían como una tormenta de nubes que colapsaban unas con otras.
John Feraud del futuro también le contó a su yo del pasado cómo el tiempo se había dividido en tres en la dimensión mental y el cataclismo que había producido esto. No era un apocalipsis zombie, ni humanos combatiendo contra otros en una anarquía destructiva de un mundo al borde de la desaparición en una hoguera nuclear para asombro de la mente convencional. En este mundo triplicado, donde la realidad física se había comportado de forma absurda en ciertas ocasiones para tapar huecos que los cambios en la historia habían provocado, el suicidio se había convertido en una vía de escape sensata. Era el último reducto de lógica que el ser humano podía poner en marcha. Puso al tanto de todas sus teorías a un John que nunca había cursado ni el curso introductorio de la universidad. Le habló de cómo la máquina que inventó con ayuda de unos ingenieros, leía el interior del portal pero las cifras que arrojaba daban la impresión de que esta se había descompuesto o de que algo causaba una interferencia que la hacía funcionar como no debía. Gran parte de la teoría carecía de su comprobación empírica, lo que impedía que la misma diera ese paso contundente que esperaban los científicos para cobijarla como narrativa de una nueva era de descubrimientos. La tecnología no podía penetrar en el misterio del portal. Solo podían conformarse con lo que sus sentidos captaban cada vez que aquel se abría y estudiar desde ahí. Esas pocas oportunidades habían sido suficientes para que saliera Encuentro cercanos con el ser del portal del tiempo. Le habló de Samantha, de Tate, de Dixie y de cómo sus relaciones habían sido afectadas por la apertura del portal. Samantha era la primera que había presenciado la apertura del portal en este lado del tiempo. Todo empezó con una mesa que en el Y/Z usaban para los clientes y que después terminó como un objeto olvidado y polvoriento en el sótano de la casa de Corin y Theroy. Samantha la colocó en el punto exacto en donde estaba la mesa en el restaurante de los ochenta. La casualidad quiso que cada parte de la mesa rellenara el mismo espacio en los dos tiempos. John habló de que eso podría ser una de las causas de la aparición del portal. Para John, la mesa había actuado como una llave sobre el velo de la realidad que les rodeaba, la parte de la dimensión espacio-temporal que era percibida por los sentidos o por la extensión de estos, legada en los inventos tecnológicos. Una puerta secreta se había abierto. Un puente que conectaba el tiempo actual con el de época de John en sus años de camarero del Y/Z. La razón o razones eran como otras cualesquiera en lo que atañía a la existencia de la vida y de los astros en el cielo. Nadie lo sabía.
Entonces John le habló de Louie Polson y cuando llegó aquí hizo una pausa. Samantha conservaba varios recuerdos de su padre trabajando con John en la máquina que había instalado en su casa para el estudio de toda su vida. Recordaba cómo su padre era un aficionado lector de ciencia ficción y fantasía y como cada tarde y cada noche le leía una de esas historias a su hija. Siempre le decía que en Pearce’s Valley había un secreto muy escondido, como un huevo de pascua que casi nadie se había tomado la molestia en buscar. Recordaba a su padre como un hombre que siempre estaba rastreando cada recorte de periódico viejo que tirara alguna luz sobre la historia de la ciudad. Tenía un álbum, guardado ahora en una caja etiquetada y asegurada con cinta de embalar marrón. A veces, le leía a Samantha algunas de esas historias. Sobre la fundación de la ciudad a cargo de unos colonos que levantaron una pequeña iglesia que luego fue reformada en más de una oportunidad, una taberna, el edificio que servía de ayuntamiento, una comisaría, y las primeras casas de los moradores de estas tierras. Habló de cómo esos colonos habían tenido que luchar contra una desconocida tribu de nativos de cuya existencia no se había hallado registro alguno. Según lo que recordaba, la tribu no contaba con tantos miembros por lo que su exterminio no le ocasionó tantos pesares a los colonos que encima habían recibido un poco de ayuda de los pueblos vecinos. Luego recordaba cómo su padre en los dos últimos años de su vida pasaba más tiempo investigando el portal con John que cualquier otra cosa. Cuando murió, después de quedarse dormido sobre su mesa de trabajo en el cuarto de control desde el que John realizaba las lecturas del portal, Samantha sabía que su padre se había llevado historias que hubiese querido contarle a ella pero que no lo hizo. No sabía por qué y John sabía menos. Samantha lo sabía de tanto mirar los ojos de su padre, aún a su escasa edad. Había un lenguaje furtivo en ellos. Había aprendido a ver las letras pero nunca a leerlas. Era como encontrarse con las tablillas de arcilla de un pueblo muerto sobre las que habían grabado un texto incomprensible. Sin embargo, allí estaba ese texto y por supuesto tenía un significado que ella siempre se esforzó por decodificar. Pero las tablillas se volvieron polvo con el último aliento que su padre dio en la soledad del cuarto de control. Por