Capítulo 25

Pearce’s Valley era una ciudad de ríos, y de lagos y de pronunciadas depresiones de terrenos. La cadena montañosa de Los Volcanes se extiendía a lo largo de la costa oeste de los Estados del Norte, desde los Países Americanos hasta antes de la península de hielo en el extremo norte. Desde la ciudad, uno no alcanzaba a ver las grandes montañas de la cordillera, pero sí cerros y colinas que los excursionistas elegían para realizar escaladas o entrenamientos duros en vistas a diferentes competencias deportivas. Pearce’s Valley estaba ubicada entre cuatro de esas colinas, y a veinte kilómetros del cerro Buena Vista. Pero también la ciudad estaba atravesada por dos ríos. Uno que corría de norte a sur, ubicado al este de la ciudad y el otro que bordeaba la autopista doce que conectaba a la ciudad con el entramado de carreteras principales hacia los diferentes puntos de los Estados del Norte. Este último río alimentaba el lago Hulian, que es uno de los principales puntos turísticos de la ciudad. Principalmente en verano, por la pequeña pero soberbia playa y los chalets de descanso con vista al lago que siempre estaban reservados con dos años de anticipación. Era lo que había pensado hacer Sal Whitman antes de volver a cruzar las puertas de la agencia de publicidad Sforda después de regresar a la vida y a una segunda oportunidad en el mundo de los vivos. Pero entonces ocurrió lo de quedarse dormido y lo del suicidio de su vecino de cubículo en la empresa y Sal comprendió que los dos universos no podían existir al mismo tiempo sin que uno intentara destruir al otro. Claro, cuando accedía al reino que la criatura del portal había dispuesto para él en los túneles blancos, no hubiese existido existencialista o pesimista que convenciera a Sal de que la dosis de sufrimiento opacaba los escasos buenos momentos que uno podría encontrar a lo largo del tiempo que le tocaba estar aquí, y que ni aún esos pocos hacían valer la pena tanta espera absurda. Pero como tenía que cumplir con el ser que lo relegaba a una vida holgada y libertina con la que un hombre ingenuo anhela mientras está soportando los malos tratos corrientes y el hastío de un trabajo común, Sal tenía que volver a la vigilia para que el ser del portal pudiera encontrar nuevos horizontes hacia los que extender sus autopistas mentales o sus túneles blancos, dependiendo del ángulo del que se los viera. Pero cuando Sal entendió que no todos las mentes estaban preparadas para sobrellevar el trato con aquella entidad que se instalaba en el universo psíquico de uno y manipulaba el mismo de una manera en que uno terminaba sintiéndose un completo inútil por haber cargado con una caja de herramientas tan espectacular de las que solo había ocupado aquellas que le fuesen útiles para las mundanas tareas, abandonó la agencia sin decirle nada a nadie y su nuevo departamento, sin dejar tampoco la más mínima señal de dónde había decidido ir. Ya que cuando salió, tampoco lo sabía a ciencia cierta. Había esperado en su departamento a que oscureciera sin contestar a ninguna de las llamadas del teléfono que no paraba de sonar, con las luces apagadas, cuando una pareja de policías llegó ante la puerta de su apartamento y estuvo media hora tocando el timbre y golpeando. Seguramente necesitaban hacerle algunas preguntas acerca de otro suicidio, que se había vuelto el modo más habitual de cesar con la vida en todo el mundo. Sal no quería saber nada del asunto. El hombre estaba muerto y era porque había visto al ser del portal o se había arrepentido de entregarle el control de su universo mental. ¿Qué importancia tenía hablar de eso con esos policías? O lo tomarían por un demente y alguien inventaría que su cerebro se había licuado en ese viaje por el tiempo, o añadirían a la ignorancia general, que tanto él como Polson y Feraud estaban juntos en eso de acabar con el orden mundial introduciendo un alien invisible que había dañado el funcionamiento del tiempo y de la realidad. Ninguna perspectiva era buena. Además Sal, para el momento en que los policías se cansaron y se marcharon, había entrevisto un destino dentro de su perturbada mente compartida. Se cambió la ropa de trabajo por una más cómoda. Remera y bermudas. Zapatillas deportivas y una mochila en la que metió un empanedado de queso y bondiolay una botella de agua helada. No sabía para qué iba a necesitar provisiones durante el camino pero lo hizo de todas formas. También puso el libro de John Feraud, Encuentro cercano con el ser del portal con la fotografía del exdoctor en física. Sal sabía que ese pasado había cambiado en la dimensión espacio-temporal normal junto con otras cosas que había decidido mejor no averiguar. Metió en su billetera todo el dinero del que disponía en ese momento en su apartamento. Unos cuantos miles de dólares, cortesía de la agencia Sforda como un regalo de bienvenida y además contaba con unas tarjetas de