Capítulo 17
Pero John no contestaba sus llamadas y sus mensajes los respondía con un lacónico: «Estoy bien Sam. Pronto hablaremos». El pronto se extendió por semanas sin que Samantha tuviera más noticias que respuestas de aquel calibre a las que luego de varios intentos ella respondía con algunos insultos que John leía pero no replicaba. Para evitar enfadarse más con él hasta el punto de ir a su casa y tirar abajo la puerta para que ahondara más en lo que le ocurría o para saber cuál creía él que debía ser el siguiente paso con respecto al portal, Samantha se puso a escribir su nueva ficción con los escuetos datos recogidos en sus no tan exitosas entrevistas con los dos viajeros que estaban vivos y de los que pudo sacar algunos elementos referidos a los motivos que tuvieron para realizar el salto a otro tiempo a costa de sus vidas. Para la escritora, tanto Gillian como Matilde escaparon a su manera, la primera de una vida gris que se desbarrancó sin que ella hiciera mucho para evitarlo y la segunda de un presente desprovisto de todo el idilio de ese lugar que su comunidad religiosa llamaba Persépolis. No pudo conocer al pobre Sal, pero encontró algunos datos de su vida pasada en páginas de noticias y palabras de conocidos que habían sido entrevistados en más de una ocasión por periodistas que perseguían lo oculto y esotérico que había permeado al mundo desde siempre. También de Norman, el fontanero que abandonó a su madre y a su perro para embarcarse en un viaje de ida. Por increíble que parezca, la mujer vivió hasta la inusual edad de ciento doce años hasta hacía unos cinco años atrás. Fue la que impulsó un monumento a los desaparecidos en la casa de Corin y Theroy que consistía en una escultura de los rostros de los cinco viajeros formando un círculo desde donde miraban con una seriedad desprovista de cualquier emoción hacia distintas direcciones de la plaza, donde había sido instalada la escultura, para que la gente no los olvidara, por si alguna vez volvían a aparecer envueltos en el mismo misterio con el que se habían ido. El dolor a veces es el mayor propulsor de la longevidad. Fue una lástima no poder entrevistar a la mujer, hubiese obtenido suficiente material para el personaje de Norman. El otro era John. De ese, Samantha tenía más que suficiente para decir, pero no quería que se volviera el protagonista de la historia solo porque fuera su mejor amigo. Debía abarcar sus vidas antes de cruzar el umbral de lo desconocido como una serie de eventos que justificaran semejante locura y su llegada a un mundo que no era el que ellos hubiesen esperado aunque sus vidas hubiesen encontrado un lugar para rehacerse con mejores oportunidades que las que habían dejado en los ochenta. Bueno, excepto para Norman y Sal. Para ellos estaba reservada la tragedia. Samantha pasó los siguientes cuatro meses escribiendo bajo una estricta disciplina de horas de trabajo y horas de investigación en un pequeño cuarto que Dixie había reformado para que su novia no tuviera oportunidad para quejarse por no tener el espacio que se necesitaba para que un escritor pudiera escucharse a sí mismo. Era un lugar donde Dixie guardaba disfraces y utilería del circo que estaban allí esperando que alguien los remendase o pusiera de nuevo en condiciones para que los artistas volvieran a utilizarlos. Todos esos trastos terminaron en el desván, junto a instrumentos musicales viejos y deteriorados que habían perdido toda la esperanza de volver a la vida, al ser trasladados del cuarto de abajo hasta allí. No estaba nada mal. Después de una semana de empezar la escritura, Samantha creía que estaba en la sala de la biblioteca de su propio hogar a pesar de que en las paredes del cuarto no había otra cosa que unos cuadros cubiertos por una pátina blanca de polvo y las trampas de una telaraña que debía tener casi la misma edad que la casa. De vez en cuando llamaba al número que le había dado el oficial de seguridad encargado de la investigación científica que tenía por objeto descubrir el agujero de gusano y estudiar cuán peligroso podría ser para la seguridad nacional y la vida de los ciudadanos. El oficial le decía que aún no había progresos y que sería notificada cuando la investigación terminara. Sin embargo Samantha seguía insistiendo con una respuesta similar cada vez, con la voz inmutable del oficial que no dejaba trasparentar lo irritante que era que la tal Samantha Polson le preguntara en tono de reproche cuándo era que iba a terminar de hacer su trabajo. Samantha sabía esto y en cada ocasión que llamaba le hendía la punta de su urgencia por volver al hogar del que el gobierno tan injustamente la había echado. No importaba que el oficial