Capítulo 22
El sofá nunca había sido una opción. Ni siquiera Matilde le sugirió que lo convirtiera en cama, ni mucho menos le buscó una frazada y una almohada para que se pusiera cómodo. Después de llenarse con el estofado que había superado todas las expectativas de ella, Marc la tomó de la mano, apenas rozando la piel de sus dedos que habían quedado en el punto muerto de la inacción. Caminó y ella solo dejó que sus piernas respondieran para evitar el ridículo. Él se sentó al borde de la cama y la atrajo a su lado. Matilde tenía la vista fija en su pecho, en una piel que no era la suya, sino la de un hombre que la deseaba, tan cerca que bastaba con extender la mano para tocarlo, por primera vez. No había espacio en su cuerpo que no mostrara el rubor de su sentimiento. Uno nuevo, por la proximidad de la carne. Marc llevó la mano a su mejilla y le corrió el cabello detrás de la oreja y Matilde pudo sentir su propia temperatura en la palma de él. Cuando la besó, Matilde cerró los ojos y los pensamientos que tenía en ese momento se evaporaron como si de repente su cráneo se abriera para expulsarlos hacia el vacío del espacio exterior. Solo había dos lenguas que se tomaban y se soltaban en una danza sin consciencia. Cuando entreabrió los ojos estaba en la cama y Marc besaba sus pezones mientras sus piernas lo envolvían hundiendo su cuerpo en el cuerpo de ella.
Ascendieron entre los túneles blancos, los cuatro formando un círculo. KillerMonkey les hablaba, conduciéndolos como un guía turístico entre las formas de su creación. La parte exterior de los muros vibraban como tentáculos flotando debajo del agua. Vistos de cerca, también tenían vellosidades, protuberancias de diversos tamaños y formas. Cuando Samantha pasó su mano por uno de ellos, hasta donde alcanzó la vista, el material del túnel adquirió el aspecto de una piel de gallina con sus vellosidades erizadas. Luego de unos segundos, volvió a la normalidad.
—Me tomé el trabajo de adherir algunos detalles de acuerdo al relato de John —comentó KillerMonkey—. Espero que despierten buenas impresiones.
—Aún no entiendo qué propósito tiene toda esta maraña de túneles en un lugar tan desprovisto de existencia como este —dijo Samantha, un momento antes de que todos se detuvieran frente a uno de los nudos desde los que muchos túneles cambiaban de dirección o formaban otras ramificaciones.
—No te propongas hacerle entender a tu mente la lógica de este lugar, Sam —respondió John del presente—, para eso, deberíamos deshacernos de nuestras propias estructuras de pensamiento, del modo en cómo formamos nuestro conocimiento y eso es algo que no se puede lograr de un momento a otro.
John del pasado fue el primero en atravesar el nudo del túnel, hundiéndose en su interior. Le siguió John del presente, que al quedar con la mitad de su cuerpo fuera del nudo, le hizo un gesto a Samantha y a Tate para pedirles que no se demoraran allí, acto seguido se sumergió en el túnel.
—Después de ti —invitó Samantha, haciendo una reverencia a Tate y metiendo una de sus manos en el nudo.
—Sigo pensando que nos hubieran ahorrado todo esto si solo nos hubieran explicado de qué viene este tema del portal —Tate negó con la cabeza mientras se adelantaba a atravesar el nudo.
—Y perderse toda la diversión de la producción de KillerMonkey —la voz del diseñador llegó del horizonte, reverberando con un tono jocoso que desentonaba con aquel ambiente.