crédito a su nombre. Unas nuevas, de ese milenio. Salió de su apartamento y caminó en dirección sur, siguiendo el punto del GPS de su nuevo celular. Un ícono rojo estaba parpadeando sobre el lago Hulian. Sal pensaba que allí encontraría un lugar en el que podía estar alejado de la gente que vivía en el radio en que la criatura podría visitarlos cuando él roncara como había hecho en la agencia Sforda. Pero también sabía otra cosa, pero esta no la pensaba. Era mejor no pensarla y mantenerla bajo llave hasta que llegara el momento. Durante la noche, la temperatura había bajado lo suficiente como para que los pocos que estaban en el lago emigraran en busca del calor del hogar o de algún bar. Sal había buscado un sitio desde el que no pudiera entrever ninguna forma humana. Sentía cómo el sueño le llenaba la cabeza de imágenes sin sentido que se sucedían como explosiones aisladas que lo asaltaban constantemente mientras andaba. En parte había ido caminando para evitar dormirse en un vehículo mientras lo conducía o lo llevaban. Pero mover los músculos cuando el cuerpo pedía dormir era un esfuerzo de Atlas. Halló un lugar en un puentecito de madera que cruzaba un estrecho arroyo que derivaba de uno de los afluentes del río con el que el lago se alimentaba. No le interesaba la parte superior del puente sino el sitio que había debajo de él, donde la Luna iluminaba solo la mitad mientras la otra estaba sumida en la oscuridad. Se sentó con la cabeza tocando la parte inferior de la superficie del puente y la espalda encorvada entre la tierra y una base hecha de bloques de roca húmeda. Olía a barro y a la brisa agridulce del lago. Las ranas mantenían su conversación encriptada a su alrededor y el rumor débil de unas voces le hizo sacar la cabeza para ver si alguien se aproximaba. Nadie. En esa parte del lago pocos tenían algo que ver, y menos a esas horas. Suspiró y lo primero que pensó fue qué diablos estaba haciendo allí. Por supuesto, la parte de la idea que se había mantenido dentro de la bolsa durante el viaje. Tenía que desaparecer. Tenía que hacerlo de una u otra manera. Mejor si desaparecía en el aislamiento. Quien sabía si la muerte funcionaba igual con él que con todos, después de que la criatura del portal habitara en el universo que cargaba consigo. Pensó en el hombre y por primera vez lo vio como una incógnita que existía entre dimensiones que apenas lograba ver durante toda su corta vida si es que siquiera esa posibilidad le estaba reservada. Pensó en el mundo que le esperaba allí dentro y que la criatura le había facilitado con una eficacia que ni él mismo hubiese creído nunca capaz de manejar, ni siquiera si un sabio de la montaña de trescientos años de edad se lo hubiera dicho. Sal Whitman, un vendedor de publicidad, un estratega del marketing, un entendido en los negocios de la vanguardia de cualquier producto del mercado, había sido acreedor de un secreto que casi ningún mortal poseía o si lo hacía, tal vez lo asumía como la gratuidad de una fantasía personal. Sin embargo, no estaba seguro de querer tener ese secreto. Claro, podía ver otras cosas, como si alguien abriera una nueva puerta en su interior para mostrarle que siempre había tenido un hermoso patio trasero en su casa que nunca había usado, pero en definitiva seguía siendo el mismo ser enclenque, que siempre había andado con los ojos vendados por las mismas archiconocidas habitaciones. Y sino fuera por el ser del portal no podría moverse por el universo del interior con la misma habilidad que lo hacía. Sal pensó en lo que había allí. Ninguna de las reglas del mundo externo se podía aplicar en ese mundo si uno no quería. Las reglas postuladas por los físicos, los matemáticos y los demás expertos en la medición y la predicción del funcionamiento de la dimensión espacio-temporal. Sal Whitman vivía como un monarca, con sus mujeres, las sucursales de su compañía por todo el mundo, las propiedades en lugares que de este lado de la frontera hubiesen sido parte de alguna reserva federal o patrimonio colectivo. Pero eso no era todo. Lo más fantástico era ir descubriendo cómo las pequeñas cosas de ese universo iban tomando más peso y consistencia. Como el aire que al principio casi era imperceptible, ahora llegaba cargado de aromas y temperatura. Que el agua que casi no mojaba, ahora permanecía más tiempo en su piel y su ropa, como en el mundo exterior. Que el sabor de la comida empezaba a diferenciarse mientras más platos probaba en ese universo. Que el sexo duraba lo que el deseo pedía. Eso era mejor que en el mundo exterior, e incluso en su universo personal, las mujeres lo agradecían mucho. En las pequeñas cosas, el universo de adentro se iba pareciendo más al otro, y en las demás cosas lo superaba sin que él ni nadie lo pudiese negar. Y en los momentos de mayor disfrute, Sal Whitman pensaba que había hecho el mejor trato de su vida dentro del túnel del portal.