Sawyer le dijera que no debía considerarse como una mujer a la que se le había expropiado su inmueble, sino como una ciudadana que estaba colaborando para el bien común de la sociedad a la que pertenecía, Samantha daba a entender que se actuaba fuera de la ley y su abogado la respaldaba con un sinnúmero de documentos que con seguridad le hacía la vida más difícil a muchos funcionarios, especialmente al oficial Sawyer. Ella no creía que encontraran algo, el portal era muy caprichoso. Funcionaba sin seguir un patrón de tiempo determinado. John ya lo había entendido así y tal información aparecía en los artículos científicos que publicaba en varias universidades. Samantha pensó en esos artículos y en qué cara habrían puesto los decanos y profesores cuando leyeran que el doctor Feraud que había escrito esos textos revolucionarios sobre temas de física cuántica y física general ahora era John Feraud a secas. Era sensacional cómo la paradoja podía existir como cualquier hijo de vecino en el tejido espacio-temporal. Lo imposible se podía instalar cómodamente bajo las condiciones adecuadas. Bueno, no se podía decir lo mismo de todos esos que no habían podido tolerar que la paradoja transformara sus estructuras mentales y decidieran subsanar ese error con la predecible y vieja muerte. John había dado vuelta las últimas teorías acerca del funcionamiento del minúsculo universo que no vemos y había hecho añicos cientos de años de leyes que gobernaban la realidad y que ya se habían cristalizado en la sangre de todos los humanos que pululaban debajo del sol. Sin embargo estaba tan lejos de conseguir alguna respuesta como cualquiera que se aventurara por primera vez a sus aportes al campo del conocimiento científico. Eso lo desanimaba aunque no lo dijera. Samantha veía señales de cómo todo esfuerzo que hacía lo terminaba llevando al mismo lugar de partida, como si estuviera dando vueltas en la entrada del laberinto, creyendo que ya estaba en su interior. Sabían que el túnel del portal tenía cierta profundidad espacial que unía los dos tiempos. Conjeturaban con que el traspaso solo se podía hacer en un sentido, desde los ochenta hasta el presente y no al revés. John había llegado a la posible conclusión de que la mesa redonda que había servido por vez primera a la aparición del portal ya no era importante, por eso había construido la cámara de cristal donde creía que podía contener el portal en caso de que a este se le ocurriese hacer algo parecido a lo que había hecho con el jarrón de flores y el gato de Gertrudis. Más que nada era para evitar posibles heridas o el engorroso trabajo de limpiar la sangre de cada recoveco y rendija de difícil acceso. Le había dicho que la forma de la mesa y el exacto lugar donde ella la había puesto había servido como una especie de catalizador para la aparición del portal, o una llave que destrabara los mecanismos de una cerradura invisible. Samantha no tenía en claro cómo había llegado a semejante conclusión y pidió que se lo explicara como si fuese una neófita del mundo científico, sin complejas fórmulas pero John le decía que era una teoría en la que todavía estaba trabajando.
Samantha continuó trabajando en su novela a un ritmo constante. Dixie intentaba dejarla tranquila hasta en los momentos en que prolongaba su jornada de trabajo en el excuarto de los trastos. Samantha sabía que su novia no podía contener su personalidad avasallante y esa frecuente curiosidad que la llevaba a hacerle preguntas sobre el progreso de la novela a pesar de que Samantha no le gustaba hablar de la misma hasta que supiera que no agregaría o sacaría nada más. Dixie era un tren del ruido, las voces elevadas, las risas superlativas y los pasos que resonaban como si ella quisiera que el mundo se enterara que estaba en ese sitio. Así que cuando ella no estaba en casa, Samantha podía trabajar como si se transportara de nuevo a su casa, con el olor de sus libros y apenas ese halo de sol que permitía entrar por sus ventanas solo para dar al entorno ese constante aspecto crepuscular que le agradaba. El cuarto donde trabajaba estaba iluminado de forma directa por los rayos del sol de la mañana, su horario preferido para el trabajo. A pesar de que las cortinas negras que se había conseguido cumplían con su propósito, Samantha a veces pensaba que toda la casa se había quedado sin techo y el sol se burlaba de ella. No obstante pudo terminar su trabajo en los tiempos estimados en los que Tate había organizado las giras y las campañas publicitarias. Excepto por un día, a una semana de finalizar su novela en que ocurrió un incidente que dejó muy dolida a Dixie aunque la situación había sido un golpe dirigido a la escritora.
