Capítulo 9
—¡Abre la puerta, maldita arpía! —gritó una mujer mientras aporreaba la puerta de entrada.
—Gertrudis —dijo John, levantándose y acomodándose la camisa dentro del pantalón—. Voy a orinar —y se dirigió al baño con paso perezoso.
—Maldita arpía —sonrió Samantha—. Gertrudis tiene tacto a la hora de insultar. Te digo, John, hay que conseguirle otro gato. Uno de esos que parecen una momia y tan delicado que si uno lo toca podría morirse en el acto de alguna infección.
Gertrudis estaba ensayando nuevos golpes contra la puerta reforzada que había instalado Samantha a pedido de John hacía un par de años. Los ruidos reverberaban como los saltos de alguien en el piso superior de un departamento.
Samantha encendió otro cigarrillo y abrió la puerta. Gertrudis tenía los ojos inyectados en furia y el rastro de unas lágrimas recientes habían corrido un poco su maquillaje.
—¿Crees que por tener abogados importantes puedes zafarte de quitar la vida de un animal indefenso? ¡No me interesa el dinero! Quiero que pagues por matar a mi Flint.
—¿No te interesan los quinientos mil dólares que pides por un gato que se suicidó para no escucharte más? Hubieses puesto un precio más razonable si esperabas que te creyese, Ger.
—Gertrudis. Mi nombre es Gertrudis y tú eres una asesina. Un animal no se suicida, estúpida.
Gertrudis movía sus manos alrededor de su cuerpo con los puños cerrados. Samantha sabía que no se atrevería a golpearla por temor a esos abogados a los que ella detestaba. Pero siempre había un margen para que la gente perdiera los estribos. Una palabra de más y Gertrudis podía dirigir uno de esos puños hacia su bocaza.
—Es un placer que vengas a visitarme Gertrudis. Es bonito oír tu voz. Vuelve cuando quieras.
Samantha intento cerrar la puerta pero el pie de Gertrudis se lo impidió.
—Me lo vas a pagar, escritora de cuarta —dijo Gertrudis arañando las palabras—. No quedarás impune por la muerte de un inocente animal. Tu dinero no te protegerá de todo.
Un maullido largo y sostenido las sorprendió a ambas. Sobre el tejado, por encima de sus cabezas, la cabeza de un gato marrón las observaba con las orejas levantadas.
—¿Flint? —preguntó Gertrudis.
Pero enseguida un segundo y un tercer maullido precedieron a dos gatos que dieron un salto desde un árbol que había en la acera. Cuatro gatos llegaron contoneándose desde el otro lado de la calle y tres más se acercaban deslizándose entre los autos estacionados en el cordón. En pocos segundos, la esquina de Corin y Theroy servía de congregación a todos los felinos del vecindario.
Una línea vertical empezó a dibujarse en el centro del círculo donde los seis reunidos aguardaban sin tratar de pensar mucho en lo que iban a hacer. Como una cremallera que se abriera con cuidado para que no se saliera de su carril, de la línea se derramaba una luz que no esparcía su claridad más allá de su fuente. Cuando la línea tocó el suelo, se formó un estrecho rectángulo donde la pantalla azul se ondulaba como una masa acuosa a punto de desbordarse. Los seis se pusieron de pie. Solo John parpadeaba con obsesión, centrado en el portal como si por fin se abriera la puerta del médico luego de una larga espera dolorosa en la sala. El rectángulo se hizo más ancho hasta tener las dimensiones de una puerta común, excepto que nada común llenaba lo que había del otro lado.
—Está ocurriendo de nuevo —dijo John, después de salir del baño, apresurándose hacia el cuarto de control mientras se subía la cremallera del pantalón.
Dentro de la recámara de vidrio, un círculo estirado en sus puntas como una moneda deformada con un editor de imágenes, emergió y en su centro otro pequeño círculo no más grande que la falange de un dedo expulsaba ondas de luces blancas que desaparecían al llegar a los contornos del portal como si se escurrieran por un canal invisible.
Samantha caminó hacia atrás con la cabeza girada hacia la recámara. Gertrudis, que no salía de su asombro a causa de los cientos de gatos que no dejaban de llegar de todas partes, tuvo que meterse dentro de la casa y cerrar la puerta antes de que tres de los animales saltaran contra ella con el ávido salvajismo de leonas que tienen arrinconada a su presa.
—¿Tienes cerradas las ventanas esta vez? —preguntó John desde el cuarto de control.
—Sssí —susurró Samantha mientras Gertrudis pasaba del fenómeno de los gatos al de aquel círculo de energía atrapado en una caja de vidrio.
—¿Qué es eso? —preguntó Gertrudis alejándose lo más que podía del sitio del portal.
—Lo que se llevó a Flint —dijo Samantha mientras encendía las cámaras de video instaladas en diversos puntos de la casa. En un instante una decena de luces rojas se encendieron. Todos los lentes apuntaban al mismo sitio. Cada ángulo de la recámara del portal estaba cubierto.
John dio dos pasos antes de perder a los otros de vista. No sabía si él había sido el primero en entrar o Matilde a quien vio adelantar un brazo antes de decidirse a ingresar al rectángulo azul sin dejar de contemplarlo. Atravesó la membrana azul antes de encontrarse en el interior de un invernadero de jardín tan extenso que las plantas formaban un minúsculo punto verde en el horizonte donde llegaba la vista. En ambas direcciones la salida parecía estar tan lejana que era imposible hacer un cálculo aproximado de nada. Había planas y plantines de todas las especies y colores. John reconoció algunas de ellas por los recuerdos que conservaba de cuando su tía lo llevaba a recorrer el vivero del que era propietaria hacía muchos años. Romero, lavanda, manzanillas, jengibre, ajo, albahaca. Las nombraba mentalmente con la voz de su tía Annette. Tenía puesto un peto verde de jardinero, con botas del mismo color manchadas por el barro y el abono. El invernadero estaba cubierto por el policarbonato que bien podía ser levantado para salir al exterior, del mismo modo que John lo hacía cuando era pequeño y se escondía de la tía Annette en los laberintos de vegetales caminando a gatas para hacerle el juego más difícil a ella. John se agachó cerca de unas azaleas y antes de que pudiera tomar los bordes del cobertor, algo se apoyó en su espalda y emitió un fino gemido. Enseguida se dio vuelta para recibir los lengüetazos de Blur, el perro del vivero que había visto crecer desde que era un cachorro. Después de acariciarlo notó algo extraño en el animal. Sus patas eran planas y redondas, sin dedos ni uñas, como las patas que tendría un muñeco de mala calidad. Pero por lo demás se trataba del mismo perro que al oír su nombre se alejó y se acercó corriendo y dio tres vueltas antes de saltar de nuevo con las patas buscando las manos de John.
—Te ha extrañado, John —dijo Annette, sacudiéndose la tierra de su delantal. Había aparecido entre las hojas de una palmera y sonreía a John con los mismos ojos grises enmarcados por los paréntesis de arrugas que John nunca había olvidado.
—Tía Annette. ¿Qué haces aquí? O estoy soñando o ustedes han atravesado de alguna forma el portal. Pero este vivero, es muy extenso. ¿Qué es este lugar?
—Adonde tú deseabas ir. Aquí eras feliz, ¿no recuerdas? De todas las posibles realidades en donde te hubiese gustado estar, el recuerdo de tu infancia en este vivero era el más intenso. De ahí que el portal te trajera aquí.
—¿Qué? Claro, no recuerdo haberlo pasado mal de niño pero hay un millón de lugares en lo que preferiría caer antes que aquí. Por ejemplo, me gustaría ser un cantante de fama internacional y tener mis propios discos de platino y oro. Eso es cien veces mejor que este lugar.
—No entiendo. Hubo muchas noches en que te encontraba pensando en el vivero, diciéndole a Blur que lo extrañabas, corriendo por este pasillo sin cansarte nunca. Lo de ser cantante apenas llenaba tus pensamientos como lo hacía el regreso al vivero.
—No sé qué decirte sobre eso. Sí, ahora que lo dices he tenido muchos sueños al respecto pero eso no lo puedo controlar. Además, esperaba a alguien que me ayudara a dejar mi vista como antes y no tener que estar moviendo constantemente mis ojos para evitar ver la transparencia y la sombra de esa cosa.
—Espera, espera —dijo Annette con el semblante marcado por el desconcierto—. ¿Soñar? ¿Qué es eso de soñar?
—Soñar, eso. Cuando vas a dormir y sueñas, tía. Que soñara muy seguido con el vivero no quería decir que deseara volver aquí.
—Eso es nuevo —dijo Annette ensimismada—. No lo tuve en cuenta. Tienen sueños. Tendré que hacer unos cambios.
—Tía, ¿qué te ocurre? ¿Y qué le pasó a Blur? Parece que tiene unas patas de plástico derretidas por el microondas.
El perro lo miró dubitativo inclinando la cabeza hacia un costado. Su tía le sonrió cortando tan drásticamente el anterior rostro ensombrecido que John empezó a dudar de si se encontraba en sus cabales.
—No te preocupes por eso. Si el vivero no es de tu agrado espera la llegada de tu tío. Él sabrá ayudarte en tu problema de la vista.
John miró hacia los extremos del vivero como esperando ver acercarse a su tío Eduard que había muerto cuando él tenía apenas dos años.
—¿Estás hablando del tío Eduard?
Annette vaciló por un instante. Su sonrisa se encogió hasta formar una sola línea parca en sus labios. Blur ladró dos veces en dirección a John y el pelo de su lomo se erizó. Pero en tan solo un instante volvió a mover la cola y sacar la lengua como señal de que estaba preparado para jugar a las carreras.
—Tu tío se pondrá muy contento de verte, Johnny.
—Está bien tía, pero lo esperaré afuera.
Y se puso de cuclillas para levantar el cobertor, sin embargo, Blur se interpuso entre él y la tela y con sus dos patas planas le dio un empujón que hizo caer de espaldas a John. El animal se lanzó sobre él y le lamió repetidamente el rostro.
—No abras el invernadero John. Afuera no hay un buen tiempo —dijo la tía Annette comprimiendo el cuello entre los hombros y cruzando los brazos a la altura de su pecho como si un frío invisible la encogiera.
Sal Whitman entró en las oficinas de la agencia de publicidad Sforda atravesando las grandes hojas de cristal oscuro que sellaban toda la vista al exterior desde la planta baja. Tenía puesto un traje gris oscuro y unos zapatos nuevos con cordones gruesos y de costura con notables relieves. Se había perfumado con su fragancia de negocios. Un aroma agradable que no resultaba empalagoso en ningún momento. De acuerdo a lo que le decía un espejo en una de las columnas del edificio, estaba peinado y su rostro bien lavado y afeitado. Se pasó la mano por las mejillas para confirmar que no se trataba de un espejismo.