Sacó el libro y lo abrió en la página donde había quedado la última vez. Había adquirido el volumen un mes antes. Era una nueva edición, producto de un tiempo récord de la editorial luego de que Feraud hiciera modificaciones a su primer trabajo. Por supuesto, Sal no había podido acceder a la obra original, pero tampoco lo había comprado para hacer un análisis comparativo. Sal leyó de nuevo el título del capítulo que decía:

Un nuevo nivel en el mundo de los sueños. Más allá de la zona REM.

Si tomamos en cuenta que la etapa REM (Rapid Eyes Movement) es la que corresponde al sueño profundo como lo conocemos normalmente, la que le sucede es la etapa que he de denominar WTD (White Tunnels Dream), donde el sujeto que ya ha tenido un contacto con el ser del portal, puede quedarse dormido con una rapidez insólita que supera en creces a una persona con el sueño pesado. Es en esta etapa donde el sujeto tiene irremediablemente un sueño lúcido que posee ciertos rasgos que lo diferencian de otros sueños de la misma especie en sujetos que no han sido “visitados” por la entidad del portal. En primer lugar, el sujeto puede recordar con gran detalle los eventos producidos en su sueño, cuando emerge a la vigilia. En segundo lugar, el sujeto interactúa con la realidad onírica ejerciendo un control mayor sobre los elementos que el que posee en el mundo real. Su deseo adquiere un carácter real en el mundo onírico, llegando a producir materia con el solo hecho de pensar en la misma o a manipular la mente de las otras entidades que pueblan el universo del sueño. Y puede hacer uso de esta habilidad en cualquier momento. Dentro del estado WTD, el tiempo puede estirarse tanto como a razón de 1:10, hablando en términos de horas pero en otros casos puede alcanzar las misma cifras pero en términos de horas para la primera y días para la segunda. Es decir, que el sujeto puede despertar y concebir lo vivido en el sueño como si se trataran de diez días en el mudo de la vigilia.

En este estado, el sujeto también puede obtener comunicación con la entidad, quien puede ordenarle realizar alguna acción en el mundo de la vigilia o, y esto es lo más extraño, dejar que las pesadillas del sujeto invadan el entorno ideal en el que vive. Cuando esto ocurre, el sujeto admite ser el blanco de una extorsión aterradora que es causa de que busque una salida inmediata a su condición, como por ejemplo, el suicidio. Pero otros sujetos pueden estar dispuestos a pagar el precio para volver a ingresar en el estado WTD. Después de todo, ¿quién no querría vivir como siempre ha deseado, que lo traten como uno ha creído que se lo merece? ¿Y sobre todo, quién no querría vivir teniendo el control del devenir de su vida?

Sal levantó los ojos del libro y miró la corriente del arroyo que fluía con tranquilidad frente a él. Él quería vivir como se merecía. Él quería tener el control de su destino. Él quería tener todo lo que tenía en el universo de los túneles blancos y todavía más. Allí era un exitoso magnate. Allí, cada acto significaba algo, servía para hacerle la vida más placentera, sin interrupciones, sin consecuencias desagradables. Sin embargo, la presencia de la entidad del portal estaba siempre allí, como una marca de agua llenando cada espacio de sus experiencias. Inclusive cuando su propia voluntad le permitía hacer cosas como conseguir un taxi rápidamente al levantar el dedo en medio de un mar de personas, hacer que su amigo funcionara las veces que él quisiera cuando iba de mujer en mujer durante una carrera frenética que podía durar días, él sabía que la entidad estaba fundida con el cielo, con el aire o dispersado entre los objetos que adornaban el sueño. Era el precio. Siempre había uno. Un hombre de negocios como él lo sabía muy bien. Sin embargo, la vida en el estado WTD valía la pena. Allí no había ying y yang, ni el equilibrio natural, ni el karma. Sal era un dios del Olimpo o quizás un semidios si tomaba en cuenta que la entidad era la única que le posibilitaba ese tipo de existencia. No podía decir lo mismo del mundo real, la mentira en la que había vivido siempre. Los engaños, las decepciones, la vejez, el cansancio, las humillaciones, el ego hecho pedazos una y otra vez y vuelto a rehacer con una cada vez mayor dosis de resentimiento. Comparadas, la vida en los túneles blancos convertía a la otra en un lodazal hediondo, donde el hombre era un insecto que se alegraba si encontraba una rama lo suficientemente alta como para encaramarse y evitar hundirse en la porquería.

Antes de que pudiera seguir leyendo, Sal oyó un chasquido proveniente de algún lugar cerca del puente. Sonó como una rama que alguien pisara. Después de unos segundos no ocurrió nada más hasta que el aire fue invadido por un susurro que le hizo parar las orejas. Flexionó sus piernas contra el pecho y se movió dentro de la sombra proyectada por la superficie del puente. El susurro se volvió voz y acompañándola, los pasos dados por dos o tres pares de piernas.

—¿Cómo puede ser que lo hayas perdido de vista? —preguntó una voz masculina junto al puente y enseguida unos pasos retumbaron en la madera encima de su cabeza—. Era lo único que tenías que hacer, Joe.

—Tuve que darle una patada a ese maldito perro o el muy hijo de puta me iba a orinar los pantalones —respondió la voz del que debía ser Joe—. Seguro que no anda muy lejos. En esta parte solo está el lago a uno veinte metros, este arroyo y los árboles recién se pueden ver casi cien metros más allá. Y yo solo lo perdí de vista menos de cinco segundos. No creo que haya decidido hacer de buzo zambulléndose en el lago.

—Entonces, ¿qué haremos con él? —preguntó una tercera voz. Un punto diminuto dentro de la mente de Sal, esperaba que no se sumara nadie más.