Después de Tate, Samantha cruzó la materia del túnel, como un espectro. Era como atravesar la mantequilla con un cuchillo. Lo que la esperaba dentro, la tomó de sorpresa. Se hallaba en su casa de Corin y Theroy, pero en un tiempo diferente. Todas las cosas con las que había decorado el hogar luego de la muerte de su padre no estaban, excepto, por supuesto la cámara de cristal que pretendía proteger el resto de la casa de los efectos del portal. Los demás objetos habían sido reemplazados por los viejos ornamentos con que su padre había convertido aquel edificio en un hogar para él y su hija. Sillas de madera, una mesa redonda cubierta por un mantel blanco que Samantha había quitado porque ocupaba un espacio demasiado grande de la sala de estar, los cuadros con las fotografías de su madre que ella había guardado porque era como ver el rostro de una extraña, por más que algunos de sus rasgos la delataran como su inconfundible progenitora. La alfombra debajo de todo lo que se elevaba en el interior de esa casa que regaló en una subasta de caridad luego de dejarla impecable, casi como nueva. Las habitaciones por las que había corrido y jugado cuando era niña, los muebles con los que había tropezado, la pintura de las paredes con las que había tenido los primeros sueños que recordaba. Y los avatares de las personas que los efectos del portal había hecho desfilar por su vida. En la habitación de su padre, cuyas paredes ella había demolido para ampliar la cocina, la luz estaba encendida y la sombra de un hombre se proyectaba en la puerta blanca. Alguien estaba hablando por lo bajo. No era KillerMonkey. Tampoco ninguno de los otros. Tate estaba atenta a lo que pasaba en aquella habitación, al igual que Samantha. John del presente se acercó a su amiga y puso sus manos los hombros de ella. Su rostro de maniquí tenía una línea recta por boca. Sus ojos, eran dos esferas de iris azules y una pupila tan pequeña como un grano de arroz.
—Tienes que verlo, Sam —John habló con ese temblor que aparecía cada vez que la criatura del portal mostraba sus difusos contornos tras el velo de la realidad—. Ya habrá tiempo para disculparme. Pero creo que es mejor verlo con tus ojos. No es una reproducción fiel de lo que recuerdo, pero es lo suficiente para que te hagas una idea de cómo tu padre fue el primero en saberlo, fue el primero en sentir ese otro mundo y el primero en arrepentirse de haber comprado esta casa. Pero ya era tarde para volverse atrás, solo quedaba el estremecedor camino hacia adelante. La materia de esta dimensión no tiene otra opción que seguir el curso del río del tiempo.
—¿Es también un maniquí, John? —preguntó Samantha. En la puerta blanca del dormitorio de su padre, la sombra se alargaba y se encogía con el andar furioso de él. El murmullo de su voz corriendo al ritmo de su ánimo exaltado por la euforia o el miedo.
—Ve Samantha, por favor.
Samantha llegó hasta la puerta blanca. La cama de su padre, con su frazada marrón enrollada a los pies. La mesa de luz con la lámpara de lectura encendida y un libro abierto debajo de su luz. La ropa de su padre, derramándose de su armario y colgando de un perchero oculto bajo sacos y camperas. Y de espaldas, frente al espejo oblongo colgado encima del modular, su padre estaba de pie, con la cabeza caída sobre una de sus manos que apretaba la frente. Al lado de su padre, con el rostro marcado por el pesar, estaba John, un poco más crecido que el John del pasado pero con menos arrugas que el del presente.
—La historia de Pearce es real, Louie. No la que aparece en los libros de historia acerca de los colonos de esta ciudad. Sino la que cuentan los nativos. Pearce es el náufrago de la canción, Louie. Pearce es el que abrió la puerta del viento para volver a su mundo.
—El promontorio de tierra —dijo Louie yel sonido de su voz sobrecogió el corazón de Samantha—. Las rocas con las que formó el símbolo…
—Estuvieron en este lugar —John terminó su enunciado—. Esta casa es el lugar donde el portal se abrió y Pearce desapareció. Lo descubrimos, John. La leyenda es real, la historia en cambio no es más que una tapadera que se mantuvo gracias al sentido común.
—No eleves la voz, John —dijo Louie, alzando una mano en señal de prohibición—. Samantha no tiene que saberlo. No sabemos qué consecuencias podría traernos estos descubrimientos. Mientras menos sepa ella, tengo que creer que estará a salvo.
