Relato que el Hombre de las Ceremonias me hizo de la revolución

RELATO QUE EL HOMBRE DE LAS CEREMONIAS ME HIZO DE LA REVOLUCION

«Durante el poder de Igny, Calenda estaba en manos de los nobles. Ellos eran los dueños de las tierras y de las vidas de los hombres que se las trabajaban. Parientes y amigos de otros nobles que mandaban en otras tierras, en nada apreciaban nuestros valores: nuestra agua, nuestro sol, nuestro aire, nuestra convivencia. Tenían sometidas a las gentes por el miedo, por la fuerza de los alguaciles. Nadie podía hablar. Tenían unas rígidas leyes que obligaban al silencio, como ahora ocurre en esa ciudad de la que viene usted, según sabrá. Los nobles daban las tierras y las tiendas, los comercios de carne y los transportes de pescado a sus familiares, a sus hijos naturales y a sus bufones. El pueblo mientras tanto pasaba hambre y no encontraba donde trabajar. El pueblo estaba harto. La Gran Sequía, que ellos llaman todavía desde el exilio la Gloriosa Sequía, fue lo que colmó nuestra paciencia. Si en vez de sequía se hubiera tratado de una inundación, le diría que fue la gota de agua que colmó el vaso. Pero aquí sería una imagen masoquista.

»La Gran Sequía sirvió para que todos nos diéramos cuenta de la tiranía de los nobles, que hasta entonces habíamos padecido sin sentir. Desde entonces a la Revolución pasaron casi veinte años, pero la gente mantuvo aquello en la memoria. Por ahí circulan historias clandestinas sobre la grandeza de Igny, que cuentan que quedó demostrada en aquellas dramáticas fechas. No se las crea, si alguna vez llegan a sus manos. Están trabadas de forma que el que las lea sepa perdonar a aquel hombre nefasto para Calenda. La verdadera grandeza la ha encontrado Calenda con nosotros, que restituimos sus tradiciones, que la hicimos volver a los mejores momentos de su historia, que dimos al pueblo la libertad de hablar, que le dimos la Asamblea del Gran Salón para que dialogara con nosotros, una institución ésta de la Asamblea que los nobles habían hecho languidecer en su provecho.

»La Revolución fue algo muy sencillo. Hasta los nobles estaban cansados de mantener en silencio a las gentes. No tenían ya cárceles donde encerrar a los que no cumplían sus leyes; y les faltaba dinero para construir nuevas cárceles, porque tampoco había en el pueblo, en las gentes del pueblo, dinero para pagarles los elevados tributos que les ponían por las cosas más nimias: tributo por tomar el sol en invierno, tributo por enterrar a los muertos, tributo por el llanto nocturno de los niños, tributo por el primer afeitado de los muchachos, tributo por la primera menstruación de las niñas que dejaban de serlo.

»El último año del mandato de los nobles, la cosecha quedó por recoger en los campos. Todos los hombres estaban encerrados en las cárceles, por unas u otras causas. Y las mujeres tampoco podían ir a segar los campos de los señores, porque casi todas estaban embarazadas de los propios nobles, que habían aprovechado el encarcelamiento de los maridos para acudir a las humildes casas en las noches del invierno y aumentar así el censo de sus hijos naturales.

»Solamente el Cuerpo de Acemileros estaba en libertad. Y supo responder a las esperanzas del pueblo, ya que ellos mismos eran el pueblo. Los acemileros eran los encargados de suministrar a los nobles, trayéndoles los alimentos, las bebidas, los vestidos, las ropas de sus casas, los músicos y concubinas de los países vecinos. Conjurados con el pueblo que a la postre eran, los acemileros se volvieron por días más habladores, los más habladores; y también los más pendencieros, los más bebedores, los más libertinos. Y los nobles entonces, para dar ejemplo entre los que los servían y protegían, no tuvieron otro remedio que ir encarcelando a sus acemileros conforme iban cayendo en faltas. Llegó el día en que no había en los palacios quien fuera a por agua, quien trajera las gallinas con que hacer caldo a las paridas, quien acarreara leña para las chimeneas en los fríos meses del invierno. Así fueron pasando los meses y los nobles fueron enfermando, ya que, en solidaridad con los acemileros, también se hicieron encarcelar los cocineros de los palacios, las amas de llaves, los matarifes, los barberos, las limpiadoras, las lavanderas, las amas de cría. Noble hubo que llevó durante cinco meses la misma camisa, ellos, que se cambiaban la ropa blanca tres veces a diario en sus buenos tiempos, aromándola con alhucema antes de ponérsela si era en invierno o con manzanas echadas en los cajones de las cómodas por el verano; noble hubo que se tuvo que dejar la barba, como los trabajadores porque no sabía afeitarse y porque todos los barberos de Calenda estaban en la cárcel a causa de su buscada locuacidad, lo que a este gremio, de natural hablador, no le fue especialmente difícil conseguir.