—Lo que debimos hacer con esa lesbiana de mierda en la granja —respondió el que primero había hablado con un tono cargado de desprecio—, lo que debimos hacer con ese maldito nerd que ya ni siquiera es doctor. Lo que debimos hacer si desde el comienzo le hubiésemos hecho caso a nuestras pelotas en lugar de salir aterrados como todo los demás.

—Pero la Polson y Feraud pueden ser peligrosos, Rex —dijo Joe—. Brujos o mutantes como esos de las historietas. Si les hacemos daño, quien sabe qué cosa del más allá podría caer sobre nosotros.

—¿Te estás escuchando? Las mismas sandeces que día a día oímos en Internet y la televisión. Tú, como un iluso, cree que esos dos pueden invocar demonios o cosas más raras, pero yo no lo creo y tampoco lo crees tú en el fondo. Solo estás asustado, por todo lo que está pasando, por todo lo que ha ocurrido en el mundo. Sin embargo ellos están vivos, y lo del portal seguirá ocurriendo hasta que nos toque a nosotros volvernos locos y volarnos los sesos. ¿Así quieres terminar? Como tu hermano, tu madre, el alcohólico de tu padre y el drogadicto de tu hijo. ¿Muerto y pudriéndote en alguna fosa común?

Joe no respondió y la tercera voz tampoco. Sal pensó que estaban de acuerdo con su amigo. Y en su lugar también lo estaría. Sin embargo no quería morir todavía. Tal vez hubiera algo que pudiera hacer para mejorar su situación con la entidad. Algo que podía estar en ese libro. Algo que evitara más muertes a su alrededor. Su boca se abrió involuntariamente para dejar salir un bostezo. No pudo frenarlo a tiempo. Casi no se dio cuenta de lo que hacía, hasta que el suspiró saltó por encima del arroyo y siguió ascendiendo a través del silencio de aprobación de los tres de arriba.

Ninguno dijo nada. Eso le bastó a Sal para entender que lo habían descubierto.

Los pasos se separaron. Unos por un extremo del puente, otros por el opuesto. Sal se acurrucó en la sombra todo lo que pudo. Se imaginó convirtiéndose en una bola diminuta, como esos insectos que se arrollaban para defenderse de sus depredadores. Tal vez no lo verían. Tal vez pensarían que había sido un efecto del viento sobre los árboles o la corriente. Cuando dos pies aterrizaron a la orilla del arroyo, Sal tuvo que morderse los labios para no gritar. El hombre que se asomaba debajo del puente era rubio y su cabeza le recordó a Sal una rodaja de pan estirada. Una amplia frente recibía el brillo de las estrellas. Otros pares de pies cayeron por el otro extremo. El lado más cercano a la sombra donde se ocultaba. El sujeto tuvo que agachar una extensión más larga de cuerpo para que sus ojos pudieran examinar lo que había allí debajo. Para Sal, era una forma humana sin facciones y esperaba que él mismo ni siquiera fuera eso para el tipo largo.

—¿Y bien? —preguntó el de arriba del puente—. ¿Tenemos algo?

—No estoy seguro —dijo el rubio y dio un paso dentro del puente.

Sal apenas respiraba. Su mente sabía que era cuestión de tiempo, pero no cedería en su camuflaje hasta estar totalmente seguro. El grandote extendió el brazo que en ese momento para Sal era una interminable vara que podía alcanzar el filo del mundo. El brazo le pasó a escasos centímetros de su rostro. Evitó respirar para que su aliento no cayera sobre la piel y los vellos del hombre. Justo en ese momento, tan inoportuno como imposible de que algo así sucediese, con su corazón latiendo sin control, a Sal se le cerraban los párpados. «¡No! —lanzó una súplica dentro de su mente—. Ahora no. No más muertes, por favor». Sabía que si fuera por él, no se dormiría por más que el agotamiento acunara a cada una de sus células obligándolas a tomarse un descanso. Era el ser del portal. La criatura que construía las carreteras dentro de él. Si no cierras los ojos, te matarán Sal. Uno de estos tipos se ha empecinado en acabar contigo y no dudo de que lo logre. Si duermo, tú los usarás para tus carreteras y todo continuará destruyéndose. No seas ingenuo, Sal. Nada se destruye en realidad y lo sabes. Las cosas dejan de ser lo que eran. Incluso los ciclos. Se transforman en otros ciclos o en figuras de una complejidad que no podrías entender.

El brazo tanteó el espacio a sus lados y chocó con la cabeza de Sal mientras este hablaba con la entidad del portal. Sal no lo advirtió. Volvió a asomar la cabeza a la vigilia cuando el tipo largo lo tenía sujeto de los cabellos con una mano y un brazo cruzando debajo de su pecho, de esa forma evitaba que su cuerpo se desplomara. Veía el mundo como si estuviese detrás de un muro de lagañas. No podría luchar mucho más con sus ojos.

—¿Estás despierto? —preguntó la voz que se había quedado sobre el puente. Para Sal era una forma borrosa que bien podía tratarse de cualquier cosa imaginable.