La expresión reflejada en el rostro de John le indicó a Samantha que él no creía en lo que acababa de decir su padre. John, en ese momento, dudaba de que alguien en el mundo estuviese a salvo de las consecuencias de lo que había vuelto a suceder allí.
—Algo no entiendo —Louie, de espaldas a Samantha, se había sentado en su cama, con las dos manos sobre el colchón, como si en cualquier momento se propusiera levantarse—. La leyenda de Pearce dice que él llegó a este lugar antes de que cualquier signo de vida humana apareciera. Eso quiere decir que no hubo ningún alma que registrara ese acontecimiento. Tanto los mitos y leyendas son producto de la imaginación de los hombres, nacida en el seno de una comunidad primitiva. Sin embargo, en esa época remota, ¿qué ser inteligente fue testigo de un acontecimiento que involucró a un solo individuo?
—No te olvides de que los mitos —explicó John— narran el nacimiento del universo desde una perspectiva maravillosa y mágica. Si fuera por eso, ¿cómo es que los humanos tenían conocimiento del nacimiento de dioses y de la formación de los planetas sin siquiera poseer el saber científico con que validamos hoy la verdad?
—Convertían lo que veían en símbolo o lo antropomorfizaban, John —recalcó Louie—. Imaginación, unida al razonamiento y a una observación profunda de la realidad. Pero esto es diferente. Es una leyenda, y las leyendas sabemos que son posteriores a los mitos. En ellas, el elemento humano estuvo presente en los eventos maravillosos acerca de los que se crean las historias. Aquí no estamos hablando de un dios. La canción que relata el paso de Pearce no dice de él que fuese un creador, ni un ser que sería el primer antepasado de los nativos de la zona. Su mismo nombre, John, por favor. ¿Te parece que es un nombre característico del campo semántico de los nativos de este lugar? Pearce no era un nativo. Pearce era un viajero. Algo o alguien que tuvo que usar sus habilidades, desconocidas para los nativos, para volver al lugar de donde había venido.
—¿Extraterrestre, viajero del tiempo, ser extradimensional? —John enumeró con sus dedos las posibilidades.
—Hacerse esa clase de preguntas con los apenas escasos datos que tenemos es puro ocio, John —el perfil del rostro de su padre fijó los ojos por primera vez en su amigo. KillerMonkey había hecho una reproducción exacta de las fotografías que Samantha conservaba de él. La gesticulación había respetado las directrices de John, la única persona viva que Samantha conociera que podría recordar con la mayor precisión posible, los relieves en movimiento de sus facciones. Ella era muy pequeña cuando su padre se había ido. Su mente de niña no había alcanzado a tallar en bronce su aspecto. Contaba con las fotografías y un solo video que había grabado con John en el inicio de sus investigaciones. Pero ninguna de las dos fue suficiente para recrear a su padre en las galerías personales de su experiencia diaria. La forma de la nariz y el modo en que su pómulo se comprimía al entrecerrar su ojo era el original de su propia imagen en el espejo. Samantha tuvo que controlar su respiración para no quebrarse en llanto. La tecnología que había usado KillerMonkey era sorprendente. No había nada en el nivel de detalle de las imágenes de John y Louie que los delataran como creaciones digitales.
—Lo único que tenemos a nuestro favor —prosiguió Louie—, es la apertura del portal. «Las puertas del viento» de la leyenda. Pero entender su funcionamiento es algo que nos puede llevar generaciones y generaciones. Por el momento, somos los únicos con acceso a su estudio. Tenemos la tecnología necesaria gracias a los aportes de ese anónimo familiar y los conocimientos que tú estás cosechando todos los días en tu formación. Con el tiempo sabremos más si es que continuamos con un experimento repleto de peligros. Temo por Sam, sobre todo. Esta casa no es un lugar seguro para ella. Si algo le llegara a pasar por mi curiosidad…
Louie bajó la cabeza, escondiéndola entre sus hombros. John esbozó una sonrisa. Era la misma que siempre usaba para las circunstancias en que cualquier palabra hubiese sobrado.