—Buenos días, señor Whitman —dijo la recepcionista desde el mostrador. Una rubia alta con el cabello recogido en una cola que le caía por detrás—. Lo están esperando en la sala de conferencia para la reunión.
Sal sabía que había atravesado el portal en la casa de Corin y Theroy sin ver qué había detrás de la membrana azul. Había resultado que las puertas del edificio era la forma en que el portal se veía del otro lado. Todo en el lugar estaba como lo recordaba. La gente que trabajaba en ese lugar pasaba a su lado sin prestarle atención, cada uno dirigiéndose a sus propios asuntos, a sus propias oficinas, a sus propias reuniones. Hombres y mujeres en trajes con el sello del trabajo duro y bien remunerado que podían sacarse los ojos entre sí, si eso engrosaba sus billeteras y les permitía subir un peldaño más en la montaña del éxito. La jungla burocratizada que Sal conocía muy bien. En la que había jugado durante varios años con cierta destreza hasta que se había bajado porque un jugador que había tomado por un aliado, se había quedado con el premio de su esfuerzo. Ahora estaba de nuevo allí, tal vez un nuevo comienzo, una nueva oportunidad para continuar donde se había quedado antes de ser atropellado por un exceso de confianza. Pensó en Phil, el sobrino de su jefe que había disfrutado de la prosperidad brindada por la puesta en marcha de su proyecto y calculó mentalmente qué posibilidades habría de dejarle en el rostro, la marca de las manos que habían escrito las palabras en ciento cincuenta páginas y habían hecho la mayor parte de los diseños para una nueva campaña de publicidad. Sin embargo…
Miró hacia atrás. Las puertas de casi tres metros de altura se mantenían cerradas. La lógica dictaba que detrás de ellas estaría la ciudad, las calles por donde transitarían las máquinas y los hombres hacia distintos destinos. Pero había algo que no calzaba completamente en la imagen. Por supuesto que se daba cuenta de que había llegado allí de un modo un tanto inusual. Tal vez se trataba de que era el primer ser humano que había hecho un viaje interdimensional a través un umbral desconocido generado en el interior de un edificio abandonado. La cosa que lo habitaba no lo había atrapado y eso quería decir que lo había logrado. El milagro había ocurrido y por la expresión de la recepcionista allí era bien recibido. Por el traje que llevaba puesto y el maletín que sostenía en su mano izquierda, su futuro en esa realidad no se había desvanecido como en la otra. Pero entonces ¿qué era lo que no le dejaba tranquilizarse y subir el ascensor que lo llevaría al décimo piso donde estaba la sala de conferencias? Miró a quienes caminaban atareados por la sala. A algunos los recordaba al pasar. Con casi nadie había cruzado más de dos palabras. Los veía subir las escaleras o los ascensores, salir a un patio interno donde se sentaban a fumar sin apartar su vista de los celulares. Algunos conversaban entre sí y reían sin mostrarse demasiado desatados de su porte de seres de negocios. Nada extraño, nada…
—Señor Whitman —dijo la recepcionista. Sus ojos marrones emitían un brillo en la parte superior izquierda—. ¿Hay algún problema? Ya he avisado al señor Sforda de su llegada.
—Gracias…
—Kelly —asintió la rubia.
—Sí, Kelly. Enseguida subo. Es que …
Sal se acercó más al mostrador. Kelly no mudó su sonrisa ni siquiera cuando Sal se inclinó hacia delante hasta quedar a unos escasos centímetros de ella. La pintura de sus labios tenía el mismo brillo que sus ojos.
—Kelly, ¿no te has enterado de nada raro últimamente?
—¿Raro? Hay muchas cosas raras que ocurren diariamente, señor Whitman.
Sal rio, era la primera risa auténtica desde que había abandonado aquel edificio por última vez. El sonido de su risa le resultó agradable, como un viejo y querido amigo que había estado ausente por mucho tiempo.
—Claro, entiendo eso, linda. Me refiero a esta ciudad… ¿No has oído nada extraño ocurrido en esta ciudad… estas últimas horas o minutos, quizás?
Kelly parpadeó como una muñeca robotizada. Sal se daba cuenta de que ella estaba recordando pero su sonrisa sempiterna no dejaba su lugar. Detrás de él, el sonido pareció amortiguarse, como si de pronto el vestíbulo se hubiera convertido en la sala de espera de un hospital. No obstante, la marcha constante de humanos continuaba igual.
—Tal vez sí —dijo Kelly mientras seguía rebuscando en su memoria. Sus ojos eran pelotas de ping pong dibujando arcos entre los extremos. Finalmente se centraron en Sal con aquel brillo que reflejaba la luz proveniente de algún punto en las alturas—. Tiene que ver con que el señor Sforda, está por nombrar a un nuevo socio. Tal vez esta reunión a la que usted se demora en llegar tenga que ver con eso.
Sal miró a Kelly por unos instantes antes de enderezarse. Era una rubia muy apuesta y sus labios humedecidos por el maquillaje, vistos de tan cerca incitaban a Sal a invitarla a una cita. Quizás lo hiciera más tarde. Ahora ella tenía razón. Había arriesgado su vida al atravesar aquel portal y ahora se preocupaba por nada.
—Deséame suerte, Kelly.
—Seguro no la necesitará, señor Whitman.
Caminó hasta el ascensor y pulsó el botón para llamarlo. Mientras la cabina descendía desde el sexto piso, Sal miró de nuevo la puerta de entrada. Cuando entró en la cabina continuó contemplando las hojas de vidrio oscuro. Después de que las puertas del ascensor se unieran Sal comprendió qué era aquello que lo inquietaba en el vestíbulo. Nadie salía del edificio, ni entraba en este.
Norman no había oído que alguien lo llamaba desde algún lugar de atrás. Estaba contemplando los árboles que se recortaban alrededor de un extenso campo de césped cortado simétricamente, cuyas pequeñas hebras se movían bajo la brisa suave de un mediodía despejado. Vestía una túnica negra y sobre la cabeza llevaba un birrete de graduado. Detrás de él, en contra de otros árboles cuya fila formaba otro lado del cuadrado que circundaba el espacio libre, lo esperaban un nutrido grupo de personas. Algunas ocupaban un lugar entre las sillas dispuestas frente a un escenario de madera, en cuyo fondo habían colgado un telón violeta abierto en el medio donde se podía leer «Promoción 1999». El año en que se hubiese recibido de ingeniero electromecánico si hubiese tenido el dinero para pagarse los estudios. Uno de los graduados lo llamaba, señalándole una de las sillas que estaban en la primera fila. Lo conocía. Era George Zamero. Un amigo que había dejado de ver cuando una beca se lo había llevado a estudiar a la Universidad de South Sherley. George había podido labrar el futuro que él se había planteado. Pero ¿cómo había ido a parar allí? Claro, había atravesado ese túnel azul y de repente se había encontrado mirando esos árboles que dibujaban un amplio cuadrado. No podría decir qué sitio era aquel, si estaba cerca de Pearce’s Valley o quedaba a las afuera o quizás en otra ciudad. Tampoco podía ver qué había más allá de los árboles para tener alguna referencia. Cuando estuvo tentado a hacerlo, George lo había llamado con más ahínco, haciendo que algunos del público se volvieran hacia él y hacia aquel amigo que le habría entrado alguna necesidad de meditar, alejado de todos. Norman caminó hacia él preguntándose qué había ocurrido con los otros cinco. Si él había sido el único que había cruzado, entonces ellos seguirían en la casa de Corin y Theroy, de lo contrario, la puerta los había llevado a otro lugar que no era aquel, de lo contrario ya los habría visto por ahí, deambulando con las mismas dudas que él. George le tendió un brazo alrededor de los hombros. Tenía casi el mismo aspecto que él recordaba. Los años parecían no haber pasado para Zamero. ¿Cómo era posible que alguien que había dejado de ver a los dieciocho años no se viera como un hombre de casi cincuenta? Se sintió avergonzado por estar rodeados de compañeros de clase que podrían ser sus hijos.
—Relájate, amigo —dijo George, mientras hacía que Norman se dirigiera a su lugar en las sillas—, después de que todo este teatro termine, nos iremos a tomar un buen trago. Closky invita, ¿no es verdad, linda?
Closky era una morocha de grandes ojos y cabello corto que le caía sobre los hombros. El tamaño de su busto hizo que Norman se olvidara por un instante del destino de los otros. Closky le mostró el dedo del medio a George y le tendió a Norman un pequeño espejo de mujer cuando este se sentó.
—Estás incubando un grano allí en tu nariz, Norman —dijo Closky, haciendo un gesto despectivo con su boca—. No querrás que el birrete se confunda de cabeza cuando estés arriba del escenario.
Norman casi dejó caer el espejo después de ver su reflejo. Sus entradas habían desaparecido y en su boca había un inmaduro bigote que con pereza iba rellenando el espacio entre su nariz y sus labios. Había rejuvenecido veinte años. De nuevo tenía la imagen de aquel joven que tuvo que dejar de lado el trayecto universitario para dedicarse a la plomería y costear su propia vida. El portal le había hecho eso. Le había quitado años y lo había puesto en el día de su graduación. No había otra manera de explicarlo. La dicha que lo invadió lo hizo sonreír primero y luego hamacarse de carcajadas en su silla. George observó a Clusky con sorpresa y ella le sacó el espejo a Norman mientras negaba con la cabeza como si él fuese un caso perdido.
—Soy joven —decía Norman sin dejar de reír— feo, pero joven. Esto es genial.
—No te olvides de que además de feo eres ingeniero, Norman —dijo George y con una mano levantó el birrete de Norman y lo dejó caer hacia atrás—. Lo que sea que hayas fumado, que no se note antes de pasar a recibir tu diploma.
—Atención —sonó la voz de una mujer a través de los altavoces a los pies del escenario. Se trataba de una señora con el cabello rubio formando una pirámide circular y unos lentes con marco rojo que parpadeaban bajo la luz—. Pronto empezaremos a llamar a los flamantes graduados para que reciban su diploma. Solo estamos esperando al director de la Universidad. Está un poco demorado a causa de unas diligencias de último momento. Pero es solo un pequeño contratiempo. Gracias por ser tan pacientes.
La mujer dejó el micrófono en la tarima, hizo una breve reverencia y luego bajó del escenario.