Empezó con un golpe contra uno de los tablones de madera que componían la casa de Dixie. Se oyó cómo el proyectil impactó y luego rebotó y rodó sobre el porche. Acto seguido, los ladridos del perro se activaron como un mecanismo de seguridad natural de la casa. Samantha miró por una de las ventanas que daban al frente y tardó en ver que a unos siete u ocho metros de la casa había una persona, un hombre con una camisa cuya falda derecha estaba suelta sobre su pantalón de tela gris. El cabello negro le formaba un paréntesis sobre la frente, torcido en ese momento, ya que todo él estaba despeinado. De atrás aparecieron dos hombres más. Uno de ellos señaló hacia la ventana por la que Samantha estaba espiándolos y la escritora se echó hacia atrás de un impulso. Se alejó dispuesta a llamar a la policía pero prefirió seguir mirando por la mirilla de la puerta. Los hombres seguían allí. El que había señalado era el más alto de los tres y el tercero era un rubio de hombros caídos y una cabeza rectangular con una amplia frente que componía la mitad de su rostro. Ese tenía algo en sus manos, algo que era pequeño y con plumas o pelos.
—Señorita Samantha Polson —el del cabello en paréntesis pronunció su nombre como un profesor enojado que pasara la lista de los alumnos al inicio de clases—. ¿Por qué no deja de mirarnos como una rata por las rendijas de la persiana y sale a recibirnos? Somos sus admiradores. Y también que salga su amiguito el doctor. Realmente dos seres humanos admirables.
No era la primera vez que Samantha era amenazada por extraños a causa de los profundos cambios cataclísmicos que la abertura del portal había desencadenado. Llamadas anónimas a su celular. Miles de e-mails que contenían los insultos más abyectos que un ser humano era capaz de ladrarle a otro, promesas de una muerte lenta y dolorosa a través de detallados métodos de tortura que harían sonrojar a un verdugo medieval. A John una vez le habían mandado la cabeza de un loro dentro de una bolsa de papel de supermercado. El sentido del mensaje era algo más difícil de descifrar todavía que la naturaleza del portal. Pero las amenazas siempre se habían mantenido en la distancia que permite la virtualidad o la cobardía. Palabras o voces fantasmas que auguraban lo peor por haber arruinado vidas de familias que funcionaban con tanta precisión y prolijidad como un reloj. Novias que se desarmaban llorando por sus novios, madres que se arrancaban los cabellos por la pérdida de sus hijos. Amigos de empresas turbias y clandestinas cuyo cerebro había hecho cortocircuito al enterarse que uno de ellos decidió desaparecer por causas que excedían a las que podían ser moneda corriente en el tipo de vida que llevaban. Ellos encontraban en Samantha y John, culpables concretos de carne y hueso a los que acusarlos por todo el daño ocasionado. Un daño que todos vivían en carne propia en menor o mayor medida. Los suicidas no habían tenido que dejar ninguna carta explicando su determinación. Todos vivían los mismos síntomas y no podían ser más comprensibles. Sin embargo, Samantha y John hubiesen podido evitar romper la represa que contenía la estructura tradicional del espacio-tiempo tan intacta como siempre. A ojos de los que querían verlos muertos, ellos habían desatado una revolución en el comportamiento de la realidad que había sido el último refugio para aquellos que creían que si todo lo demás podía irse al carajo siempre se podía contar con que el tiempo y el espacio no actuaran de una manera impredecible ni alocada.
Samantha no iba a acceder a la petición de aquel hombre de salir del único lugar en el que estaba segura. Justo a esa hora en que Dixie solía estar en casa, había tenido que ir de urgencia a su circo para resolver unos problemas referidos a la instalación eléctrica del lugar y Samantha había quedado sola con los animales, prometiendo a Dixie que cuando llegara tendría a su disposición un pastel de frambuesa recién horneado, una de las pocas maravillas culinarias que Samantha había aprendido a hacer en tiempos de excesos de ocio. Pero ahora, la llegada de esos tres sujetos la estaban obligando a romper su promesa. Samantha no respondió a la llamada. Sabía que la habían visto o bien podía ser que la estuviesen probando. No podía estar segura de que el grandote la había señalado a ella. No quería caer en la trampa delatando su presencia.