La forma borrosa de ese hombre ganó tamaño cuando se acercó y Sal pudo distinguir su cabello en un rostro carente de rasgos. Lo asoció con las hojas de un libro abierto y con las puntas dobladas hasta casi unirse. Así era el cabello de ese hombre sin rostro. Hizo algo porque su visión se distorsionó más aún por un instante. Luego repitió la acción dos veces. Le había dado cachetazos, claro. A Sal no le llegaba ninguna señal de dolor.

—Este gordito está borracho —dijo el hombre alto con una voz pesada y lenta—. O tan elevado como un globo de helio.

—Para mí es puro fingimiento —repuso el del cabello de libro abierto—. Veamos si despierta con esta alarma.

Esta vez sintió como si alguien le apoyara una taza de té tibio en la mejilla. Las formas diluidas, saltaban y volvían a ocupar su incierto lugar después de mezclarse en el aire. Quiso decirle que lo dejaran allí tirado y se fueran con rapidez pero le era imposible articular ninguna sílaba. Además parecía que lo estaban golpeando o algo de ese estilo para que diera señales de que estaba consciente. No tendría ningún resultado.

—Serás el primero, ¿me oyes? Luego seguirá esa puta escritora y su amigo el nerd.

Las palabras rebotaban en sus oídos y se derramaban hacia afuera como un líquido que no podía ingresar en su conducto auditivo.

—No hay caso —dijo el grandote—. Este bastardo no está con nosotros.

El rubio, Chuck, fue el primero en advertirlo. Justo en ese momento, el del cabello de libro abierto, Tyler, estaba escudriñando las distancias en busca de algún curioso que filmara todo en su celular para mostrarlo en vivo al mundo en su cuenta de alguna red social. El alto, Leonard, miraba a Tyler, esperando una orden que lo desembarazara de ese cuerpo inútil que colgaba de su brazo.

—¡Oh, mierda! —se asustó Chuck, señalando a Sal—. ¿Qué demonios le pasó?

Leonard estiró el rostro de Sal hacia atrás para poder verlo. Entonces se dio cuenta de que estaba sosteniendo un muñeco hecho de trapo y paja con la misma ropa que llevaba puesta el gordo borracho. Enseguida lo soltó y el cuerpo falso cayó al suelo como una bolsa de papas.

—Me cagó en todo. Miren, se ha convertido en un espantapájaros —dijo Leonard con una voz donde afloraba su incredulidad.

Tyler se había quedado atónito ante aquel muñeco del que no podía esperar más cooperación que la que había obtenido del original de carne y hueso. Leonard se alejó unos pasos, con las manos crispadas por el horror. Chuck miró en todas direcciones y otra vez más fue el primero en darse cuenta de que el gordo Sal Whitman no era lo único que había cambiado. Primero notó que los árboles se habían, a falta de otra palabra mejor en ese momento, “fundido”, formando un muro que cortaba todo paso por la zona este del parque y el pequeño arroyo, en el que hacía un momento habían encontrado a Sal, ahora había crecido alcanzando las dimensiones de un río correntoso que, junto al lago, los dejaban aislados en medio de un plato de tierra bajo un cielo donde las estrellas habían crecido y adquirido el aspecto de granos purulentos que colgaban de un espacio matizado con un tenue hálito de aurora boreal verde y azul. Los tres esperaban que alguien tuviera una explicación de qué carajos había pasado.

—¿Cómo hizo eso? —quiso saber Tyler.

—Te lo dije, maldita sea —lo acusó Chuck—. Te dije que meterte con estas cuestiones nos iba a costar caro. Seguramente ese gordo nos lanzó alguna brujería.

—O la Polson o el otro. Debe de estar protegido por su magia.

—No —rechazó Tyler pero sonaba tan seguro como si alguien le hubiese preguntado «¿Existen los fantasmas?»—. Esto no puede estar pasando. Esto…

—¿Estás ciego o qué? —le espetó Chuck—. Mira donde estamos. Mira los árboles y el río. Oh, dios mío. El lago…

Antes de que Tyler le respondiera que no estaba ciego y que si le gritaba de nuevo así lo lanzaría de cabeza al agua, sus ojos vieron lo que asomaba en las aguas del lago, las cuales parecían estar hechas de alquitrán. Nunca había visto unos ojos así más que en los zoológicos pero allí los separaban unos barrotes gruesos de hierro y unos cuantos metros de vacío.

—¿Son cocodrilos? —preguntó Leonard.

—Son demasiados cocodrilos —repuso Chuck—. Y vienen hacia aquí, demonios.

Las largas cabezas de reptil ya habían salido del agua y sus cortas patas hacían avanzar unos arietes revestidos de escamas hacia ellos. Siete fueron los que contó Tyler en la primera fila y detrás, en la superficie del lago, estaban asomando nuevos ojos. Tyler hizo números en su mente. Lanzarse al río o correr hasta el muro formado por los árboles y buscar alguna salida. La suerte estaba en su contra.

Los obligaron a acercarse a la orilla de un río que podía llevarse una casa de tres plantas en su corriente. Más de veinte cocodrilos avanzando con parsimonia, como si supieran que sus presas tenían que elegir una de las dos muertes y no les importara ser los rechazados.

—Los he visto llevarse a una persona al río mientras aún se debatía dentro de sus bocas —dijo Chuck, temblando como una espiga ante un vendaval—. Los mastican mientras están vivos. Oh, mierda, yo no quiero morir así.

