Capítulo 3
No estuvo mucho tiempo en la sala de espera del hospital. Si Dixie se había desmayado en el segundo siguiente a la llegada de la ambulancia, ella no había sufrido el mínimo daño. Los oídos todavía le zumbaban. El ruido de fondo le llegaba amortiguado, como si se produjera del otro lado de un grueso muro. El médico le había informado que estaba estable, aunque no se había podido hacer nada por el ojo. Dijo que había sido afortunada. El pedazo de vidrio podría haber llegado más lejos. Ella dijo exactamente lo que había ocurrido, igual que a los dos oficiales que la miraron con la misma expresión que uno tendría hacia alguien que estuviera deliberadamente escondiendo las verdaderas causas de lo sucedido. Aunque ella misma no tuviera idea de por qué había ocurrido aquello. Por supuesto tenía que ver con el florero y los billetes. Ambos habían quedado hecho añicos y diseminados por toda su casa. Y esa fue la razón por la que se marchó luego de despedirse mentalmente de Dixie. En su casa, empezó a juntar los pedazos de vidrio que no habían quedado reducidos a arena. Con los billetes no tuvo tanta suerte en cuanto a cantidad de partes encontradas. El papel picado apenas servía para formar una sola pieza de rompecabezas. Buscó debajo de cada mueble, en cada rincón, en cada resquicio donde pudiese esconderse un solo alfiler. Pero no halló nada más. En cuanto a las flores del jarrón, no pudo hallar ninguna. No solo se limitó a los lugares cercanos al comedor, sino que bajó al sótano y realizó un trabajo exhaustivo de detective creyendo que un hecho tan insólito, necesitaba de búsquedas igual de absurdas. Cuando subía las escaleras, aspirando el polvo y la humedad que se le habían pegado en su remera, el timbre de su casa sonó. Era Tate, su agente, que entró dando grandes zancadas y dio tres vueltas por el comedor y el living antes de encararse con Samantha y empezar a hablar.
—Primero, no tienes por qué preocuparte. Solo es una loca que quiere desacreditarte vaya a saber por qué estúpida razón. Lo tengo todo controlado. Y hablé con tu abogado y presentaremos una demanda por injurias y difamación.
Samantha parpadeó mientras le buscaba sentido a lo que decía Tate. Estaba enfadada, por eso antes de comenzar desde el principio, Tate exponía las soluciones a un problema del que Samantha no tenía ni idea.
—Me imagino que no te habrás dignado a contestar. Conociéndote, no creo que te hayas mordido la lengua el suficiente tiempo para que tus dedos no hicieran algún mínimo descargo.
—No sé de qué mierda me hablas, Tate.
Algo que sobresalía del zapato de taco alto de Tate, llamó su atención. Se acercó y se agachó rápidamente. Tate frunció el ceño y dio un paso atrás mirando su vestido como si temiera encontrar alguna mancha.
—Levanta el pie —dijo Samantha asiendo su canilla.
Debajo había otro trozo de billete. Samantha se levantó y sopló el papel. Luego lo limpió contra su remera.
—Primero, ¿qué fue eso? Y segundo. ¿Has estado revolcándote en la suciedad o estás experimentando cómo sería evitar la higiene por algún proyecto que tienes en mente?
—Es otra parte de los billetes. Debió haber estado afuera o debajo de la puerta de entrada.
—Que yo recuerde, no estabas tan mal financieramente como para estar armando billetes tirados en el suelo.
Samantha dejó ese trozo sobre el pequeño montón que había puesto dentro de un cuenco. Al lado, había otro, con los pedazos de vidrio que había podido encontrar.
—Sam —llamó Tate, cuando vio que Samantha permanecía demasiado tiempo contemplando los cuencos y frotándose sin parar la mejilla con su mano.
—Tate, ¿podrías decirme si conoces a uno de esos sujetos que se especializan en fenómenos paranormales o cosas así? Tiene que ser muy discreto. De preferencia alguien que sea tomado por un lunático pero que posea muchos conocimientos. Experiencia pero que sea ignorado por la prensa o la ciencia. ¿Me entiendes?
Tate meditó un instante. Luego buscó un lugar para sentarse y repasó lo que Samantha había dicho.
—No me digas que por escribir autoayuda te has vuelto loca. Samantha, ¿por qué no me explicas de qué se trata…
—¿Conoces a alguien así o no? —Samantha fue imperativa, como si la respuesta a esa pregunta fuese lo único que le interesara de Tate en ese momento.
—Si quieres puedo averiguar. Tengo algunos colegas, cuyos escritores…
—No des ninguna otra información. Si alguien te pregunta, dile que es personal. No lo relaciones conmigo. No digas nada más de lo que pasó.
—Querida, todavía no sé qué es lo que pasó.
—Si te lo digo, de poco valdría. Tendrías que verlo, Tate.
—Por supuesto… —dijo Tate, mirando fijamente cómo Samantha trataba de divisar algo en algún punto incierto de la casa—. Volviendo a esta tal Betty Hayes de Bridge Town, creo que tú podrías escribir algo indirectamente, sin caer en la bajeza de seguir su juego de ataques personales.