—Ella estará bien. Sabremos cuando detenernos, Lou. Iremos con cautela.
—No sé si eso depende de nosotros —manifestó Louie, con la voz filtrándose con esfuerzo afuera de sus labios.
—Lou, por lo poco que tenemos hasta ahora, el portal bien puede ser un fenómeno desconocido del tejido espacio-temporal, capaz de ser comprendido mediante las herramientas que nos ofrece la ciencia. Por supuesto, al ser único, el paradigma con el que contamos necesitará varios ajustes, pero si nos dedicamos de lleno a ello, creo que muy pronto veremos avances.
—Necesito estar seguro, John. Lo que tú y yo vemos. Esa forma que se mueve detrás de las cosas. Si es una entidad de algún tipo, necesitamos saber si puede llegar a ser dañina para la vida de este mundo. No podemos continuar con nuestro trabajo si eso es capaz de tener algún efecto nocivo en esta realidad.
John permaneció en silencio. Estaba claro que las palabras de su amigo lo habían afectado, oscureciendo su rostro por un estremecimiento tenebroso. Sus ojos se movieron por la habitación mientras el resto de él se mantenía rígido, como una efigie de sí mismo esforzándose por cobrar vida.
—¿Y cómo esperas que sepamos eso? —fue la pregunta de un hombre asustado. Un ruego, detrás de una falsa imagen de inexpresividad.
—Tenemos que verlo. Lo más de cerca que podamos. Pienso que estaremos seguros mientras estemos de este lado. Él no vendrá hasta aquí. No puede atravesar el muro que separa nuestros mundos.
—Lo que propones es una locura, Lou —John se alejó hasta casi alcanzar la puerta. Estaba de frente a Samantha, mirando a través de ella, a escasos centímetros. Sus ojos no dejaban de moverse como insectos que esquivaran los amagues de una mano invisible. Como siempre ella lo había conocido. John Feraud nunca había descansado después de que la entidad del portal se mostrara al acecho. Una sombra indefinida que flotara detrás del telón de la vida, repitiéndole a cada rato cuan delgado y frágil era el material sobre el que siempre ha estado en marcha la comedia de la humanidad. Y a pesar de todo, había tenido la energía de volverse doctor y de ser un amigo y un segundo padre para ella.
—Tengo que hecerlo, John. Ahora mismo —Louie se dio vuelta y Samantha pudo ver el rostro del padre que se había ido demasiado temprano para que ella cultivara recuerdos que no se desvanecieran con el paso del tiempo—. Por eso te he llamado. Para que cuides a Sam, mientras yo averiguo lo que pueda de esa cosa. No tardaré mucho. Sé que hay un riesgo desconocido en lo que pretendo hacer, pero una vez abierto ese portal, no podemos predecir que un desastre se desate en cualquier momento.
—No lo sé, Lou. No estoy de acuerdo. Por favor, sigamos nuestra investigación con la prudencia requerida en un caso como este. Tien…
—Nada, John. Lo haré hoy mismo. Tengo que hacerlo. Tengo que tocar este extraño fuego con el que estamos jugando antes de que el fuego nos toque a nosotros.