—Este viejo idiota —dijo Clusky—. Siempre se creyó una puta estrella. Tiene que entrar como una diva para llevarse todas las palmas a pesar de que este día no tenga que ver con él.
A Norman no le importaba esperar un rato más. Por él, tenía todo el tiempo del mundo de nuevo para esperar. Un tiempo que no desaprovecharía. El portal había sido algo bueno a pesar de los temores y la fortuna había hecho que no se encontrara con esa cosa que habían visto como una silueta la primera vez. Sentía como si se hubiera sacado un enorme peso de encima. Eran sus años futuros de plomero que se sacudía como un perro que se secara la carga molesta del agua en el pelo. Todo eso estaba en el futuro, o en el futuro pasado, como le gustara más a la gramática. Se arrellanó en la silla y miró a Clusky. Algo le llamó la atención de ella y sintió el deseo de decírselo a George que estaba a su lado. Sin embargo no pudo hacerlo porque en su amigo encontró exactamente la misma particularidad. Frunció su ceño sin querer deshacerse de una sonrisa de diversión que le había sobrado de su carcajada. ¿Porqué las orejas de sus amigos carecían de agujeros por el que el sonido llegara a sus tímpanos? En cambio, en el centro, no había más que piel lisa, como si alguien se hubiese olvidado de terminar el trabajo. Sin embargo escuchaban, pensó Norman, aunque esas orejas funcionaran tanto como las de un muñeco de plástico.
Luego de atravesar la membrana azul, Matilde tuvo una sensación muy extraña. Si hubiese alguna manera de explicarlo con una imagen que no provocara un retorcijo cerebral, sería la de que todo su cuerpo se plegara con la velocidad de una persiana al darle un fuerte tirón a la correa. De lo único que tenía conciencia era de ser un espectador anónimo que flotaba entre un entramado gigantesco de ramificaciones blancas de lo que parecían túneles escarpados que chorreaban una sustancia espesa del mismo color que los túneles. En ninguna dirección podía atisbar algún fondo, altura u horizonte al que pudiese llamar espacio. Los túneles blancos, que a veces adoptaban la forma de venas o arterias de un cuerpo, u otras eran raíces verticales que ascendían o descendían abruptamente dejando en su recorrido protuberancias de todas las formas, se cruzaban o se extendían en paralelo hacia el infinito. Matilde no podía decir que necesitara expresar algún sentimiento en sintonía con ese espectáculo porque esa parte de ella a la que uno podría otorgarle el nombre de Matilde, estaba totalmente ausente. Hasta que en algún lugar de uno de esos túneles blancos algo se removió, como un hueso dislocado debajo de la piel. Y después algo se abrió y Matilde, nada más que ojos, fue impulsada hasta esa abertura. Y lo siguiente fue que su cuerpo volvió a desplegarse hasta que la dureza del suelo le avisó que su yo había vuelto a la escena. Primero una nubosidad ante sus ojos le impidió distinguir dónde se había trasladado. Se los frotó repetidas veces con las manos hasta que la geometría de los objetos fue nítida. Estaba en un enorme salón estilo romano. Columnas del grosor de tres hombres se elevaban hasta una bóveda donde había pintados toda clase de motivos bucólicos. Desde pastores de rizos rubios con sus cayadas y gorros de paja dirigiendo a sus ovejas sin ninguna dificultad, hasta arroyos que serpenteaban entre árboles frutales y campos donde la primavera parecía ser eterna. En ciertos ángulos, unos frontones apoyados sobre columnas de menor envergadura que las otras, servían de marcos a unos cuadros y bustos de personajes desconocidos que a Matilde le eran familiares, aunque no pudiera pronunciar sus nombres. Pero lo que estaba en el centro, era lo que a ella le hizo exhalar un grito de sorpresa. Una sorpresa que jugaba una pulseada con el pánico que flotaba como un hálito lánguido como recuerdo de su anterior estado de consciencia suspendida. En el centro, el suelo del salón se escalonaba hasta terminar en una piscina llena de un agua cristalina. Los escalones formaban cuatro cuadrados concéntricos antes de que el fondo marmóreo de la piscina reflejara las sombras de las ondas mansas de la superficie líquida. A lo largo de los escalones, un grupo de personas vestidas con túnicas de diversos colores estaban sentadas en actitud relajada conversando animadamente o leyendo libros mientras sus pies se hundían en la piscina. Matilde también llevaba puesta una túnica de color lavanda, su favorito. Su pecho era un recipiente que estaba pronto a estallar de emoción. Había llegado. El nuevo mundo prometido por su grupo místico «Persépolis». Recordaba las palabras: «Estamos destinados a encontrarnos en el palacio donde la sabiduría, la templanza y el amor puro nos permitan desarrollarnos como los seres que siempre debimos ser pero nunca se nos permitió. Persépolis es nuestra meta. Allí, las ánimas de los sabios nos darán cobijo y protección». Era el estribillo que su grupo se repetía en cada reunión, rodeados de las estanterías repletas de volúmenes de la casa del mayor profeta de «Los últimos sabios». Esas palabras eran el corazón y la esperanza que mantenía las creencias unidas. Y allí estaba ella. Había llegado sin ninguno de sus amigos porque solo ella confiaba en que era posible tomar un atajo a esa tierra prometida si la fe no cejaba.
Un hombre de anchos hombros, calvo pero con el rostro anguloso que prefiguraba un carácter recio, se levantó de su lugar con un libro de tapas verdes y se dirigió hacia ella. Sus ojos manifestaban serenidad y su andar era tan seguro que Matilde creyó que era alguien importante del grupo. A esa altura, apenas tenía noción de dónde había estado entre su entrada al portal y su llegada a Persépolis.
—Matilde, después de todo este tiempo has llegado —dijo el hombre calvo—. Soy Evan. Acompáñame, por favor. Hay alguien que quiere verte.
Evan le extendió la mano y Matilde la asió. De pronto, tomar la mano de un extraño era un gesto tan natural que no sintió ningún temor. Al mirar los ojos de Evan, sabía que no tenía nada de lo qué preocuparse. Ese hombre no la lastimaría. En Persépolis solo eran admitidos los puros, aquellos para los que el saber y la templanza eran partes íntegras de su existencia.
Se sentó en el escalón superior del cuadrado que rodeaba la piscina. Dos mujeres se acomodaron cerca de ella a su izquierda. Sonreían y también sostenían libros. Uno de Aristóteles y el otro de Espinoza. A su derecha se ubicaron un hombre y una mujer. Él con un libro abierto. Leyó rápido el título de Los viajes de Gulliver en la parte superior de la página. Ella había puesto un dedo en la página en que había quedado. En la portada leyó Cumbresborrascosas. No pudo evitar cerrar los ojos mientras una risa la invadía. Estaba contenta, no recordaba cuál había sido la última vez que había estado agradecida por estar en un lugar junto a otras personas con las que valía la pena surcar la eternidad. Todo el tiempo del mundo para leer y compartir las ideas sin preocuparse por nada más. Eso era Persépolis. Oyó el ruido del agua y se sobresaltó. En la piscina, irguiéndose desde su profundidad, una mujer de largo y grueso cabello castaño dejó que el agua se escurriera por su cuerpo sin usar sus manos para apartarla de su rostro. Tenía los ojos más negros que Matilde hubiese visto. Los otros la contemplaban como si no se arriesgaran a perder el más ínfimo movimiento de ella. Se acercó hacia donde estaban, puso susmanos sobre los hombros de Matilde y le dio un beso en los labios. Ella sintió frío y tiritó. Se tocó los labios. Secos. A pesar de que el agua descendía por todo el cuerpo de aquella mujer y de que su rostro estaba empapado, ni una gota quedó en los hombros o el rostro de Matilde. Sin embargo no pensó más sobre eso. La mujer tomó entre sus manos las de ella.
—Me alegra que hayas llegado, Matilde —dijo con una voz desprovista de toda expresión y tan suave que Matilda tuvo que hacer un esfuerzo para oírla—. Ya no tienes que preocuparte por nada más. Este es tu destino y el final del sufrimiento de la vida.
—¿Quién eres? —preguntó Matilde y echó un vistazo a los dedos de la mujer. Finos y largos. Más de lo normal. Tanto que necesitaban cuatro articulaciones para doblar sus falanges.
—No cargo con nombres, Matilde. No necesito nombrar las cosas para entenderlas o recordarlas.
De pronto Matilde tenía ganas de retirar las manos, de soltarse de ella. Sentía como si hubiese metido las manos debajo de una tierra húmeda donde el sol no llegaba y sintiera insectos desconocidos moverse arriba y debajo de ellas, dando vueltas entre sus dedos, produciéndole un cosquilleo cuya repugnancia iba en aumento.
—Como muestra de bienvenida, beberás el vino de Persépolis —dijo la mujer, recibiendo de uno de los habitantes de la ciudad una copa llena hasta la mitad.
Haciendo equilibrio natural sobre la palma de su mano, el vino ni siquiera había vibrado dentro del recipiente. Su mano era una bandeja sin pulso. Matilde tomó la copa y acercó el borde a su boca. Antes de empinarla olió su contenido. Era vino, por supuesto, tinto. No parecía que estuviese diluido en agua o soda. Su aroma llenó sus fosas nasales con recuerdos de tardes encerrada en su casa junto a su biblioteca y el sabor de ciruela del malbec. Ahora que las manos de la mujer ya no la tocaban, el alivio regresó su sensación de dicha anterior.
—Bebe, Matilde. A tu salud y a la salud de todos.
—¡Vamos Matilde! —la alentó Evan y a él se unió un coro de voces que daban vítores y exclamaciones de elogio.
Matilde dio un sorbo pequeño mientras sonreía y antes de que pudiera apartar la copa, la mujer la volvió a empinar en su boca, asintiendo con una sonrisa. Matilde continuó bebiendo mientras escuchaba los aplausos. Antes de vaciar la copa, sintió que en su lengua se removía algo. Se alarmó pero no pudo desasirse del recipiente. La presión que ejercía la mujer era mayor que cualquier intento de ella por apartar la copa de sus labios. Entonces oyó un grito en algún lugar, lejos de esa estancia. Era un grito cargado de espanto que llegaba a ella después de atravesar kilómetros de vacío. Por un instante el rostro de la mujer se deformó. Su mandíbula se encogió y se volvió más puntiaguda y sus ojos se estiraron hasta ser dos franjas verticales que atravesaban todo su rostro. Y el vino ya no sabía a vino. Las últimas gotas que entraban en Matilde, eran la parte trasera del cuerpo de un insecto negro con diminutas patas que se movían frenéticamente para entrar en su boca y empezar a escarbar un túnel hacia arriba, donde su mente sonaba con la estridencia de todas las alarmas encendidas.
