Capítulo 23

Fue antes de cerrar los ojos. Marc Terini podía apostarlo a quien fuese. Ella entró en el sueño después de que por fin las dos cápsulas de tenazepam le bajaron los párpados sin que se enterara. Entonces él vio cómo el dormitorio de su apartamento empezó a “deshilacharse”. Usó la misma palabra que usaba su madre cuando tenía que remendar su ropa y la de su padre en tiempos de vacas flacas. Cada milímetro cúbico del escenario donde estaba fue desapareciendo en forma de finos filamentos que alguien retirara con suma rapidez. Detrás, fue revelándose un mundo que provocó una victoriosa risa en Marc. Era Persépolis. No podía negarlo. Allí estaba, con sus columnas griegas, su suelo blanco de mármol extendiéndose entre estatuas, individuos ataviados con túnicas de lino hechas a mano, enredaderas con flores de frescos colores y otras obras de arte inéditas que nadie iba a encontrar en ningún museo. Podía ver algunos estanques de vez en cuando, y la gente que se sentaba en los escalones, con el torso descubierto, dejando que la brisa suave que corría por el interior de aquel edificio de indefinidas extensiones los secara. Mujeres y hombres sin otra preocupación que un dialogo pacífico, la lectura, la música, la pintura, la escultura o los placeres de las comidas. Matilde tenía razón después de todo. Estaba al tanto de que enredarse con una viajera del portal conllevaba un riesgo impredecible, como mudarse a una casa con una bomba de tiempo escondida en algún punto oscuro de la misma, sin embargo él no quería perder la oportunidad de que algo así ocurriese sin el efecto destructivo, sino todo lo contrario. Esperaba que ocurriera eso, un milagro. El que había buscado después de dejar su anterior vida, esa que le había dado la clase de fama que solo corría por los ríos subterráneos de la ciudad. Marc “El látigo” Terini, así lo conocían sus amigos y rivales. Era uno de los luchadores más codiciados por los organizadores de las peleas clandestinas. No solo podía aguantar los golpes más contundentes, también podía acabar limpiamente con alguien con la menor pérdida de sangre posible. Algo excelente para los casos en que la policía decidía olisquear un poco en busca de esos rings cuando uno de los contendientes vencidos no volvía a mostrar su cara en ningún lado y algún pariente o amigo lo extrañaba. Había hecho mucho dinero en esa vida. Lo suficiente para comprarse una pequeña casa en el extremo sur de Pearce’s Valley, un automóvil y comenzar un pequeño negocio de reparaciones de bicicletas en el garaje. Había repuesto los dientes perdidos, había pagado en un par de ocasiones las tarifas del hospital por un día de internación, incluso una vez estuvo a un pelo de perder el ojo derecho y su último manager estuvo a punto de hacerlo entrar en razón por las malas cuando él le comunicó que ya había tenido suficiente. Pero había logrado salir. Pero lo que no le había dicho a nadie era la verdadera causa de haber dejado aquella vida de gladiador moderno. Esa, solo la conocía él y un amigo que no había visto hacía más de quince años, que una noche encontró en un bar de paso por la autopista mientras cenaba un plato de sopa de arvejas y una hamburguesa con todo.

—Por favor, Marc —fue un ruego sincero—, lee este libro —a continuación sacó un libro de un bolso y lo dejó sobre la mesa, entre él y la sopa de arvejas—. Cambió mi vida, y espero que también cambie la tuya. Dale una oportunidad. Es un regalo que te hago.

Y vaya si tenía razón. En su mayor parte, el libro estaba compuesto por decenas de testimonios de individuos que habían vivido al límite como él y que en un punto habían hallado que otra vida era posible. Pero no una vida en este mundo, donde el horror era dueño y señor que hacía y deshacía a su antojoun escenario que podía ser paradisíaco de un modo sencillo y que estaba al alcance de la mano de todos, sino un nuevo comienzo eterno en Persépolis, la ciudad donde la belleza clásica y los placeres físicos e intelectuales se unían para que uno pudiera sin ninguna restricción, vivir como un ser humano siempre debió hacerlo. Haciendo que su espíritu rompiera las dolorosas ataduras de un cuerpo bombardeado por el dolor, el trabajo, las enfermedades y la vejez. De los cuerpos heridos y muertos al anhelo de una vida en otro mundo, donde todo parecía marchar bien, donde el hedor de todo lo que se iba al demonio en este mundo, no existiera. Después de unirse a la comunidad de Persépolis, Marc ya había empezado a marchar en un nuevo sendero, permaneciendo de su pasado, solo las cicatrices y la determinación de no volver.