John preparó los instrumentos para realizar las lecturas en caso de que el portal se abriera. Los monitores de las computadoras y los paneles que captaban factores como la actividad electromagnética, la temperatura, la variación de la composición química del ambiente eran modelos viejos pero el lugar que cada uno ocupaba en el cuarto de control era el mismo. John se sentó frente al panel de control y Louie trasladó un sillón de alto respaldar y lo ubicó junto a la cámara de cristal que encerraba el espacio del portal. Con la espalda apoyada en el respaldar y las manos sobre las rodillas, Louie se dedicó a la tarea de observar un punto fijo en dirección al espacio que se rasgaría si el portal emergiese. Al cabo de diez segundos, el rostro del padre de Samantha se transfiguró por un temor que crecía a cada movimiento de las agujas del reloj. Samantha lo había visto otras veces en su amigo, en una de esas batallas que él se jugaba para averiguar si la delgada frontera que lo mantenía separado de la criatura había recuperado su antigua envergadura o si todavía tenía que continuar viendo a su vecino cuando sus ojos se tomaran un descanso de tanto ir y venir. Su padre luchaba por mantenerse quieto. Sus dedos apretaban los huesos de sus rodillas y su boca se abría y se curvaba a medida que el tiempo lo mantenía al tanto de que esa entidad estaba tan cerca como siempre. Samantha veía cómo la sangre huía hacia las partes más alejadas de su cabeza, huyendo de los ojos, para esconderse con toda seguridad en los dedos de sus pies, resguardándose dentro del compartimiento de sus zapatillas. Entonces ocurrió lo que John Feraud rogaba que no ocurriese. Louie Polson cerró sus párpados y su cabeza quedó colgando contra su hombro derecho. Se había quedado dormido. Y no era cualquier sueño. Era un sueño provocado por el contacto de su vista fija en la forma indefinida del ser que habitaba en los túneles blancos. Era un sueño peligroso. Nadie como John para saber eso, quien se levantó de inmediato y corrió atravesando la sala hacia las escaleras de la casa. Samantha sabía que iría directo a la habitación donde ella estaba durmiendo. Cuando pasó cerca de ella lo oyó decir: «Me cago en ti, Louie. Esa cosa nos atrapará. Maldita sea, despierta Louie». Pero sabía que despertarlo en ese momento no tendría resultado, no después de caer en uno de esos sueños inducidos por la visión de la entidad. Lo mejor que podía hacer era mantenerse alejado de su influencia. Por eso corría a la habitación de Samantha. Para mantenerla alejada de la casa de Corin y Theroy. Pero estaba a mitad de camino de las escaleras cuando el interior de la casa se separó en fragmentos que se estiraban y disolvían como volutas de humo hasta disiparse, sin embargo, detrás, otro escenario había llegado para reemplazar el de su casa. En este, un Louie muchos años más joven le decía a su esposa que tuviera la decencia de esperarlo. Él no podía pedalear con la constancia y la fuerza de ella. Que al menos le otorgara una dignidad fingida, reduciendo su velocidad. El cuerpo de maniquí de Samantha los seguía como una cámara de dron a una corta distancia delante de ellos. Estaban en un sitio, donde un suelo de un tono ferroso se extendía por un horizonte ondulante de guijarros, lomadas y ocasionales manojos de hierba que sobrevivían bajo un sol que parecía tener el doble del tamaño normal. Samantha no podía sentir la temperatura de ese sitio pero por los detalles del sudor de sus padres cayéndoles por debajo del casco de seguridad y humedeciéndoles sus remeras, se daba cuenta de que el ambiente era abrasador. Nunca había visto a su madre, la imagen que tenía de ella era más producto de su imaginación que de las escasas fotografías que su padre conservaba de ella, las cuales, mientras ella crecía, observaba menos hasta que terminaron guardadas en una caja de la que no tenía noticias y que seguramente había viajado con su padre y ella para terminar debajo de los trastos en el desván de la casa de Corin y Theroy.
Hanna, la madre de Samantha, dejó de pedalear y apoyó sus pies en el suelo. Louie llegaba resollando a través de una cuesta empinada plagada de pequeños obstáculos. Iba tan lento, que la rueda delantera rebotaba en las piedras más grandes con las que se topaba. Se detuvo atrás de ella y se bajó de la bicicleta. Acto seguido se dejó caer en el suelo, lanzando todo el aire de sus pulmones. Sus piernas, debajo de su calza corta, habían adquirido el color rosado del pomelo. Su boca se encargaba de tragar todo el oxígeno que pasara por allí. En la distancia se podía ver un poblado que no podía estar a más de tres kilómetros. Se podían ver edificios de pocos pisos y los tejados de casas con caída hacia la parte delantera de las mismas. También refulgía el pavimento de las calles y a un kilómetro de donde estaban ellos, los árboles se sucedían al costado de la ruta que llegaba hasta el pueblo. Autobuses y camionetas eran los transportes que más salían y entraban al pueblo de Lopia para seguir de largo o para abastecerse en las gasolineras o en algún centro comercial expreso. Sin embargo, si uno daba un giro de trescientos sesenta grados en el sitio donde estaban Hanna y Louie, el pueblo parecía un espejismo recortado contra el cielo y el desierto. Hacia el este, había un desfiladero donde el terreno se volvía más duro y reseco hasta cortarse abruptamente. En el oeste, las rocas fungiformes emergían como puños de gigantes petrificados del suelo caliente.