Gillian despertó sobre un revoltijo de frazadas, sábanas y almohadas de diversos tamaños. Solo llevaba una musculosa y unas bragas grises. Al lugar ya lo había visto una vez. Dentro de la fractura de la realidad que se formó en el Y/Z cuando era mesera. Las cortinas azules enla ventana le daban la bienvenida junto al viento que se colaba entre ellas. En un ángulo de living, la misma biblioteca exhibía colecciones de obras cuyas páginas todavía no tenían las marcas de sus huellas digitales. Caminó siguiendo la dirección de las paredes, contemplando cada objeto. Se detuvo junto a una repisa atornillada al revestimiento de madera de la pared. Había una fotografía en su portarretratoque la enmarcaba a ella de pequeña, y luego otra de su fiesta de graduación en la escuela secundaria. Había una en la que estrechaba la mano de un hombre asiático vestido de traje y corbata. En esa foto, ella lucía un vestido rojo y zapatos negros con tacones. Se había arreglado para un evento importante. Contra la pared, enmarcado en dorado, había un diploma con su nombre. La habían premiado por su dedicación y compromiso con la empresa de ventas onlineShop-E. Por supuesto, esa voluminosa casa no había sido producto de sus honorarios como camarera o empleada a medio tiempo en alguna despensa suburbana. Aunque no tenía los recuerdos que la conectaran con aquel éxito cosechado, Gillian sabía que tenía tiempo para descubrirlo. Ni Charlie ni el padre del niño que no le había dado más que su semilla. Se acostó sobre la enorme mesada cuadrada que se levantaba en el medio de la cocina y movió sus piernas y brazos como si dibujara ángeles sobre la nieve. En eso, alguien se paró en el umbral de la cocina y la observó. Primero vio unas piernas marcadas por cuádriceps bien definidos. Un bóxer negro cubría un miembro que prometía ser para nada decepcionante y un abdomen sobre el que quebrar un buen número de ladrillos. Era un hombre de cabello moreno con bucles peinados hacia atrás. Uno de sus hombros apoyado sobre el marco del umbral, tenía un tatuaje que ella no pudo distinguir. Se puso de pie y en un acto reflejo se llevó sus manos a sus bragas pero desistió casi en el mismo momento. Estaba segura de que se había acostado con ese hombre, se notaba en la expresión de su rostro. Esa naturalidad post intimidad que aparece reflejada en los gestos de sus amantes en las primeras veces.
—No entiendo cómo acabé durmiendo aquí y tú en mi habitación —dijo Gillian y se sentó de un salto en el borde de la mesada.
—Dijiste que esta noche querías dormir sola para despertarte y ver tus cortinas azules. No te entendí, pero tenía mucho sueño así que no me importó.
El hombre caminó hasta la heladera. Sacó una botella de agua y bebió hasta la mitad.
—¿Quién eres, hombre sediento?
El hombre se limpió la boca con el dorso de la mano y sonrió.
—Eso dolió, Gil. O tal vez fuese una pregunta filosófica. En ese caso, es mejor para ti que la pregunta esté referida solo a un nombre aleatorio.
Gillian frunció el ceño. No era una respuesta que podía esperar de los tipos promedio con los que se acostaba. Y teniendo en cuenta de que hace unos minutos su vida era la de una camarera desempleada, despedida de un restaurante clausurado y que había llegado allí atravesando una anómala abertura de la realidad, no podía dar a esa contestación el peso de una licencia cómica absurda.
—¿Y por qué lo dices? ¿Crees que no podré soportarlo?
—Deja que lo ponga de este modo. Si te pregunto ¿quién eres tú? ¿Qué me responderías?
Gillian lo meditó. Quería sonar lista frente a aquel apuesto desconocido. Quería también ganarse el derecho de pertenecer a esa realidad que le habían regalado vaya a saber gracias a qué portento del universo.
—Creo que hay varias versiones de respuestas para esa pregunta. Una es que soy Gillian y ya sabes, la socia de una empresa exitosa que vive en la casa de sus sueños. Otra es que soy una madre renegada que ha abandonado a su hijo en otro mundo para escapar de una historia que no tenía un botón de reinicio. Otra versión, al menos tú la conoces. Soy la mujer con la que te diviertes y que te dijo la noche anterior que no quería acostarse contigo.
—Me refiero a quién eres tú. Me has dicho algo que bien podría ser la confesión de un actor hablando de las representaciones de su vida. No son más que categorías inventadas por ustedes. Cada una de esas versiones, como tú les dices ya estaban ahí cuando naciste. Lo único que tú hiciste fue disfrazarte con la que escogías. Todo es prestado. Como esta casa, es también prestada. Como tu amiga Matilde, quien cree haber llegado a la utopía de sus creencias. Es fascinante lo que llevan con ustedes, sin embargo, es más fascinante aún como han hecho todo lo posible para mantenerse alejado de todas las vías de acceso que se abren dentro de ustedes.
—¿Vías de acceso? —preguntó Gillian. La frase no le sonaba a nada más que a …
—Eso, carreteras, caminos, túneles, como tú prefieras —él había completado su pensamiento.
Gillian sintió que todo el ingenio del que pensaba valerse ante ese hombre se desmoronaba y se preguntó rápidamente, temerosa de que él también leyera esa pregunta, si realmente había llegado a dónde ella había creído.
—Tienen una vida muy corta y sin embargo cargan con una puerta de acceso de la que no tienen la más mínima idea y que no saben usar —continuó el hombre—. Pero yo sí. Me he encontrado con una buena herramienta aquí, en este mundo del que no esperaba la gran cosa.
—No entiendo una palabra de lo que estás diciendo —confesó Gillian—. Si estás en alguna secta, mejor me lo dices y me dejas sola para disfrutar de mi nueva vida.
—La naturaleza no es la fuerza tan simétrica que ustedes creen. Es tan falible como un pequeño cachorro que tropieza cientos de veces antes de caminar en dirección recta. Los ciclos que ustedes tanto se afanan de predecir no son tales. Su antropocentrismo es tal que establecen patrones teniendo en cuenta las edades que ustedes han vivido, presumiendo sobre épocas en que no eran más que partículas a la deriva de las profundidades.
—Sí —asintió Gillian—. Mira, antes de salir por favor, no olvides nada. Sería una pena aparecerte de nuevo por aquí.
Gillian rodeó la mesada por el otro extremo al del hombre. Abrió la heladera pero la idea de hallar una botella de cerveza fue arrancada de un tirón cuando lo que vio fue el video de un lugar en el que una maraña de túneles blancos de un material que era incapaz de identificar se sucedían interminablemente como serpientes suspendidas en un sueño inquieto. No parecían estar sujetos a ninguna superficie sólida y alrededor no había más que vacío. No hubiese sido correcto pensar que aquel extraño mundo estaba iluminado por alguna luz ni tampoco que la ausencia de esta implicaba que fuese de noche el momento en el que ocurría aquella película. La mente de Gillian no podía aceptar ninguna de las dos opciones. Si podía ver los túneles tenía que haber luz, sin embargo no estaba segura de estarviéndolos con los ojos. De pronto, la cámara hizo un acercamiento a través de unos relámpagos de zoom sobre uno de los túneles. Se detuvo en un sitio donde el mismo se abultaba y palpitaba. Era como el clitelo de las lombrices, la parte que guarda el alimento para los embriones. Gillian vio cómo se abría un agujero en ese lugar y la cámara pasó a través de una membrana verde, idéntica a la del portal que ella había traspasado. Del otro lado pudo ver su casa desde el punto de vista de una lámpara de techo. Allí estaba ella, en la cocina y a su lado donde debía estar el hombre había algo que afectó directamente aquella parte de sí misma que decidía si lo que percibía era o no posible, ese tamiz por el que se registra desde el evento más fútil hasta las elucubraciones más inverosímiles planteadas por la imaginación humana. Entendía ahora que sus sentidos eran inservibles para detectar lo que había allí. Todo lo que “veía” ocurría en la dimensión de su mente, en las tierras del pensamiento, en la antesala caótica de la palabra. Pero la razón no podía aceptar aquel producto del sinsentido y lo rechazaba. Esa criatura, por elegir una palabra que sirviera aunque fuese para comunicarse a ella misma lo que veía, hacía trizas cualquier lógica que uno buscara para asirla. En cualquier otra circunstancia la mente la hubiese ignorado, incapaz de contenerla, pero Gillian se dio cuenta de que se había expandido como un humo siniestro, deslizándose en la tierra del orden razonable dentro de su mente, desde la cual saltaban como en una explosión nuclear toda clase de pesadillas que hicieron a Gillian aullar del pánico hasta que su voz desapareció, enmudecida por las cadenas de la desesperación. Las luces se apagaron en un cortocircuito que la dejó flotando en el silencio de su ser interno agonizante. Al final, cualquier gobierno que pudiera tener sobre su consciencia fue devorado por ese enjambre del horror que emanaba de la monstruosidad sin nombre.
Fred vio primero a Gillian atravesar la membrana azul, luego a Matilda, seguida de Norman. John dio el siguiente paso aunque su expresión fuera de aversión hacia lo que su cuerpo se atrevía a hacer. Antes de que Sal los siguiera, se giró hacia Fred y en sus ojos, este pudo leer la violencia antes de que esta se produjera con un dolor que estalló en su cabeza y le hizo doblarse sobre su estómago, donde la hoja de un puñal se le había hundido más de la mitad.
—La próxima vez, ten cuidado con quien te haces el listo, muchacho —dijo Sal y luego Fred vio desde una altura inferior cómo giraba sobre sus talones y se adentraba en el portal.
Lo único que podía hacer en ese momento era gemir y presionar la herida con sus manos. Pensaba en sus tripas y en cómo estas podían empezar a derramarse al exterior si no presionaba con fuerza. La vista se le nubló y temió perder la consciencia. Hizo el mayor esfuerzo de toda su joven vida. Apretaba los dientes y chillaba al menos para oír su voz y no dormirse. Intentó ponerse de pie pero era una tarea que le parecía colosal en ese momento.
—Hijo de puta —dijo a la membrana azul detrás de la que todos habían desaparecido—, me estoy muriendo. Espero que la criatura te destroce, hijo de puta.
