Capítulo 34

Lo había dejado al borde de la inconsciencia. Temía que si se desmayaba en ese lugar volvería al mundo real o terminaría convirtiéndose en huésped voluntario bajo efectos narcóticos o algún truco del que la entidad podía valerse, similar al que había usado con Gillian. El dolor era real, tanto como afuera de su mente. Después de todo, en algunos sueños también se experimentaba dolor, y si este era intenso terminaba despertándolo a uno. Pero allí, tirado en el suelo después de recibir una paliza que solo le llevó a la criatura nada más que una patada, intentaba contener los eslabones de la cadena de su plan en su sitio para mantener las luces de su mente encendidas. Vio el rostro de la entidad encima de él. Mitad su padre, mitad asociaciones de ideas y sensaciones que iban de lo repugnante a lo aterrador.

—Suponía que no eras tan estúpido para venir aquí con las defensas bajas, John —la voz era la de su padre desintegrándose y volviéndose a unir dentro de una mezcladora de cemento que crujía con el repiqueteo de las piedras en su interior—. Pero no digo que seas un mentiroso. Eres un maldito maniático que no te importaría que yo me convierta en tu huésped si eso te permitiera hallar la manera de comprenderme y a la larga destruirme con algún invento creado a partir de tu sistema de medidas, ecuaciones y la manipulación química de las sustancias a las que su atrofiada visión les permite llegar.

John no respondía, a pesar del aliento que recibía de John del pasado, quien parecía la operadora de señales telefónicas trabajando desde un búnker plantado en medio de explosiones de todo tipo, a punto de sucumbir ante toneladas de dinamitas o lluvia de lanzallamas, lo que ocurriese primero. Mientras intentaba ponerse en contacto con KillerMonkey, le inyectaba a John del presente toda clase de sustancias psíquicas para mantenerlo despierto y más aún, para que se pusiera de pie y volviera a enfrentar a la criatura. Si se convertía en su huésped, de nada valdría la barrera mental y pronto se vería con la entidad cara a cara en la sala de control y operaciones que se había montado en su universo mental.

—Me interesaría saber cómo has logrado mantener tus defensas incluso hasta ahora, cuando es evidente que estás desecho y lo único que puedes hacer es desear levantarte para jugar al boxeo conmigo. Me inclino a pensar que estás recibiendo un poco de ayuda y saber el modo en que lo haces sería de gran ayuda para mí en el futuro. Mírame —dijo la entidad, emitiendo una risa que sonaba como si alguien hubiese metido una enorme roca de concreto a la mezcladora y los engranajes de la misma estuvieran torciéndose y saliéndose de sus ejes al intentar hacer girar el tanque—, usando tus palabras para dividir algo que es indivisible.

John quería decir algo pero el dolor que sentía en la espalda, columna y cabeza era tan intenso que lo dejaba como un desecho aplastado en el suelo de un olvidado almacén que había dejado de funcionar. Sentía la barrera de John del pasado detrás de su espalda. Se había arrastrado hasta ella y podía oír las palabras de su yo de los ochenta que lo estimulaban a no dejarse vencer y quién sabe qué otras alentadoras palabras de entrenador a un equipo que después de ese deplorable partido quedaría fuera del circuito anual. «Vete a la mierda, John», no sabía si lo pensó o lo dijo. De cualquier manera, al chico le llegaría el mensaje.

—Ahora es necesario que te diga dos cosas —dijo la entidad con la mitad del rostro de su padre—. Si te doy el golpe de gracia, no despertarás en el sillón de tu casa como una parte de ti lo cree. Estás en tu universo mental, pero este es uno de mis escenarios y por lo tanto tu mente quedará atrapada en sus contornos como en una jaula hasta que decidas cooperar conmigo, entonces te liberaré. Está bien, puedes no creerme y elegir escupirme antes de que aplaste tu cabeza con el zapato de tu padre. Yo no soy el que se quedará en este apestoso aparcamiento con el hedor del vagabundo muerto como aromatizante eterno del lugar.

—Ahora déjame hablarte de la segunda cosa —prosiguió la entidad—. Esta, tal vez, te parezca graciosa. ¿Te acuerdas de Matilde? ¿La loca que se volvió famosa por su viaje de ida vuelta a Persépolis y que ahora tiene más seguidores que una estrella del cine? Bueno, digamos que gracias a ella me hice de otro acceso a las autopistas mentales. Un tipo al que le decían “El látigo”, en su época de gangster de poca monta. Bien, Marc “El látigo” Terini, puso fin a la prodigiosa Matilde. Muy a mi pesar, tengo que admitirlo. No puedo controlar las pasiones humanas, una vez que entran a su etapa de “negación” de su nueva condición. Sin embargo, Marc, me ha sido de mucha utilidad. Resultó ser un negociante de primera y un tipo de palabra. Tiene los huevos de hierro ese Marc y alguien así resulta muy útil en situaciones en las que los anfitriones son todos unos sabelotodo que buscan revelarse a corto plazo. Bueno, previendo que tú y tus amiguitos me la querrían jugar en algún momento, pedí ayuda a Marc.

Los ojos de John, dos ranuras por la que apenas podían entrar un hilo de agua, se abrieron como dos pesadas puertas elevadizas movidas por la suma de las fuerzas de todos sus miedos.

—Eso es, John. Puedo ver que lo comprendiste. Te estoy hablando desde el acceso de Marc “el Látigo” Terini. Y su radio de influencia abarca todo tu departamento, excepto una pequeña porción en el lugar justo donde está ubicado el retrete, por razones del funcionamiento entre mente y materia que no serviría de nada tratar de explicarte. Por lo tanto mi bilocación, pasó a ser trilocación.

—Oh, por dios —dijo John del presente.

Detrás de la barrera mental, John del pasado hizo eco de las palabras de su homónimo del futuro. Y enseguida mandó una alerta roja a KillerMonkey. «Corta la maldita calle, KillerMonkey… ¡Ahora mismo!».

—Tu amigo cree estar junto al viejo Louie, que camina a la deriva entre realidades desde su encuentro con el hechicero Pearce, el de la leyenda. Veamos qué tipo de defensas psíquicas tiene él.

—No durarás demasiado, hijo de puta. Vamos, ¿qué esperas? Entra a mi maldito mundo, ahora.

Hizo oídos sordos a John del pasado, que desde su búnker le manifestaba con todos los epítetos peyorativos que el estruendo de las bombas cada vez más cercanas le obligaban a soltar, que si permitía eso, él mismo podía pagarlo muy caro.

—Piensa en una galaxia, John. Piensa un instante en una galaxia. Con un tamaño de dos ceros en el número exponencial al que se eleva el diez, que representa a tu galaxia. La galaxia colosal que se acerca a tu pequeña isla para engullirla. Tu galaxia ahora sería parte de un universo más extenso, con incalculables dosis de energías que podría utilizar para mejorar su vida y perpetuarla hacia un horizonte más prometedor que el que tenía. Eso es todo, John. Yo soy esa galaxia de tamaño exponencial y estoy aquí para otorgarte una calidad de existencia que nunca hubieses podido alcanzar en tu pequeña isla de tamaño diez, rodeada de un océano frío y destructivo. Ahora, aprecio tus cálidas palabras de bienvenida.