—Tendrá que ser el río, entonces —afirmó Leonard, preguntándose si sus clases de natación en la adolescencia le podían servir en aquellas aguas furiosas.

—O pueden evitar dos muertes seguras si pueden hacer en sus mentes, lugar a una opción más.

No sabían de donde provenía la voz pero lo que los dejó atónito fue la inmovilidad de los animales. Habían dejado de caminar hacia ellos. Sus ojos verdes de pupilas verticales pestañaban, fijos en esos tres jugosos humanos.

—Por aquí, muchachos.

Los tres buscaron el origen de esa voz en cada lugar al que llegaban sus ojos. Tenía que estar cerca por la claridad con que entendían las palabras. El tono indicaba que podía estar a su lado, uno más de los acorralados por los cocodrilos, sin embargo allí no había más almas que ellos.

—Cerca de del muro. Por aquí.

Tyler entrevió una línea delante del muro fundido de árboles. La línea se hizo un centímetro más larga y comprendió que el hombre que les hablaba alzaba un brazo para que no cupiera duda de que allí estaba. Pero era imposible. Al menos cien metros los separaban de ese sector y el tipo se oía como si estuviera hablando frente a ellos. De repente, entendió que esa locura era el resultado de haberse metido con el viajero del portal. O eso era obra de un brujo, como decía el rumor popular, o ese tipo estaba embrujado. O los tres habían inhalado alguna sustancia que ya no recordaba y ahora estaban atravesando un viaje de rock and roll.

—Si aceptan mi ayuda, podrán salir indemnes de su pequeño problema —dijo el extraño—. Solo deben caminar hasta aquí y la salida se les abrirá.

—¿Quién puta eres tú? —gritó Leonard, haciendo bocina con las manos en su boca.

El extraño no respondió. Permaneció en su lugar, como un punto más del paisaje, casi desapareciendo con su entorno.

—¿Eres Sal Whitman? —preguntó Tyler sin necesidad de levantar la voz. Si ellos lo oían, hablando de un modo normal, entonces tenía que darse el mismo resultado con su voz.

Chuck hizo un ademán que señalaba lo inútil de aquel diálogo y corrió hacia el muro de árboles, pensando en que esos cocodrilos podrían romper su encantamiento en cualquier momento. Leonard lanzó una mirada interrogativa a Tyler y salió detrás de Chuck. A los pocos metros se detuvo y miró por encima del hombro a su amigo.

—Es mejor allí que aquí —dijo, justificándose por actuar antes de que a él se le ocurriese otra cosa.

Tyler quedó solo entre los animales y el río, como un sacerdote de una época perdida a punto de soltar un largo discurso a un auditorio de reptiles que lo contemplaban embelesados. Se dijo que era estúpido que permaneciera allí, por más que no conociese a aquel tipo, por más que todo el escenario hubiese cambiado de un modo absurdo. Sabía que lo que había ocurrido tenía que ver con el portal. Así como el tiempo se había quebrado y la realidad variaba debido al «síndrome del efecto mariposa» que alteraba la relación verosímil entre mente y realidad física, el entorno del paseo del lago se había transformado porque Sal Whitman había hecho algo con esa “magia” del portal, estaba seguro. Se unió al encuentro con el extraño a quien pudo ver de cerca cuando llegó al lado de sus amigos. Era increíble pero conocía a aquel sujeto. Lo conocía más que bien, pero la sensación de irrealidad se agudizó más cuando comprendió que un hombre muerto había vuelto a respirar. Se llamaba Ned Randz, nombre que pocos conocían. Para los que ganaban su confianza, ese nombre podía ser usado con la mayor discreción, siempre y cuando él estuviese con la persona que lo usaba. Los demás lo llamaban Fire. Porque conducía su motocicleta como si un espíritu del aire se montara sobre una llamarada. Fire le había enseñado varios trucos para dejar su propia motocicleta como nueva, además de mostrarle que la velocidad podía vencer a las leyes físicas en la carretera y que las curvas más pronunciadas hacían de los hombres, auténticos conductores, amantes de los fierros con ruedas. Fue Fire quien lo introdujo en el mundo de las pandillas de las rutas, del viaje sin rumbo por las autopistas de los Estados del Norte, bajo un cielo tachonado de millones de estrellas, sin otra cosa entre él y uno que la velocidad y el viento nocturno. Fue un hombre al que Tyler admiró hasta que un accidente entre dos camiones se saldó con un pandillero y su motocicleta aplanados por el choque frontal de las cabinas. Sus dos amigos no lo conocían, ellos habían llegado a su vida después, unidos por la venganza que querían cobrar contra Samantha Polson y John Feraud. Algunos de muchos que habían ido cayendo como fichas de dominó. Sin embargo, tampoco le hubiese importado mucho si fuera el mismo Elvis quien estuviera ahí. Los dos estaban tan asustados que podían haber olvidado sus propios nombres.

—En este momento, tienen muchas preguntas y algo más importante. Miedo —dijo Fire, pronunciando la última palabra como si fuera un adorno delicado que la lengua que la nombraba pudiese romper.