—Estás para la sartén, cariño —se mofó Hanna y luego empinó su botella de agua en los labios para refrescarse.
—Creo que no fue buena idea proponer esta salida —dijo Louie, tomando aliento—. Te di la oportunidad de continuar inclinando la balanza a tu favor en la competencia de habilidades.
—Por hoy es suficiente. Además no me gusta dejar tano tiempo a Sammy sola. Apenas hace unas semanas la traje y ya me estoy desentendiendo.
—Yo no diría que tu madre equivalga a cero en la compañía de alguien, pero tienes razón.
—Búrlate lo que quieras pero yo no seré quien esta noche tenga que pagar las facturas de sus piernas.
Louie se sentó y abrió su botella de agua. Hanna bajó de la bici y la dejó con el pie de apoyo. Se alejó caminando despacio, estirando sus brazos y haciendo movimientos con el cuello para distender los músculos. De repente se detuvo, con su brazo derecho cruzado en su pecho, y la mano cayendo detrás de su hombro izquierdo. Delante de ella se aproximaba alguien corriendo con un pie cojo. Movía sus brazos arriba y abajo, enviándole a ella alguna clase de señal que Samantha interpretó como peligro.
—Louie —llamó ella a su marido que enseguida giró la cabeza en su dirección, con los codos sirviéndole de apoyo—, alguien se acerca. Es un hombre. No luce nada bien.
Louie se apresuró a reunirse con su esposa cuando al tipo le faltaban unos diez metros para llegar hasta ella. Samantha lo reconoció de inmediato. Era John del pasado. El mismo que había querido alcanzar la habitación de Samantha antes de que la casa de Corin y Theroy fuese reemplazada por el desierto que circundaba al acogedor pueblo de paso de Lopia. En ese momento, a Samantha la asaltó el fugaz recuerdo de un sueño que había tenido alguna vez. La única sensación que le quedaba eran los colores de ese sueño. Un color rojizo como la tierra de aquel desierto y azul grisáceo como el cielo ardiente encima de ella.
—Louie —dijo John, intentando recuperar el aliento después de haber surcado centenares de metros con un pie que no parecía estar en buenas condiciones—. Debes despertar, ahora. La cosa… tiene que estar por llegar.
—¿Conoces a este señor, Louie? —Hanna miró a su marido con la mitad de una sonrisa y los párpados protegiendo sus ojos del ardor solar.
—Lo siento —dijo Louie—, pero no sé de qué me habla. Debe estar confundiéndome con alguien más.
—¿Qué? —John se sentó en el suelo. Estaba empapado en sudor, y su vestimenta estaba compuesta por un pantalón y remera blanco de una tela demasiado fina. Tanto, que su cuerpo se traslucía como una forma borroneada pero que daba una idea de lo delgado que estaba John en esos tiempos— John, por favor. Me han perseguido, me he doblado el pie intentando escapar a través de los terrenos traseros de las casas. Pero estoy seguro de que no me han perdido el rastro.
—Deberías permanecer quieto si no quieres lastimarte aún más —aconsejó Hanna poniéndose de cuclillas con los brazos alrededor de las piernas—. Si fuera tú, no iría más lejos en esas condiciones. Si yo fuese un coyote, un puma o un tigre, tú serías la oferta más codiciada.