supuesto, esas historias estaban relacionadas con la casa. El por qué su padre había hecho lo imposible para comprar esa casa nunca había quedado muy claro para Samantha. Suponía que después del incidente del portal, su padre se había volcado de lleno a convertirse en el dueño del edificio de la esquina de Corin y Theroy. En el tiempo que le había llevado hacerse con la propiedad, Samantha apenas sí veía a su padre, como lo supo más tarde por una tía a la que Louie dejaba a cargo el cuidado de su hija mientras él batallaba con abogados, escribanos, documentos de esto y de lo otro. Por supuesto estaba la herencia del lejano pariente que solo había tenido lugar en la segunda línea temporal. En la primera, Samantha había comprado la casa porque siempre había sentido especial atracción por ella. Pero en la segunda, una herencia transatlántica rodeada de tanto misterio como el texto intraducible de los ojos de su padre, le había permitido al hombre viudo que siempre había trabajado para pagar la hipoteca de su primera casa, adquirir un inmueble que doblaba el valor de su vivienda actual. Cuando Samantha creció, y gozando de una próspera estabilidad económica, viajó a Europa en busca de la casa donde vivían sus antiguos parientes de los que su padre había recibido la herencia. Al parecer era un lugar de Inglaterra, por los documentos que conservaba de su padre, sin embargo, nunca dio con el benefactor ni con nadie que le pudiera facilitar la mínima información de algún Polson fallecido en aquellos años. Siempre se había preguntado si su padre conocía a ese familiar o si le habían hablado sus padres de él. Samantha no supo de su existencia hasta que llegó la noticia de la herencia y sospechaba que su padre tampoco a pesar de que le decía que su tío Morty de Europa le había dejado mucho dinero. Ese nombre figuraba en el documento del que Samantha se valió para buscarlo en Inglaterra, pero al final dudó de si ese nombre había sido real. Tal vez, el efecto mariposa causado por el portal transformaba las relaciones causales de los elementos de la realidad física o tal vez, en su afán de mantener su funcionamiento de acuerdo a las leyes descubiertas por los humanos, el universo había tenido que optar por dar lugar a eventos absurdos dentro del nuevo desorden que había descendido sobre todas las cosas.
Cuando John terminó de contar su parte, extendió los brazos para relajar los músculos y sonrió. Era una sonrisa que pocas veces Samantha había visto en él. Cuando lo hacía, era porque había conseguido encontrar algo dentro de los caminos de su estudio que le había abierto otros nuevos o que lo habían conducido a un callejón sin salida. Sonreía porque no se atascaba o porque podía descartar vías de acceso a algún conocimiento. Era un divertimento personal que no compartía con nadie, uno de los placeres egoístas que se reflejaba en su actitud pero especialmente en una sonrisa que no se extinguía durante un largo rato. Sin embargo, esa vez era diferente, porque Samantha sabía que había estado narrándoles los motivos de su buen humor desde el momento en que había abierto la boca.
—Ahora pasaré el turno a KillerMonkey —anunció John—, cuyo nombre prefiere mantener en el anonimato por razones que le competen a él.
Sin decir más, KillerMonkey se puso de pie, caminó hacia la habitación de John que tenía la puerta abierta y las luces apagadas y extrajo del interior una guitarra. Era una guitarra criolla, cuya madera estaba pintada de negro y plata y las cuerdas tenían un brillo metálico que atrapaba la luz en cada una de ellas. Sin cruzar la mirada con nadie, KillerMonkey volvió a su asiento. Su tez había adquirido un tono rosado. Acomodó la guitarra en sus piernas y puso las manos en las posiciones adecuadas para comenzar a tañerla.
—Es una canción antigua. Tanto que su autor es anónimo. La melodía se la inventé yo pero la letra no. Esta ya existía en los documentos apócrifos que las autoridades de la ciudad habían creído eliminar por completo. Sin embargo, una copia de la misma sobrevivió gracias a algún héroe, también anónimo. Esta parte de la historia tuvo que mantenerse oculta, muy oculta para poder llegar a nuestros días, emergiendo a la superficie solo como ramalazos de rumores que la gente común se contaba en noches de tormenta o a la sombra de algún caserón abandonado para realzar la intensidad del misterio. Algunos ancianos la contaban a sus nietos, asegurándole que los hechos eran verdad, aunque creyeran lo contrario. No tenían idea de que estaban revelando hechos de la historia de esta ciudad que realmente habían ocurrido en una época muy antigua, donde los mitos poblaban la imaginación de los hombres. Con el paso de los años, la historia fue olvidándose, aunque pocos individuos la conservaron como un tesoro cuyo valor era mantener oculto al hombre moderno. La forma de esta pieza es un tipo de verso cuya métrica es única al igual que la distribución de sus versos. Me tomé la libertad de añadirle una melodía que creía que se ajustaba más al tema y al tiempo remoto en la que esta historia apócrifa fue puesta en escrito. Espero que la disfruten… o al menos que la conozcan.