—Marc “El látigo” Terini —exclamó una voz que hizo temblar las columnas blancas del interminable salón—. Has llegado después de todo.

Marc se dio media vuelta cuando supo que desde allí se intensificaba el sonido de la voz.

Era un hombre no más alto que él, aunque sí de complexión más gruesa y maciza. Con el torso descubierto, sus pectorales y su abdomen formaban un rostro de piedra tallado contra una carne que podría aguantar los golpes de una maza mientras yaciera acostado. Sus brazos eran largos y se movían en círculos a sus lados, demostrando que ninguno de los dos había perdido la velocidad después de haber estado levantando objetos pesados durante mucho tiempo. El rostro del hombre era un bloque de ladrillo donde los ojos, nariz y boca parecían estar añadidos con el único propósito de hacer más pronunciado los ángulos de su mandíbula y sus filosos pómulos. El cabello era un matojo de hierba castaña que alguien había arrancado con la mano del suelo y que luego había pegado, sin ningún sentido de la estética, sobre un cráneo que terminaba en punta.

—Encantado —respondió Marc, sintiéndose desorientado por la visión de aquel sujeto—, ¿cómo sabes mi nombre?

—Oh, no te preocupes. Soy Ulises. Matilde me habló de ti. De lo que no te habló seguramente es de nuestra nueva regla de admisión.

La gente empezó a reunirse en torno a Marc y Ulises. Detrás, a los lados, llenando espacios y engrosando la línea de lo que poco a poco fue delineándose como un círculo. Un viejo sabor invadió la boca de Marc, incapaz de pronunciar palabra hasta que se hubiese tragado la saliva que contenía ese sabor.

—Por tu expresión, supongo que no estás enterado —Ulises abrió la boca y antes de que la risa se desbordara como un torrente de agua contenida, sus dientes afloraron como tornillos torcidos, delante de una lengua que parecía un pedazo de carne cruda que un carnicero pusiera a la vista del público en la heladera de exhibición.

—Para entrar a Persépolis —continuó después de acallar su hambre de diversión—, es necesario que luches con tu pasado. Debemos estar seguros de que no huyes de él, ni de que lo llevas a escondidas de ti mismo. Si lo enfrentas y lo derrotas entonces quiere decir que definitivamente quieres ser otro.

—¿Luchar con mi pasado? —fue una pregunta que Marc intentaba responderse buscando alguna pista en sus recuerdos anteriores a su encuentro con aquel amigo que le había entregado el libro sobre Persépolis aquella noche en un bar.

—Aquí estoy yo, representando a ese pasado —señaló Ulises y estiró sus hombros hacia atrás, su cuello a los costados y sus brazos hacia arriba—. Marc “El látigo” Terini. Prepárate.

Ulises lanzó el primer golpe justo cuando Marc se estaba preguntando si lo que estaba viviendo era verdad o se había quedado dormido dentro de un sueño común y corriente. Sin embargo sus reflejos no lo abandonaron y pudo esquivar el puño de Ulises antes de que se estrellara contra su ojo derecho. Enseguida Ulises, siguió con una curva baja al abdomen pero Marc lo agarró de la muñeca y como si su mano derecha hubiese sido invocada por su turbulento pasado, la dirigió directo a la mandíbula de Ulises. Fue un jab que hizo retroceder al hombre y lo mantuvo un instante frotándose el sitio del golpe, meditando acerca de qué había hecho mal. Ese tiempo le sirvió a Marc para acomodar sus pensamientos ante un nuevo capítulo repentino de su anterior vida de luchador.

—Nada mal, Marc —lo ponderó Ulises mientras se ajustaba los huesos de la mandíbula—. Creí que te habías ablandado después de abandonar los puños y elegir la espiritualidad.

—¿Está Matilde aquí? Esto no es lo que ella me había dicho.

—Matilde está en otro sitio. Esperando a que tú te ganes el boleto de entrada. No te preocupes por ella.