—¿Fire? ¿Cómo demonios estás vivo? —Tyler no había encontrado nada en aquel rostro que desmintiera la identidad de su viejo mentor.

—Vivo, muerto. ¿No estás cansado de ese ciclo interminable al que tu especie está aferrado con cadenas que ni el poderoso ni el débil pueden romper?

—¿Es esto un sueño? —la voz tímida de Chuck vacilaba entre la amenaza todavía latente de los cocodrilos y la aparición de aquel extraño que les había prometido una salida.

El unánime tronco común que compartían todas las copas de los árboles detrás del extraño, no mostraba ninguna rendija por la que un cuerpo humano pudiese deslizarse. Leonard también lo había notado, de ahí que ambos comenzaran a preguntarse si el extraño no formaba parte de la trama demente que ahora estaban viviendo.

—¿Qué es la vida? —recitó Fire.

Una ilusión, una sombra, una ficción,

Y el mayor bien es pequeño,

Que en la vida todo es sueño

Y los sueños, sueños son.

—¿Cómo llegamos aquí, Fire? ¿Fue ese gordo de Whitman? ¿Tú lo estás protegiendo?

—El pobre Sal estaba muy cansado. Solo quería venir aquí a aclarar un poco sus ideas con esto —como un ilusionista, extrajo de su espalda un libro. El título decía Encuentro cercano con el ser del portal, de John Feraud a secas. Y en medio, en letras más pequeñas pero con un color rojo que hacía casi imposible pasarlas por alto, Segunda Edición.

—Es increíble cómo se empecinan en llegar a un conocimiento que escapa al marco de su realidad ordinaria a través de los mismos símbolos con los que ni siquiera han podido llegar a comprender el funcionamiento de las dimensiones en las que se encuentran tan distraídamente estancados.

Cuando Leonard, a quien la piel se le tornó roja desde la coronilla hasta los dedos de los pies, pareció crecer en tamaño al tiempo que enviaba uno de sus puños mortíferos contra Fire, Tyler sabía que era una acción destinada al fracaso. Chuck estaba atento a los cocodrilos que tenían la vista fija en ellos. La ráfaga descripta por Leonard barrió el aire donde había estado la cabeza de Fire. Acto seguido, detrás del grandote, el resucitado motoquero lanzó un silbido y pasó su mano por la frente indicando que había esquivado por poco ese porrazo.

—Eso estuvo cerca, mi gigante amigo —dijo Fire—. Pero creo que los golpes no te van a sacar de tu problema. Inclusive, si tú esperabas dejarme tieso con esas manos que han noqueado a muchos a durante toda tu vida, tal vez los cocodrilos se alimentasen después de todo.

—Sácanos de aquí —Chuck sonaba como si estuviera a punto de mojar sus pantalones—. Tú dijiste que podías. No me gusta nada este lugar.

—Entonces estás dispuesto a aceptar mi ayuda.

—¿Tú que crees? —Chuck creyó ver un movimiento en los animales y su cuerpo era como el de un perro que huele el acercamiento de otro.

—Espera —intervino Tyler—. No podemos confiar en este tipo. Ni siquiera está vivo. Esa cosa del portal de la que hablan… Seguro ella está atrás de todo este ridículo sueño. Los cocodrilos no son reales. Nada de lo que está ocurriendo es real.

—Yo no confiaría mucho en las ideas de realidad que su especie ha creado, Tyler. Lo que ustedes llaman realidad es como un lado de la envoltura de un caramelo sin forma.

—¿De qué estás hablando?

—No importa. Lo importante es que yo estoy aquí, que Sal los llevó hasta aquí aunque él ni lo supiera, que cada momento de sus vidas los ha llevado hasta aquí. Ahora den el último paso y vivan como se merecen.

Por un momento, a Chuck le pareció más interesante lo que decía Fire que sus amigos embalsamados junto al lago. Leonard no había intentado golpearlo de nuevo, lo que significaba que ese sujeto estaba diciendo algo que debía oír.

—Nosotros no hemos venido aquí por ti, Fire, o quien quieras que seas —repuso Tyler—. Si tú hiciste esto, deshazlo y déjanos seguir con nuestras vidas.

—La negación es un rasgo tan extraño como natural en ustedes. Incomprensible para mí, como la conformación de su fisonomía y la incapacidad de utilizar las autopistas mentales con las que nacen. Está bien, haré el esfuerzo de desvelar ese doblez del envoltorio de caramelo que sus lindos ojos no pueden captar.

Por unos segundos, Fire no dijo nada y sus miembros perdieron toda movilidad, igual que los cocodrilos. Sin embargo, los tres sentían una corriente extraña a su alrededor. No la sentían en la piel, sino dentro de sus huesos, en las oscuridades más herméticas de sus carnes.