—Mire, sabemos que su noviecita lesbiana detesta comer carne y cómo aparece en esos anuncios de televisión convenciendo a la gente de que un espárrago sabe mejor que un jugoso bistec, por eso creemos que se desperdicia un buen ternero en este lugar.
Ni bien terminó de decir esto Samantha enfocó la vista en lo que el rubio tenía entre sus manos. La imagen no había mejorado pero sus conjeturas le ofrecieron la nitidez que le faltaba para llegar a una conclusión. Ese era Ícaro, el ternero recién nacido que Dixie ayudó a traer al mundo en una madrugada donde un viento frío parecía lanzar pequeñas agujas congeladas contra la piel de los que se encontraran afuera. Samantha se llevó la mano a la boca para no soltar un suspiro de espanto. Lo habían matado y lo primero que Samantha hizo fue imaginar la reacción de Dixie cuando se enterara de eso. Nunca habían cumplido sus promesas hasta ahora. Samantha quería salir con la escopeta de Dixie e intentar bajar a alguno con su inexperta puntería pero recordó que su novia se había deshecho del arma hacía tiempo, como una acción benéfica en un mundo lleno de dementes que se disparaban unos a otros. Aquella vez, ella le había dicho que era una insensata por no tener algo con lo que defenderse si uno de esos dementes aparecía alguna vez por su casa, y ahora se daba la razón, aunque fuese ella la posible víctima de los tres que se habían desquitado con un animal que apenas había tenido tiempo de probar en muy escasas ocasiones la leche de su madre. Sin embargo, allí había terminado todo. O habían creído que no había nadie en casa o creyeron que su acto de venganza había sido acorde a cualquiera que hayan sido las circunstancias o tal vez temieron que quien estuviese adentro ya había dado alarma a la policía. Los motivos podían ser incalculables. Samantha respiró aliviada cuando escuchó el ruido de un vehículo ponerse en marcha y luego a través de las ramas de los árboles distinguió una camioneta blanca que avanzaba por el camino de tierra rumbo a la autopista.
El ternero tenía el cuello abierto en una herida que podía haber sido hecha por una navaja de bolsillo o un cuchillo pequeño de hoja afilada. Tenía los ojos entreabiertos como si hubiese estado despertándose después de un confortable sueño. Debajo de la línea profunda de la herida, la sangre empapaba su pelaje hasta las dos pezuñas de sus patas delanteras. El perro viejo de Dixie seguía ladrando luego de que los hombres se hubiesen ido. Estaba casi completamente ciego pero tal vez todavía seguía oliendo el aroma de los extraños en el aire. Fue deteniéndose a medida que se daba cuenta de que en la granja iban predominando los aromas familiares. Samantha no llamó a la policía. No quería sumar otro problema más al blanco de un número incalculable de disgustos. Su vida y la de John se habían convertido en algo tan frágil desde que habían empezado a aparecer en los medios como los investigadores de ese supuesto agujero de gusano que había emergido en una casa cualquiera de una esquina en una pequeña ciudad común y corriente. Sin embargo, por alguna extraña razón, sus asesinos nunca habían concretado sus actos. Y eso para ella era tan insólito como la existencia de las tres versiones de la realidad. Cuando Dixie llegó a casa y se enteró de lo ocurrido, antes de llorar a Ícaro, miró a Samantha como nunca lo había hecho. Como si de repente, la apariencia de su novia se cayera y debajo se revelara un ser monstruoso del que no cabía esperar nada bueno. Pensó que le iba a pedir que se vaya, que no podía soportar más lo que le estaba ocurriendo a todas las cosas. Inclusive Samantha estuvo a punto de decirle que recogería sus cosas y ya no la molestaría más. Porque tal vez era cierto, porque todas las cosas se habían torcido tanto que no solo ella, sino todos tenían que hacer un esfuerzo indecible cada día para conservar los diminutos pedazos en los que se había quebrado el universo donde habían habitado desde el nacimiento de la consciencia. Pero, pocas horas después, Dixie se le acercó y dijo que no era su culpa y que se alegraba de que no había sido ella.