Entonces Ulises volvió a la carga, arremetiendo con todo el volumen de su cuerpo para tumbar a Marc y así hacerle más fácil reducirlo en el suelo pero Marc ya sabía qué hacer mucho antes de que el grandulón hubiese recorrido la mitad de la distancia. Antes de que Ulises se arrojase a sí mismo contra él, Marc dio un giro de cuarenta y cinco grados y realizó una rápida barrida con su pie entre las piernas de Ulises, quien cayó de bruces a la velocidad que venía llevando, provocándose un sentido golpe en la rodilla derecha. Acto seguido, Marc saltó sobre él y lo inmovilizó en el suelo, sujetando sus brazos por detrás y haciéndole palanca para enviarle el mensaje de que cualquier cosa que intentara la pagarían sus dos inútiles amigos.

—Bien, dejémonos de estupideces —dijo Marc, en un tono bajo para que solo Ulises escuchara. Los demás podían seguir viendo. No los escuchaba apostar por ninguno de los dos, tampoco veía en sus rostros ningún tipo de reacción por la pelea. Nadie hablaba, nadie susurraba. El gorjeo del agua y su respiración eran las únicas notas en ese momento—, dime dónde está Matilde. Si estoy en Persépolis, entonces esto de la pelea es una chorrada tuya.

—Un trago de vino, una pastilla, tu palabra, todo es lo mismo —dijo Ulises, hablando de perfil. Su respiración era tranquila a pesar de que había perdido el dominio de sus miembros—. En tu caso es una pelea. En el momento en que me golpeaste, aceptaste el desafío. Aunque tú no te des cuenta, hombrecillo gracioso, tu voluntad se dispuso a atacarme a pesar de que tu razón arengara otra cosa.

—¿Estás loco? ¿Eso es lo que es este lugar? ¿Un maldito manicomio?

—Por eso es que sus accesos a las autopistas mentales son tan atractivos para mí —siguió Ulises como si no hubiese oído a Marc—. Eso es lo que no tengo en el vacío donde habito, manteniendo con esfuerzo mi existencia por medio de los túneles blancos. Voluntad de crear. Ustedes pueden crear nuevas autopistas, nuevos túneles. Todos los que quieran. Yo tengo que contentarme con recoger las migajas perdidas y tratar de mantenerlas en condiciones, uniendo las autopistas entre sí. Y he aquí la mayor broma de todas. Pensé que ustedes eran los únicos con los que la naturaleza se divertía. Pero me equivoqué. Creo que también yo tengo un lugar en toda esta comedia.

—Estás a punto de perder el brazo, amigo —amenazó Marc, pero sabía que sus palabras eran mera fanfarronería. Lo que decía Ulises no era producto de una mente enajenada. Había allí un conocimiento que era innegable. Quizás era la naturaleza de ese sitio lo que movía a Marc a prestar una atención inusitada a las palabras de ese pésimo luchador. Allí, su mente se sentía más clara, más abierta a percepciones que en el mundo ordinario caerían en el subestimado terreno de su fantasía—. Es mejor que me digas lo que quiero saber. Sobre Matilde. Sobre Persépolis. Y deja la charlatanería de adivino.

—Es un chiste, amigo —dijo Ulises, pronunciando el “amigo” con la voz de Marc—. Ustedes tienen la voluntad de crear, pero están atrapados en sus universos físicos y solo pueden acceder relativamente a las autopistas mentales en los sueños. No pueden controlar su creación una vez dentro. Ni siquiera pueden escapar a través de sus sueños para evadir su desaparición o los peligros de la dimensión en donde están atrapados. Yo, en cambio, no puedo crear en mi vacío, solo tomar y alimentarme de lo que encuentro. En cambio, a través de sus autopistas, podría expandirme sin límites gracias a los accesos de toda su especie. Prosperar dentro de sus creaciones, dentro de sus sueños y dentro de los sueños de sus sueños. Y tal vez algún día… pueda crear mi propia realidad. Por el momento me conformaré con controlar la de ustedes.

Marc soltó a Ulises. Había oído cuanto estaba a su alcance entender. Se sentía fuera de sí mismo. Miró sus manos y sus brazos. Los mismos con los que se había ganado su epíteto “El látigo” por la velocidad con la que atacaba a sus rivales cuando estos creían que lo habían agotado. Una ráfaga en el viento que podía asestarte en donde fuese. No habían perdido su rapidez, incluso en aquel lugar que ya no estaba seguro de que estuviese hecho con el mismo material que el mundo en el que se encontraba anteriormente. Sin embargo, allí estaba todo él. Usando la ropa interior que llevaba en la cama junto a Matilde. Él era real, los otros también. La lógica con la que medía las cosas le decía que así era. Se movió hacia la gente, que todavía estaba reunida en torno a una lucha que ya no iba a continuar. Al menos no por su parte. Apartó a un grupo para salir de su círculo y miró en torno a los rostros buscando uno en particular.