»Y cuando el hambre y la suciedad los cercaban, decidieron marchar, abandonar sus tierras y esperar a que perecieran todos los que estaban encerrados en las cárceles. Su esperanza era que, una vez muertos todos sus súbditos y principalmente los más rebeldes y montesinos, pronto podrían regresar triunfantes a sus tierras, que repoblarían con hambrientos labradores traídos de otros países, enviados para ello por sus familiares, los nobles que gobernaban en otras naciones en sucesivas particiones de la herencia del inicial dueño del mundo entero.

»Pero los nobles no contaban con los carceleros ni con la caballería. Los carceleros, casi los únicos, con las mujeres de edad y los niños de pecho, que todavía quedaban en libertad, al ver marchar a los nobles en sus carrozas, temieron que los presos se amotinaran, hicieran saltar las rejas y los rastrillos y los mataran a todos. Por lo que en cuanto los últimos nobles y los últimos niños bastardos de pelo rubio hubieron pasado las últimas esquinas de Calenda, abrieron las rejas y los candados, y el pueblo hasta entonces prisionero salió, y comenzó a estrenar su libertad. Y el que más gritaba estrenándola, de entre todos, era Juan el Poeta, que luego habría de ser el cantor de nuestra Revolución. Y a mí, que hasta entonces me afanaba como esquilador de las ovejas de los nobles, mayormente de las de Igny, me nombraron de jefe, más por la fuerza de las circunstancias que por mi valía. Lo primero que decidí fue que la caballería diera una carga contra los nobles que huían.

»Caballos apenas quedaban, que los nobles los habían ido sacrificando secretamente en los sótanos de sus palacios para tener carne que comer; y los que había, estaban famélicos de tantos días como llevaban sin que nadie les echara un pienso. Pero saben los jinetes que los caballos se hacen partícipes de las tristezas y las alegrías de quienes los suelen montar. Y los que salían de las cárceles, cuando di la orden, iban a sus casas en busca de sus caballos. Y, hablándoles, les razonaban la necesidad de que sacaran fuerzas de flaqueza y energías de un pienso que aún no les habían echado, y que corrieran cuanto pudieran para alcanzar a los nobles, que en su huida ya habían pasado las eras del común y se adentraban por los cruces de los caminos, unos hacia Nonas, otros hacia más distantes lugares.

»Comprendieron los caballos y corrieron más que lo habían hecho en toda su vida, sin que las espuelas tuvieran que ensangrentarles los ijares. Y así, nuestro improvisado Cuerpo de Caballería dio la histórica carga contra los nobles, sus hijos, sus mujeres, sus criados y sus concubinas y bufones. Algunos escaparon; otros no se habían atrevido a huir de Calenda y a dejar solos sus palacios. Pero con todos hicimos justicia, empezando por el Gran Igny, al que fusilamos en la plaza.

»Creamos entonces nuestro Sistema, se estableció la Asamblea, abolimos la nobleza; hicimos nobles, para poner en burla el sistema antiguo, a los niños que habían nacido aquel año de madres solteras y habían sido abandonados en la Inclusa. Se abolieron las leyes de los nobles, se mandó quitar sus impuestos, todo el mundo pudo hablar. Entonces, por mi iniciativa, y secundado siempre por Juan el Poeta, cerramos las tiendas y abrimos las librerías. Puedo decirle que Calenda, desde que hizo su revolución, es feliz».