Dando tres inhalaciones bruscas se puso de rodillas, lanzando un grito estrangulado por las lágrimas y la rabia. «Tengo que salir de aquí», se dijo, «si alguien me ve afuera podrá llevarme al hospital». Pero las piernas parecían tener sus músculos licuados y la sangre de su estómago brotaba entre los dedos de sus manos o tal vez era por los costados de sus palmas. En todo caso, no estaba ejerciendo suficiente presión. Su rostro estaba empapado de lágrimas y miedo. Delante de él, el portal continuaba intacto. Pensó en arrastrase hacia él. Era la única manera de avanzar que se le ocurría que podía servir. Apoyó por tercera vez el pie derecho para impulsarse pero era un trabajo hercúleo. Se tumbó de costado y un alivio fugaz lo recorrió y fue suficiente para que sintiera que esa era la posición más favorable. Con la cabeza en el suelo del restaurante, observaba cómo la membrana azul ondulaba de modo uniforme como el líquido de una pecera. Sintió cómo el calor lo abandonaba de a poco y cómo el frío le atenazaba los brazos y las piernas. Vio que sus manos seguían apretando la herida pero no entendía cómo era posible. Nada de eso le parecía real. «Me estoy muriendo, —pensó—, la hemorragia habrá contaminado mi interior. Ya es tarde, ya es tarde. Maldito gordo». Y luego, retorciéndose entre espasmos de dolor que llegaban como ecos rezagados, contempló el portal y extendió un brazo. La mano manchada de sangre que goteaba a centímetros de su rostro. «Llévame, criatura. Sácame de aquí, sálvame. No quiero morir en la suciedad de este lugar abandonado». No sabía si dijo o pensó las últimas palabras. Luego, sus párpados cayeron como cortinas de acero.
Gertrudis estaba hecha un guiñapo de nervios y sus gritos de terror se disparaban en todas las direcciones. Llamaba a la policía, a los vecinos, a Dios y contemplaba el espectáculo del portal con la aprensión de un claustrofóbico que se encuentra atrapado en un ascensor sin luz. Los gatos de afuera arañaban las ventanas y bufaban como bestias furiosas. Estaban dispuestas a perder sus garras en su intento implacable por entrar. Pero John había previsto esa posibilidad luego del incidente de la explosión de sangre y cuando el portal había dado indicios de aparecer, le pidió a Samantha algo de lo que ella ya se había ocupado. Allí adentro no estaban más que ellos y por algún motivo de la fortuna, también Gertrudis, la mujer que insistía en que Samantha debía pagar por haber asesinado brutalmente a su gato. El círculo que se había formado dentro de la caja de vidrio contenía una turbulencia de masas nebulosas que formaron un embudo, cuyo cuello se adentraba en la profundidad del portal. No emitía ningún sonido, sin embargo, su tamaño sorprendió a John. Era el doble o tal vez aún más grande con respecto a su anterior aparición. De su interior no fue expulsado ningún billete. Pero el portal crecía y eso quería decir que las dimensiones de la cámara contenedora serían insuficientes si esa tendencia continuaba.
—Es mucho más grande, John —dijo Samantha desde su lugar de observadora.
Inspeccionaba si todas las cámaras instaladas estuvieran grabando el prodigio y colocó la de uso personal en un nuevo ángulo. Si algún desastre similar al anterior ocurriera, quería asegurarse de contar con material de sobra. De todas formas, John había cubierto las cámaras con vidrios blindados. Tenía que estallar el equivalente a una buena carga de dinamita para que esa defensa se quebrara.
—Ni que lo digas. Solo espero que no sobrepase las dimensiones de la cámara o estaremos en problemas.
—Dios mío, ¿qué es eso? ¿Moriremos? —preguntó Gertrudis aferrando con ambas manos el brazo de Samantha.
Samantha sacudió su brazo y lanzó una mirada que exiliaba a Gertrudis al lugar más lejano y solitario del reino, pero la mujer continuó cerca de ella mirando al portal con los ojos entrecerrados, temiendo que algo saltara desde allí y la convirtiera en alguna especie de gelatina o mancha en la pared.
—Aún no se ve nada —dijo Samantha—. El Y/Z ya debe de estar abandonado. Ninguna propina saldrá por ese lugar. ¿Puedes detectar alguna otra señal desde allí? Ya sabes de qué hablo.
—¿De qué hablas? ¿De qué hablas? —siseó Gertrudis entre dientes—. Ustedes están locos por crear esa cosa aquí. Hay familias viviendo cerca y animales …
—Vete a la mierda, Gertrudis. Déjame escuchar lo que dice John. Ve a tomarte un té o… mejor aún. Hay pastillas en el baño. Disfruta las que quieras.
Los vidrios de la caja temblaron y el ruido de algo pesado chocando contra ellos hizo que Gertrudis diera un salto hacia atrás pero desafortunadamente sus piernas perdieron coordinación y terminó con la mujer en el suelo y una de sus manos fisuradas. No gritó de dolor, sino de pavor al ver el cuerpo de un hombre doblado, con el rostro pegado al vidrio de la cámara, la piel de un color ceniciento y arrugada, la boca semiabierta en un rictus de muerte y los ojos cerrados. Su mente nublada por el pánico no vio que estaba vestido con unos vaqueros y una camisa a cuadros. El tórax del sujeto emitía un movimiento de contracción. Estaba respirando con la torpeza de un cuerpo que lo hiciera por primera vez.
—¿Qué está pasando, John? —preguntó Samantha y enseguida otro cuerpo emergió del embudo del portal, desde los pies a la cabeza.
Esta vez era una mujer, que llevaba puesto un largo vestido floreado y unos zapatos Mary Jane de color gris sobre medias blancas que ascendían por debajo del vestido. Como el otro, su piel tenía ese color de ceniza o de fruta podrida. Había caído sobre el cuerpo del hombre de espaldas. Arqueada sobre el trasero levantado del otro y la cabeza colgando de manera invertida, Samantha se dio cuenta de que también respiraba por el movimiento de sus pechos.
—No tengo idea, Sam, pero al menos el portal no ha aumentado de tamaño —dijo la voz de John que salía de unos altavoces dispuestos en el living.
—Esas personas, John, o lo que sean… están vivas. ¡Respiran!
—Lo estoy viendo también. Sin embargo no podemos hacer nada hasta que el portal se cierre. Si intervenimos…
El tercer cuerpo se desplomó como un muñeco de trapo hacia la derecha. Su mejilla quedó aplastada contra el cristal. Vestía un mono de trabajo. Era un hombre y presentaba el mismo estado de deterioro de los otros dos. La única diferencia estribaba en su respiración.
—Oh, mierda, John. ¿Puedes ver si este está bien? No estoy segura de que esté en este mundo.
Pasaron treinta segundos hasta que la voz de John volvió en un tono parco y serio.
—No hay signos vitales. Tenemos un cadáver.
—Ya está aquí, John —dijo la tía Annette con una maseta de geranios en una mano y una regadera en la otra—, tu tío Eduard ha llegado. ¿No oyes su camioneta?
De hecho la oía. El viejo motor balbuceante de la camioneta roja. Se detuvo tan cerca que John creía que podía oler la gasolina quemada. Antes de detenerse, el armazón del vehículo traqueteó y el temblor se sintió debajo de los pies. Era como si aquel tiempo de su niñez nunca hubiera pasado. Blur salió corriendo y pasó como un rayo contra la pierna de su tía.
—Esta bestia… cualquier día me arrastrará sin darse cuenta de que me lleva —dijo su tía y siguió con la mirada al perro que se había perdido entre los senderos de vegetación aunque sus ladridos indicaban que no estaba lejos.
Abriéndose paso entre unos arbustos desde alguna entrada a la izquierda del invernadero, su abuelo Eduard se acercaba con Blur en brazos. El animal tenía la cabeza apoyada en su hombro. Toda la energía diseminada anteriormente se había trocado en una mansedumbre hipnótica que mantenía al animal con los ojos cerrados y una respiración tranquila, casi imperceptible. Allí estaba su tío, con la boina cayéndole sobre la oreja derecha, sus pantalones holgados del color de la grava y su rostro blanco remarcado con manchas solares debajo de sus pómulos. Las mejillas que parecían colgar un poco más debajo de la línea de su mandíbula. Estaba sonriendo. John no sabía si al perro o a él. No parecía estar enfocado en nada. Cuando estuvo junto a su tía, no dejaba de sonreír. Recién entonces miró a John. Fue como cruzarse de repente con los ojos de algo extraño en la oscuridad. El cuerpo de John fue una tensa cuerdaque una pluma hizo vibrar.
—Johnny boy —dijo su tío Eduard. Así le daba la bienvenida siempre. Con esas dos palabras que a él siempre le habían sonado ajenas—. ¿Te he hecho esperar demasiado?
—Tío Eduard. Increíble.
¿Qué era increíble? ¿Verlo después de que él había asistido a su funeral hacía muchos años? ¿O que ninguno de los dos fuera a dar un abrazo al otro? John no quería acercarse a su tío. Era él, al menos como él lo recordaba de su infancia y de las fotografías que guardaba su madre en una caja. Sin embargo, era como esa vez que vio a Santa Claus comiendo un hot dog en la calle cuando todavía no había cumplido siete años. No había hecho falta preguntarle a su madre porque sabía que aquel hombre mágico no le llevaría ningún regalo en Navidad ni leería las cartas con sus pedidos. Aquel tipo con el disfraz de su tío con un Blur de patas planas de juguete no era más que un impostor. Su tía Annette no era su tía Annette y entonces el cobertor del invernadero se le antojó la trampa de una pesadilla.
—Casi te sales del invernadero, pequeño rufián. ¿Quieres que un rayo te cocine los huesos?
—¿Cómo sabías que quería salir, tío? —preguntó John y Blur levantó las orejas como si hubiera escuchado los pasos de una rata.
Su tío no respondió. La sonrisa sempiterna pintada en su rostro por la mano de un artista imbuido de pura demencia. Su tía regando las flores en cuclillas al lado de su marido. Blur con las orejas erguidas, olisqueando el aire, girando lentamente la cabeza hasta observar de perfil a John. La respuesta no llegó, o mejor dicho llegó en un lenguaje que él no podía comprender más que como un miedo que hacía volar su pulso cardíaco.
—Hazle caso a tu tío, John —dijo su tía Annette sin mirarlo, concentrada en rociar las hojas de las plantas—, tuvo un ligero contratiempo para llegar aquí. No puede estar en más de dos lugares a la vez y el túnel es muy corto.
—No fue ningún contratiempo —respondió su tío, lanzando una mirada de reojo a su tía. Su mano aferró el pelo a la altura del cuello de Blur—. No estuve más tiempo del necesario. Se puede decir que llegué aquí muy puntual.
—No entiendo de qué hablan —dijo John viendo el cobertor del invernadero a su derecha. No le llevaría más de dos segundos levantarlo y deslizarse hacia afuera. Un segundo y medio como mucho—. ¿Dos lugares a la vez? ¿Túnel?