John no tenía nada que contestar a eso. Era extraño que Hanna, a quien John nunca había conocido, intentara bromear teniendo en cuenta que a sus ojos bien podría ser un loco o un criminal prófugo. Sin embargo, no le había pedido a su marido que siguieran su camino ni tampoco lo había tomado del brazo, como buscando protección frente a una posible amenaza. Si ella era un recuerdo de Louie o la imagen que su amigo se había fabricado y mantenía funcionando en su universo interior, entonces le había imprimido un sentido del humor un tanto ácido. En aquella mujer había una crueldad que se manifestaba con un lento rodeo de sensualidad.
—Es Sam, Louie —lo apremió John—. No sé dónde está ella en todo este lugar. Tienes que despertar ahora mismo o ellos llegarán.
—La pequeña Samantha está con su abuela —aclaró Louie—, en alguna de las casas de Lopia. A salva y esperemos que para bien de la abuela, durmiendo. Para ser un hombre extraño, conoces los nombres de los integrantes de esta familia. ¿De dónde eres?
—Louie —John pronunció las palabras con cuidado, susurrándolas—. ¿Eres tú? Por favor, dime al menos que eres tú con quien estoy hablando.
Las sirenas del patrullero fueron emergiendo, al principio como un rumor indefinido y después barriendo el aire caliente del desierto. John vio cómo la camioneta se salía de la ruta y enfilaba hacia donde estaban ellos. Louie y Hanna parecían no oírlas, entonces Samantha respondió a la pregunta de John como un espectador de un teatro de títeres que ve asomarse al villano por el fondo. Esos no eran sus padres. Eran extras de una historia que se iba cerrando en torno a John.
La camioneta frenó, produciendo un silbido metálico que hizo estremecer a Samantha a través del maniquí de su avatar. El polvo rojo se levantaba desde las huellas dejadas por el vehículo. Pronto, una neblina se contorsionó en sentido vertical y horizontal hasta ocultar una parte de la autopista a los ojos de John. De su interior se apearon dos policías. Cada uno con su camisa marrón claro y sus pantalones negros. Sus gafas para el sol, sus placas identificadoras, sus botas relucientes a pesar de que el polvo los envolvía y aquello que atraía sobretodo la atención de John. Sus cinturones con las porras y las pistolas reglamentarias. Ni Louie ni Hanna dedicaron un segundo de sus tiempos a los recién llegados. Ella seguía en su misma posición, de cuclillas, observándolo con un gesto de curiosa burla.
—¿Te has portado mal, hombre extraño? —preguntó Louie, limpiándose con el dorso de la mano el sudor de su boca.
Los policías le apuntaron con sus cañones y John se puso de pie de un salto y dio tres pasos torpes hacia atrás mientras extendía sus manos como escudo. Cuando cayó al suelo, levantó su pie dañado después de que el dolor se materializara en un gemido que provocó la risa en Hanna.
—¡Despierta Louie, hijo de perra! —gritó John, vaciando sus pulmones. Su voz se alejó saltando hacia los horizontes del desierto.
—Tú no sabes el grado de beneficio que nuestra presencia significa para tu amigo Louie —dijo Hanna poniéndose de pie. Su calza se adhería a las curvas de sus muslos y cadera, revelando la belleza que habitaba debajo de ese negro elástico—. Pero ahora nos interesa más tú que él. ¿Louie te ha hablado de este sitio, John, alguna vez?
John no respondió. Teniendo en cuenta el orden de prioridades, Samantha pensaba que las armas ocupaban el peldaño más alto en la escala de sus problemas.
—En ese sitio, él perdió a su esposa —continuó Hanna—. En un día como este en que él y ella habían salido a dar un paseo en bicicleta para que el viejo Louie hiciera funcionar un poco los músculos sino quería que la azúcar se convirtiera en un huésped un tanto indeseable. Desde aquel día, ese había pasado a ser un sueño recurrente de él, que cada vez se teñía del sabor de las pesadillas. Incontables noches él se ha despertado con el corazón en la garganta cada vez que veía a su esposa caer irremediablemente ante el ataque de este amiguito.