—Matilde —la llamó una vez y después repitió ese nombre como si fuera una señal de auxilio—. Matilde, Matilde. Por favor, ¿dónde estás, Matilde?

Ninguno respondía a su pedido. O no sabían o no querían meterse, o no les importaba. Marc caminaba entre ellos como si fueran formas en una niebla que perdían identidad al tocarlas. Ellos no eran como él. Ese lugar tampoco era lo que había creído. ¿Y Matilde? ¿Ella si era real?

Llegó vistiendo una larga túnica que la cubría casi por completo. Su cabeza estaba libre y su cabello recogido en una coleta que le caía por detrás. Estaba asustada. Había llorado recientemente. Sus pasos eran torpes e intentaba lo menos posible chocarse con cualquiera en su camino. Marc se apresuró a su vez a recibirla. Cuando se encontraron, ella lo abrazó y él dejó que buscara una protección contra lo que fuera que la atemorizara. Nadie la había estado persiguiendo. La gente de ese lugar no parecía guardar ninguna intención maligna hacia ella. Algunos ni siquiera les prestaban atención, pasando en pleno diálogo como dos filósofos moviéndose con porte de disertación por el interior de la Academia de Platón. Ulises había dado por terminada la pelea. Se había puesto de pie y se había sentado a conversar con otro grupo, como si un momento antes, nada hubiese interrumpido esa charla. Parecía que desde hacía horas hubiesen estado platicando y el episodio de la pelea no hubiese sido otra cosa que un recuerdo muy vívido de Marc, que ahora se estuviese evaporando como una irrealidad de su trastornada mente.

—¿Qué pasa Matilde? —preguntó Marc—. ¿Es esto Persépolis?

—Perdón, querido —la voz de ella se quebraba entre sollozos—. Quería volver. Quería saber que no había sido un sueño. Esa cosa me prometió que volvería si traía a uno de afuera, mientras tanto me mantenía en la oscuridad, en la periferia de mi mente, donde ni siquiera los sueños se manifiestan. Yo quería entrar pero él me lo impedía. Hasta que llevase otro. Tenía que volver a Persépolis. Era lo único que me importaba. Desde que crucé el portal he estado sintiendo su presencia hacer y deshacer el mundo de mis recuerdos y en los sueños lo he visto a lo lejos.

Matilde empezó a doblar las piernas que temblaban como si fuesen dos tallos delgados. Marc la levantó y la mantuvo de pie.

—Esas malditas autopistas. Derrumba todo lo que le obstaculice su construcción. Recuerdos, trozos de mi vida, deseos, miedos. Los lugares que he creado en mi mente, los rostros que he dibujado, las palabras que he conservado. Nada queda en pie si por allí debe pasar una autopista hacia una distancia imposible de calcular. Y lo que queda en pie lo usa para alimentarse. Una y otra vez.

—No te preocupes, Mat —dijo Ulises que se había acercado con su comitiva a pocos pasos de ellos. Marc sintió que Matilde recuperaba su fuerza y se aferraba a él como si toda su vida se fuera en un abrazo—. Te dejaré todo este sitio ahora. Podrás vivir como siempre has querido en él. Tus creaciones serán cada vez más autónomas y pronto no extrañarás el otro sueño en el que has estado prisionera. Todos salimos ganando. Tú cumpliste tu parte y creo que ahora llegó el turno de seguir mi obra desde la frontera de Marc.

Entonces Matilde lo soltó y se alejó dando pequeños pasos a medida que Ulises ganaba espacio hacia Marc.

—Matilde, ¿dónde vas? —preguntó Marc e intentó detenerla, pero ella se dio media vuelta y corrió entre los habitantes de Persépolis.

Pero cuando él quiso perseguirla, su cuerpo no pudo despegarse de su sitio. Ulises se ubicó delante de él y le puso una mano en el hombro.

—No será nada doloroso —afirmó Ulises—. Y tú también saldrás ganando como Matilde. Al lugar que quieras ir, allí tendrás todo lo que necesites. Después de todo, tengo que cuidar a mis universos fronterizos si quiero abarcar todo lo que pueda.

—¡Matilde! —bramó Marc y sintió cómo su garganta ardía—. ¡Ven aquí, perra mentirosa! ¡Ven aquí!

Matilde despertó y lo primero que sintió fueron las manos del primer hombre con quien se acostaba alrededor de su cuello.