Tyler vio que lo rodeaban y atravesaban incontables hebras doradas que se estiraban, doblaban y enrollaban con cada movimiento de su cuerpo. Incluso cuando no lo hacía, estas hebras no dejaban de vibrar conectadas a cada dedo y cabellos de su cabeza. Chuck y Leonard también podían ver las hebras. Filamentos dorados hechos de luz o de algún gas formado por millones de partículas que giraban y se chocaban dentro del fino espacio que ocupaban. Las hebras emanaban de todas partes. De cada hoja de los árboles que había delante de ellos, de los cocodrilos que los observaban, del agua del lago y las corrientes del río, y de cada gota que saltara a la costa. Las hebras se movían siguiendo la oscilación de la hierba y ascendían hasta perderse en la noche teñida de verde y azul del cielo.

—Ahora pueden ver que no hablaba con símbolos. Realmente les estaba diciendo que cada acto de sus vidas los ha llevado hasta aquí.

—¿Qué son estas cuerdas? —preguntó Chuck. Cerrando sus manos en torno a ellas, esperando que ocurriese algo.

—Digamos que son las estelas y las rutas del movimiento de la existencia —dijo Fire, recuperando su voz enérgica y su pose de tipo que no esperaba nada interesante de uno—. Todo lo que haya en estas dimensiones está atado a ellas. Cada decisión que han tomado y que harán está en estos hilos. Si un volcán explota en alguna parte de este mundo, es porque las cuerdas han vibrado, tensionado o cruzado para provocar esa explosión. Los músculos de sus caras que indican incredulidad han sido ejecutados por los movimientos de estas cuerdas. Por supuesto, como parte de la broma que es su existencia, ustedes no pueden verlas, de lo contrario la historia de su especie hubiese sido muy distinta.

—No puedo dar crédito a lo que veo. Es demasiado —Tyler se arrodilló en la tierra, intentando procesar información que no sabía si provenía de un sueño o de una ilusión preparada por la entidad del portal o una revelación contra la que no podía hacer otra cosa que asentir como un idiota.

—¿Quiere decir que el destino existe? —Chuck hacía una pregunta que nunca le había hecho a nadie. Su tono inseguro dibujaba palabras que nunca pensó que necesitaría pronunciar.

—¡Oh!, vaya Chuck —Fire sonrió—. Bueno, primero tenemos que echar un vistazo a esa palabra. En su lenguaje destino existe porque azar existe. Ambas vendrían a ocupar lugares opuestos en la línea semántica. Sin embargo, el binarismo de su sistema de signos es tan ficticio como su pretensión de pensar que con ellos están alumbrando algo.

—No entiendo —musitó Chuck—. No entiendo nada de lo que está pasando, de lo que está diciendo.

—¿Qué pasará con nosotros si aceptamos tu ayuda para salir de aquí? —preguntó Tyler y cada palabra le quemaba los labios.

Envueltos en la maraña de hilos dorados, los tres ya habían sentido saltar por los aires el rarometro personal que, desde la aparición del maniquí en brazos de Leonard, no había hecho más que subir sin pausas.

—Ya se los dije. No estoy interesado en hacerles la vida miserable. Todo lo contrario. Les entregaré el paraíso si me dejan conectar sus autopistas mentales con otros lugares inexplorados. Mi único propósito es extender los túneles blancos que necesito para vivir. En el lugar en que estaba antes, mi existencia era muy precaria. Viviendo de sobras que no duraban demasiado. Incapaz de ser dueño de mi propio destino.

—¿De qué te quejas? Por lo que puedo ver, nosotros tampoco hemos sido dueños.

—No es lo mismo, Tyler —dijo Fire y por un momento se notó un dejo de angustia en su voz—. Por más que estas hebras definan la parábola de la existencia, no quiere decir que ustedes no sean autores de las creaciones a las que les permite llegar el limitado acceso a las autopistas mentales. Que yo pueda ver los hilos y ustedes no, no quiere decir que yo esté exento de no percibir los míos. Tal vez haya otros hilos que mi nivel de percepción no puede captar. Estoy seguro de ello. Sin embargo, desde que descubrí sus autopistas mentales estoy hambriento de algo que ustedes creen conocer muy bien. Libertad para crear mi propio universo. Algo que ustedes no pueden conseguir a causa de su brevedad. La inmortalidad es tenebrosa sin la creación infinita.

—Nos quieres para colonizar nuestras mentes —señaló Tyler—. Usarlas para extender tus dominios. Para escapar de tu …

—Prisión, sí —terminó el enunciado, Fire—. Una prisión que me ha creado. El mismo alimento ha formado mi existencia por así decirlo, como la carne en descomposición sirve como nacimiento a las bacterias que se alimentarán de la misma.

—¿Y si no aceptamos? —preguntó Leonard y Chuck no pudo evitar de acordarse de sus amigos cocodrilos congregados más allá.

—Me temo que tendré que descartarlos. Me he dado cuenta que forzarlos a aceptar una nueva vida, tiene escaso éxito. O se suicidan o se vuelven tan locos que alguien termina sacándolos de su miseria y eso no me sirve de nada porque todo el proyecto de nuevas uniones de carreteras quedaría trunco. Necesito que entiendas los términos del trato, de esa manera me aseguro que vivan lo suficiente para finalizar los recorridos de los tramos de las autopistas.

—¿Descartarlos? —el tono de Chuck era ausente.

—Descartarlos —repitió Fire y señaló en la dirección que Chuck temía.

El grupo de cocodrilos se puso en movimiento de nuevo.