El timbre sonó y Tate echó un vistazo a los cuencos que contenían los trozos de dinero y cristal. Su cliente le había dado la espalda y ahora caminaba muy lentamente hacia la puerta con las manos juntas delante de ella, como un acólito que se aproxima con solemnidad al altar.
—¿Estás en un nuevo proyecto, Sam? —preguntó Tate, pero Samantha continuó su andar pausado.
El timbre volvió a sonar antes de que ella llegara a la puerta.
—Sam —alzó la voz Tate—, ¿te ocurre algo querida?
Sam abrió la puerta para encontrarse con un hombre entrado en años, de frente lisa y cabello cano que cada vez estaba perdiendo más terreno. En medio de la frente se veía una cicatriz que bien podría pasar por el trazo de un labio del rostro de alguna caricatura. Unas gafas con un aumento considerable mostraban unos ojos grises de párpados algo caídos. Llevaba una camisa a cuadros y unos pantalones de tela mostaza. No era más alto que Samantha, aunque se veía que se encorvaba, una cualidad que con seguridad mantendría en su caminar.
Como veía que el hombre no decía nada y se había puesto en puntas de pie para examinar el interior por encima del hombro de ella, sonrió antes de abrir la puerta de par en par. La curiosidad de Tate la acercó hasta quedar a unos pasos detrás de Samantha. Desde allí pudo ver parte de la cabeza del visitante.
—¿Y bien? ¿Quién carajo eres tú?
El hombre se sobresaltó y se enderezó al oír la rápida voz de Samantha.
—Disculpe, señorita, mi nombre es John Feraud —dijo él y después su boca permaneció abierta en la última sílaba. Sus ojos daban vueltas como si rebuscaran algo más que decir.
—Bueno John Feraud —contestó Samantha—, ¿qué se te perdió aquí?
John metió la mano en el bolsillo y lo puso frente a los ojos de Samantha.
—Creo que a ti se te perdió algo —dijo John.
Samantha contempló detenidamente el pedazo de cristal y no pudo evitar reconocerlo como parte integrante de su jarrón de flores falsas.
John estaba dominado por una mezcla de asombro y espanto que lo hacía avanzar y retroceder hacia la mesa redonda de madera. Se tapaba los ojos, se ponía de cuclillas, apoyaba las dos manos sobre la superficie mientras su rostro se contorsionaba con mil dudas y precauciones, echaba una ojeada a la puerta como calculando la distancia que lo separaba de la zona segura del exterior. Samantha no quiso interrumpirlo. Tate no era de la misma opinión. Todavía estaba John interactuando de esa forma extraña con una mesa de madera, cuando la agente dejó su posición de mera espectadora de una obra de teatro experimental a medio empezar y haciendo caso omiso de los gestos con los que Samantha le decía que se quedara en su lugar se ubicó frente a John, del otro lado de la mesa.
—Oígame, ¿qué está haciendo? Samantha, ¿conoces a este tipo?
—Tanto como tú —suspiró con resignación, Samantha.
—Señor… —llamó Tate a John.
Pero John estaba ocupado escudriñando el borde de la mesa, apretándola con sus dedos, mirándola tanto de cerca, como si buscara microorganismos moviéndose en la profundidad de la madera.
—Señor… —volvió a pronuncia la palabra con un matiz más grave.
John ahora se había sentado en el suelo y estaba estudiando las patas de la mesa. Samantha encendió un cigarrillo y empezó a mover el pie izquierdo sin cesar. El ruido repetitivo aceleró hasta que Tate se enfadó y sacudió la mesa haciendo que John lanzara un grito y diera una voltereta hacia atrás y luego se arrastrara hasta chocarse con la pared.
—¡Oh Dios Mío! —jadeó con ojos expandidos por el espanto—. Lo está haciendo otra vez.
—¿De qué está hablando este tipo? —preguntó Tate.
Samantha se acercó a John. Sus pies casi tocaban los suyos. Él estaba con las rodillas dobladas contra el pecho.
—¿Qué? ¿Qué está haciendo de nuevo? —preguntó Samantha con una mano por delante, como si esperara atrapar algo al vuelo cuando pasara por allí.
—No quería pensar que todavía estuviera acá, sin embargo…
—Hey, John. Explícate mejor. Y cálmate de una puta vez.
—La mesa, la maldita mesa. ¿Cómo mierda es que tú la tienes? ¿Y para qué estoy aquí? No debí haber venido, pero tenía que saberlo, tenía que verla.
—Es acerca de los billetes, ¿no? —preguntó Samantha.
—¿Billetes? ¿Mesa? —Tate ahora creía que Samantha estaba dentro de la misma categoría de John.
—Tate, cierra el pico. Luego te explico —a John—. Tiene que ver con los billetes que aparecen, ¿verdad?
—Mejor dicho, que desaparecen —respondió John con el puño apoyado en la nariz. Detrás de esos lentes, sus ojos se agigantaban en dirección a la mesa de la que Tate apartó sus manos en actitud escéptica.