—¿Ya ves lo que haces, Annette? —se quejó su tío—. El muchacho tiene preguntas ahora. Y no es muy listo para comprender dónde está.
Después de decir esto, Eduard se mordió los labios e infló las mejillas que contuvieron un acceso de risa. Blur ladró y Annette dejó caer la maseta que tenía en sus manos. La planta con la tierra se derramó en el suelo donde ella apoyaba sus manos mientras se estremecía de risa.
—Perdón, soy nuevo en esto de la comunicación humana. Pensar y decir lo que se piensa son conceptos extraños para mí. Dominarlo es más difícil de lo que hubiera pensado. Para ser unos seres tan torpes, dementes y breves como ustedes, les resultó relativamente bien elfiltrado de los elementos del universo mental con el fin de expresar aproximadamente lo que quieren. Para ustedes no debe ser un logro menor algo así. Unas formas de vida tan frágiles y aburridas con el acceso a una autopista mental que no pueden ni ver es realmente una ironía muy pesada si lo piensas un poco.
John buscaba la manera de procesar ese cúmulo de lo que para él eran metáforas o un lenguaje simbólico para el que no tenía ninguna referencia y menos si se tomaba en cuenta que se encontraba en un sitio que no formaba parte de ningún mundo conocido por la humanidad.
—No entiendo tí… Eduard —no podía seguir creyendo que delante de él estaban esos parientes que había dejado de ver cuando todavía era muy joven para abandonar la escuela y conseguir empleo—. Nada de lo que dices tiene un sentido claro para mí.
—Ni claro ni confuso. Pero lo expondré de manera ordenada para que el poco espectro mental que usas pueda racionalizarlo de la manera que a ustedes les es más sencillo. Esto es tu mundo.
De pronto ya no estaban en el invernadero, sino en el borde de un precipicio desde el que se podía contemplar un paisaje de montañas, picos nevados, laderas rocosas, valles donde la luz del sol se alternaba con las sombras de los gigantes escarpados que los rodeaban.
—Bueno, el modo en que los tuyos se han acostumbrado a verlo. Acostumbrar es otra palabra de lo más curiosa para mí. Es interesante cómo su propia incapacidad para abarcar las variedades dimensionales de las realidades configura un tipo de estas y con el tiempo ustedes lo consideran el más fiel para comprenderlas. Si no cayeran en su propia trampa, el acceso a las autopistas mentales o universos mentales podrían mostrarle que este mundo que ves ahora, también es algo así.
Las montañas cambiaron algo de su apariencia. Ahora se removían en su sitio como las jorobas de un animal en movimiento, excepto que estas no cambiaban de lugar. John dio unos pasos más cerca del borde y su boca se llenó de un sabor amargo que nacía del temor que le inspiraba lo que pudiese encontrar. Tragó su saliva como si fuese un caramelo que no pudiese seguir masticando al ver qué había en la base de esa montaña viva. Era una criatura con un cuello extenso y una cabeza similar al de un cangrejo al final de ella. Tenía centenares de ojos que giraban al extremo de delgados filamentos como si fueran insectos revoloteando sobre la inmundicia. John dio un respingo cuando vio que debajo de la cabeza salían unos brazos huesudos que podrían pertenecer a unos simios gigantes o humanos con extremidades defectuosas. En el extremo de estos brazos unas manos con garras retráctiles se estiraron hasta caer sobre unos seres que a esa distancia, John no podíaidentificar. Desde donde estaba, bien podía estar viendo ciervos u hormigas, lo que le daba una idea más clara del tamaño descomunal de ese monstruo. Las diminutas criaturas fueron conducidas a la boca de la cabeza de cangrejo. Sobre este, su joroba de montaña se abultó en sus laderas y la cima se sacudió hacia los costados como si fuera la cola de un perro. Pero eso no fue todo lo que vio acerca de ese nuevo ángulo de una realidad que creía tan ordinaria y tradicional como para estar en un libro de geología o en el lienzo de un artista. Hacia el este, a kilómetros de distancia de esa cosa, lo que en circunstancias normales hubiese sido un río, ahora John lo percibía como un flujo gris que se movía como una correa transportadora sobre la que saltaban siluetas de diversos tamaños y formas para ser llevadas a lugares ignotos hacia los que se movía esa corriente sólida. Algunas de esas criaturas no saltaban enseguida, sino que aguardaba a la orilla de ese flujo hasta que decidían saltar dentro, sin que John viera ningún motivo por el que saltar en ese momento hubiera significado alguna diferencia con respecto a otro.
John sintió que su mente se escurría por algún agujero en su cabeza. Una grieta reciente producida por el choque que acababa de significar el conocer otra parte de la geometría oculta de algo que él pensaba acabado en términos de categorías naturales. Ni cerrando los ojos, ni buscando refugio en recuerdos de sus experiencias podía escapar a la revelación que no creía que estuviese destinada a alguien o mejor dicho a algo como él.
—No te fustigues, John —lo animó Eduard—. Como te dije, no es tu culpa, la estructura ya estaba cuando tú fuiste empujado a ser lo que eres. Tu cuerpo no hizo más que ajustarse a lo que significaba un entorno propicio para su desarrollo a través de un vallado que tu mente se encargó de trazar. La autopista del universo mental tenía que ocultarse para ustedes en orden a su supervivencia. Su locura debía restringirse a una locura que no significara su desaparición forzosa. En otras palabras, si tu mente no hubiese levantado las murallas para su ignorancia, jamás hubieran durado más de lo que dura una de sus vidas. Lo que no puedo entender es quién protege a quien, si su naturaleza orgánica o la escasa voluntad que ejercen sobre la parcela de la autopista mental que cargan con ustedes. Me inclino a pensar que es un poco de ambas. El miedo a desaparecer es el que gobierna a todolo que puede llamarse existente. Incluso a mí, John. Por eso estoy aquí contigo.
El invernadero volvió antes de que John pudiera atajar con gran esfuerzo las palabras de Eduard, o lo que fuera aquel ser. Podía ser todo una mentira. ¿Por qué tomar las palabras de ese individuo como si fuera una certeza incuestionable? Podía ser producto de un efecto alucinógeno causado por el contacto con el portal o por su entrada en él. John supo que Eduard no estaba embaucándolo porque en su rostro se transparentaba un curso de pensamiento que se adentraba en zonas a las que para una persona común le era muy difícil descender sin perder la claridad de la razón. Como si lo oyera, los ojos de Eduard se clavaron penetrantes en John.
—Aquí no tienen nada que hacer esa dualidad de la verdad y mentira con la que su enajenación se divierte en el mundo de ustedes. Creo que eso no debe preocuparte, John. A diferencia de lo que hice con Gillian, te diré que necesito hacer uso de ese acceso a la autopista del universo mental que tienes. Tengo pensado sacarle todo el provecho posible y expandir mi influencia.
—¿Qué? —fue la pregunta diminuta de John ante la osadía de la intención de unos actos para los que él no podía emitir la más vacilante opinión.
—Existo John. En eso mi naturaleza no difiere mucho de la de ustedes o las criaturas de su mundo. También quiero expandirme. Abarcar otras dimensiones mentales nunca se me había presentado de forma tan fácil y rápida como ahora gracias a eso que tienen ustedes. Que cargan como un absurdo que se desperdicia en una forma de vida tan débil y mortal. Te convertirás como los otros en mi nave de exploración.
Si se quedaba meditando sobre lo que Eduard había dicho sobre las autopistas del universo mental o las dimensiones mentales o sus intenciones de expandir su influencia usándolo como nave de exploración, John calculaba que tendría pocas chances de escapar después. Pensó que tendría tiempo de sobra para masticar toda esa información si salía con vida de allí. Como si hubiese accionado el interruptor de una máquina que había estado preparando para ese momento, John saltó hacia la izquierda pasando por sobre algunas masetas de plástico, se agachó mientras levantaba el cobertor del invernadero y se impulsó con todas sus fuerzas al exterior sin mirar lo que se encontraría allí. Desgraciadamente el suelo había desaparecido y John movió los brazos con frenesí en un acto mecánico para asirse de algo, sin embargo, siguió cayendo o planeando hacia abajo, entre una red de túneles blancos que parecían órganos en funcionamiento de algún cuerpo monstruoso.
Quiso volver al ascensor, pero Sal se encontró con que la puerta se había cerrado y no había forma de volverla a abrir. Presionaba el botón que mostraba una aureola naranja a su alrededor pero la puerta no reaccionaba. Intentó con las manos pero hubiera sido más fácil levantar un elefante dormido. Cuando el ascensor empezó a bajar, Sal pateó la puerta. Detrás de él una mujer lo llamó. Sal se dio vuelta. Sabía que la reunión era importante, la razón por la que se había aventurado al portal, pero pensaba en la gente que no salía del edificio y eso le inquietaba tanto que necesitaba probarse que esa idea no provenía más que de un miedo infundado. O tal vez era otra cosa. ¿Escapar? ¿Por qué mierda querría escapar? Allí estaba todo lo que él quería. La oportunidad para recuperar el éxito.
—¿Señor Whitman? —lo volvió a llamar la mujer.
—Sí, sí. Vengo a la reunión… es solo que…
—Lo están esperando, señor. No diga que lo dije pero creo hoy lo agasajarán con honores.
La sonrisa de la mujer y el modo en que tapó su boca con una mano al decir esto último fortaleció la idea de que todo marchaba muy bien y que no había un hilo suelto que iba deshilachando el resto del tejido. Sal asintió y caminó hacia la sala de conferencias. Las palabras socio, millonario y prestigio lo acompañaron como un coro hasta que la mujer le abrió las dos puertas que daban a la sala donde los peces gordos de Sforda Company, lo esperaban con sus trajes de miles de dólares no alquilados y sus copas de champagne.
Lo aplaudieron, lo vitorearon, le dedicaron cánticos como «Porque es un buen compañero», le estrecharon las manos y los más animados le dieron palmadas en la espalda y en el trasero. El señor Sforda, le dio un abrazo. Las luces de la sala encendían el champagne de las copas como si estas contuvieran velas encendidas. Sal Whitman ocupó su lugar al lado del jefe y recibió su copa para el brindis.
—Por Sal —anunció el señor Sforda—, gracias a su ingenio, a su visión, esta compañía entrará en una nueva era. Que esta copa sea el inicio de nuevas conquistas mundiales.
Todos se rieron de esto último. Sal veía que sus rostros estaban aderezados con expresiones de una intencionalidad subterránea, como si compartieran una verdad en la que todavía él no había sido admitido. Pero lo sería. Después de ese brindis.