Hanna llevó la mano detrás de su espalda y cuando la sacó, una serpiente de cascabel tenía clavado sus colmillos en la unión del brazo con el antebrazo, en el sitio donde la vena es en general más visible.
—John hubiese podido llamar a emergencias a tiempo —afirmó Hanna—. No hay mucha distancia hasta el pueblo. Pero recordemos que en aquel entonces, el celular todavía era un artefacto extraño entre ustedes. Sin embargo, John tenía uno pero lo había dejado en casa porque estorbaba durante el ejercicio. Solamente quedaba él, una esposa envenenada y las bicicletas.
John estaba exhausto.
Hanna se desplomó en el suelo. La serpiente, con espectaculares movimientos curvos dejó el brazo e irguió su cabeza enseñando su lengua a Louie, quien se agachó junto a su esposa y levantó su cabeza del suelo. Desde unas finas ranuras, ella hizo como si lo mirara pero enseguida cayó en la inconsciencia. Louie llevó la zona del brazo mordido a su boca y succionó lo que él creía que era veneno. Lo hizo tres veces hasta que la desesperación se adueño de él y alzó su bicicleta. Intentó de todas las maneras poner el cuerpo de su mujer en una posición firme para poder pedalear pero nada le resultó. Al final, con las lágrimas lavándole la tierra del desierto adherida a su rostro, Louie arrastró a su esposa, los más de trescientos metros que había hasta la autopista. Allí hizo señales a los vehículos para que alguien lo socorriera. Al fin un auto azul se detuvo y Louie subió a su mujer al asiento trasero. El auto aceleró y rápidamente fue un punto descolorido que fluía hacia el pueblo de Lopia. Solo quedaban John y los dos policías que todavía le apuntaban. Y Samantha, que no sabía cómo reaccionar ante esa recreación de lo que suponía que era un recuerdo de su padre o quizás una excusa para que ella viera cómo había sido su madre en un momento azaroso de su relación con Louie.
—Ella no llegará a tiempo, John —dijo uno de los policías, bajando el arma—. Ella morirá minutos antes de entrar por la puerta del hospital y la pequeña Sam no volverá a saber de su madre sino por pequeñas fotografías que su padre le mostraría cuando fuese un poco más grande.
—¿Por qué me muestras esto? — preguntó John, acodado en la tierra y con el rostro poblado de tinieblas—. ¿Por qué nos traes aquí para mostrarnos todo eso?
—Para que entiendas lo que Louie no quiere saber y quizás convencerlo. Para que sepas, qué son los túneles blancos, por qué se extienden hacia el infinito y qué hay allí dentro.
John negó con la cabeza. No lo sabía y Samantha tampoco. Allí había una clave para entender la obsesión de John por seguir con las investigaciones una vez que su padre los había abandonado.
—A veces, uno pierde pedazos de vida por el camino. Los años van borrando accesos a las autopistas mentales sin que uno se dé cuenta. Sin que a uno tampoco le importe, ya que nuevos accesos se van creando y el hombre es una criatura que llena los espacios perdidos con los recuerdos que él quiere conservar o de los que no se puede deshacer. Los otros, los trozos olvidados quedan abandonados. Son pueblos fantasmas que desaparecen del mapa de su mente. Y cuando desaparecen, yo los conquisto y me alimento de ellos, como los restos que un perro saca del tacho de basura. Y además de alimentarme, los uso como mis propias autopistas, que voy uniendo una a otras para extender mis dominios en ese vacío que no existiría, sin la formación de mis túneles. Cada uno tiene su sabor y una vez que he probado uno, no puedo dejar de ir al siguiente. Me alimento de ellos hasta que ya no hay más, entonces tengo que encontrar otro, uniendo nuevos túneles, porque de esa manera, los trozos de vida se conservan por más tiempo. Los túneles son mi modo de supervivencia, John. Pero siempre he tomado aquello que a ustedes ya no le sirve, sin embargo, gracias al portal he descubierto nuevas posibilidades para la expansión de los túneles. He descubierto que mi estado de existencia puede mejorar gracias a unos seres tan breves y absurdos como ustedes.