En este punto, John había vuelto a su habitual actitud meditativa, un rostro de piedra que se desviaba de puntos azarosos para evitar detenerse ante la presencia de la entidad que él aseguraba entrever detrás del velo que para todos los demás era la cuarta pared del escenario del mundo. Por un momento cruzó la mirada con ella y no pudo evitar retraerse aún más a su interior mientras suspiros invisibles lo asaltaban.
—Ante el mundo virgen de hombres, el náufrago llegó hasta un promontorio de rocas y malezas.
El agotamiento salía a raudales por su rostro, por sus piernas, por sus brazos.
Exhausto el náufrago, con heridas del fuego aéreo buscaba la muerte como remedio a su dolor.
Su energía se había agotado, su voz se había escapado.
Solo tenía sus manos, solo tenía sus piernas, para traer de nuevo fuego aéreo.
Pero sin la voz, su destino estaría sellado. No podría volver al mundo que había perdido.
Pero tenía las piedras. De todos los tamaños a su alrededor. Rocas grises con las formas que la tierra y la tormenta les habían dado.
El náufrago comenzó a dibujar con ellas. Sobre la tierra.
Formó las líneas, los círculos, las ondas, los ángulos y las puntas. Colocó las rocas pequeñas, hizo rodar las grandes.
Algunas le desgarraron la piel, otras se le clavaron en los huesos de sus dedos. Pero el náufrago continuó hasta que su dibujo estuvo terminado en la tierra.
Luego usó sus manos para escribir los signos en el papiro del aire. El viento le respondió, y los árboles a su alrededor le respondieron, y la hierba a sus pies doblegaron sus cuerpos para decirle que su casa todavía estaba igual de lejos.
Soles y lunas se persiguieron en torno al náufrago en repetidas ocasiones sin que este lograra despertar al espíritu del dibujo.
Una y otra vez el náufrago entraba y salía del umbral de su vida. Una y otra vez sus manos escribían en el papiro del viento.
Una y otra vez las rocas no hacían nacer al fuego aéreo. El náufrago cayó en medio del dibujo, dejando su sangre entre las rocas. De pie, en el umbral de su vida, pudo ver el dibujo desde la altura de los espectros azules que vivían sobre las nubes, dentro del viento de las estrellas.
Entonces pudo ver y movió sus pies fuera del umbral. Buscó más allá del promontorio de tierra donde el dibujo aguardaba una última clave. Una roca plana y redonda. Una luna pequeña que sus manos pudieron arrastrar.
Su aliento escaso e hirviente. Sus piernas sosteniendo el duro peso de una vida a punto de cruzar el umbral. La roca luna fue puesta sobre otra cuadrada y allí permaneció hasta que el náufrago de otro mundo pudo salir de nuevo del umbral de su vida.
Otra vez, empujando el aire como si fueran olas embravecidas, sus manos escribieron en el papiro del viento. Entonces el viento abrió una pequeña puerta ante el náufrago.
Una sonrisa que temblaba a punto de caerse de su rostro. Dentro de la puerta, las nubes se abrazaban y la oscuridad quedaba oculta detrás de ellas. Los árboles festejaron y bailaron con el viento, haciendo saltar sus ramas y sus hojas.
El viento ascendía a las nubes y se arrojaba a la tierra para atravesarla y antes de que la roca luna empezara a girar por el festejo del viento, el polvo y los árboles, el náufrago atravesó la puerta secreta del viento y desapareció en su abrazo de nubes.
La roca de luna giró y giró cuando la puerta secreta se cerró detrás del náufrago. Y durante incontables persecuciones del sol a la luna, se mantuvo girando cuando el viento volvía a bailar con los árboles y la tierra y las nubes.
Hasta que el hombre llegó y la roca de la luna desapareció y el promontorio se hundió y las piedras se convirtieron en polvo.
Solo los pájaros y los animales y un hombre solitario pudieron atisbar alguna vez los contornos de la puerta secreta, antes de que el viento distraído los borrara de nuevo.
KillerMonkey siguió dejando salir la música a través de su guitarra negra y plata después que la historia había parecido llegar a su fin. Era el epílogo que KillerMonkey había escrito para cerrar el apócrifo de esa leyenda. Después de un silencio en el que cada uno dejaba al otro que sus pensamientos les hablaran sobre lo que habían escuchado, John del presente se enderezó en su sillón y puso su cuerpo en dirección a Samantha.
—Tu padre conocía esta historia, Sam —dijo John—. Y a pesar de lo que hubiese deseado él, creo que es hora de que la conocieras en vistas a la situación que vivimos. Creo que ya pasamos el punto de no retorno, al menos yo, John del pasado y tú. Por eso puedo dar por cumplida la promesa que le hice a Louie de no contártela hasta que estuviese seguro de lo que era ese portal. No estoy seguro de lo que sea, por supuesto. Pero por lo que viene ahora, vamos a actuar como si lo estuviéramos.