Todos levantaron las copas al unísono y la sostuvieron encima de ellos formando una cadena de cristal dorado. Sal observó a cada uno. Con ninguno no había cruzado nunca más de dos palabras en todos sus años trabajando allí y ahora era el centro de atención de aquellos para los que él no era más que un tornillo reemplazable más dentro de la maquinaria de la agencia. «Pero ya no más un tornillo», se dijo así mismo mientras él también se unía a la mascarada de risas sobre rostros uncidos de envidia, oportunismo y egos colosales.
Cerró los ojos y bebió la copa. Al abrirlos allí estaba la criatura cuya forma sería imposible recordar después. Solo quedaría una impresión entre araña, felino y raíces de un lívido espectral que crecían como excrecencias líquidas que se solidificaban al momento de expandirse. Luego se vio a sí mismo cayendo o era solo una sensación similar a la caída aunque sin sentir el peso de la gravedad. Contempló los interminables túneles blancos que en lontananza formaban una sola pantalla en donde era imposible apreciar las separaciones entre ellos. Y más abajo, si es que esa era la dirección que tomaba, estaba él. Bueno algo similar a él. De pie, con las rodillas algo dobladas y la piel envejecida y oscura. Mientras más se acercaba, la conciencia se desvanecía hasta que se sumió en la nada.
Se había anunciado la llegada del director antes de que este apareciera entre unos árboles a la derecha del escenario. Un hombre con restos de cabello rojo que contorneaban los laterales de su cabeza dejando una amplia abertura que abarcaba desde su frente hasta su nuca. Era de baja estatura y caminaba como si sus cortas piernas se esforzaran en recorrer la mayor distancia posible en cada paso. Subió las escalinatas, saludó a la mujer que lo había anunciado y miró a la audiencia. Norman se había metido un dedo en ambas orejas para comprobar que a él no le faltaba el agujero por donde los sonidos entran y hacen vibrar los tímpanos. No solo Clusky y George padecían de esa malformación o lo que fuese, cada alumno y familiar de estos que se encontraban en aquella gala tenían sellado sus orificios auriculares. Menos él. Entonces fue cuando el director tomó el micrófono y dio dos pequeños golpes en el mismo antes de hablar.
—Lamento haberlos hecho esperar. Tuve un contratiempo con unos invitados de último momento que tengo en mi casa. Como bien saben casi todos aquí, solo puedo estar en dos lugares a la vez pero estamos trabajando en mejorar esto. Si todo sale bien, dentro de muy poco estaré leyendo a Shakespeare, buceando en el pacífico, escalando el Aconcagua, siendo extra en una película y pastoreando ovejas todo al mismo tiempo.
Las risas se elevaron hasta convertirse en un chaparrón de ruido que a Norman no le hizo ninguna gracia. Después de todo, ¿cuál era el punto de ese chiste? Además, las orejas tapadas era un asunto más importante que el numerito de humor del director.
—Verán, aquí puede haber algunos que estén pensando ahora mismo: «Se podrían haber esforzado un poco más en dejar terminado este escenario con un excelente trabajado en los detalles». Sí, sabemos que hay elementos que no se ven como hubiésemos querido. Darse cuenta de nuestros errores es un golpe duro para la ilusión de realismo y les aseguro que cada vez nos esforzamos más en que todo quede como el espíritu más exigente entre ustedes desea.
—¿De qué carajos está hablando? —preguntó Norman a George.
—¿Y tú lo dices? Vaya bastardo estás hecho, ¿eh? —rio George mientras pellizcaba una mejilla a Norman.
Norman no contestó pero su gesto bastaba para volver a arrojar la pregunta a su amigo que no hizo más que volver el rostro al director. Clusky fue menos receptiva. Mostrándole el dedo del medio y torciendo despectivamente la boca le mandó a los mil demonios.
—Sí, Norman, te diste cuenta de las orejas. En la próxima celebración se remediará. Ahora, por favor escucha. Tengo un problemita con tu amigo John mientras estoy aquí. Si fueras tan amable de pasar por alto la cuestión de las malditas orejas solo por esta vez intentaré no entrometerme tanto en tu vida cuando me adueñe de las autopistas mentales que llevas contigo. Sé el primero en recibir tu diploma, hijo. Ven aquí y trae esa cabecita obsesionada con los detalles.
Todos aplaudían y silbaban. George lo empujó hacia adelante y Norman se acercó a los escalones mientras contemplaba cómo lo alentaban compañeros de los que no sabía siquiera el nombre. Casi tropezó con el primer escalón por caminar hacia atrás y George le gritó: «Levanta esas pezuñas, bestia». Los demás festejaron esta ocurrencia con un redoble de gritos, silbidos y más aplausos.
Antes de subir el último escalón, Norman lanzó un vistazo a los árboles que componían el muro de la izquierda, por donde había venido el director. Tal vez si mirara detrás de ellos, podría tener una idea de dónde se encontraba y así dotar de un mayor sentido a lo que ocurría.
—Ven aquí, muchacho —dijo el director y Norman percibió un tono más seco, desprovisto de la vivacidad con la que lo había invitado anteriormente.
Los tablones de madera del escenario resonaron con el ruido de sus zapatos de suela dura cuando Norman inició una carrera que lo hizo saltar del escenario hacia el césped y continuar avanzando hasta la línea de árboles.
—Maldita sea, otro más —vociferó el director—. ¡Vayan tras él, ahora!
No hubo ninguno solo de los asistentes de la entrega de diplomas que no saliera como perro entrenado en persecución de la liebre Norman.
Aunque les llevaba ventaja, Norman no bajó el ritmo. Los árboles no parecían estar demasiado lejos, al menos eso le pareció en un principio, pero mientras corría, la línea se acercaba demasiado lento. Al director le llevó solo unos momentos caminar desde allí al escenario, y él, corriendo con todas sus energías no ganaba más terreno que si lo hubiese hecho a gatas. Detrás de él, todos estaban alcanzándolo, hasta que tiró unos cálculos mentales y supo que no llegaría y que la horda estaría encima de él mucho antes inclusive. Hizo algo que no hubiera esperado. Frenó, y al hacerlo no sintió ninguno de los cambios físicos que venían luego de una carrera rápida repentina. No había aceleración del corazón, ni enrojecimiento de la piel por la sangre fluyendo a mil por hora, ni respiración agitada. Era como si hubiese estado en reposo todo el tiempo. Pero la distancia que había hasta el escenario desmentía esta posibilidad. ¿Por qué…?, ¿había corrido, verdad?
Los otros también dejaron de correr. George salió del montón levantando los brazos. Le dio la espalda y mostró los dos pulgares a todos los que pudieran verlo. No había uno que no lo mirara con resentimiento, como si Norman hubiese intentado escapar luego de cometer un crimen contra el orden público.
—Muy bien, chicos —dijo George—. Nor ya dejó de jugar. Aplaudamos su audacia. Gracias a los cielos recapacitó y aceptará su diploma después de todo.
Norman —continuó, fijándose en él—. No entiendo qué bicho te picó para hacer eso pero terminemos con esto así después nos vamos todos a festejar. La casa paga, ¿qué me dicen todos?
Dio una vuelta de trescientos sesenta grados mientras subía y bajaba los brazos para encender las ovaciones. Cuando lo volvió a mirar, tenía esa sonrisa de «todos son idiotas menos yo», que eran de los pocos recuerdos que le habían quedado a Norman de él.
—Lárgate de aquí, George —dijo Norman decidido a no dar el brazo a torcer— y llévate a todos contigo.
—Está bien, ¿esto es por las orejas? ¿No escuchaste al director? Es algo que después se resolverá. Verás, esos detalles son algo que para ¿él?, ¿ella? No sé cuál pronombre podría servirle mejor. No importa. Esos detalles son algo tan anodinos para el director que intentar no olvidar ninguno en el diseño es algo de lo más irritante, y hay muchos que lo pasa por alto porque está con prisa. La naturaleza del portal, Norman. No sabríamos decir durante cuánto tiempo actuará como lo viene haciendo. Es cierto que el tiempo no es ningún problema en el “plano” de donde el director viene. No es más que una dimensión que se puede enrollar a voluntad y casi no ocasiona inconvenientes, pero de tu lado del portal, el tiempo actúa de una forma única en el plano físico y por lo visto ustedes no tienen ningún control sobre él. Todo lo contrario, parece que el tiempo los tiene, como quien dicen, bien agarrado de las pelotas.
Las carcajadas no tardaron en oscilar como una ola de una punta a la otra de la multitud. Norman miró la línea de árboles. No había más que unos nueve metros hasta allí. Una vez cruzada, creía que podría estar a salvo de ellos. Si no lo hacía, si no apostaba la última carta a correr, tal vez no tendría otra oportunidad. George dio tres pasos en dirección a él.
—Quédate ahí, George, maldita sea. No des un paso más o te reviento la cabeza.
—¿Y cómo lo vas a hacer, Norman?, ¿con tu birrete?
Los otros festejaron detrás, como si fueran los encargados de marcar cuándo la situación se tornaba humorística. Risas de estudio, como en un programa de comedia. Sin embargo, George tenía razón. ¿Qué tenía él para amenazar a una multitud más que palabras de dudoso coraje? Si tuviera una pistola, o una metralleta, podría escapar mientras lanzaba un reguero de balas por detrás.
—¿Una metralleta? —preguntó George, frunciendo el ceño.
Había leído su deseo, otra vez. Maldito hijo de puta. Se suponía que no había dicho nada en voz alta.
—Sí, George —confesó Norman—, una metralleta. Quisiera tener una metralleta para dejar frito a cualquiera que intente detenerme.
Entonces en sus manos sintió un peso extra. Nunca había tenido una de esas en su poder. Solo las había visto de lejos en desfiles militares o en los videojuegos. Ni siquiera sabía qué nombre tenía esa arma en particular. Pero Norman sabía que esa metralleta estaba cargada y lista para usarse.
—Ah, mira eso —dijo George—. Parece que el director no anuló el efecto de tu voluntad en este plano. No importa, Norman. Trabajaremos en eso también.
—Trabajarán solos, porque yo me iré detrás de esos árboles, y ustedes se quedarán donde están, George.
—Cobarde de mierda —dijo Clusky, con un cigarrillo entre los dedos a la altura de su rostro—. ¿Qué crees que hay allí? Nada para ti.
—Clusky tiene razón, Norman. Lo que ves aquí, es lo único que está hecho a tu medida. Por favor, termina de recibir el diploma y luego podrás irte donde quieras. Rápido, Norman.
—Al carajo con esto —dijo Norman y se dio media vuelta para reanudar su huída, cargando la metralleta con el cañón apuntando hacia arriba.
—Oh, me cago en ti, Nor. Vamos, hay que traerlo, después de todo.
Norman sintió retumbar el suelo detrás de él y giró su columna, junto con su arma, como se imaginaba que se vería correcto y no le costó nada fijar en el centro de la mira a George.
—Lárguense de aquí, engendros sin orificios auriculares —gritó Norman sin dejar de correr.
—Eso fue ofensivo, Norman —rio George—. Deberían multarte por decir algo así.
Era imposible, no llegaría. Ellos lo atraparían antes. El espacio era extraño en ese lugar. Pero no quería abrir fuego y matar a esos desconocidos. Nunca había matado a nadie. Era un tipo que estaba en contra de la violencia, pero aquello era demencial. Aquella gente vivía en el mundo dentro del portal. Un mundo que no había resultado ser loque su anhelo había pintado y que lo había llevado a cruzar la abertura. Si no abría fuego, lo llevarían con el director y esa opción por algún motivo no auspiciaba nada bueno para él. Antes de que George estirara el brazo para alcanzarlo, Norman presionó el gatillo y la metralleta aulló, furiosa, sedienta de sangre.
No siguió corriendo porque lo que sucedió lo decepcionó desde el punto de vista de la adrenalina que bullía al disparar. Las personas alcanzadas por las balas caían sin otro signo de muerte que el o los agujeros abiertos en sus cuerpos. Nadie había derramado una gota de sangre. George había recibido impactos en el pecho y en el rostro, y no era más que un muñeco relleno de nada, con la costura abierta en aquellos lugares donde habían entrado los proyectiles. Clusky yacía de bruces con cinco cuerpos tumbados sobre ella. Norman se sentía como el acomodador de utilería en la representación de una obra a la que todavía no habían llegado los actores y el director.
—¿Y qué esperabas? —preguntó el director apareciendo por un ángulo al que Norman no estaba prestando atención—. No tenía esperado que tu voluntad incidiera sobre mi escenario y te hicieras con una metralleta. Sí, son más falsos que …¿cómo dicen ustedes? ¿Billete de treinta dólares?
—¿Quién eres? ¿Qué es todo esto? —preguntó Norman apuntando con su arma al director.
—Eso de las palabras y de las preguntas y respuestas es tan divertido aunque ahora empiezo a entender cómo es que han resistido tanto en ese cuerpo subyugado por las dimensiones de su mundo, llevando una salida a cuestas que no pueden aprovechar. Se me hizo difícil configurar todo esto de acuerdo a los extraños parámetros de tu realidad.
—Eres extraterrestre. El portal fue un acceso a tu nave, ¿no es cierto?
—La ciencia ficción es un modo muy útil de darle entidad a lo que todavía no comprenden. Vaya si son lentos al hacer uso del acceso a la autopista mental. Incluso me llama la atención cómo se han saboteado miles de veces desde que ese acceso se formó en su frágil existencia. Si tenemos en cuenta que no existo en su realidad de la forma en que ustedes entienden una vida y que mi edad es inconmensurable con respecto a la aparición de sus dimensiones físicas, entonces sí, Norman, puedes llamarme extraterrestre.
—¿Por qué has creado todo esto? Esta falsa promoción de estudiantes universitarios. ¿Por qué me hiciste joven? ¿Qué querías lograr con todo esto?
—No es tan difícil de entender esa parte, Norman. Tú querías esto. Bueno, lo que alcancé a saber de ti antes de que entres en el portal. Este fue uno de tus deseos de siempre. Lo que yo hice fue diseñar la realidad para que puedas vivirlo.
—¿Qué, eres una especie de genio de los deseos o algo así?
—Otra vez con esa tendencia de asimilar información a través de signos arbitrarios. Sí, Norman, podemos decir que sí también. Ya tenemos un extraterrestre que cumple deseos.
—Pero ¿cuál es la razón de eso? ¿Qué obtienes tú a cambio? ¿Por qué molestarse?
Norman estaba a punto de disparar. La salida estaba muy cerca y ya no tenía otro perseguidor que el director. Pero quería seguir escuchando. Después de todo había llegado allí y todavía seguía con vida, contra todas las probabilidades que decían que una persona no puede atravesar una puerta a otra dimensión sin que se produzcan cambios significativos y fatales en su constitución. Él estaba entero, con buena salud e incluso varios años más joven. El cómo de todo eso era inescrutable, pero sabía que se debía aquel ser con la apariencia de director de universidad. Era un acto de cortesía el tratar de entender. Postergar la urgencia de su temor a desaparecer era lo menos que estaba en sus manos hacer.
—Necesito acceder a sus mentes, Norman. Es como si sus conquistadores encontraran oro debajo de cada raíz de los árboles en las selvas y bosques. Es como hallar la cura a todas las enfermedades en las botellas de agua mineral. Desde allí, puedo extender mis influencias a otras dimensiones. Eso es lo que me motiva. Es la parábola de mi vida.
—¿Y nosotros qué? No podemos vivir sin nuestras mentes.
—Si supieras lo que una forma de vida tan simple como la suya se ahorraría si dejaran de lado los túneles de sus mentes… Pero no te preocupes, pueden seguir haciendo uso de ellas. Incluso pueden experimentar las ventajas de las autopistas si dejan que yo me haga cargo. Si yo administro sus accesos, te aseguro que por primera vez en tu vida ser un humano no será más un padecimiento. Tu corta existencia será experimentada como un paraíso hasta el final, cuando tu voluntad ya no esté atada a tu cuerpo.
Norman no tenía una respuesta para lo que acababa de escuchar porque una parte de él clamaba por dejar eso y atravesar la línea de árboles. Todo era una farsa. Todo había sido armado por aquella criatura. Hasta su juventud debía ser un disfraz demasiado bueno como para perder más tiempo buscando la cremallera escondida en algún pliegue. Miró su arma, como si en aquel objeto creado por su mente se encontrara una respuesta que le diera luz verde para disparar contra el director. Pero no había nada. Como siempre, uno se encontraba totalmente solo para comprender lo que era y por qué era así. Miró al director y dejó caer el arma al tiempo que daba media vuelta y ganaba la última distancia que lo separaba de la línea de árboles. Antes de cruzar entre dos troncos, miró de perfil al director y negó con la cabeza, mientras una oleada de tristeza nacida del temor a lo desconocido lo comprimía como si estuviese hecho de trapo. Al pisar del otro lado vio el laberinto de túneles blancos y mientras flotaba hacia abajo, atisbó a John que descendía en su misma dirección. Quiso hablarle, quiso advertirle de su presencia pero su mente no funcionaba como lo hacía normalmente. Se sentía como si se hundiera lentamente entre el tráfico de sus pensamientos.
No se había marchado, ni le había pedido a él o eso que se fuera. El ser indefinible volvía a tener la apariencia del hombre que había dormido en su casa. Gillian había sentido náuseas, pero no estomacales, era como si toda su vida luchara por liberarse muy lejos de ella, a pesar de que su vida y ella fueran ideas indivisibles. Los barrotes del lenguaje. Gillian podía ver los grilletes muy abajo, en el suelo frío de su mente. Al ver la verdadera imagen de esa criatura, las cadenas habían pegado un brusco tirón y había sentido donde el último eslabón se unía a la base de su ¿prisión? Luego de la náusea se extendió a lo largo en el sofá cama en el living de aquella casa en la que había aparecido, que era de ella pero en un sentido muy diferente a como una propiedad pertenece a alguien. Había dejado la botella de cerveza, transpirando sobre el suelo.
—Entonces, ya no hay vuelta atrás —dijo Gillian contemplando el cielo raso tan blanco que parecía que uno nunca dejaría de ascender por esa blancura si lo intentaba.
—Me temo que no, has permitido que ingrese en la autopista, al igual que tus amigos Sal y Matilde. Con John tuve un problema, al igual que Norman. Pero no te preocupes, no es algo malo para ti.
—¿Qué va a pasar conmigo ahora? —preguntó Gillian, imaginándose enferma con algún tipo de virus mortal. Se veía a sí misma desintegrarse en alguna sala de hospital aislada de las otras vidas.
—Lo que va a pasar depende de ti. Puedes seguir con tu vida en este lugar hasta que tu cuerpo físico deje de funcionar, viviendo en el plano real y en este universo con acceso a otras dimensiones o puedes vivir solo una existencia subyugada a las limitaciones impuestas por tu rudimentario mundo mientras yo expando mi influencia sin causarte demasiadas molestias.
—Dime una cosa —dijo Gilian mirándose las manos. Sus dedos se entrelazaban y formaban figuras que se deshacían constantemente—. Cuando ingresé en el portal. ¿Tú estabas esperándome?
—A todos ustedes. No me preguntes por qué se abrió esa brecha por primera vez. Yo tuve suerte de percatarme de su origen y empecé a rondarla, esperando que un humano ingresara.
—¿Con billetes? —preguntó Gillian con una sonrisa.
—Eso fue una coincidencia, aunque por alguna razón, el dinero parecía el elemento que más resonaba en las mentes atadas a los cuerpos de aquí. Ayudó también que la brecha se formara en un restaurante, y encima en una de las mesas de los clientes. Yo solo veía los billetes entrar y salir por el otro lado del agujero en una sola dirección. A decir verdad, el resto lo hizo la curiosidad de ustedes. Solo tenía que aguardar que uno se lanzara dentro y atraerlos antes de que sus cuerpos llegaran a destino.
—¿Cuerpos? ¿No es este mi cuerpo?
—El cuerpo astral sí, una representación mental o una imagen relativamente fiel si lo prefieres. El cuerpo físico ha estado atravesando el portal todo este tiempo.
—Pero si he estado aquí más tiempo del que requeriría atravesarlo —señaló Gillian mirando al hombre semidesnudo.
—Al no estar atado al plano temporal, la sensación del cuerpo aquí es puramente artificial, como una réplica barata sin ninguna función.
Gillian se levantó y se sacudió la cabeza emitiendo una queja con la garganta con la que manifestaba cómo le fastidiaba pensar en aquella situación como si fuese un problema de índole metafísica. Bebió un trago rápido de cerveza de la botella. Ya no era el miedo de quedar atrapada en un mundo desconocido lo que sentía, sino más bien bronca por haber caído en otra complicación cuando ella había esperado todo lo contrario una vez atravesado el portal.
—Tengo que salir un momento de aquí —dijo y se lanzó hacia la puerta con paso apresurado.